EL MAPAMUNDI
Castel Sant' Angelo[98], verano de 1244
Los barqueros hicieron avanzar la barcaza plana remando, más que navegando a vela, aguas arriba por el río Tíber. Eran pescadores de Ostia, de donde el río desemboca en el mar junto a las instalaciones portuarias de Claudio, ahora enfangadas y medio ocultas por la arena. Los hombres no esperaban de su pasajero una buena propina aparte del precio fijado para el pasaje, pero se habían mostrado de acuerdo en transportar a aquel dominico corpulento de edad indefinida, seguramente un gabacho, que apenas había respondido a sus lamentaciones y había tirado de su capucha hasta ocultar la mayor parte de su rostro duro. Durante el viaje, sin embargo, sintieron sobre ellos el aguijón de sus ojos vigilantes, de modo que prescindieron de las bromas habituales y realizaron su esforzado trabajo exteriorizando un casi mal humor. Tanto más sorprendidos se quedaron cuando el pasajero les entregó una moneda francesa de oro antes de saltar a tierra, justo debajo del Castel Sant' Angelo. Lo vieron tomar a paso enérgico la pendiente de la orilla hasta llegar, sin tirar de la cuerda que movería la campana, a un punto donde el repentino descenso de una estrecha y alta puerta forma un puente que tuvo que cruzar antes de que los muros se tragaran su figura oscura.
Vito de Viterbo no era francés; procedía de los alrededores del bastión más septentrional del estado de la Iglesia. Los viterbinos eran considerados, muchas veces sin que alguien les preguntara su opinión, creyentes muy devotos del Papa, una fama que les había proporcionado la familia de los Capoccio[99]. Al servicio de éstos había estado Vito y siguió estándolo cuando el Papa le envió a París, no tanto para mantener el oído cerca de los labios del devoto Luis como para guiar la solícita devoción de éste por la vía correcta. Aunque confesor del rey, Vito seguía siendo adicto a los Capoccio. En aquella ocasión se acercaba a Roma para informar.
Conocía muy bien el revuelo de pasillos y rampas que se suceden en el interior de ese panteón que generaciones de papas, en su búsqueda de protección o su huida ante la adversa opinión pública, habían abierto en el túmulo de Adriano como si se tratara de dotar a aquel vientre de intestinos, estómagos, riñones y testículos arañados a la tierra. El pasillo que recorría Vito estaba débilmente iluminado por lamparillas de aceite y representaba incluso para el entendido una especie de laberinto tridimensional, que asciende cuando piensas tener que bajar, y que sube formando una espiral o rodea en un zigzag las puertas que el visitante desea evitar, conduciéndolo en cambio hacia otros accesos ocultos.
No se encontró con ningún guardián que le pidiera la consigna o le preguntara por las armas que llevaba, pues el Castel Sant' Angelo se vigila a sí mismo. Era la central de mando secreta de la curia: en sus cámaras secas se acumulaban los archivi secreti; se amontonaban las cajas con las reservas monetarias para sostener sus guerras, guardadas bajo rejas de hierro en una antigua cisterna vacía, y en lo más profundo de sus cuevas se pudrían "por tiempo indefinido" ciertas personae sine gratia[100] de las que la Santa Sede había retirado su benevolente mano.
Con la seguridad que otorga el servicio prestado durante muchos años, Vito pasó bajo arcos que descansan sobre gruesas pilastras, cruzó balaustradas suspendidas como puentes de las que unos cabrestantes devanaban gruesas cuerdas para depositar su carga en algún escondrijo no identificable, recorrió escaleras que subían y rampas que bajaban hacia salidas invisibles para el ojo, y de las que sólo aquellos que dominaban los hilos sabían si daban a la nada o a nuevos subterráneos.
