15. Huyendo de Roma: una vida en el exilio

Aníbal no se dirige hacia los países del Mediterráneo oriental para volver a encender la mecha de la guerra contra Roma a toda costa, aunque la idea permanecerá latente en su mente. Mas bien, en el año 195 a.C. abandona Cartago de forma precipitada porque se siente amenazado por los romanos v teme por su seguridad. Si alguien ha querido creer que por aquel entonces era un hombre acabado v resignado, se equivoca, ya que las numerosas actividades que llevará a cabo en los próximos años lo acreditan como un personaje lleno de ideas y de dinamismo.

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Después de un largo viaje en barco pleno de peripecias, llega a Éfeso haciendo escala previamente en Tiro (metrópoli fundadora de Cádiz y Cartago), donde fue bien acogido, así como en Antioquía. En Éfeso se reúne con el rey Antíoco III (otoño del año 193 a.C.), descendiente directo de Seleuco, legendario general de Alejandro Magno y fundador de la dinastía seléucida, cuyo dominio territorial se extiende sobre Siria y gran parte del Asia Menor. Con seguridad, el monarca seléucida se alegra de recibir en su corte al famoso rival de los romanos; esperaba obtener de él información de primera mano sobre la situación política en el Mediterráneo occidental. Apenas puede disimular el gran interés que tiene por formarse una idea del potencial político y militar romano. Antíoco mantiene desde hace tiempo relaciones tensas con Roma. Recientemente, los romanos, en la conferencia de Lisimaquia, le habían conminado a renunciar a sus derechos de soberanía sobre unas ciudades conquistadas por el monarca seléucida que habían estado anteriormente en poder de la monarquía antigónida, respectivamente, de los reyes de Egipto. Antíoco considera la manera de proceder de Roma como una intromisión injustificada que no tiene por qué tolerar. Es fácil imaginarse cómo Aníbal intenta cimentar su actitud crítica hacia Roma: moviliza todo su poder de persuasión para convencer al rey seléucida de la necesidad de actuar preventivamente respecto a Roma para disuadirla de cualquier actividad imperialista en el Mediterráneo oriental.

Aníbal ve la oportunidad de abogar por un nuevo ataque contra Italia que obligue de una vez por todas a los romanos a retirarse a su propio territorio. En este sentido, presenta a su anfitrión un proyecto de guerra según el cual el rey seléucida se convertiría en el alma de la lucha contra Roma. Ateniéndose a ese plan, Antíoco III concedería a Aníbal los recursos necesarios para que al frente de una armada se dirigiera hacia Cartago, con la misión de fomentar la guerra en la retaguardia de Roma. Entre tanto, Antíoco debería ocuparse de iniciar las hostilidades en Grecia y de estar preparado para invadir Italia en el momento más oportuno.

Este plan llega a conocerse en Cartago, donde los enemigos del partido bárquida se apresuran a sacar provecho de la situación. Convencen a las autoridades cartaginesas de que manden una delegación a Roma con el objetivo de desvelar los proyectos de Aníbal y de su socio, el rey Antíoco III. De esta forma quieren ganarse la confianza de los romanos. Esperan obtener como compensación apoyo contra las pretensiones de Masinisa, que no cesa de presentar exigencias territoriales inaceptables para Cartago y que sigue contando con la benevolencia de Roma.

Los romanos reaccionan ante tales noticias despachando dos misiones diplomáticas. Una, a la que pertenecía Publio Cornelio Escipión, se dirige a Cartago con el fin de recabar informaciones más detalladas, así como para intimidar a los miembros del partido bárquida con su presencia y exhortarlos a que se distancien de los planes de Aníbal.

Los otros emisarios romanos se desplazan a la corte del rey seléucida Antíoco III. Cuando llegan los embajadores romanos, éste no se halla en Éfeso, sino en Pisidia, donde lleva a cabo una campaña militar. Sin embargo, los romanos encuentran en Éfeso a otro interlocutor no menos interesante: Aníbal. La delegación romana utiliza el encuentro para sembrar la discordia entre Aníbal y Antíoco III, lo que consigue en parte. A causa de esto la situación de Aníbal en la corte de Antíoco III se está haciendo cada vez más complicada. Si las dos grandes potencias consiguen estipular un acuerdo, esto supondría para Aníbal el inminente peligro de ser sacrificado ante el altar del entendimiento romano-seléucida. El fugitivo cartaginés se mueve en un terreno pantanoso, debe andar con cuidado y extremar la precaución. El acreditado estratega se halla de pronto en el centro de un ovillo de intrigas difícil de deshacer. Por suerte para él, la delegación romana no logra satisfacer sus objetivos y tiene que regresar a Roma, dejando el contencioso sin resolver.

