UN MAL DESPERTAR
Otranto, otoño de 1245
—¡Los niños! ¡Han desaparecido los niños!
La condesa fue arrancada de un profundo sueño por los lamentos y los gritos de camareras y criadas. El sol lucía alto en el cielo. Saltó de la cama, empujó a un lado a las mujeres que se ocupaban de su vestuario, le preparaban el baño y la ayudaban a vestirse, y corrió hacia la habitación de los niños. Vio que faltaban las mantas de las camas y también alguna ropa.
—¿Qué hacéis ahí paradas? —les gritó a la cocinera, la nodriza y la gobernanta—. ¡Buscadlos!
Hizo llamar a los guardias, pero nadie había visto aquella mañana a los niños. Dejó entrar a los soldados en los jardines interiores y en aquellas partes del edificio que habitualmente les estaba prohibido pisar.
Se presentó Crean; quiso despertar de inmediato a Tarik, pero la condesa no aprobó la idea.
—¡Tengo una sospecha horrible! —le confió Laurence cuando volvieron a estar a solas—. ¡Dios ha querido castigarnos! —A la condesa le temblaba todo el cuerpo—: ¿Creéis posible, Crean, que los niños, quiero decir los verdaderos, fueran cambiados por los falsos?
Crean sacudió la cabeza, pero era difícil tranquilizar a Laurence.
—¿Habrá llegado Hamo tan lejos como para robarme no solamente a Clarion sino también a los niños?
—¡De ningún modo! Creo que deberíamos preguntar de momento a las cuidadoras encargadas de ellos.
Pero ese interrogatorio trajo pocas pistas significativas.
Crean llegó a la conclusión final de que, según todos los indicios, cuando los niños fueron llevados a dormir a la hora acostumbrada se habían mostrado extrañamente dóciles, como narró bañada en lágrimas la nodriza, que siempre iba a arroparlos e intentaba sin éxito rezar con ellos, lo que, sorprendentemente, sí había conseguido ayer.
La condesa le dijo en un aparte:
—Vos habéis estado esta noche al cargo de todo. ¿Creéis que hubo la más leve posibilidad de que alguien cambiara unos niños por otros?
—No —dijo Crean sin reflexionar siquiera—. Hamo hizo venir a los niños de recambio ayer noche al castillo. Con la cena les administraron un potente somnífero. El fue quien guardó la llave del gabinete donde dormían, ¡y esa estancia estaba ahora vacía!
Laurence estaba furiosa consigo misma por no haber vigilado personalmente la partida. ¿Quién controló a los niños envueltos que fueron tendidos a Clarion una vez sentada ella en el palanquín? ¡La condesa sí había seguido el proceso desde una de las ventanas!
—He interrogado a las cocineras que los sacaron de la cámara de forraje —dijo Crean—. Les habría llamado la atención cualquier cambio o error…
—A menos que estén conchabadas con…
—¡… con los niños! —Crean tuvo un momento de inspiración—. ¡La clave está en los niños! Adoran a William. ¿No se les ocurriría irse con él…?
La condesa estaba furiosa, sus ojos llameaban:
—¿Y quién más querrá irse con ese fraile tan feo? Primero llega ese mamarracho de prostituta…
—¡Un momento! —exclamó Crean—. ¿Acaso sigue esa mujerzuela en el puerto?
—¡Espero que haya marchado a toda vela! —resopló Laurence—. De no ser así, ya me ocuparé yo de que.
—¡Al revés, debéis rezar porque aún esté aquí! —la interrumpió Crean—. ¡Tal vez esté ahí la solución del enigma!
—¡Guardias! —gritó la condesa, apresurándose a seguir a Crean, quien recorría ya los pasillos hacia la escalera que conducía al puerto—. ¡Por aquí!
Se lanzó a la cabeza de todos ellos aunque todavía seguía en camisón, pero al menos la camarera pudo arrojarle un manto encima. La nodriza, la camarera y la gobernanta corrían excitadas detrás.
Ingolinda había dormido bien, y al despertar en su cama en la carreta albergaba una sola esperanza: poder abrazar también hoy a William. Aunque, desde luego, se había dado cuenta de que habría ciertas dificultades que vencer.
No le importó el hecho de que apenas la hubo dejado William entrara media docena de soldados en su refugio, satisficieran apresurados su deseo con ella y después, acompañando sus gestos con rudas bromas, la levantaran entre todos hasta meterla por una trampilla empujándola hacia una rampa de forraje. Llevaba un montón suficiente de heno debajo del trasero, de modo que no atrapó ninguna viruta sino que aterrizó limpiamente en el muelle, delante de su carguero. ¡Cuántos pequeños obstáculos hay que superar en esta vida! Pero se podían olvidar, pues en nada mermaban la grandeza de su amor.