Al fin se abrió frente a él la gran sala del mapamundi[97]. Los primeros seres humanos a quienes vio allí eran dos franciscanos subidos a un andamio de escaleras. Éste se deslizaba delante de un mapa del mundo que cubría tres paredes del espacio, desde el suelo hasta la bóveda. El mapa se iniciaba en el occidente más extremo con el océano, el mar universal, antes de que se tocaran, junto a Dchebel al-Tarik[101], los desiertos de Miramamolín con al Andalus. A la altura de la cabeza quedaba el Mare Nostrum, por encima de la costa de Mauritania con sus mercados de esclavos; se doblaba junto a Cartago, donde reinaba el emir de Túnez, ya en el centro de la pared, para descender después hacia la bahía de Sirte; volvía a subir con la Cirenaica, por debajo de la cual (hic sunt leones)[102] se extiende el desierto hasta llegar al rodapié, dejando ver a continuación, conforme se alcanzaba la tercera pared, el delta del Nilo que se disuelve en el azul del mar, y en uno de cuyos brazos está inserto El Cairo, formando un brazalete de brillantes, sin que el curso del poderoso río se perdiera del todo en las arenas sedientas del zócalo restante. Junto a Gaza asciende después, casi inesperadamente, Tierra Santa con Jerusalén, divina Hierosolyma[103], rodeada de la corona radiante que forman la ciudad de Damasco, mercado de espadas finas y tejidos delicados y ciudad de san Pablo también; después la capital babilónica de Bagdad, bajo cuyo esplendor palidecen las numerosas otras ciudades del califa que surgen en su entorno; más allá, en el este, la tierra incógnita de los tártaros que no construyen ciudades; a lo largo de la costa siguen a Trípoli, de fama legendaria, las montañas de los "asesinos" y el antiquísimo patriarcado de Antioquía, para acabar —allí donde viven los armenios, gente de mal fiar—, antes de volver al mar, con una gran masa de tierra que representa Asia Menor. En esta bañera flota, como un pececillo, Chipre, la isla de Afrodita. Una ancha lengua de tierra perteneciente a los seleúcidas se acerca al Bósforo, junto al Cuerno de Oro[104] de Constantinopla, mientras que el mar Negro no es más que un enorme lago, después del cual vuelve a instalarse el imperio de los kanes mongólicos, cuya ruta de la seda se pierde en el vacío.
Allí donde se agolpan las islas griegas, el mapa retorna a la pared central y sigue por Acaya y Epiro, a lo largo de la costa adriática dálmata, hacia arriba. Al antiguo Bizancio, que ahora no es más que un "imperio latino" en descomposición, le sigue Hungría, y el ojo del observador queda atrapado, junto al patriarcado de Aquilea[105], ahora caído en el olvido, en los dominios de la Serenísima. Hacia el sur cuelga en el Mediterráneo azul la bota italiana, objeto de tantas luchas; en el reborde superior doblado asoma la Liga lombarda del imperio; alrededor de la pantorrilla se arruga la media con el Patrimonio de San Pedro y la Roma eterna, caput mundi[106], en forma de hebilla brillante adornada de joyas; más abajo están el talón de Apulia, la tibia napolitana, y el empeine de Calabria perteneciente al odiado imperio romano—germánico, cuya punta parece pisar el reino de Sicilia como si fuese una piedra molesta. Más hacia el norte bailan Cerdeña y Córcega dentro de la esfera de poder del oleaje genovés. ¡Pero volvamos hacia atrás, doblemos hacia el norte! Después de cruzar la cordillera de los Alpes se encuentran hacia el este los ducados de Suabia, Baviera y Austria; a continuación los reinos de Bohemia y Polonia; y más allá vuelve a dominar la salvaje estepa de los mongoles, que aquí se denominan la "Horda de Oro"[107]. ¡Las tierras de su imperio son tan ilimitadas que podemos darnos por satisfechos con decir que la superficie del mapamundi no es capaz de abarcar sus confines! Hacia el norte están las islas de daneses y vikingos, ya en los mares helados, mientras que si cruzamos las tierras de Sajonia llegamos con nuestro gigantesco dedo invisible, una vez traspasado el Rin, a tierras de occidente. Nuestro dedo señala más allá de Lorena y Flandes hacia el interior de Francia, hasta París. Al otro lado del canal normando vemos una mancha de tierra retorcida que representa Inglaterra, enzarzada en una disputa continua con Irlanda, la rebelde, y con la orgullosa Escocia. Si dejamos Bretaña volviéndonos hacia el sur nos encontramos con Aquitania, tierra amorosa, para pasar a Tolosa, la hereje, y después de cruzar los Pirineos nos encontramos en el Aragón cristiano, siempre atormentado por la cristianísima Castilla, mientras que en al Andalus se extiende, cómodamente asentado, el califato islámico.
