LOS GITANOS
Camargue, verano de 1244 (crónica)
A medida que abandonábamos las tierras de Occitania, Crean volvía a buscar la protección del bosque. Con muchas precauciones y teniendo que bajar con frecuencia de los caballos seguimos el curso de algunos riachuelos, y también envolvimos las ruedas de los carros con trapos en algún que otro desfiladero. De este modo pudimos atravesar la región provenzal.
Los niños permanecieron casi todo el tiempo despiertos y conversaban en voz baja empleando la langue d'oc, con toda probabilidad para que yo no los entendiese. De vez en cuando les sonreía para darles ánimo.
Yeza parecía la menos miedosa de los dos. A veces estrechaba en un abrazo consolador al asustado Roç, que se apretaba temeroso contra el heno siempre que nos encontrábamos con otro carro o con algún jinete.
Por el mismo camino que nuestro pequeño grupo circulaban cada vez más gitanos de piel oscura. Sus mujeres vestían ropas de colores llamativos y se apretujaban casi todas junto a un montón respetable de niños sobre sus carros cargados de enseres y géneros de mercadería: ¡estábamos en la Camargue!
Yeza se subió conmigo al pescante para observar con curiosidad el vaivén de aquellas gentes, pero de inmediato el gruñón de Sigbert acercó su caballo y me obligó a llevar a los niños ocultos, de modo que no los viera nadie. Yeza obedeció y se volvió a esconder atrás, no sin sacarle la lengua a sus espaldas.
Hacia la noche llegamos a un campamento de gitanos acurrucados en torno a un fuego abierto. Nuestros faidits intercambiaron unas palabras con el jefe en una lengua que yo jamás había escuchado, pero que fueron suficientes para borrar cualquier desconfianza. Rechazaron orgullosos las monedas de oro que les ofreció Crean, y nos abrieron su círculo con respeto, invitándonos a compartir sus asados de conejo y puerco espín con dientes de ajo, cebollas adobadas con clavo y raíces de hinojo silvestre.
Crean estuvo conversando con el jefe del grupo, que hablaba algo de francés, y pude oír como éste le llamaba la atención para que se guardase de las gentes del rey, que estaban construyendo una ciudad nueva en la costa de "su" Camargue: un puerto reforzado como si fuese un gigantesco castillo, con calles y casas de piedra, lo cual parecía indignar especialmente a los gitanos. Decían que por todas partes pululaban artesanos extranjeros cortando árboles y partiendo piedras y soldados que en lugar de vigilar iban a la caza de asnos salvajes y de las mujeres jóvenes de su tribu. En los próximos días se esperaba la llegada del rey, que deseaba verificar personalmente el avance de las obras.
Había otros dos extranjeros acurrucados junto al fuego que, al escuchar cierta información, prestaron mucha atención y murmuraron entre ellos. Me daba la impresión de que hablaban en árabe. Su comportamiento un tanto llamativo tampoco escapó al ojo siempre vigilante de Constancio de Selinonte. Éste procuró sentarse a su lado como por casualidad, pero como no se dirigió a ellos no le di mayor importancia a mis observaciones. Cuando llegó el momento de dormir busqué un sitio tranquilo y me convertí, sin quererlo ni saberlo, en testigo de una disputa llevada en voz baja entre mis caballeros.
—Son "asesinos" —dijo Constancio en un susurro, y la mano del viejo Sigbert se desplazó instintivamente hacia su espada.
—¡Y a nosotros qué nos importa! —intentó Crean tranquilizar a ambos. Pero tuve la impresión de que también a él dicho descubrimiento le era en grado sumo desagradable.
Por primera vez vi a Sigbert ligeramente nervioso.
—No estarían aquí sin un encargo preciso…
—¡Habrá algún antiguo y meritorio caballero de la Orden teutónica por aquí que represente el objetivo elegido de sus puñales! —se burló Constancio—. En tu lugar no dormiría esta noche…
—Mientras no nos molesten —intervino Crean cerrando el tema—, ¡será más inteligente olvidarse de ellos! —Era evidente que nuestro guía no creía conveniente seguir hablando de un asunto que no lo intranquilizaba tanto como lo irritaba—. ¡Buenas noches, señores!
Después de haber tapado con todo cariño a los niños, acostumbrados a ver en mí a una especie de nodriza gorda, intenté rezar. ¿Por quién? ¿Por mí? Tal vez habría podido huir todavía, resguardado por el manto de la oscuridad. Pero me rodeaba un país salvaje cuyos habitantes no lo eran menos, y la sotana de un hermano minorita, por pobre que fuese, no me parecía una protección muy segura. Incluso si me encontrara con gentes de mi rey Luis, ¿qué explicación podría darle a mi devoto soberano? ¿Que había sido secuestrado por un grupo formado por templarios, caballeros de la Orden teutónica, faidits y subditos del sultán, con la mediación de una braja que habita en el bosque, "la Loba", un nombre que seguramente habría llegado ya a sus oídos?
