EL GUARDACORAZÓN
Punt' razena, otoño de 1246 (crónica)
El Cor-vatsch, o "guardacorazón", asomaba por detrás de la guarda-lej, vigilando los lagos del valle alto y su descenso escarpado hacia la Chiavenna imperial. Los saratz consideraban que la montaña era símbolo de felicidad y fidelidad conyugal, y los prometidos solían escalarla en las horas anteriores a la boda para verificar por última vez los sentimientos de sus corazones. La montaña era áspera y nada amable; su cima siempre cubierta por los hielos se ocultaba tras las nubes, incluso en verano, y en invierno solía estar envuelta en violentos temporales de nieve. Estábamos en otoño y sus pendientes pedregosas habían sido las primeras en vestirse de un blanco invernal.
Como era habitual, Rüesch había ascendido con el rebaño a la montaña después de haber intentado en vano despertarme de mis sueños para que la acompañara. Al mediodía quise unirme a ella y la encontré, siguiendo las huellas dejadas por sus cabras, sentada en una roca en medio de un amplio campo de nieve que se extendía hacia lo más profundo del valle, hasta la carretera que conduce a Bergell, cuyas curvas se ven desde allá arriba; curvas que a lo largo del abismo pasan de largo ante la región de los lagos, donde vigilan los saratz, para ascender después hacia el paso Juliano, el viejo puerto de montaña por donde cruzaban las legiones romanas.
Me daba un poco de vergüenza presentarme tan tarde ante sus ojos. El sol era un disco ardiente en el cielo azul cobalto y mis poros se habían abierto dando rienda suelta al sudor provocado por el ascenso y la borrachera nocturna. Además, volvía a sentir hambre. Rüesch llenó un cuenco de agua fresca en una fuente que brotaba en medio de la nieve y me la tendió con una sonrisa que me pareció forzada.
—No bebas tan deprisa, William —me advirtió con cariñosa solicitud—, ¡no vaya a darte un ataque de apoplejía! —Mientras hablaba iba partiendo pan y cortando queso. Se quitó las abarcas y nos acostamos sobre la roca seca, que sobresalía como una isla en el campo de nieve cuya gigantesca alfombra cubría hondonadas y salientes. Sólo las cabras seguían encontrando hierbas apetecibles, pequeños arbustos que podían mordisquear. La luz deslumbrante me dolía en los ojos y acabé cerrándolos; también para sustraerme a las miradas de mi novia, que me parecían contener una interrogación.
El lastimoso piar de un pájaro rompió nuestro silencio. Rüesch se levantó de un salto, corrió detrás de la roca y volvió con una golondrina que protegía cuidadosamente entre sus mañosos dedos. Una de las patas del pájaro sangraba ligeramente, pero no tenía las alas heridas, de modo que le dimos miguitas empapadas con saliva hasta que volvió a aletear.
—¡Arrójala al aire! —la aconsejé, pero Rüesch me miró con expresión tan dolorida que enmudecí.
—Si la arrojo al aire —dijo en voz baja —creerá que la obligo a volar. Si quiere volar no necesita que se lo diga, pues tampoco se lo impediré—. Estaba acariciando la cabecita del pájaro y le dio un beso—. Pero si quieres quedarte, pajarito mío, durante el invierno o para siempre, me ocuparé de ti y te proporcionaré un nido caliente.
Después abrió lentamente las manos, que vi temblar. La golondrina dio un primer paso inseguro, extendió sus alas y se dejó caer, pero cuando estaba a muy poca distancia de la nieve levantó el vuelo y se alejó.
Estuve bastante tiempo mirando cómo se difuminaba su silueta, hasta que el sol me impidió observar su vuelo. Entonces oí un sollozo que me devolvió a la tierra. Rüesch lloraba amargamente y yo me limité a acariciarle el cabello, puesto que mis labios no eran capaces de pronunciar palabra alguna. Ella empujó con disgusto mi mano hacia un lado, se acercó con un salto a la fuente y se echó agua helada a la cara. Sus ojos brillaban ahora con una decisión extraña.
—William —dijo con firmeza—, sabes muy bien que los ancianos consejeros han prohibido proporcionarte abarcas, enseñarte su uso o dejarte un instante solo con ellas. —No esperó mi respuesta, que por cierto me veía incapaz de formular; se arrodilló delante de mí y empezó a sujetarme las abarcas a los pies. Lo hizo con tanta precaución y con tal delicadeza que tuve que apartar la vista—. Esta noche serás mi marido —prosiguió después, sin incorporarse—. Me tomo el derecho a dejar a mi hombre…
No pudo seguir, porque le falló la voz. Aunque ya había cumplido con su propósito.
La levanté del suelo y la abracé.
—Rüesch —dije con un suspiro—, no quiero dejarte, ¡yo te amo!
—William —ahora estaba frente a mí y nos mirábamos a los ojos—, tú sabes que yo te amo, y yo sé que tú me abandonarás. ¡Bésame en la boca! —rodeó mi cabeza con las manos y me atrajo hacia ella. Nos besamos como si fuésemos a ahogarnos, sabiendo que poner fin al beso significaba la despedida irrevocable. Ella me mordió la lengua con cariño, aumentando poco a poco la presión de los dientes y sin soltarla, hasta que ya no pude soportar el dolor y me separé.
—¡Vete ahora! —dijo—. ¡Demuéstrame cuánto te ha enseñado Madulain!
Extendí mis brazos, no sólo por encontrarme de repente tan inseguro sobre las abarcas como si fuese la primera vez que las calzaba, sino también porque deseaba quedarme con ella y no sabía…
—¡No avergüences a tu maestra! —me exigió Rüesch, como si se tratara de la primera lección que el discípulo toma en el campo de ejercicios; como si no se estuvieran en juego nuestra vida, nuestro amor…
—¡No! —grité angustiado, y empecé a deslizarme; quise arrojarme a la nieve, pero la costumbre impuesta por el empleo rutinario de las abarcas fue más fuerte y éstas me alejaron, erguido sobre ellas, de mi pequeña novia, que seguía en la roca mirándome inmóvil, rígida, como petrificada.
—¡Rüesch! —grité—. ¡Te amo!
Mis gritos me fueron devueltos por el eco de la montaña mientras la figurilla que quedaba allá arriba se encogía más y más y pronto sólo fue un puntito en la nieve. Delante de mí se abrían gargantas y pendientes a las que me arrojé gritando, atacándolas con un salvaje deseo de estrellarme y morir. Las lágrimas me velaban los ojos, el viento silbante provocado por el descenso me impedía respirar y me aprisionaba el pecho. Me dirigía a toda velocidad hacia lo desconocido, hacia una nueva aventura que se me ofrecía con nuevos obstáculos y hacia vírgenes campos de nieve en los que mi paso levantaba un polvo blanco. ¡Lloré y grité al enfrentarme a la libertad!