—Algún día el puño férreo de nuestra reconquista volverá a expulsar a los moros, exactamente por Gibraltar, por donde entraron, alejándolos a la fuerza de Iberia, como se expulsa la espuma de clara de huevo azucarada haciéndola pasar por un embudo puntiagudo, ¡y aún llegaremos a escribir la palabra "Cristo" con letras indelebles en sus desiertos de arena!
El franciscano que pronunciaba palabras tan entusiastas mientras trepaba por la escalera era un calvo rechoncho en cuyo rostro pastoso flotaban un par de ojos muy azules. Mostraba los pómulos salientes de la gente nacida en las marcas orientales del imperio, donde la misión de los minoritas conseguía reclutar a sus seguidores más adictos.
Benedicto de Polonia se encandiló revelando aquella extraña mezcla de odio a los infieles y sueño de glotonería voraz.
—Escucha, Lorenzo —se dirigió a su compañero, más enclenque—, ¡y deja de chuparte los dedos! —Siempre le daba rabia que se burlaran de él—. Les sacaremos la sangre del cuerpo antes de que se les coagule en las venas por efecto del calor o que mueran ahogados. Creo más bien que morirán de sed, pues sus pozos están envenenados por su falsa fe; o morirán de hambre, pues no son capaces de asimilar el corazón del Mesías…
—Hermano —le sonrió desde las alturas del andamio el compañero interpelado con el nombre de Lorenzo—, ¡más te vale sacar un trocito de pan de tu bolsa antes de imaginarte el cuerpo de nuestro Señor en forma de asado dominguero!
Al dar media vuelta Benedicto descubrió, entre las columnas, a un extraño que estudiaba en silencio el mapa del mundo sin haberles ofrecido un Pace e bene! o cualquier otra palabra de saludo. Vito había sido citado allí, pero llegaba demasiado pronto, y su castigo consistió en tener que soportar el parloteo de aquellos minoritas. Precisamente por haberles dado a entender que no apreciaba su compañía los franciscanos se sintieron impulsados a entretener a su taciturno huésped.
Entretanto, Benedicto había alcanzado a su compañero sobre el andamio oscilante, situado delante de la cara derecha del campo central, allí donde transcurre el límite oriental del "Sacro imperio romano-germánico". El tal mapa del mundo estaba fabricado con delgadas capas de álamo montadas sobre un marco invisible de roble, pintado con gran esmero con llamativa pintura de cal, pero mostraba pocos detalles geográficos, a menos que un río o una cordillera representaran también una frontera natural, pues estaba destinado, más que otra cosa, a reflejar el cambio de las fronteras feudales. Los frailes estaban ocupados en eliminar de las marcas germánicas orientales las huellas de las incursiones tartáricas sufridas tres años atrás.
Unas figuras rechonchas de madera, sujetas con agujas puntiagudas y coronadas por una cruz, significaban abadías, sedes obispales y demás posesiones eclesiásticas inamovibles, a menos que les sucediera alguna desgracia por pérdida, incendio o transformación en mezquita, mientras que los límites de los señoríos terrenales eran figuras móviles que podían ser trasladadas junto con sus ejércitos, simbolizados por pequeños estandartes. Lorenzo sacó de un cestillo algunos monasterios que allí guardaba y sembró de ellos una Silesia devastada, mientras que Benedicto consiguió poner en repentina huida a todo un ejército de mongoles bajo el mando de Batú kan.