Al fracasar el último intento de llegar a un acercamiento de posiciones, la guerra entre el reino seléucida y Roma es un hecho inevitable. Aníbal se encargará, según su plan, de incitar la rebelión contra el dominio romano en el norte de África. Acompañado de una pequeña flota, zarpa primeramente hacia Cirene. Desde allí quiere informarse de la situación política de Cartago. No tarda en percatarse de que en el seno de la ciudadanía púnica los ánimos están divididos, ya que los enemigos de los Bárquidas demuestran interés en llegar a un acuerdo con Roma y no quieren arriesgarse a una guerra que a su parecer tiene pocas posibilidades de éxito.

Pese a la indecisión reinante dentro de las clases dirigentes, Aníbal no pierde la esperanza de que se presente otra oportunidad más propicia para cambiar el panorama político de Cartago; más si consideramos que la respuesta que Aníbal obtiene de una consulta al mítico oráculo libio de Amón, que ya fue visitado por Alejandro Magno antes de su batalla decisiva contra el imperio persa, le había sido favorable, lo que le anima a seguir porfiando. Como por el momento no tenía nada que hacer en el norte de África, regresa a Asia para participar al lado de Antíoco III en las inminentes campañas contra Roma (192 a.C.).

Sin embargo, los próximos sucesos se desarrollan de manera muy diferente de los deseos de Aníbal. La largamente planeada invasión de Grecia está siendo puesta en práctica por un Antíoco III poco entusiasmado en el menester. A falta de una concepción política y estratégica clara, el ejército expedicionario, absolutamente insuficiente y mal preparado, se dispersa en numerosas acciones inconexas que no logran el éxito deseado. El gran proyecto diseñado por Aníbal de acosar a Italia desde el norte de África, mientras Antíoco III desde Epiro controla el territorio griego y amenaza simultáneamente el sur de Italia, quedará muy lejos de ser realizado. Pese a eso, tales planes no pasan inadvertidos, y la opinión pública griega, que toma partido fervoroso por tan sugestivos proyectos, acoge la beligerancia de Aníbal contra Roma con simpatía y benevolencia. Un ejemplo de ello es la profecía de Búpalo, según la cual el airado Zeus acabaría con la dominación romana. Flegón de Tralles (FGrHist 257 F 36 111) cuenta cómo el hiparca Búpalo, varias veces herido en las Termópilas, se pone en camino hacia el campamento romano para comunicarles el mensaje divino y conminarlos a desistir de su empeño de hacer la guerra en suelo griego.

La expedición de Antíoco a través de Grecia, mal dirigida y peor llevada a cabo desde su comienzo, fracasa estrepitosamente. Las tropas seléucidas son derrotadas en las Termópilas por las legiones del cónsul Manlio Acilio Glabrio (191 a.C.). Como consecuencia del grave descalabro tienen que abandonar Grecia y retirarse al Asia Menor. Una sola batalla había bastado para expulsar a Antíoco III de Grecia y frustrar sus sueños de grandeza. Los romanos, por su parte, desisten de perseguir al enemigo; y así Antíoco III gana un tiempo precioso que le permite preparar la defensa en Asia Menor ante el inminente avance romano.

Aníbal no participa activamente en la campaña de Grecia. Es enviado a Fenicia con la misión de requerir una flota para la protección de Asia Menor. Antes de llegar a Side se produce un combate entre la armada seléucida y la rodia, que ganan los rodios, aliados de los romanos. Desde luego Rodas no era un enemigo cualquiera. Hacía tiempo que la dinámica ciudad desempeñaba un importante papel en el Mediterráneo oriental. Su comercio era el más activo del mundo helenístico. Sólo los ingresos anuales en derechos portuarios superaban el millón de dracmas. Dado que esta cifra constituía cerca del dos por ciento del valor de las mercancías que pasaban anualmente por el puerto de Rodas, su importe global sería del orden de unos cincuenta millones de dracmas, es decir, 8.300 talentos de plata (Polibio XXX 31), lo que nos da una idea aproximada de los recursos y el poderío de la ciudad, comparable a Cartago en sus mejores tiempos.

Resulta incomprensible que Antíoco III encargue a Aníbal la dirección de una operación marítima en lugar de conferirle un importante mando al experimentado estratega o, por lo menos, incorporarlo a su estado mayor como asesor en la decisiva batalla terrestre de Magnesia, en la que el ejército romano pisará por primera vez suelo asiático (18 a.C.).

