EL ALUD

Los Alpes, invierno de 1245/46 (crónica)

Enfilamos un valle en cuyas pendientes meridionales los campesinos aún estaban recogiendo los últimos racimos de uva que habían sufrido ya más de una helada nocturna, y que por detrás lo respaldaban con majestuosa frialdad las cimas blancas de los Alpes. Junto a una capilla solitaria empezamos a ascender hacia el puerto. Pedí entonces que me dejaran rezar a Nuestra Señora, antes de avanzar por el estrecho sendero que se elevaba, serpenteando más allá de las copas de los últimos pinos y oscuros abetos, hacia las alturas batidas por el viento. Debo decir que atendieron mi deseo, puesto que no veían exageradas mis devociones.

Ya encontrábamos nieve a nuestro paso. Hamo ordenó que me quitaran las cadenas, que hacía tiempo que consideraba innecesarias. En el estrecho y mísero espacio de la capilla encontré a un sacerdote que añadía aceite a la lamparilla votiva. Se mostró aterrorizado cuando se enteró de que pretendíamos cruzar el puerto.

—Hermano en san Francisco —se dirigió a mí trazando la señal de la cruz—, precisamente vos deberíais evitar ese viacrucis. Allá arriba viven los saratz[217]. Ningún minorita ha llegado jamás vivo al valle alto del río En después de cruzar el puente.

—¿Los saratz? —pregunté divertido, pues había pocas cosas que consiguieran asustarme a esas alturas.

—Son como diablos, corren por la nieve sin hundirse en ella, ¡y eso sólo pueden hacerlo los demonios! ¡Huelen a un minorita a contraviento y no se calman hasta darle alcance y muerte!

—¿No se lo comerán con hábito y todo? —quise burlarme.

—Ay, hermano —suspiró el ermitaño—, me gustaría mostraros las innumerables cruces de madera, bastones y bolsas de peregrino que cada año bajan por el río en cuanto sobreviene el deshielo.

—Atraparemos a uno de esos demonios —bromeé—, ¡y os lo enviaremos encadenado a una balsa!

Se empeñó en bendecirnos a todos y se echó a llorar cuando proseguimos el camino.

Dejamos el carro a su cuidado; ese carro que hasta entonces me había soportado a mí, pobre pecador, a mi mujer lasciva —mejor dicho, la buena nodriza de espantosa fealdad —y a las criaturas imbéciles que se suponían mías. El camino era demasiado escarpado y las piedras que lo cubrían formaban profundos surcos causados por la lluvia y la nieve derretida.

No permití que me volviesen a encadenar, pero Hamo insistió en que la nodriza y los niños siguieran unidos con cadenas para que ninguno de esos pobres idiotas pudiese caer al abismo.

Recordando las extrañas advertencias del ermitaño consideré no obstante la posibilidad, que expresé en alta voz, de que lo más inteligente fuera prescindir de mi hábito, de modo que lo cambié por las vestiduras del abanderado aunque el chaleco de éste no cerraba encima de mi vientre. El pobre diablo estaba pasando frío y se encontró la mar de contento y bien vestido con el hábito de lana marrón de mi Orden.

Aún no hacía mucho que avanzábamos por el camino, y cuando alcanzamos el último bosque miré una vez más hacia atrás. Vi que abajo, junto a la ermita, se agolpaba un grupo numeroso de jinetes que rodeaban el carro y sacaban al ermitaño a rastras de la iglesia. A la cabeza del grupo reconocí una tenebrosa figura cubierta con una capa negra.

Aceleramos nuestros pasos, pero también los perseguidores iniciaron el ascenso. Hamo ordenó a los soldados que ocuparan posiciones detrás de los árboles y rechazaran al enemigo con una lluvia de flechas cuando se encontrara a descubierto. Los demás —él mismo, Roberto, la nodriza, los niños y el abanderado— atravesamos a toda prisa la maleza ascendiendo sin cesar; pero una vez que me volví descubrí que nuestros arqueros escapaban para esconderse entre los árboles como si fuesen conejos.