—Si tu emperador hereje hubiese ayudado a mi rey, como lo hicieron los caballeros de la Orden teutónica, el duque Enrique no habría perecido en Liegnitz[108], y habría…
—¡Habría, habría! —Lorenzo lo interrumpió excitado—. Si nuestro señor Papa no hubiese convencido a Federico de no intervenir, ni siquiera habríamos llegado tan lejos. ¿Acaso el emperador no hizo un llamamiento a todos los príncipes de la tierra para que se opusieran sin tardanza a los invasores? ¡Al fin y al cabo, ha sido su fama de guerrero lo que los hizo huir!
—¡No me hagas reír! —Benedicto dedicó sus afanes a los banderines mongoles, que retiró de Hungría—. ¿Huida? ¿Y por qué cayeron, pues, sobre el pobre rey Bela, a cuyo hermano dieron muerte junto al río Sajo[109]? Tan sólo la amenaza de nuestro señor Papa de aliarse con el rey—sacerdote Juan consiguió ahuyentar finalmente a esa chusma.
Lorenzo de Orta, con su figura delgada como un palillo y coronada por un remolino claro de pequeños rizos, cuyo color rubio hacía tiempo que estaba siendo desplazado por un gris plateado, no aceptó que el polaco le desmintiera ni lo apartara de su línea leal al emperador:
—¡El señor Gregorio[110] se despidió de este mundo en cuanto supo del horror de sus crímenes, y ningún Cristiano ha visto en su vida laxara del rey-sacerdote Juan[111]! Te diré qué fue lo que hizo temblar y retirarse a esos mongoles…
—El emperador germano, en su obcecación, fue quien llamó a los infieles, para vergüenza de toda la cristiandad —intervino ahora en tono seco, casi irritado, el visitante desde el pie del andamio—, y cuando se marcharon fue debido a la muerte de Ogodai[112], su gran kan. ¡No hubo otro motivo! —Vito se sentía disgustado, pues en realidad no tenía intención de dar una lección a los minoritas—. ¡Regresarán en cuanto el kuriltay[113] elija sucesor y, una vez más, no tendremos nada que oponerles!
—¡Siempre nos queda la palabra de Cristo! —En la tarima que sobresalía de la única pared libre de la sala se había abierto una puerta oculta, y una figura delgada se había acercado a la balaustrada.
—¡El "cardenal gris"! —susurró Benedicto asustado, y poco le faltó para hacer la señal de la cruz. La figura de aquél, envuelta en una capa color antracita y con una capucha que le cubría casi toda la cabeza, se ocultaba además detrás de una máscara de las que se utilizan durante el carnaval; la máscara también era de color gris ratón y no estaba hecha para provocar la risa. Incluso el intrépido Lorenzo se sintió intimidado.
—Su Santidad ha nombrado doce nuevos cardenales —se dirigió la máscara desde arriba a Vito—. Dirigios al archivo de asuntos del imperio, donde el hermano Anselmo os señalará vuestra tarea. —Dicho esto, despidió con gesto autoritario a Vito, quien se encaminó de inmediato a su destino—. Vos en cambio, hermano Benedicto, fiel hijo de la Iglesia —el cardenal arrojó desde arriba un atado de papeles que el polaco se apresuró a recoger—, quedáis encargado de inscribir los nombres de los elegidos en el registro, y vos, Lorenzo de Orta, podéis dirigiros a la celda de castigo hasta que la sed os haga beber el agua que baja por las paredes y aprendáis a sujetar la lengua. —La figura gris dio media vuelta y se ausentó de nuevo.
—Tenía que ser Rainiero de Capoccio —gruñó el pequeño fraile castigado mientras descendía obediente por la escalera—. ¡Nadie odia tanto al emperador como él!
