UN BAÑO CALIENTE
Otranto, otoño de 1246
La trirreme salió del puerto de Otranto al encuentro de la barca de pescadores como sale una morena asesina para atrapar a un pececillo que nada delante de su escondrijo. Pero antes de que pudiese abordarla con el espolón el capitán de la trirreme había reconocido al "halcón rojo"; dos años atrás lo había acompañado junto a Sigbert, el comendador, en el viaje de regreso a San Juan de Acre. Le tendió, cortés, la mano para ayudarlo a subir a bordo.
—Estamos en estado de alerta; unos traidores a sueldo del Papa han intentado asesinar al emperador —informó indignado el de Otranto—, aunque el atentado ha fracasado.
Los pescadores trasladaron a bordo de la trirreme al fraile enfermo, metido en una red. Lorenzo seguía sacudido por los espasmos, pero el capitán no le prestó demasiada atención.
—Los asesinos han huido e intentan llevar la revuelta a. nuestro país. Cualquiera que les conceda medios de transporte, albergue o alimentos está expuesto a sufrir el mismo castigo que ellos. Los habitantes de Altavilla han tenido que pagar su traición. ¡Adultos y niños!
Al ver que la trirreme regresaba con la barca, Laurence acudió con su hija adoptiva al muelle del puerto. Clarion había cumplido ya veinte años y la sangre árabe que formaba parte de su herencia se iba imponiendo más y más. La alegría del encuentro le proporcionaba un aspecto radiante.
Faress ed-Din, alias Constancio de Selinonte, su juvenil tío, saltó con pie ligero a tierra mientras la tripulación depositaba con mucha delicadeza al pobre Lorenzo sobre el muelle. El fraile estaba pálido como un cadáver y se sentía moribundo.
—¡Cómo resplandece tu belleza! ¡Cada día te pareces más a tu madre! —la saludó el emir—. ¡Tus ojos, en cambio, son los del emperador!
—Con eso le basta —intervino Laurence—. Nadie podría afirmar que Federico es un dechado de belleza.
Pero Clarion irguió la espalda:
—Para mí es un orgullo y un honor haber heredado su espíritu y su sangre.
—Si por ventura has heredado también algo de su humanidad y su bondad puedes ocuparte de nuestro pobre Lorenzo; es amigo de William y está camino de Lucera. Por desgracia, yo no puedo esperar a que se reponga; debo acudir de inmediato a ver al emperador en Foggia. —Se dirigió el emir a la condesa—: Si vuestra trirreme pudiese llevarme…
—Con mucho gusto —Al concederlo, Laurence se mordió los labios; nada era para ella más difícil en este mundo que separarse de su bien armada nave de combate—. Pero siento deciros que no lo encontraréis: Federico recorre el país como un vendaval para vengarse de los traidores…
—Sabré encontrarlo —respondió el emir antes de que ella pudiese aportar algún argumento más para negarle el barco.
—Dejad al príncipe de Selinonte en Andria, junto a la residencia imperial, ¡y regresad sin tardanza! —ordenó la condesa al capitán con visible disgusto.
La trirreme inició de forma inmediata unas hábiles maniobras de remo para alejarse del muelle mientras Lorenzo era transportado al castillo. Sólo Clarion se quedó para ver alejarse el barco.
—¡Hombres! —resopló con fiereza—. ¡Un piropo apresurado y vuelven a marchar a su mundo de caballeros! ¿Y yo? ¡A las mujeres no nos toca más que esperar!
—He ordenado que lo metan en la bañera —con estas palabras recibió la condesa a Clarion—. Después del largo viaje por mar, las emanaciones de su cuerpo sobrepasan en mucho lo que es normal en un fraile menor —Laurence se acercó a la ventana, como si necesitara con urgencia respirar la brisa fresca que en invierno alivia el ambiente en la campana de calor que normalmente cubre Apulia. Estuvo farfullando algo acerca de Hamo…
—¡Está enfermo, Laurence! —interrumpió Clarion a su madre adoptiva, cuyo mal humor era más que evidente—. ¡Iré a verlo ahora mismo!
—Estás impaciente, ¿verdad? —se burló la esbelta condesa, cuyo cabello teñido con henna destacaba con un matiz chillón frente a sus ropas, sencillas y austeras.