Y además estaban los niños. ¿Qué sucedería con los niños? Así que recé por ellos y después me esforcé por conciliar el sueño, aunque el Montségur se introducía constantemente en mis visiones como las nubes intentan ocultar la luna. ¿Sería el santo Grial algún "objeto" que en las profundidades más esotéricas de la mente, donde yo era un extraño, se mostraba capaz de unir a unos caballeros militantes de órdenes cristianas con los adeptos de la "Iglesia del Amor"[88]? ¿Eran Roger e Isabelle "hijos del amor"? ¿Y de qué clase de amor? ¿Hasta el punto de que por su causa se unieran los representantes de intereses tan contrarios, incluso enemigos en la fe, para llevar a buen fin una obra de salvamento como la que estábamos realizando? ¿Era éste el aspecto "excelente", ex coelis, que los distinguía? Roger, el muchacho, a quien incluso los faidits llamaban sólo Roç, era de carácter tímido, callado, pero frecuentemente lo veía adoptar un aire de grave dignidad. Su piel oscura y sus ojos morenos señalaban una procedencia mediterránea; podía tratarse de un hijo de Occitania puesto que dominaba con fluidez la langue d'oc, para gran satisfacción de los faidits, que lo trataban como a un pequeño rey. Yeza era en cambio, por su aspecto, más bien un cuerpo extraño; y su carácter, atrevido, muy diferente del que suelen mostrar las niñas pequeñas del sur. No se comportaba como "princesa" de una tierra situada entre oriente y occidente, como Constancio la había titulado con galantería en cierta ocasión, sino como un muchacho disfrazado de niña cuyo único deseo fuera conquistar la fama y vivir aventuras. Era emprendedora, despierta, muchas veces insolente. Sigbert, el gran gruñón, le había tomado especial cariño; pero los dos caballeros nunca mencionaron nada acerca de su origen, y yo tampoco me atreví a preguntar a Crean.
Una vez más comprobé si estaban bien tapados. Descansaban profundamente dormidos, con los brazos entrelazados. Sus rostros cansados reflejaban una sonrisa; a decir verdad, irradiaba de ellos un encanto indescriptible que me tenía cautivado.
Los faidits empezaron a canturrear versos obscenos, referidos casi todos al rey Luis y sus curitas. Durante mucho tiempo permanecí despierto sin poder dormir; después me afectaron extraños sueños.
Más allá de las humaredas pálidas de la hoguera apagada que pasan por delante del pog como si fuesen nubes bajas, el castillo se yergue incólume contra el cielo que nos pertenece a todos. ¿También a los herejes? Una vez el último ocupante hubo abandonado la fortaleza, los franceses, con los mercenarios en cabeza, asaltan el portal abierto. El saqueo les proporciona un rico botín, pues los cátaros no se han llevado nada en su último viaje. El arzobispo llega poco después, pero no encuentra lo que busca por mucho que ordene a sus soldados remover cada rincón, aunque los haga bajar a lo más profundo de las cuevas y cavernas, incluso sumergirse en el agua oscura de la cisterna: el misterioso Grial, valioso tesoro de los malditos herejes, no aparece por ninguna parte, y no queda nadie a quien pueda preguntar.
Pierre Amiel viene acompañado de su colega, el obispo Durand, que ha seguido con ojo vigilante los trabajos necesarios para desmontar la niña de sus ojos, la adoratrix murorum, que había quedado instalada en la barbacana. Ahora, empujado por su curiosidad de técnico especialista, desea echar un vistazo a los muros que han resistido tan valientemente las embestidas de su grandiosa catapulta. Lo divierte la búsqueda inútil, la forma de golpear apresuradamente las paredes, hurgar con palos en la cisterna y entre los escombros, el hecho de que el legado incluso haga cavar algunos agujeros en el suelo pedregoso del patio del castillo. No encuentran nada. Sólo tropiezan con la figura siniestra del inquisidor, el monje dominico aparecido como surgiendo de la nada para presenciar el autodafé de los herejes, sin presentarse a nadie, y que ahora también está buscando algo aquí arriba. ¿Qué busca? ¿Qué se propone descubrir?
—¿Acaso queréis cosechar lo que no habéis sembrado? —se dirige el legado con irritación al siniestro fraile—. El tesoro pertenece a quienes han luchado…
El monje es un personaje alto, de estatura poderosa, incluso basta, y se dirige con una lentitud provocadora al legado, a quien no concede más que una mirada de desprecio.
—Cualquier cosa que aparezca es propiedad del rey de Francia —responde con rencor—, ¡como todo en este mundo! Pero tampoco vos hallaréis el tesoro. A la Iglesia le pertenecen las almas de los pecadores y, en el mejor de los casos, los cuerpos en los que habitan.