—¡Silencio! —siseó Benedicto con visible terror—. Aún perderás la vida a causa de tus habladurías.
—¡En cambio tú ascenderás a escribiente de los cardenales! —se burló Lorenzo abiertamente cuando vio al polaco, pálido y confuso, con la lista en la mano; él sabía perfectamente que Benedicto ni siquiera era capaz de escribir su propio nombre y mucho menos el de otros—. ¡Apresúrate! —añadió con bonachona brusquedad—. Dame esa lista y tráeme pluma, tinta y una vela a la celda de castigo. Yo arreglaré este entuerto.
—Gracias, hermano —susurró Benedicto mirando temeroso a su alrededor—. Con mucho gusto te llevaría también un poco de pan si…
—¡… si no tuvieses tanto miedo de ese espantapájaros que nos vigila!
Benedicto encogió la cabeza.
—¿No podría ser también Jacobo de Preneste? —añadió dominado por la curiosidad.
—¡Pero si está casi muerto, igual que el de Colorína, el que se esfumó tan de repente en febrero después de haber sido su antecesor en el macabro puesto de spaventa passeri[114]! No, ¡ha sido Capoccio!
Benedicto se tapó los oídos para no oír las insolencias de su compañero, quien abandonaba la sala con un despreocupado canturreo, disponiéndose a descender por las escaleras del fondo.
La luz del sol caía a través de una abertura redonda, situada en lo más alto de la cúpula, sobre los estantes entre los que paseaba Vito en compañía del monje Anselmo, dominico como él y hermano menor del famoso Andrés de Longjumeau.
—Omnes praelati / Papa mandante vocati / et tres legati / veniant huc usque ligati[115].
—El perdedor no se salva de la burla, fra' Ascelino —reconvino Vito al joven—. Ha sido un duro golpe para el Santo padre y el motivo auténtico de que su débil corazón no pudiese seguir latiendo en este mundo desagradecido; de tal modo lo afectó la infamia de los pisanos y de Enzo, el bastardo imperial…
—Pero hay que conceder que ha sido una jugada genial la de su enemigo encarnizado: ¡mira que hacer secuestrar, en alta mar y por las galeras genovesas, a los devotos prelados cuando se dirigían a un pacífico concilio en el que con toda probabilidad habrían condenado al germano…!
—Ese hijo de carnicero[116] está condenado de todos modos, y aunque el año pasado tuvo que soltar a sus prisioneros, los que han sobrevivido a las torturas lo odiarán hasta la muerte; precisamente acaban de nombrar a doce nuevos cardenales, ¡y ninguno de ellos será precisamente amigo de Federico…!
—¿Como por ejemplo Galfrido de Milán? —lo interrumpió Ascelino con sarcasmo vigilante.
—Al cardenal obispo de Sabina nunca se le ha considerado enemigo del germano. ¿Es ésa la razón por la que Celestino IV tuvo que dejar este mundo después de sólo catorce días de papado?
—La verdad es que muchos nos abandonan en estos tiempos —se lamentó Vito—. No sólo hemos perdido por dos veces a nuestro Papa en el mismo año; también nuestro amigo Federico ha vuelto a perder, con profundo pesar de su parte, a una de sus amantes[117] mientras daba a luz, y su primogénito eligió el suicidio[118] para escapar al destino de tener un padre tan monstruoso.
—Mucho debéis odiarlo —observó Ascelino con franqueza—, puesto que estáis ciego para el hecho de que una maldad no hace más que arrastrar a otra.
—Nuestro reciente papa Inocencio IV ha confirmado de inmediato la excomunión pronunciada por su gran antecesor Gregorio. ¿Acaso pretendéis defender a un condenado por el Papa? ¡Os llamo la atención, Anselmo de Longjumeau!