Se estiró y salió trepando de la caja. Sus marineros la saludaron con alguna que otra palabrota desvergonzada; le tenían confianza y ella les devolvía sus comentarios con creces. Pero sus pensamientos estaban con William.
Precisamente quería bajar del barco al muelle cuando vio que se abría un portal en la roca que conducía a la fortaleza y se armaba un gran revuelo.
La condesa salía de allí a toda prisa acompañada de Crean, el único personaje que le había dispensado un trato correcto; y detrás venían los guardias y algunas mujeres que parecían enloquecidas.
—¿Dónde están los niños? —la interpeló la condesa, furiosa—. ¡Los tenéis secuestrados!
Ingolinda no se dejaba atemorizar tan fácilmente por un pajarraco envejecido, aunque la expresión de la excitada dama de alcurnia ataviada sólo con camisón que la interpelaba le hizo tomar ciertas precauciones.
—Ya que venís acompañada de un séquito tan numeroso, señora condesa, ¡también podríais haber traído a William con vos!
Laurence tuvo que hacer un esfuerzo; es decir, Crean tuvo que sujetarla para que no se tirara al agua en un intento de estrangular con sus propias manos a aquella insolente.
—Estamos buscando a los niños —intentó explicar Crean—. ¿Tal vez ellos pensaron que William estaba con vos… ?
Ingolinda parecía no entender el mundo, o bien se hacía la inocente. La verdad es que desplegaba para ello un talento considerable.
—¿Qué niños? —preguntó—. Yo no tengo hijos. Y en cuanto a William, ¡sabéis demasiado bien que no puede estar aquí conmigo!
—Eso es verdad —concedió Crean—. La verdad es que tampoco pretendemos verlo a él precisamente…
—Pues yo sí —Ingolinda irradiaba un fuerte espíritu combativo y ahora comprobaba que había hecho bien en no bajar del barco—, ¡Dadme a mi William y seguiremos hablando! —se atrevió a exigir.
—¡Inspeccionad la nave!—ordenó la condesa.
Los guardias se abalanzaron sobre las cuerdas para atraer al carguero al muelle, mientras los marineros los observaban sin atreverse a emprender la defensa, hasta que finalmente el casco dio contra las rocas. Los soldados saltaron a bordo.
—¡No encontraréis nada! —se indignó Ingolinda, quien miraba tranquila las maniobras y se sentía muy segura.
—¡Aquí están los niños! —se oyeron las voces de algunos soldados que se habían introducido bajo cubierta. Y poco después volvieron arrastrando a Yeza, medio dormida, y a Roç, que repartía enfadado golpes al aire.
Ingolinda se llevó un buen susto. Mientras los niños eran trasladados a tierra pasándolos por una cadena de brazos y manos hasta que la nodriza y la gobernanta, profundamente avergonzadas, los pudieron recibir y alejarse con ellos, Laurence fijó su mirada en la prostituta.
—¡Podría haceros castigar a latigazos!
Ingolinda enderezó el cuerpo.
—¿Acostumbrabais hacerlo así cuando erais abadesa? —contestó resistiendo la mirada de la otra.
Sus palabras tuvieron efecto. Laurence exclamó:
—¡Idos al diablo! —y le volvió lentamente la espalda—. ¡Procurad que desaparezca de mi vista! —se dirigió con aire cansino a Crean. Parecía envejecida en varios años. Seguida por las mujeres que aún la rodeaban se dirigió al portal de la roca. Ingolinda le gritó a Crean en voz tan alta que la condesa no tuvo más remedio que enterarse:
—¡No marcharé antes de que me haya devuelto a mi William!
Y seguía allí con las manos apoyadas en las caderas. No es mala mujer, pensó Crean antes de pasar a informarla de lo que creyó significaría para ella una gran desilusión.
—William salió de viaje esta noche —le dijo—. No tiene sentido esperar —bajó un poco la voz, porque la mujer le daba lástima—. Por otra parte, la condesa no dudará en disparar sus catapultas contra vos, y os aseguro que ajustan muy bien el tiro. Aunque vos no perdáis la vida, ¡sí podría zozobrar la barca con todos los hombres que transporta!
Los marineros, que también habían oído sus palabras, se dispusieron rápidamente a zarpar. Ingolinda se retiró llorando a su carreta de prostituta.