SERVIR A DOS SEÑORES

Cortona, otoño de 1244

Gersenda, el ama de llaves, se encontraba en el castillo de Cortona delante de la gigantesca cocina de hierro y daba vueltas con la cuchara al contenido de un diminuto caldero. Había pocas personas para las que hacer comida, pues el castillo estaba casi sin ocupantes.

No vio la figura enjuta, vestida con el hábito marrón de los hermanos menores que, acercándose a ella con sigilo y desde atrás, con la capucha muy baja, se agachó, le levantó con una maniobra hábil las faldas y la pellizcó con energía en el trasero. Gersenda se dio media vuelta y, aunque sólo vio la capucha marrón, exclamó sin dudar:

—Ay, Lorenzo —y apretó al pequeño minorita contra su pecho—, qué contenta estoy de tenerte aquí.

Lorenzo la besó sin retirar la mano del lugar conquistado; por el contrario, aún apretó con mayor fuerza.

—¡Minorita lascivo! —bromeó ella—. ¡Me quejaré al general en cuanto esté de vuelta! Hace ya una semana que marchó.

Lorenzo de Orta se enteró de este modo de que el señor del castillo estaba fuera de casa y asedió a Gersenda con mayor violencia.

—¡Ya sabes, querida, que los franciscanos somos pajarillos picoteadores!

Ella le dio un palmetazo enérgico en los dedos insolentes.

—¡Tenemos huéspedes!

Apenas lo hubo dicho y se hubieron separado cuando se presentaron en la puerta Alberto y Galerán, ambos con el rostro hinchado de dormir y enrojecido por la embriaguez y, sin embargo, dispuestos a añadir nuevas dimensiones a su borrachera. Al ver a Lorenzo de Orta volvieron a acordarse del Papa y del Concilio. Empezaron a hablarle con palabras confusas, afirmando que debían ver sin falta al Santo padre y que seguramente le habrían enviado a él para ir a buscarlos.

Lorenzo dirigió la mirada, en busca de auxilio, hacia Gersenda. Esta le contestó con un susurro, advirtiéndole con insistencia de que aquellos cuervos hambrientos no debían asistir al concilio.

De modo que Gersenda preparó un "desayuno" para los dos eclesiásticos consistente en pan, tocino, huevos cocidos y una jarra enorme de vino joven, y arrastró a Lorenzo consigo a la cocina.

—¡En realidad he venido para aconsejar al bombarone que se ande con cuidado! —le confió éste al ama de llaves—. En el Castel Sant' Angelo sospechan que le haya concedido hospitalidad a un tal William, y el "cardenal gris" le ha tomado ojeriza a nuestro señor Elía en relación con ciertos niños…

—No sé nada de ningún niño —le aseguró Gersenda—; ahora bien, el tal William sí estuvo aquí, pero solo, y el señor se lo ha llevado consigo para presentarlo a la condesa de Otranto.

—¿Otranto? —Lorenzo parecía acobardado—. Pero si eso está.

—En lo más profundo de Apulia —confirmó Gersenda sus temores—. ¡En el fin del mundo!

—Entonces no puedo hacer nada —Lorenzo sacó de los forros de su hábito el retrato de Vito que había preparado en el Castel Sant' Angelo—. Éste es el esbirro del cardenal —y se lo entregó—, ¡fíjate bien en ese rostro!

—¡Qué retrato tan bien hecho! —lo elogió Gersenda—. Tienes mucho talento, Lorenzo.

El pequeño fraile se sintió halagado y murmuró:

—Es un sujeto peligroso. ¡Pero ahora debo marchar!

En la estancia donde los dos dignatarios de la Iglesia estaban emborrachándose de nuevo se oyó un ruido como si alguien hubiese caído del taburete y roto una jarra. El ama de llaves le dio un apretón cordial al fraile y dijo:

—Por favor, Lorenzo, saca a esos dos borrachos de aquí. ¡Cada noche llenan las camas de vómitos, ¡son unos asquerosos!