—Nada más lejos de mis intenciones —repuso Ascelino con aire condescendiente, aunque sin permitir que lo impresionaran las palabras del otro—. Lo único que hago es conservar mi sano juicio político. Espero que, dada vuestra responsabilidad dentro de la Ecclesia católica, tengáis siempre presente la seguridad del Santo padre. ¿Acaso no ayudasteis también al señor Rainiero cuando la traición de Viterbo[119]?
—¡Y me enorgullezco de ello! —le respondió Vito con la mirada chispeante—. Cualquier alevosía, cualquier traición dirigida contra el Anticristo y sus seguidores me acerca más al reino de los cielos!
—Pues Federico os ayudaría con mucho gusto a alcanzarlo —murmuró Ascelino con sequedad—; lo malo es que también lo hace pagar a otros.
—¿De qué lado estáis en realidad, hermano?
—Yo soy un canis Domini[120] igual que vos, hermano, pero decidme, ¿qué puedo hacer por ayudaros en vuestra noble empresa, cómo puedo serviros?
El de Viterbo se mostró dudoso al observar la ironía con que su interlocutor cambiaba de tema. Por otra parte, ¿no había sido precisamente el "cardenal gris" quien le había hablado de ese hermano de su misma Orden, merecedor de toda confianza? Como si su recelo hubiese hallado eco en un oído autorizado se escuchó ahora una voz cuya procedencia se hacía difícil precisar.
—¡Habla, Vito de Viterbo! ¿Acaso quieres sopesar tu recelo contra mi confianza?
Vito se encogió del susto. Fra' Ascelino le sonreía con beatitud.
—Se trata de los infantes —susurró el de Viterbo—. Los bastardos herejes, las crías ilegítimas del emperador germano.
Vito pasó a exponer la trama de una conjura.
—¡Han conseguido escapar del Montségur! Cierto William de Roebruk, uno más de los gorriones desleales de nuestro amigo, el de los pájaros de Asís, desapareció del campamento la misma noche de la entrega del castillo sin dejar rastro alguno. No quiero decir con eso que tenga algo que ver con la intriga, pero…
—¿Es ésa razón suficiente para desencadenar un baño de sangre en el Languedoc entre los huérfanos de la misma edad? ¡Te llaman Herodes, y con ello has causado deshonra y rodeado de escándalo el nombre de la Iglesia!
Vito pasó a defenderse:
—Una vez verificadas sus identidades, hemos entregado cada uno de los niños recogidos a sus padres, al asilo o a un monasterio, sin que sufrieran daño alguno. ¡Ahí veis cómo se calumnia a la Inquisición!
—Donde se ve humo es que hay fuego, lo dice el pueblo. Los herejes se muestran triunfantes y afirman: ¡Ahí veis lo que es la santa Iglesia católica, que asesina vilmente a unos niños! ¡Y tú, en cambio, sigues con las manos vacías!
—¡Tengo todos los puertos vigilados! —se defendió un Vito apocado.
—Han sido vistos en Marsella —se escuchó una vez más la voz del personaje invisible, y esa voz no ocultaba su desilusión—. ¡Reflexionad bien acerca de vuestros próximos pasos!
Vito se atragantó y miró a su alrededor; después hacia arriba, a lo alto. Pero no vio más que armarios y estantes repletos de documentos confidenciales, informes de agentes y espías, actas personales, falsificaciones y sentencias secretas, bulas oficiales y convenios no publicados.
—Pensé que un franciscano traicionero en realidad no puede hacer otra cosa que acudir al único refugio que le queda: Elía de Cortona[121]… —convino bastante deprimido.
—Tranquilizaos, tenemos al bombarone bajo vigilancia, hermano —reemprendió Ascelino la conversación—, pero lo más probable es que se hayan aprovechado de ese minorita para darnos una pista falsa. Sea quien fuere el autor del proyecto, no habría dejado su ejecución en unas manos tan…
—¡Tenéis razón! —Vito confiaba ahora plenamente en su interlocutor y quería seguir hablando, pero Ascelino lo interrumpió bruscamente y le mandó callar. Había oído un crujido y descubrieron detrás de un estante a un Lorenzo acurrucado, con aspecto de mochuelo despeinado, sentado sobre una escalera alta de biblioteca mientras sostenía unas hojas sobre las rodillas y dibujaba con ayuda de un lápiz rojo. Era evidente que estaba tomando apuntes y que los dominicos le servían de modelo.
