INTERLUDIO NOCTURNO
Montségur, primavera de 1244 (crónica)
Ser introducido en la magia negra, conocer los detalles de la cábala mística, había sido desde el comienzo de mis estudios uno de los deseos ocultos y ansiosos del gordezuelo muchacho campesino procedente de Flandes que entonces era yo. Apenas hube llegado a París no dejé pasar ni una celebración alquimista ni sesión de exorcismo sin asistir a ellas. De día escuchaba las lecciones del estupendo dominico Alberto, ya por entonces llamado Magno[46], pero de noche recorría con el grupo del que formaba parte mi compañero inglés Roger Baconius[47], magister artium y doctor mirabilis, las callejuelas de la ciudad; fue él quien convirtió el Willem flamenco en el actual William mundano, cambio que acepté con mucho gusto. También visité al famoso astrólogo Nasir ed-Din el-Tusi[48], y traté de asistir en la Universidad a las lecciones de Ibn al-Kifti[49], médico muy afamado, para obtener por mediación suya alguna impresión de los misterios de Oriente.
Y sin embargo todo este pasado mío palidecía y se convertía en una fantasmada superficial e incolora, cuando no en pura superstición, ante el hecho de que en lo más profundo del bosque, más allá del río Lasset, habitaba una bruja de verdad que no sólo me conocía por mi nombre y mi figura, sino que poseía incluso conocimientos misteriosos acerca de mi futuro destino.
Ya me resultaba lo suficientemente angustioso que se hubiesen cumplido las circunstancias que ella predijo con tanta precisión en torno a la muerte del vasco, aunque se hubiese equivocado al hablar de un franciscano "guarda" del santo Grial, cuya presencia en todo caso me había pasado inadvertida. Sin embargo, las continuas murmuraciones en torno al tan mentado Grial ya no me dejaban en paz.
"La Loba" me estaba esperando aunque ella proclamase lo contrario, como les gusta hacer a las mujeres y de seguro mucho más a una bruja. Se mantenía oculta como una araña en el espeso bosque de Corret, y yo andaba zumbando a su alrededor como un moscón grueso y estúpido, dando vueltas alrededor de la llama de la que yo, después de haber estudiado teología, debería saber perfectamente que sería capaz de quemarme las alas y hasta el alma y el cuerpo. Tales eran las dudas que me atormentaban en aquella noche.
Durante un tiempo estuve observando cómo se afanaban los soldados al pie del pog por erigir, bajo el mando del preboste, una gigantesca montaña de leña. Gruesos postes en las esquinas, unidos por robustas vigas transversales de madera recién cortada, que aguanta mucho, todo entremezclado con paja o ramaje seco. Construir un "bon bûcher" es un auténtico arte. No obstante, me sentía incapaz de admirar su tarea de todo corazón, pues cuando veía acercarse al arzobispo, que se frotaba las manos mientras se convencía de que iba progresando la obra, yo sentía un malestar en el estómago que me hacía alejarme de allí, por lo que decidí en primer lugar exponer a Gavin Montbard de Bethune algunas de las dudas que me pesaban en el alma. Pero a la entrada de la garganta del Lasset me retuvieron algunos de sus sargentos, sin tener en cuenta que yo era un personaje perfectamente conocido allí.
—Ahora no puede ser —dijeron con firmeza—. ¡Los caballeros están reunidos!
Me di cuenta de que era inútil insistir y me alejé. Pero había entrevisto luces en las tiendas y ese hecho despertó mi curiosidad.
Ascendí lateralmente por el bosque, aunque ésta era una empresa algo arriesgada en medio de la noche. Las horas en que se igualan el día y la noche están dominadas por los espíritus y los elfos. No hacía viento y, sin embargo, el ramaje crujía y me llegaba un susurro desde las copas de los árboles. De repente oí resonar unos cascos de caballo por encima de mi cabeza. Vi un estrecho sendero que ascendía medio oculto hacia las alturas por el que se alejaban a caballo dos figuras blancas como la nieve y con las caras tapadas; algunos gnomos corrían junto a las cabalgaduras. Nadie decía una palabra, y en brevísimos instantes desapareció la visión, que a mí me había hecho caer de rodillas y apretarme contra la maleza baja del terreno. Ya sólo me faltaba ponerme a rezar. Aquellas figuras vestidas de blanco procedían de la garganta del Lasset, y forzosamente tenían que haber cruzado el campamento de los templarios. ¿Serían dos caballeros de la Orden? ¿Podría preguntar por ellos a Gavin? Miré temeroso a mi alrededor y después me incorporé.