—¿Y a dónde los llevo?

—¡Llévalos al bosque, ahógalos en un río, haz lo que te parezca con ellos; pero procura que no lleguen jamás a ver al Papa!

Así sucedió que Lorenzo de Orta salió del castillo de Elía seguido por el patriarca de Antioquía y el obispo de Beirut. No sabía hacia dónde dirigirse con ellos, pero ellos sí sabían a dónde deseaban ir:

—¡A El Becerro de Oro!

—¡Un traguito más antes de emprender tan largo viaje, buen hermano!

Y, no conociendo sus hábitos, Lorenzo se dejó convencer. Delante de la taberna hacia la que se dirigían Alberto y Galerán, ya conocedores del lugar, encontraron atado un caballo solitario que llevaba una gualdrapa negra y causaba una impresión siniestra.

L'inquisitore! —les anunciaron los niños que jugueteaban por los alrededores, mostrándose intimidados y señalando con el dedo al animal.

Ahora bien, un dominico inquisidor rara vez viajaría solo, y sobre todo nunca mientras lo hiciese de oficio, pues correría el peligro de ser muerto por el populacho. Éste debía ser, por tanto, de una especie que pudiese confiar tanto en sus propios dones corporales y sus propias fuerzas como para renunciar a un cuerpo de guardias que lo acompañara. Es decir, era o bien un lobo solitario o el mismísimo demonio. Lorenzo no se sorprendió cuando encontró en la taberna casi vacía a Vito de Viterbo sentado ante una mesa.

Éste tampoco se mostró sorprendido, más bien malhumorado:

—¿Y tú, qué haces aquí? —le gruñó a Lorenzo sin ocultar su inquina.

—¡Su eminencia el patriarca de Antioquía! —presentó el pequeño minorita a Alberto pasando por alto la poca amabilidad con que había sido recibido—. Y su ilustrísima el obispo de Beirut. Quieren que los lleve ante el Papa.

Galerán empezó a lamentarse sin tardanza:

—¡Elía nos ha prometido llevarnos a ver al Santo padre!

—¿Y también al Espíritu Santo? —se burló Vito, irritado pero sin ponerse en pie. No le cabía en la cabeza que en aquel lugar pudiesen encontrarse dos altos dignatarios de Tierra Santa acompañados sólo por un franciscano de dudoso comportamiento quien, al parecer, desobedecía además la prohibición de tener tratos con el ministro general destituido. ¿O estaría realizando una misión secreta de la que él, Vito, nada sabía?

—Elía ha partido con William de Roebruk hacia el sur —Observó el efecto de sus palabras sobre Lorenzo. –El señor Papa en cambio, se dirige hacia Lyon para celebrar un Concilio en el que serán condenados el emperador y quienes lo siguen! —A Vito le habría gustado añadir: "¡Lo mismo te pasará muy pronto a ti, Lorenzo de Orta!"

Pero el franciscano no se desviaba de su propósito y siguió insistiendo con la misma amabilidad:

—¡No hay contradicción en ello, estimado Vito!

Se sentaron a la mesa del de Viterbo, y el mesonero Biro les sirvió sin que tuviesen que pedírselo una jarra de buen tinto.

—Precisamente el Papa te espera en Lyon —le espetó Vito al franciscano— para enviarte con una misión a Antioquía… —y estas palabras sí provocaron la perplejidad de Lorenzo. ¡Cómo saber si el dominico era tan atrevido como para inventar una mentira tan estúpida! Seguro que Vito pretendía sacarlo de su reserva. Lorenzo seguía con su expresión amable; en cambio Alberto se mostraba cada vez más intranquilo, incluso indignado.