—¡Todos los herejes han perecido en el fuego! —Pierre Amiel se pone a la defensiva ante el acoso a que lo somete el inquisidor.
—¡No podíais esperar ni un minuto! —responde con resentimiento—. Os habéis entrometido de la forma más perversa entre la Inquisición y la muerte. Un enemigo declarado de la Iglesia no podría haberle causado un perjuicio mayor. ¡Habéis cerrado las bocas que debían hablar, habéis anulado los cerebros que podían saber y que sabían!
El legado está pálido como la ceniza, como las paredes de piedra que los rodean; busca las palabras adecuadas para responder, para corregir al desvergonzado. El obispo Durand aprovecha el momentáneo silencio.
—El símbolo místico de la bienaventuranza de los "puros" se ha desvanecido —informa en voz baja, como hablando consigo mismo —después de haberse revelado a sus creyentes y haberles dispensado un último consuelo. —Quien no lo conociera no podría saber jamás si hablaba en son de burla o para provocar.
El inquisidor lo mide con una mirada que no es la de un enemigo que calcula las fuerzas de su contrincante, sino la del verdugo que toma medidas.
—¡Os alejáis mucho del idioma habitual de nuestra santa madre la Iglesia católica, y os acercáis peligrosamente a las ideas de los herejes, eminencia! —enjuicia la intervención del obispo de Albi para volver a caer de nuevo como un rayo que no conoce límites sobre el legado—: Queríais encontrar y salvar para vos el santo Grial, porque éste, en vuestro entendimiento limitado y vengativo y, por lo que veo, también ambicioso de oro, si es que poseéis algún entendimiento, ¡no representa otra cosa que un "tesoro"!
Pierre Amiel ha tenido tiempo para movilizar sus fuerzas:
—¿Y qué es en realidad ese dichoso Grial, acaso lo sabéis vos? —le ladra a su contrincante—. ¿Es algo que se puede tocar, coger con la mano? ¡Quién sois vos como para atreveros a hablarme de este modo!
—Vito de Viterbo —responde el inquisidor tranquilamente, y deja solos a los dos obispos.
Sus imágenes se desvanecen ante mi vista interior y ya sólo queda la sombra negra y gigantesca del inquisidor. Esta sombra crece y crece y extiende las manos hacia mi persona. En mi angustia le opongo el crucifijo de madera, pero me arde entre las manos y se convierte en una fuente de luz chispeante que me ciega. No obstante, consigue ahuyentar la sombra turbadora, que se disuelve en humo. Entonces me doy cuenta de que lo que sostengo entre las manos es el santo Grial. Acerco los ojos para verlo con más detalle —mi corazón late con ansiedad y temor—, pero mis manos están vacías…
Gracias a la misericordia de la Madre de Dios caí al fin en un profundo sueño reparador que me salvó de la confusión provocada por mis pensamientos herejes. Todavía era de noche, aunque clareada por la luna, cuando nos despertó Crean. Tanto él como sus compañeros se cubrían ya con los mantos blancos de los templarios, y también los faidits se protegían con las capas negras de armigieri[90] de la Orden, con la misma cruz roja de extremos acabados en forma de zarpa, tras haberlas sacado de donde las llevábamos guardadas, debajo del heno del carro.
Al amanecer nos sorprendió una densa niebla. Formamos un grupo compacto, pero me era difícil no perder de vista el manto blanco de Crean, que iba en cabeza. De repente oímos ruido de cascos detrás de nosotros y un carruaje que se acercaba con rapidez y gran traqueteo.
—¡Paso al preboste del rey! —gritó una voz ronca—. ¡Abrid paso!
Me quedó el tiempo justo de apartar el carro a un lado para dejar pasar a los soldados; detrás de ellos venía una carreta descubierta. Encima vi tres cadáveres; sus heridas abiertas y la sangre que cubría sus pálidos rostros pregonaban que habían sido muertos a golpes, ¡pero lo que más me asustó fue la figura del preso, cuyos ojos de mirada punzante se fijaron en mí, al pasar delante, como si yo fuese el mismísimo diablo!
Yo conocía esos ojos y recordé que pertenecían a un estudiante que había sido compañero mío en París. Un muchacho callado, siempre algo misterioso, que se apartaba de los demás cuando nos proponíamos no perdernos ni una de las diversiones que ofrecía la vida en la capital. Aquel joven canónigo aprendió mejor y con más rapidez que todos nosotros a hablar el árabe. Seguía llevando la misma sotana gastada de la que, por lo que yo recuerdo, no se separaba nunca. ¡Dios nos asista!
Tracé rápidamente el signo de la cruz cuando la comitiva fantasmal hubo pasado y desaparecido como si se la hubiese tragado la niebla. Las manos de los faidits soltaron las empuñaduras de las armas que antes habían agarrado con fuerza. El joven preso iba cargado de cadenas, ¡por tanto, él debía ser el asesino! ¡Hasta ahí podía llegar un servidor de la Iglesia!