A través de los troncos de los árboles se entreveían, por debajo de mi emplazamiento, las tiendas de los templarios. Ahora reinaba el silencio allí donde otras veces había un animado vaivén. Delante de la tienda de Gavin habían puesto una larga mesa cubierta de un lienzo blanco en la que vi tres candelabros de plata, cada uno de siete brazos. En un extremo de la mesa descansaba, sobre un paño, una calavera. La luz vacilante de las velas daba vida a las oscuras cavidades oculares y su rostro me lanzaba miradas horribles. Apenas me atreví a mirar de nuevo cuando descubrí enfrente de la calavera a Gavin, con un libro abierto delante de la cara.
A cada lado de la mesa se colocaron cinco de los caballeros mayores. Todos parecían estar a la espera de algo, aunque no lo traicionaban con ningún gesto de impaciencia. Después se abrió la tienda detrás de ellos, y el mismo joven templario de rasgos femeninos que había visto con anterioridad junto al palanquín cubierto de terciopelo negro conducía ahora del brazo a una figura vestida de blanco. No pude reconocer nada en absoluto de los rasgos de ésta, pues llevaba la cabeza cubierta con una gorra puntiaguda cuyo paño caía sobre el rostro hasta los hombros y no dejaba abiertos más que dos orificios a la altura de los ojos. Aquella figura se movía con lentitud y dignidad mientras transportaba sobre ambas manos el báculo mas valioso que jamás había visto. El mango era de oro macizo y una serpiente doble se enroscaba —uno de sus cuerpos tallados en marfil, el otro en madera de ébano— en torno al bastón, acabando los dos extremos junto a una cabeza de águila. Mientras el pico del águila destrozaba una de las cabezas de la serpiente la otra le mordía en la nuca.
El joven condujo a la figura arropada hacia uno de los extremos de la mesa, donde quedó depositado el báculo con gran ceremonia.
El bello templario se alejó después.
Aún no se había escuchado palabra alguna.
Aunque yo estaba acurrucado en la maleza y bastante lejos de aquel espectáculo su imagen quedó grabada en mi memoria como si alguien me hubiese mostrado el báculo a mí en especial y sólo a mí. Me pareció que los cuerpos entrelazados de las serpientes despedían llamas, por lo que quedé sin saber si moría la blanca y mordía la negra o al revés, o si ambas sufrían y otorgaban a la vez el mismo destino.
—¡La piedra se volvió cáliz! —me arrancó de mis pensamientos la voz del personaje blanco encapuchado. ¿Era un hombre o una mujer? No habría podido afirmarlo. El viento de la noche me traía las palabras con su vuelo, pero los árboles que se entrecruzaban en el camino las partían, las revolvían y las apagaban—. El cáliz recibió la sangre…
Es una sublimación, fue la idea que atravesó mi mente al recordar mis conocimientos ocultos: la elevación de una cosa sobre y por la otra. ¿A quién se le estaba revelando allí qué clase de misterio? ¿Estarían hablando del santo Grial?
—Cuando María de Magdala pisó tierra en este lugar llevaba consigo la sagrada sangre, la llevaba dentro de sí —entendí la voz del personaje encapuchado—. Unos sacerdotes druidas conocedores del misterio, escribanos avisados de la antigua fe judaica, la esperaban impacientes y la acogieron, la hicieron parir y encarnar…
Gesta Dei per Francos[50]: ¿acaso estaba insinuando o recordando aquella superioridad constantemente reclamada por la nobleza francesa, que se creía preferida por Dios? Cierto que no estábamos en el reino de Francia, pero nuestra tarea consistía precisamente en extender ese reino y era muy posible que Dios hubiese tomado sus medidas al respecto.
—¡La sangre! ¡Una corriente que circula siempre, pujante y viva! —exclamó el viejo druida—. No es necesaria la transubstanciación, pues se sustrae a ella, se volatiliza transformándose en espíritu, hasta convertirse en el "conocimiento de la sangre"…
Sublimatio ultima[51], pensé satisfecho, aunque también un tanto confundido; me habría gustado ver con mis propios ojos un auténtico cáliz de materia verdadera. ¡Mejor aún si llevaba algunas gotas resecas de aquel preciado líquido!