Durante el transcurso del conflicto romano-seléucida, Cartago, estado vasallo de Roma, no permanece con los brazos cruzados. Cumpliendo fielmente los preceptos de la alianza contraída con Roma a través del tratado del año 201 a.C., Cartago pone seis barcos a disposición del almirante romano Cayo Livio Salinátor. Además, los cartaginenses suministran a las tropas romanas cereales. También se ofrecen a pagar de una vez las cantidades que adeudan en concepto de reparaciones de guerra. Teniendo en cuenta que se trataba de una exorbitante suma, cabe pensar que las reformas fiscales puestas en vigor en Cartago durante el periodo del gobierno de Aníbal (196 a.C.) habían surtido efecto y conseguido además sanear rápida y eficazmente las finanzas del estado cartaginés. Sin embargo, los romanos rechazan esta oferta de liquidación de los plazos pendientes. Parece ser que con ello querían seguir recordando a los cartagineses hasta qué punto dependían de Roma.

Tras el triunfo de las legiones romanas sobre el ejército seléucida en Magnesia, ratificado posteriormente por el tratado de paz de Apamea (188 a.C.), el general romano Lucio Cornelio Escipión exige de Antíoco la entrega de Aníbal. Pero el monarca seléucida no se muestra dispuesto a cumplir el requerimiento que habría supuesto traicionar a su antiguo aliado. Al percatarse de que no puede mantenerlo más tiempo en su corte, le facilita la huida.

Unos cinco años después de salir apresuradamente de Cartago, se reanuda la odisea de Aníbal. El legendario enemigo de Roma vuelve a convertirse en fugitivo. El número de lugares en los que aún podía exiliarse había disminuido considerablemente merced a los progresos de la expansión romana en el Mediterráneo oriental. ¿Qué ciudad, qué gobernante iba a osar entrar en conflicto con los romanos concediéndole a él el derecho de hospitalidad?

En el puerto de Side, en Asia Menor, Aníbal zarpa en un barco que le llevará hasta Creta, donde se detiene en la ciudad de Gortina (verano 189 a.C.). De su estancia allí nos enteramos a través del famoso episodio sobre el oro de Aníbal. Cornelio Nepote nos ha legado la siguiente crónica de los eventos: «Él [Aníbal] llenó varias ánforas de plomo pero cubrió el borde con una fina capa de oro. En presencia de las autoridades cretenses las llevó al templo de Ártemis, e hizo como si le encomendara su fortuna en fe y fidelidad. Después de haberles engañado de esta forma, llenó estatuas de bronce, que había traído consigo a la isla, y las dejó en el antepatio de la casa donde habitaba como si no tuvieran ningún valor» (Cornelio Nepote, Aníbal 9).

Dado el marcado carácter anecdótico de la narración, que se mueve entre la leyenda y la realidad, resulta bastante problemático indagar su fondo de veracidad. Además, el episodio aparece impregnado de lugares comunes: los astutos cretenses, que tenían fama de rapacidad, y el prototipo del hombre púnico, ávido de riquezas, son los ingredientes de una trama cuyo mensaje histórico, si es que lo tiene, es imposible descifrar.

En cualquier caso, Aníbal no permanece mucho tiempo en Creta, ya que la presencia romana en la región aumenta constantemente y esto le hace sentirse amenazado. Antes de finalizar el año 189 a.C., se pone en camino hacia Armenia.

El lejano país situado entre el Cáucaso y Mesopotamia había conseguido, bajo el reinado de Artaxias, independizarse del imperio seléucida. Es posible que Aníbal hubiera trabado amistad con el monarca armenio a través de una común estancia en la corte de Antíoco III. Al llegar a Armenia, Artaxias le encarga la superintendencia de las obras públicas del reino, lo que implica la construcción de la nueva ciudad residencial Artaxata. El proyecto se materializa siguiendo los bocetos de Aníbal, que es quien diseña los planos del nuevo centro de la monarquía armenia. Sin embargo, esta novedosa faceta en la vida del renombrado cartaginés (quien a sus méritos de estratega y estadista suma ahora el de técnico en urbanismo) no se prolongará mucho. Sobresaltado por el aumento de la influencia romana en Asia Menor, Aníbal decide abandonar el país y buscar un refugio más adecuado, capaz de proporcionarle mayor protección contra el hostigamiento de Roma.