—¡Baja de ahí! —le ordenó Ascelino. Lorenzo se tomó unos segundos para acabar su obra con unos últimos trazos atrevidos.
—¿No deberías encontrarte ya en la celda de castigo? —observó Ascelino como al descuido mientras le retiraba las hojas.
—Sólo hasta que lamiera el agua de las paredes —sonrió Lorenzo—, y es lo que hice nada más entrar en ella.
—¿Lo sabe el cardenal? —Ascelino intentaba mostrarse severo.
—El cardenal lo sabe todo —contestó Lorenzo con entonación alegre.
Vito miró el dibujo, que mostraba un retrato bien logrado, aunque ligeramente caricaturesco, de su propia persona, pero ni un esbozo de Ascelino: ni siquiera un intento de iniciarlo. El detalle le llamó la atención.
—¿Cómo es eso? —interpeló con severidad al delgado minorita.
—Poseéis un cráneo de mucho carácter —lo aduló el artista con arrojo sin dejar de mirar las fuertes manos de su contrario—; tanto que no pude resistirme.
Vito hizo crujir sus mandíbulas poderosas apretando la dentadura con cierto embarazo mientras le devolvía con aire generoso la hoja.
—Lorenzo de Orta goza entre nosotros de cierta licencia de artista —sonrió Ascelino—. ¡La rutina de este castillo en que estamos día y noche al servicio de la curia, realizando un esfuerzo tan secreto como responsable, precisa de cuando en cuando de alguna pequeña provocación refrescante para que no nos destrocemos unos a otros!
—Lamento mucho —gruñó Vito apenas se hubo alejado Lorenzo— mi desconfianza del principio. Hace tanto tiempo que estoy en el exterior que ya no conozco al detalle las costumbres de este viejo Castel Sant' Angelo —Ascelino le sonrió para infundirle ánimo y Vito se engañó en seguida al respecto. Adoptó un tono de charla amistosa—: Decidme, pues, ¿qué es lo que sabéis aquí de esos niños, fra'Ascelino?
—¡Vos sabéis más que suficiente! ¡Os basta para poner manos a la tarea de cumplir con vuestro encargo! ¡Hermano Vito de Viterbo, os esperan en la sala del mapamundi!
La voz del "cardenal gris" no revelaba emoción alguna, igual que en ocasiones anteriores. Pero Vito sabía muy bien con quién estaba tratando. Se sintió satisfecho de poder alejarse de allí. El tal Lorenzo de Orta gozaría de ciertas licencias de artista, pero a otros les podía suceder que una palabra equivocada fuese la última de su vida. Se despidió con un gesto de su compañero de Orden y dejó el archivo de asuntos imperiales.
En la sala grande, Benedicto de Polonia estaba fregando el suelo. Lorenzo había tirado del andamio un cubo con pintura roja y sus salpicaduras llegaban hasta Napóles; incluso Tierra Santa había quedado manchada mientras un chorro rojo, seguramente esparcido al caer el cubo, alcanzaba desde el este, pasando por Bagdad, hasta la misma Sicilia.
Vito se detuvo unos instantes, indeciso, ante el mapamundi; pensaba en lo que significan el ascenso y la caída y en la mucha sangre derramada cuando vio que arrojaban a sus pies un rollo de pergaminos. Comprendió que a partir de entonces recibiría los encargos por escrito, para que "él" pudiese exigirle una mejor rendición de cuentas. Se agachó a recoger el rollo, y cuando al reincorporarse cayó su mirada sobre la figura de Cristo crucificado que había en un rincón sintió lástima de sí mismo.