Clarion pensó que la condesa no cedía ni un palmo en su lucha contra la edad. Conseguirá alejarme del castillo, igual que hizo con su hijo Hamo.
—¿De qué me sirve? —preguntó con entonación irritante, y dio media vuelta decidida a alejarse.
—No es más que un fraile, y además apesta; en cambio tú…
—Ya sé: soy la criatura mas desvergonzada sobre la tierra, al menos entre Otranto y Foggia. ¡Debí haberme marchado en el velero con Constancio! Cierto que es mi tío, pero a mí no me habría importado. Me habría entregado a él en tu trirreme ante los ojos de toda la tripulación.
Tras estas palabras abandonó rápidamente la estancia, pues sabía que a la condesa podía escapársele fácilmente la mano cuando escuchaba tales exabruptos.
Lorenzo estaba sentado en un barreño que despedía vapores y se dejaba frotar la espalda por dos criadas, proceso que acompañaba con gemidos, aunque más bien parecían de placer. Se iba encontrando mejor: los espasmos del estómago habían cedido notablemente, y el último ligero malestar iba deshaciéndose en el calor agradable de las aguas que lo rodeaban dentro del barreño. Los niños asomaban con ojos curiosos por el borde y acabaron rápidamente infundidos por el valor suficiente como para meter las manos en el agua y salpicarse, primero entre ellos, después a él.
Lorenzo, con su corona de cabello rizado pero escaso, no era precisamente un personaje que impusiera respeto.
—Ese hombre que venía contigo —intentó sonsacarle Roç—, ¿no era Constancio? ¡El "halcón rojo"! —añadió cuando Lorenzo no pareció entender en seguida a quién se refería—. ¡Es su nom de guerre! —le aclaró al fraile—. Así lo llaman en casa…
Aquí intervino Yeza, quien no podía sufrir que Roç se comportase como si fuese el único en estar enterado de todo.
—… mejor dicho, en su tienda, allá en el desierto donde caza palomas.
—No le hagas caso —intervino Roç instruyendo en tono condescendiente a Lorenzo—. Ella lo confunde todo. El "halcón" sólo caza las palomas mensajeras que pasan por delante del palacio del sultán, para que éste pueda leer lo que los demás escriben. ¡En el desierto ni siquiera hay palomas!
—Sí las hay —insistió Yeza—; tienen que sobrevolar el desierto, igual que sobrevuelan el ancho mar si quieren llegar a alguna parte.
—Pues ya puedes esperar a que pase alguna paloma por aquí.
—Pero él tiene una tienda en la que puede dormir mientras las espera —Yeza no se dejaba apabullar.
—Seguramente se refiere a las gaviotas —Roç se dirigió de nuevo a Lorenzo, quien escuchaba la disputa esbozando una sonrisa.
—Era el "halcón rojo" —contestó afirmativamente a la pregunta del muchacho—. Os envía sus saludos, al igual que Crean de…
—¿Qué dices? —se le escapó a Clarion, que asomaba por la puerta de la estancia—. ¡Ese sinvergüenza! —Y se acercó con los ojos echando chispas al barreño dentro del cual Lorenzo se esforzaba por ocultar su desnudez—. ¿Queréis decir que viajaba con vos y no ha subido siquiera a vernos? Es muy propio de él pasar de largo por Otranto sin asomar siquiera. ¿Por qué…?
—¡No me hagáis a mí pagar sus culpas! —la increpó sonriente el fraile a la vez que adoptaba una expresión de arrepentimiento—. Yo estoy aquí sólo por casualidad, pues el veneciano quería arrojarme al mar. Crean pudo quedarse a bordo.
—¡A él es a quien deberían haber arrojado al mar con una piedra de molino atada al cuello! ¡Es un ingrato!
—Ella está enamorada —se esforzó Yeza por aclararle a Lorenzo, que parecía asustado. Sus palabras merecieron un intento de cachete, pero la niña lo esquivó con habilidad—. ¿Eres amigo de William? —Y empezaron a salpicar a Lorenzo porque no contestaba con suficiente rapidez, y a Clarion porque intentaba alejarlos de allí.