Lo encuentra en Bitinia, rica y apacible región lindante con el Mediterráneo y el mar Negro cuyo soberano Prusias estaba enemistado con los romanos a causa de su conflicto permanente con el mejor amigo de Roma en Asia Menor, el rey de Pérgamo. Tan pronto como llega allí, Aníbal se verá envuelto en los conflictos entre Bitinia y Pérgamo, y de nuevo vuelve a ser requerido su talento de experto militar. Como ya hizo en Armenia, también en Bitinia, siguiendo una orden del rey Prusias, Aníbal esbozará los planos de la ciudad de Prusa (Bursa), convertida en la nueva residencia real (184 a.C.).

El último episodio de la vida de Aníbal comienza en el momento en que aparece el emisario romano Tito Quinctio Flaminino en la corte del rey Prusias de Bitinia (183 a.C.). Había llegado allí como árbitro, para mediar en el secular conflicto entre Pérgamo y Bitinia, pero pronto la cuestión sobre el futuro de Aníbal, residente en Bitinia, llegará a acaparar la atención del representante de Roma, que no dejará escapar esta ocasión para ajustar cuentas con el fugitivo cartaginés. Sobre los hechos que a continuación suceden nos han llegado varias versiones. Según la interpretación que se les quiera dar, la responsabilidad de la muerte de Aníbal recae en el rey Prusias de Bitinia o en el embajador romano Tito Quinctio Flaminino.

Desde su huida de Cartago en el año 195 a.C. Aníbal había recorrido durante unos doce años casi todos los países del mundo helenístico, habiéndose visto obligado a solicitar asilo político en Éfeso, en Creta, en Armenia y al final en Bitinia, sin lograr encontrar, a pesar de todo, un hogar permanente y seguro en ninguna parte.

Aníbal, luchador nato, que ha desafiado solo múltiples peligros, tiene que doblegarse ante la evidencia de que su vida desde la huida de Cartago está en manos de un destino implacable, cuyos hilos son manejados desde Roma. Ante tal acoso, marcado por la impotencia y la resignación, Aníbal no ve otra salida que el suicidio.

Tito Livio nos ha legado sus últimas palabras, que rezan así: «Queremos liberar al pueblo romano de una gran preocupación, ya que cree haber esperado demasiado tiempo en consumar la muerte de un hombre viejo. Tito Quinctio Flaminino no logrará su grandioso y memorable triunfo sobre un hombre desarmado y traicionado. Este día demostrará cómo han cambiado las costumbres del pueblo romano. Los antiguos romanos advirtieron al rey Pirro, un enemigo armado que se encontraba en Italia con su ejército, que se cuidara del veneno. Ahora han enviado a un ex cónsul como emisario para obligar al rey Prusias a que asesine a su huésped rompiendo así las leyes divinas de la hospitalidad» (Livio XXXIX 51, 9).

Desconocemos la fecha exacta de su fallecimiento. Livio la sitúa en el año 183 a.C. Polibio, por el contrario, menciona el año siguiente como fecha de su muerte. Aníbal será enterrado en la ciudad de Libisa en Bitinia.

La noticia de la muerte de Aníbal genera división de opiniones en Roma. Los que siempre le habían considerado un riesgo viviente, capaz de provocar una nueva guerra, alaban la iniciativa de Tito Quinctio Flaminino. Tampoco faltan los que desaprueban la actitud de Flaminino y la contrastan con la generosidad de Publio Cornelio Escipión, que vence a Aníbal sin ensañarse con él (Plutarco, Vida de Flaminino 21).

Cartago, la cuna de Aníbal, no sobrevivirá mucho tiempo a la muerte de su más famoso ciudadano. Dos generaciones después, en el curso de la tercera guerra púnica, será arrasada por los romanos, quienes se ensañarán con sus ruinas cubriéndolas de sal para impedir así su posterior colonización (146 a.C.); y volverá a ser un miembro de la reputada familia de los Escipiones, Publio Cornelio Escipión Emiliano, quien capitaneará el ejército que llevará a cabo tan implacable acto de venganza y odio. Otra vez se volverá a evocar e instrumentalizar el fantasma de una amenaza cartaginesa (metus punicus), asociándolo con el efecto aterrador que el nombre de Aníbal seguía produciendo en Roma para justificar tamaña barbaridad. Como este trágico episodio demuestra, el miedo a Aníbal será utilizado como argumento político incluso después de su muerte.

No olvidemos que nadie había enseñado mejor que él a los romanos lo que significaba tener pánico a ser reiteradamente derrotados. Aquí hay que buscar las causas de la posterior destrucción de Cartago, su ciudad natal, convertida en un monte de cenizas y borrada de forma inexorable del mapa político de la Antigüedad.