El viejo —la verdad es que podía tratarse asimismo de una sacerdotisa— parecía cansado y se apoyó, como afectado por un leve mareo, en la mesa. Espero, pensé en aquel momento, que no arrastre consigo el mantel junto con la calavera y el báculo, pero ninguno de los caballeros acudió en su ayuda, del mismo modo que nadie se había movido desde el comienzo del ritual.
—El conocimiento del último misterio —prosiguió la voz como en un murmullo— no corre peligro, pero sí lo corren aquellos que son sus portadores y están destinados a entregarlo a otros. Esto nos obliga a acudir, en busca de ayuda, a los que representáis nuestro brazo armado. ¡Puesto que debéis vuestra nobleza a esa sangre, tenéis la obligación de proteger y salvaguardar con todo el poder espiritual de vuestro amor lo que es nuestra salvación y bienaventuranza!
No había entendido yo el nombre de quien se estaba hablando, ni a quién se trataba de proteger. El viento y las hojas se habían tragado muchas palabras. Los templarios, con Gavin a su cabeza, rodearon en un círculo cerrado al personaje vestido de blanco, se pusieron cada uno la mano derecha sobre la cabeza y se hincaron de rodillas. Murmuraron algo que me pareció ser un juramento. Y yo, hijo de unos simples campesinos de Flandes, llegué a pensar que se trataba de una banda arrogante y elitista, pues sólo quien es del mismo origen y la misma sangre de los francos es admitido en su círculo. La figura vestida de blanco, rodeada de misterio, maestre supremo de una secta que al parecer era lo suficientemente importante como para mandar sobre los orgullosos templarios quienes, en realidad, sólo debían obediencia personal al Papa, tendió su bastón para que lo besara a Gavin, que seguía arrodillado, tras lo cual los caballeros se incorporaron en silencio. Se presentó entonces de nuevo el joven Guillem de Gisors —su nombre volvió a mi memoria justo en ese momento— seguido de diez escuderos. Mientras éstos se colocaban detrás de los caballeros, el joven ayudó con suma delicadeza al personaje de la blanca veste a retirarse.
Mis pensamientos estaban trastocados. Si aquellos hombres habían estado hablando del "santo Grial" —lapis excillis, lapis ex coelis[52]: ¡cuántas noches nos habíamos pasado discutiendo en París en tomo a esta cita tomada de Wolfram von Eschenbach!— lo más probable era que aquel personaje fuese un extranjero. Pero María de Magdala, la prostituta, ¿qué tenía que ver con todo eso? ¿Acaso creían aquellos obcecados que el Mesías se había rebajado hasta el punto de cohabitar con ella? Venerar el fruto de su vientre como si fuese partícipe de la "santísima sangre", ¿no significaba traicionar a María, única y verdadera madre de Dios? ¿Habría pecado Jesús? Me era imposible aceptar que su miembro viril fuera como el de cualquier hombre, y lo máximo que en este sentido estaba dispuesto a conceder era que Jesús—niño ostentaría una mínima y juguetona pitilina. Pax et bonum![53] ¿Acaso se podía admitir que hubiese tenido un traspiés con aquella mujerzuela licenciosa y atrevida a la que en cambio sí cabía imaginar acercándosele demasiado mientras le untaba los pies con óleo? Pero, aunque Él se hubiese manifestado en otro ser vivo, ¿había acaso motivo para tanto revuelo, para oponer a la Ecclesia catolica, legítima heredera del Mesías, otra línea de sangre más que dudosa? ¿Rendir honores a un fruto ilegítimo no bendecido por el santísimo sacramento del matrimonio?
Había algo en la cadena de mis reproches íntimos que subvertía todo orden: si mi señor Papa podía equivocarse, ¿acaso no procedía afirmar lo mismo de Jesucristo, nuestro Señor, que era tanto Señor mío como suyo? Es decir, si éste había cometido un pecado divirtiéndose con María de Magdala, tal vez hubo alguien a quien no gustó lo sucedido y que, en consecuencia, nos castigó a nosotros, frailes y sacerdotes, a prescindir por todos los tiempos de actos similares, ¡prohibiéndonos hasta pensar en ellos! ¡De modo que seríamos nosotros los que padeceríamos por culpa de los pecados del Señor y no al revés!