Después de que cruzáramos el bosque se abrió ante nosotros una profunda garganta en cuya base se precipitaba un arroyo bravo. Dos troncos de árbol colocados uno junto al otro servían de estrecho puente. Sentí vértigo y le pedí al abanderado que me tendiera la bandera para utilizarla como barra de equilibrio; él mismo me siguió arrastrándose a cuatro patas; después venía Roberto, quien con brazo robusto conducía a la nodriza atada a la cadena, y detrás de los niños caminaba Hamo, sosteniendo el otro extremo. La mujer avanzaba valientemente con toda su gordura, pero mantuvo los ojos cerrados mientras Roberto tiró de ella hasta llegar a tierra firme.

Roberto siguió tirando de la cadena porque los niños se habían dejado caer al suelo gritando, de modo que tuvo que arrastrar sus cuerpos por encima de los troncos hasta alcanzar tierra segura, donde prosiguieron con sus gritos amortiguados por el rugido de las aguas.

—¡Hay que retirar el puente! —exclamó Roberto arrojándose al suelo para sacudir los troncos que con el tiempo se habían asentado firmemente en la pendiente rocosa. Pero los troncos no se movían. Roberto se arrodilló y tos abrazó, las venas de su frente empezaron a hincharse y, de repente, consiguió levantarlos en una sacudida. Pero perdió el equilibrio, el peso liberado de los maderos lo hicieron caer, y desapareció de cabeza en las aguas profundas ante nuestros propios ojos. Vimos una vez más su cabello asomando entre las rocas y los maderos que bajaban acelerados por el agua, y después ya no pudimos ver nada más; sólo los espumarajos que levantaba el arroyo, mientras que frente a nosotros, en el bosque, brillaban ya los cascos de nuestros perseguidores. Nos apresuramos a subir por el sendero rocoso, no tanto por el miedo a que nos descubrieran como por alejarnos del alcance de sus flechas. Cuando me asomé para espiarlos, levantando con precaución la cabeza por encima de una roca, oí a Vito de Viterbo pedir a gritos un hacha; y cuando se la tendieron, empezó a darle hachazos al abeto más cercano con tal furia que el mango se rompió de cuajo y la pieza de metal trazó un arco sorprendente antes de caer en las agitadas aguas. Si hubiese mostrado paciencia en talar aquel abeto tan alto, habrían podido muy pronto cruzar la garganta y capturarnos. Pero, en vista de lo sucedido, el grupo optó por retirarse.

Recé una oración para mis adentros, recordando al valiente Roberto e intentando convencerme a mí mismo de que llegaría a salvarse agarrado a alguna rama que pudiese alcanzar desde el arroyo. De no ser así, ¡que Dios se apiadara de su alma!

Pronto aparecieron algunas manchas de hielo en la pendiente rocosa, que se convirtieron después en una capa dura que lo cubría todo. Muchas barreras de nieve acumulada, junto a grandes rocas de las que algunas incluso se desprendían de la pared y rodaban con gran estruendo hacia el valle, se oponían a nuestro penoso caminar. Cada vez nos era más difícil respirar; el frío se intensificaba y la nieve formaba capas más y más espesas.

—Volvámonos atrás, Hamo —dije intentando mostrarme humilde para no herir su orgullo y provocar su contestación juvenil—; hace tiempo que hemos perdido el camino y poco falta para que no podamos seguir adelante. Ahora mismo aún podemos ver nuestras huellas y tal vez salvarnos.

—Tienes razón —dijo Hamo manteniendo la vista fija sobre la gorda nodriza que tiraba de los pobres niños.

En aquel momento el aire empezó a llenarse de truenos y silbidos. Una nube helada que barrió nuestros cuerpos nos impidió llenar los pulmones, y aún alcancé a ver a la nodriza que volaba como si fuese una pluma y arrastraba a los niños detrás. Pero ya no pude ver nada más que un mar blanco de nieve que me llevó primero en volandas para sepultarme después. La fuerza de la nieve me hizo rodar; intenté sujetar con fuerza el palo de la bandera y ya no sabía si me encontraba en el cielo o enterrado cabeza abajo. Escupía, jadeaba, ¿no estaría ya en el infierno? ¿Para qué luchar aún con los ángeles? El gordo William exhaló un último suspiro, sus ánimos se fueron al diablo, y me sentí rodeado por un plumón cálido que al fin me ofrecía un suave reposo…

Los hijos del Grial
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