EL AMALFITANO

Amalfi / Roma, otoño de 1245

Vito de Viterbo no había pegado ojo en toda la noche. Demasiada intranquilidad reinaba en la obra del Castel del Monte. ¡Cuánto le habría gustado deslizarse hacia el interior del edificio y provocar allí un incendio, solamente para dar un disgusto al odiado germano! Pero se contuvo. De todos modos, Federico no podría disfrutar mucho en los próximos tiempos del castillo, aunque lo hiciera revestir por dentro de mármol rosa, lo adornara de alfombras valiosas y tapices que le enviaría su amigo el sultán y lo llenara de estatuas paganas que su flota recogía para él en el fondo del mar. ¡Ya se le pasarían las ganas a ese Anticristo de divertirse cazando el halcón o paseando con las damas de su harén!

Vito se había propuesto herir al emperador donde era más vulnerable: ¡le robaría sus niños, los hijos de su propia sangre! Así obligaría a arrodillarse al hereje, al Anticristo… Vito se veía a sí mismo triunfante ante su padre. ¡Los bastardos del germano que se hallaban aprisionados en las mazmorras más profundas del Castel Sant' Angelo serían unos rehenes muy útiles en manos del "cardenal gris"!

El odio lo mantenía despierto, aunque sus ojos ardían de cansancio y Vito los dirigía fijamente hacia la silueta nocturna del Castel del Monte, y cuanto más la miraba más le recordaba la construcción de una cárcel y más le gustaba lo que veía. De madrugada, un grupo desordenado salió cabalgando del castillo y se dirigió hacia el sur, lo que Vito consideró un simple truco. No podía saber que eran soldados desertores de Hamo que, después de haber oído las terribles noticias de la destitución del emperador, se pusieron de acuerdo con sus capitanes para no seguir de ningún modo en dirección a Cortona, sino regresar por la vía más rápida y ponerse a disposición de Elía, del que sabían que se dirigía a Lucera. Para que Hamo no les comunicara una orden diferente o sus gentes no les impidieran marchar prefirieron no preguntar antes y alejarse rápidamente.

También Hamo consideró que la huida de aquellos hombres hacia el sur era un engaño consciente, pero era demasiado orgulloso para modificar "su" plan por esta causa. Guiscard le insistió para que al menos conservara a su lado a los hombres de su madre, pero el joven conde se presentó ante la tropa formada y exclamó en voz alta:

—El que quiera quedarse conmigo, que dé un paso adelante. El resto puede volver a casa, tal como se os había prometido.

Aparte de Guiscard, apenas ocho hombres decidieron seguirlo. El amalfitano consiguió al menos convencer a Hamo para que enviara a un grupo a Lucera a dar aviso e hizo prometer al resto que, antes de regresar a casa, darían caza al espía papal quien, como todos sabían, hacía días venía siguiéndolos. De modo que se desplegaron en forma un tanto desordenada y, sin un mando efectivo, se dispusieron a buscar a Vito.

Sin que le costara siquiera un leve fruncimiento de las pobladas cejas el viejo lobo no tardó mucho en tender una trampa a uno de sus perseguidores, a quien arrancó del caballo y arrojó al suelo. Con el cuchillo en la garganta, el hombre le dio toda la información que Vito precisaba; por otra parte, él sabía ya que aquel día sería relevada la guardia del emperador por gente venida de Benevent. Sólo le faltaba enterarse del aviso enviado a los sarracenos de Lucera. "¡Rieti!", jadeó el hombre aún antes de que Vito le cortara el cuello.

Cuando regresó con grandes precauciones al Castel del Monte la obra estaba ya abandonada. Reprimió sus deseos erostráticos[188] de aplicar una antorcha a la obra medio acabada, dio media vuelta con su caballo, y en una cabalgata sin igual, forzada al máximo, cruzó casi toda Italia hasta Viterbo dejando de lado a Roma.

En Viterbo tomó bajo su mando a la guarnición de los Capoccio, y con un ejército apresuradamente formado se dirigió a marchas forzadas por la vía Salaria a los montes Reatinos con el fin de tender una trampa a los sarracenos fieles al emperador, que estarían arribando procedentes de Lucera.

Vito creía firmemente que los niños y el fraile William acompañarían a aquéllos. El enemigo quería hacerle creer que se dirigirían hacia el mar, pero lo más lógico era que desde Benevent tomaran la carretera hacia el norte, que conducía directamente, pasando por L'Aquila, hacia Rieti. El soldado de Otranto no le había mentido; la dirección coincidía, aunque los dos grupos se encontrarían mucho antes para emprender después juntos la aventura de cruzar hacia el norte. El lobo podía esperar, y estuvo esperando…

Pero los sarracenos no aparecieron. Cuando los mensajeros de Otranto, camino de su castillo, llegaron a Lucera, la noticia de la destitución de Federico ya se les había adelantado. Aunque al comandante le habría gustado hacerle un favor a la condesa recordando su antigua camaradería consideró más prudente por esta vez mantener a sus tropas reunidas y quedar a la espera de las instrucciones del emperador. De ahí que diera a los de Otranto una respuesta negativa, asegurándoles que lo lamentaba.