—¿Y eso para qué? —refunfuñó el patriarca, lo cual indujo a Vito a proseguir con visible placer—: Para que se pongan en práctica sus instrucciones, tendientes a que los griegos que reconozcan la supremacía del Papa gocen del mismo aprecio y de iguales derechos que los latinos…

—¡Yo soy el patriarca de Antioquía! —intervino Alberto con gran alboroto—. El Papa sólo puede hablar conmigo—, se sonrojó, y le tembló la barba—. Esa misión es del todo innecesaria, indecente e imperdonable —le costaba respirar—; más aún: ¡es inaudita! —y su compañero se sintió obligado a acudir en su auxilio, lamentándose como pidiendo disculpas:

—Un griego puede ser el mejor amigo del ser humano, pero… —El patriarca no admitió sus explicaciones—. ¡La Santa Sede no puede ni debe situar a los ortodoxos al mismo nivel que a sus fieles servidores!

—¡Queremos ver al Papa! —insistió Galerán, a quien ya casi nadie escuchaba.

—O sea: ¿iré a Antioquía? —preguntó Lorenzo, divertido.

Pero Vito le contestó, ya perdidos los estribos:

—¡Nada de eso! ¡A Lyon!

—Elía nos quería llevar a ver al Papa —se lamentó Galerán, y Alberto, que en ese instante ya no se fiaba de nadie, añadió, exponiendo una idea que le pareció luminosa:

—Si el ministro general se ha dirigido hacia el sur, puede que el Papa ni siquiera esté en Lyon.

Ni Vito ni Lorenzo tenían ganas de explicar a aquellos clérigos empantanados procedentes del reino de Jerusalén que el señor de Cortona y su santidad Inocencio IV podían emprender caminos muy divergentes.

—¿Y qué buscas tú aquí? —preguntó Lorenzo a su oponente—. ¿Acaso venías a ver a Elía?

—Yo no cruzo el umbral de una persona expulsada del seno de la Iglesia; por el contrario, más bien… —Lorenzo le dejó tiempo para pensar en alguna excusa —¡estoy camino de Lyon!

Pero eso era lo que esperaba el franciscano para contestar:

—Vito, hermano mío, si dices que estás camino de Lyon, sé que tú sabes que no te puedo creer. Por tanto, ¿a qué viene afirmar que estás camino de Lyon? —Vito quiso responderle, airado, pero Lorenzo ni siquiera lo dejó hablar—. Sin embargo, estoy dispuesto a creerte y, puesto que viajas hacia Lyon, ¡puedes llevar contigo a estos dos señores!

Se puso en pie y se acercó a la puerta.

—¿A dónde vas? —gritó Vito, alarmado, a sus espaldas.

—Adonde tú no quieres ir —Lorenzo se volvió, insinuó una reverencia ante los que se quedaban sentados a la mesa y prosiguió—: ¡A ver a Elía, como comprenderás!

Cerró la puerta tras él, desató el caballo negro y le dio una palmada en la grupa; el animal salió trotando sin tardanza. Lorenzo tomó primero el camino hacia Asís, para rezar allí con sus hermanos y proseguir hacia la costa adriática, porque sabía que, a pesar del rodeo que le significaba, llegaría con mayor rapidez a Otranto por barco que a pie. Aparte de que así era más difícil que lo siguiera un agente del "cardenal gris".

Era evidente cuál había sido el gran error de su señor y maestro Elía: haber arrastrado consigo a aquel sospechoso William de Roebruk a cuyos talones iban pegados, como estaba visto, los más sanguinarios perros de presa del cardenal. ¡Qué error llevarse consigo a través de todo el país a ese señuelo llamativo y dirigirse precisamente hacia el lugar donde con toda probabilidad estaban escondidos los niños! ¡Demasiada precaución es tan peligrosa como demasiada inteligencia! ¡Palabras de san Francisco!

Lorenzo se apresuró a dejar Cortona atrás, y tan sólo aminoró el galope cuando hubo alcanzado el estrecho sendero que atravesaba la montaña. Allá abajo, a la luz del sol, se reflejaba el lago Trasimeno. No se había reconciliado del todo con su propia conciencia, por mucha seguridad que hubiese simulado ante quien era clarísimamente un esbirro de la curia. Desoír la invitación del Papa de presentarse ante él para ser encargado de una misión como la que le habían mencionado, sin motivo aparente y haciéndose además culpable de posibles divergencias subversivas, podía acarrearle una sentencia de muerte. El tal Vito ya se ocuparía de poner en marcha los mecanismos correspondientes.