—Creo que William está con los mongoles —Lorenzo sonrió comprensivo—. Nunca consigo encontrarme con él. La última vez di en su lugar con una dama viajera, una… —tardó un poco en formular la palabra, calibrando la presencia de los niños—, … una devota del amor vulgus…[270]
—Ya sé —cacareó Yeza con alegría—. ¡Ingolinda, la puta!
—¿Fuisteis vos quien nos envió esa mujer? —La mirada de Clarion se posó por primera vez en los muslos del fraile—. ¡No se lo hagáis saber a la condesa, pues sería capaz de arrojaros al mar desde lo alto de la muralla!
—Era importante —se defendió Lorenzo—, por William…
Estas palabras dieron rienda suelta al griterío de los niños:
—¡William! ¡William! ¡Queremos que regrese nuestro William!
—¡Silencio, y a la cama! —Clarion no sabía cómo atajar el tumulto, por lo que prefirió mostrar también interés por William—. ¿Para cuándo se espera su regreso del país de los mongoles?
—Puede tardar una eternidad —dijo Lorenzo mientras buscaba con la mirada algo que le sirviera para salir cubierto del barreño asediado—. Esas tierras están lejos…
—¿Cómo de lejos? —preguntó Roç de inmediato—. ¿Tan lejos como Constantinopla?
—Diez veces más lejos —sonrió Lorenzo, tiritando.
—¿Habéis visto a mi hermano en Bizancio?
—Pero si no es tu hermano —se entremetió Yeza con su habitual impertinencia, y en esta ocasión no pudo evitar un coscorrón.
—¡Déjame en paz!
—¡Es que Hamo está enamorado de ella! —se creyó obligado Roç a explicarle al fraile.
—Hamo aún sigue siendo hijo mío —se escuchó la voz incisiva de la condesa—. ¿Qué tal si me informarais a mí primero?
—¿No se habrá convertido en un vagabundus? —Yeza debía haber escuchado la palabra en la cocina o en el ropero, o posiblemente entre los mozos de las cuadras.
—¿Se va de putas; es un perdido y un degenerado? —Roç deseaba informarse sin pérdida de tiempo, pues sabía que ahora ya no tenían escape: la nodriza y las doncellas esperaban dispuestas para llevarlos a dormir.
—Mañana nos cuentas todo, ¡si no, te ahogamos en la bañera! —gritó Yeza mientras era arrastrada hacia afuera.
—¡Vuestro hijo vive en el palacio del obispo y juega un ajedrez pésimo! —se permitió Lorenzo tranquilizar a las damas, ansiosas por obtener información.
—¡No es posible! —se le escapó un grito estridente a la condesa—. ¿Con mi sobrino el pederasta? —Durante un instante pareció querer arrojarse sobre el fraile por haberle comunicado semejantes noticias—. ¡Preferiría saber que el muchacho se ha entregado al consumo de todas las drogas de oriente!
—¡Qué cosas dices! —intentó frenarla Clarion.
Entretanto Lorenzo se había repuesto y aceptado la toalla que le tendían las criadas.
—¡Nunca llegamos a hablar de tales detalles! —Se esforzó por abandonar con dignidad el agua del baño—. Permitid, estimada condesa, que este viejo solterón salga de la bañera —consiguió envolver sus caderas en la toalla, ya de pie en el barreño—, pues el agua se ha enfriado, y además, ¡tengo hambre! —Pasó las piernas por encima del borde, apoyándose en las criadas que cuchicheaban y reían, para acercarse después a las damas, que habían apartado la vista en el último momento—. Permítanme que me presente: Lorenzo de Orta, de la Orden de los frailes menores, legado papal en misión especial, de regreso a la corte del Santo padre…
—¡Un traidor! —siseó la condesa echándose hacia atrás.
—… para vos, en cambio —prosiguió Lorenzo antes de que Clarion pudiese acercarse a la puerta a llamar a los guardias—, soy el hombre de confianza de vuestro amigo Elía de Cortona, y además.. . —empezó a echar mano de las ropas depositadas sobre una silla situada cerca del barreño, junto a las cuales se veían también tres cordones de cuero—, ¡también soy emisario del canciller Tarik ibn-Nasr de Masyaf! —Con estas palabras levantó los cordones y los mostró a las señoras.
—¡Mi buen y viejo amigo Tarik! —suspiró la condesa, aliviada—. ¡Venid!