Vito reforzó su vigilancia. Sin pasar aviso al cardenal ni al Castel Sant' Angelo hizo salir a una parte de la flota papal del puerto de Ostia y patrulló a lo largo de la costa, en dirección al norte tal como había previsto Guiscard. El de Viterbo distribuyó además el ejército papal sobre una extensa línea y, para evitar que sus perseguidos cruzaran la montaña por carreteras secundarias, adelantó sus avanzadillas hasta el lago de Fucino y hasta los flancos de los Abrazos. Pero ni descubrió pista alguna ni le llegó el menor rumor sobre los sarracenos ni sobre los niños; nada en absoluto…

El pequeño grupo procedente de Otranto había tomado otro rumbo. Cuando Guiscard se dio cuenta de que su perseguidor ya no los acechaba se quedó con Hamo y tomó el mando de los siete hombres que habían decidido permanecer con ellos. Se separaron de las tropas imperiales, que siguieron por la vía Appia hacia Benevent, y tomaron rumbo directo a la costa.

En Amalfi acababa de arribar, procedente de Tierra Santa, una flota oriunda de Pisa, cuyos comandantes se mostraron indignados por el trato dado a su emperador en el concilio de Lyon. Aunque las dos repúblicas marinas pelearan más de una vez entre ellas en el mar Tirreno, pues los normandos de Amalfi eran considerados unos vikingos, es decir, piratas, por los pimenteros de Pisa, y los pisanos a su vez eran tachados de cabreros sardos, como dueños de la isla de Cerdeña, ninguna de las dos quería quedarse atrás a la hora de mantenerse fiel al emperador. Los cónsules de la ciudad y el almirante de Pisa se pusieron muy pronto de acuerdo. Cuando se presentó Guiscard le bastó con murmurar unas palabras acerca de unos "hijos de sangre imperial", y ya no se habló de un único barco: tan sólo de los que no podrían participar en el ataque a Roma.

Mientras Clarion vigilaba los dos bultos, pues todos querían tocar a los "infantes imperiales", las naves se prepararon para partir: las mayores primero, seguidas de las menores. Hamo, Clarion, los niños, William y Guiscard permanecieron juntos, mientras que el resto de los hombres de Otranto se distribuyeron entre las barcas amalfitanas. Así partieron a toda vela…

Vito, el lobo hambriento, seguía al acecho en las montañas de Rieti vigilando el puerto que conduce a Umbría. Cuando llegó a sus oídos el rumor de que Elía había tomado tierra en Ancona apoyado por un gran ejército, sopesó si no sería mejor renunciar a la empresa, aun sin haber alcanzado pena ni gloria, antes de ver cortada su comunicación con Roma, aunque era de suponer que el bombarone sólo quisiese asegurar su patrimonio de Cortona.

En cualquier caso, él sabía que los niños no lo acompañaban; al menos sus espías no le habían dado noticias al respecto. A su entender sí cabía la posibilidad de que los llevase consigo: desde el Castel del Monte se llegaba a lomos de caballo en dos días, aunque apretados, a la costa adriática junto a Andria; allí el traidor Elía podía haberse hecho cargo de los niños. En ese caso él, Vito, habría hecho el tonto, ¡lo habrían engañado como los picaros de la ciudad con sus innumerables trucos suelen engañar a un torpe campesino! Pero ahora ya no podía cortarle al bombarone el camino hacia Cortona, aparte de que en Umbría no se movería ni una mano para ayudar a los papales. ¡Muy por el contrario! ¡Allí todos eran criminales a sueldo del emperador, gente sin ley!

Mientras Vito estaba aún dudando en su interior, se le acercó un mensajero cubierto de sangre que ostentaba los colores de los Capoccio: ¡Ataque sobre Roma! ¡Los de Pisa habían incendiado el resto de la flota que quedaba en el puerto de Ostia y ahora perseguían costa arriba a los barcos que navegaban aún bajo bandera papal! ¡Los piratas normandos, a su vez, se adentraban por el Tíber y amenazaban llegar hasta el Castel Sant' Angelo! ¡La población huía a manadas de la ciudad y la curia se había atrincherado en el castillo! Vito rompió a ladrar para reunir a su ejército mientras se imaginaba cómo el cardenal, quien en ausencia del Papa gustaba de leer la misa en San Pedro, se vería obligado a correr a través del borgo recogiéndose los faldones para refugiarse en la fortaleza. Sin flota y sin ejército la ciudad quedaba a merced del enemigo, y todo ello porque él, Vito, perseguía como un perro rabioso a no se sabía bien qué niños herejes o imperiales, por más que era sabido que el emperador, bastardo él mismo de una carnicera, engendraba tantos hijos como se lo permitía su maldito miembro circuncidado.

Pues no, así no podía presentarse de ningún modo ante su padre. Había que buscar el encuentro; la cabeza cortada de Elía y los cuerpos de los infantes atravesados por una lanza eran lo mínimo que debía poner a los pies del cardenal antes de exponer su espalda desnuda a los latigazos que sobradamente tenía merecidos.

Se disponía a dar órdenes para dirigirse hacia el norte cuando otro mensajero le ordenó regresar de inmediato a Roma…

Los hijos del Grial
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