Sentí un estremecimiento. Por primera vez en mi vida maldije la malsana curiosidad que me había llevado a aquel lugar, pues era evidente que había sido testigo de algo que no estaba destinado ni a los oídos ni a los ojos de extraños. Y aunque no había comprendido todos los detalles de aquel místico espectáculo e incluso era posible que hubiese malentendido profundamente uno u otro aspecto, una cosa sí la veía clara: ante mí había sido desvelado el extremo de un misterio que sobrepasaba con mucho el horizonte de un franciscano insignificante. Y comprendí también que sería mejor mantener la boca cerrada acerca de lo que acababa de presenciar, si no quería correr grandes riesgos físicos y espirituales.
William, me dije a mí mismo mientras seguía acurrucado entre los matojos, sin saberlo te has convertido, en efecto, en guarda de un misterio relacionado con el Grial. En aquel momento aún no sospechaba que los lazos que me atarían al gran misterio sólo habían empezado a anudarse.
En el claro del bosque reinaba un gran silencio. A derecha e izquierda del preceptor se sentaban los antiguos caballeros de la Orden y detrás de cada uno de ellos se situaba erguido un joven escudero, jarra en mano. Todos callaban y estaba inmóviles, no se percibía ni un gesto. Después, Gavin Montbard de Bethune dio un ligero golpe con el bastón en el tablero de la mesa. Cada uno de los caballeros elevó la copa que tenía delante y bebió. Otro golpe en la mesa y dejaron las copas; los jóvenes que estaban detrás de ellos volvieron a llenarlas mientras Gavin daba vuelta a una página del libro. Él no bebía. De nuevo cayeron en la misma inmovilidad contemplativa y no me acuerdo de cuánto tiempo estuve observando aquel severo espectáculo, hasta que tres golpes seguidos me arrancaron de mi encantamiento. Los caballeros apagaron cada uno una vela, se incorporaron, cada uno besó en las mejillas y en los labios al escanciador joven que tenía detrás, Gavin apagó la última vela, y el escenario se hundió en la oscuridad.
Con mucho cuidado y asustándome cada vez que se quebraba una rama bajo mis pies volví a deslizarme fuera del bosque y llegué hasta donde estaban apostados los vigilantes.
Me condujeron ante Gavin, que estaba sentado en una silla plegable delante de su tienda. La mesa larga con las velas y la calavera había desaparecido. A la luz de la hoguera, la cruz roja cuyos extremos parecían zarpas y que lucía en su ropaje parecía pintada con sangre fresca.
—Frailecito —dijo con su toque de ironía habitual—, ¿qué te hace corretear por ahí a tales horas? ¿Acaso no sabes lo peligroso que es andar por los bosques esta noche?
Sentí los palpitos del corazón llegarme hasta el cuello. ¡Él nada sabe, no puede saber que yo…! No acabé de pensarlo pero el demonio, que se alimenta de nuestras culpas y pecados, me empujó a preguntar:
—¿A quién sirve en realidad la Orden de los caballeros templarios? —porque me era imposible borrar esta duda de mi cabeza. Él parecía muy tranquilo.
—Su nombre lo dice: su misión es proteger el templo de Jerusalén…
—¡… por eso el gran maestre reside en San Juan de Acre![55] —me atreví a interrumpirle con cierta insolencia.
Gavin se mordió los labios, pero prosiguió, dominando sus emociones:
—… y la protección de la Cristiandad en ultramar[56], en su conjunto.
—¿Nada más? —insistí—. ¿No hay ningún misterio? ¿Algún… tesoro oculto?
—¿Crees que Tierra Santa no es lo suficientemente valiosa? —se burló él, ya bastante más incomodado, pero yo no aflojé:
—Me refiero a un tesoro dentro del tesoro, a la verdadera esencia que merece ser protegida, a la Orden que hay detrás de la Orden visible, a la autoridad real, al gran guía del que se murmura. Y, ¿qué tiene que ver con vos la grande maîtresse que hace poco…?
—¿Quién te ha mencionado ese nombre? —resopló furioso. Su mirada adquirió un aire de acecho, casi de enfado—. ¡No vuelvas a pronunciarlo jamás! —me reprendió con violencia, y se lo juré allí mismo. Comprendí que había ido demasiado lejos.