El ruido de un vehículo que se acercaba con rapidez por aquel sendero solitario le hizo estremecerse. ¿Debía ocultarse entre la maleza? Aún miraba confundido hacia atrás cuando oyó el sonido de unas campanillas. Difícil era imaginar que allí viajase un enemigo.

Mientras Lorenzo seguía aún inmovilizado del susto por su encuentro con el pecado y clavaba avergonzado los ojos en la tierra, la carreta dio media vuelta realizando una pirueta atrevida sobre el sendero escarpado y se detuvo a su lado.

—Subid —lo invitó una mujer de belleza madura.

Lorenzo hizo la señal de la cruz para rechazar la tentación y señaló enérgico en la dirección opuesta.

—¡Voy en dirección a Asís!

—¡Callad! —le ordenó la mujer en voz baja, y en ese mismo instante llegó sin duda posible al oído de Lorenzo el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba. De modo que hizo de tripas corazón y se arrojó al interior del carruaje, donde se hundió sin más, con la nariz por delante, en la blandura de los cojines que una mano sabia fue amontonando sobre su cuerpo mientras el carruaje de la prostituta volvía a rodar a trompicones montaña abajo.

El jinete se acercó y Lorenzo contuvo la respiración. Muy cerca de su oído oyó retumbar la voz del de Viterbo:

—Puta, ¿has visto a un fraile?

—Pues sí —contestó la buena mujer con un arrullo de paloma—, ¡corría como perseguido por el diablo o por el verdugo!

Contestando con una blasfemia apenas audible, Vito le hincó las espuelas al caballo y pronto desapareció detrás de la siguiente curva.

—¡A un buen hermano en Cristo siempre le conviene ir al encuentro de sus perseguidores! —reía la sabia mujer pecadora mientras le daba a Lorenzo una palmada en el trasero para señalarle que el peligro había pasado. Lorenzo se incorporó con precaución, pero siguió refugiado en la oscuridad.

—Para que no haya malentendidos —dijo la mujer sin mirar hacia atrás—, sólo os he quitado de en medio porque me prometo obtener de vos una información…

Lorenzo se le acercó un poco más; se deslizó sobre sus rodillas y procuró que la espalda de la prostituta lo siguiera ocultando.

Ella prosiguió:

—Estoy buscando a un señor muy fino que estuvo de visita en el mismo castillo del bombarone del cual os vi salir a vos. ¡Se llama William!

—¿William? —respondió Lorenzo incrédulo, al comprender de inmediato de quién se trataba—. ¿Lo conoces?

Ella se volvió para mirarle a los ojos y Lorenzo vio el brillo chispeante del amor en su mirada oscura.

—Supongamos que lo conozco —murmuró intentando ganar tiempo.

Una idea absurda empezó a anidar en su cerebro.

—¿Para qué lo buscas?

—¡Quiero volver a verlo! —La mujer apartó la vista con brusquedad.

"¿Es posible que una prostituta se eche a llorar?" Lorenzo se apresuró a asegurarle su compasión, aunque en realidad la estaba incorporando ya a sus planes.

—¡Descríbemelo! —y sacó un papel arrugado de su hábito, buscando después tiza roja en la bolsa que llevaba al cuello.

—Es joven, de carnes prietas —se regodeaba Ingolinda en sus recuerdos—. Tiene la piel fina y en los calzones…

—¡Su cara! —la interrumpió Lorenzo en tono de reproche.

—La tiene redonda, el cráneo amplio, cabello fuerte rojo y ondulado, la boca blanda, una nariz poderosa ligeramente curvada, las cejas pobladas…

—Seguid hablando —la animó Lorenzo. Su tiza roja volaba sobre el pergamino, corregía, subrayaba—. ¿Los ojos?

—Grandes ojos de niño, grises; no, castaño verdosos.

—¿Claros?

—No, más bien oscuros, en forma de almendra —la mujer se fijó con interés en el retrato que Lorenzo estaba confeccionando. Éste se había sentado a su lado para tener mejor luz—. La barbilla es más saliente, aunque redonda, y el cuello —la mujer volvió a reír—, un poco más corto, ¡y más parecido a un campesino!

Lorenzo dio un último retoque a su trabajo, onduló el cabello del retrato y le añadió unas sombras.

—Pues sí, ¡así es mi William! —estalló la muchacha en júbilo—. ¡Debéis llevarme junto a él!

—Parad el caballo —dijo Lorenzo, y le quitó el retrato que ella ya consideraba suyo.

—Quiero comprarlo, ¡veo que sois un gran artista!

—Hablemos de negocios —le propuso Lorenzo—. Yo te indico el camino y el lugar y tú entregas a cambio una información…

—¡Dádmelo! —la mujer ya extendía la mano, pero Lorenzo la hizo esperar.

—Escuchadme bien: seguid este mismo camino, porque de no hacerlo llegaríais demasiado tarde al nido y vuestro pajarito habría volado —Lorenzo imitó al maestro—. Debéis dirigiros sin pérdida de tiempo al puerto de Ancona, exigid ser presentada personalmente al comandante del puerto y decid que os envía el "general" y que debéis ver a la "abadesa". Os proporcionará un pasaje marítimo. Os doy algo de dinero…

Pero la dama procedente de Metz no quiso aceptarlo.

—Os lo podéis quedar, yo misma me pago mis caprichos. ¡Pero dadme el retrato!

Entretanto Lorenzo había escrito en letras griegas algunas líneas en el papel, de las que suponía con toda la razón que la puta más espabilada no sabría leerlas: "La gran prostituta de Babilonia busca al padre de los dos niños, del que sabe que está con vosotros."

—Escondedlo bien —le advirtió a la mujer—; si cayera en manos indebidas sufriríais las consecuencias en vuestra bella espalda y en la parte del cuerpo tan sensible que le sigue, y que a causa de los latigazos que os propinarían quedaría inutilizada para vuestra profesión…

—¡Olvidad mi trasero, aún pretendo proteger con él a mi William! —contestó ella, y se dispuso a esconder el retrato bajo sus faldas.

—¡Alto ahí! —exclamó Lorenzo—, dejad que lo bañe con mi orina para que no se borre todo antes de…

—William preferiría la mía, maestro. ¡Tened confianza en mí!

Lorenzo se dio por satisfecho.

—Una cosa más: una vez llegada a la meta preguntad por la "condesa". ¡En ningún caso la llamaréis a partir de entonces "abadesa"! —añadió divertido—. ¡De no hacerlo así, cobraríais latigazos aún peores de los que cualquier ayudante de verdugo suele descargar con toda el alma! Debéis enseñar el retrato a la condesa, ¡después os lo podréis quedar!

—¡Después me conformo con el original! —rió Ingolinda de Metz. Hizo una señal a su cochero y se alejó rodando con el carruaje cuyas campanillas anunciaban la llegada de la prostituta, mientras las cintas de colores revoloteaban difundiendo el mensaje de amor.

Habían regresado a Cortona, y Lorenzo estuvo un tiempo mirando el lugar por donde se alejaba el carro. Después suspiró hondo y decidió echar un vistazo al castillo y hablar con Gersenda, antes de emprender, finalmente ya provisto de caballos y ayudantes, el viaje para presentarse ante el Papa.

Hay que pensar también en uno mismo, dijo para sí. Y si Dios quería advertir a Elía y proteger a los niños haría que la puta llegara segura a Otranto, junto con el mensaje. ¡Ese hermano William debía de ser un buen cabrón para que una mujer lo persiguiera a través de toda Italia!

Los hijos del Grial
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