—No todo lo que uno escucha sin estar autorizado para oírlo —me instruyó después el preceptor adoptando un tono de peligrosa benevolencia— puede ser repetido sin más. —A continuación me estuvo observando largamente. Después sonrió:
—Frailecito, ¿acaso crees que en vuestros reclinatorios y en vuestras cátedras os enseñan el trato correcto con los misterios[54] esotéricos[57]? ¡Ni siquiera interpretáis bien el Evangelio de san Juan, y nada sabéis de la existencia de los escritos apócrifos[58]! Guárdate bien, William, pues el príncipe de los infiernos puede adoptar cualquier disfraz.
Yo no dejaba de darle mentalmente la razón, pero lo cierto es que el demonio me tentó una vez más. Gavin se había incorporado y quería dejarme solo, pero yo le tiré de la manga.
—¿Y qué hay de la bienaventuranza? —le pregunté—. ¿Y ese bien que hay que salvaguardar?
Muy lentamente el preceptor se volvió de nuevo hacia mí:
—William, ten en cuenta que no saberlo y, sin embargo, buscarlo, podría significar tu propia salvación: podría convertirte en un bienaventurado.
Yo intentaba desesperadamente encontrar algún punto de partida para formular mi pregunta en torno a la sublimación sin que mis palabras traicionaran mi condición de espía. No quería empezar hablando de la sangre de la prostituta, porque era posible que en secreto fuese considerada una santa por la Orden, lo cual significaría mi muerte segura. Incluso era posible que todos los templarios fuesen descendientes de ella, hasta el mismísimo Gavin Montbard de Bethune.
Pero él ahuyentó mis tribulaciones:
—Como sucede en todos los cuentos, William —dijo mostrándome de nuevo su rostro paternal de preceptor omnisapiente—, te he permitido tres preguntas, ¡de modo que ahora ya te puedes ir a acostar!
Otra vez había caído en el tono irónico que solía emplear frente a mí y que tanta rabia me daba. Para impresionarlo con mis conocimientos, le contesté aún siguiendo una repentina inspiración:
—¿Acaso debo pedir consejo a "la Loba"? ¡Tal vez ella sepa una respuesta a mis preguntas! ¡Es una mujer sabia que también sabe curar!
—Baucent[59] à la rescousse[60]! —Optó por mostrarme el sarcasmo más cruel y darme un buen rapapolvo—. ¡Habladurías estúpidas de cantinera! Es una leyenda no tan antigua como la barba que llevo, puesto que nació el día en que las mujeres y la tropa empezaron a aburrirse aquí, al pie del pog. ¡Pura invención!
Tal estallido del caballero templario, a quien siempre había visto tan sosegado, debería haberme llamado la atención, pero lo único que hizo fue despertar mi tozudez.
—Esa vieja existe realmente, está viva y es de carne y hueso —insistí—; incluso me han descrito el camino para llegar hasta ella, de modo que iré…
Gavin me interrumpió con una severidad inesperada.
—¡La regla de san Francisco no es lo mismo que una iniciación de adeptos! Guardaos bien, William, de meteros sin preparación en una situación a cuya altura no podéis estar por faltaros la instrucción adecuada. ¡Id a dormir y olvidad a la vieja!
—Esta noche, no —le respondí con decisión—. Es una noche mágica, ¡la última noche del Montségur!
—Frailecito —me amenazó con resignación ficticia para adoptar inmediatamente después su acostumbrada ironía punzante—, frailecito, no es la última noche, sino la noche. Y precisamente porque no sabes nada acerca de la maxima constellatio será mejor que metas la cabeza bajo la manta.
—¿Y cómo voy a participar alguna vez en el "gran proyecto"[61]? —Me indignaba su arrogancia elitista, pero añadí con aire algo más humilde—: ¡Por algo hay que empezar!
—Lee los libros, o aún mejor: zapatero, a tus zapatos. ¡Reza!
Hice como que asentía, pero pensé para mí que nada me retendría ante la posibilidad de descubrir el misterio y el papel que yo estaba destinado a jugar en él.
Me despedí; creo que era poco antes de medianoche y decidí en aquel mismo momento salir sin más en busca de la braja. El senescal me había comunicado que al finalizarla campaña el rey volvería a reclamarme a su servicio, incluso había preguntado ya por mi persona. Al día siguiente debía ponerme en camino, de modo que había que actuar sin pérdida de tiempo a no ser que quisiera pasar el resto de mi vida lamentando la ocasión perdida.
Posiblemente habría sido mejor para mí aprovechar aquella última ocasión para huir, mientras estaba a tiempo. Pero, por otra parte, tal vez fuese ya demasiado tarde para eso. Deus vult![62]