1. En el santuario gaditano de Melqart
Desde comienzos del año 218 a.C. las tropas cartaginesas en Hispania se recuperan del agotador asedio de Sagunto. El botín obtenido compensa con creces los esfuerzos realizados. La mayoría de los combatientes hispanos han regresado a sus lugares de origen para pasar con sus respectivas familias lo que queda del corto invierno. El resto de la tropa, concentrada alrededor del cuartel general de Cartagena, permanece a la espera de nuevas órdenes. Su comandante en jefe, Aníbal Barca, cuya audacia parece no tener límites, pues al atacar a Sagunto desafía a la todopoderosa Roma, no se otorga descanso a pesar de la arriesgada campaña que acaba de concluir con éxito, como ya es costumbre en él. En medio de la agitada situación reinante, en la que la declaración de guerra por parte de Roma puede producirse en cualquier momento, Aníbal toma una determinación irreversible. La iniciativa de retar al temible adversario partirá de él y sólo él. Inmediatamente hace fletar una embarcación con la que, a pesar del obstáculo que supone la estación, pues estamos en pleno invierno, se traslada a la ciudad de Cádiz. El viaje sólo dura unos pocos días, los indispensables para reponer provisiones y hacer escala en algún puerto del trayecto. Urgía llegar cuanto antes a la meta prevista.
Será allí, semanas antes de ponerse al frente de su ejército en Cartagena para emprender el camino hacia Italia, donde se iniciará el conflicto bélico de mayor envergadura visto hasta entonces. El escenario escogido es el santuario de Melqart. A este famosísimo templo de indiscutible prestigio acude Aníbal para obtener la aprobación divina a sus ambiciosos planes. Pero su visita al santuario gaditano encierra un significado mucho más complejo. El dios fenicio-cartaginés Melqart estaba desde hacía mucho tiempo equiparado a la deidad griega Herakles (Hércules). Al rendir homenaje a Melqart/Herakles, que gozaba de amplia aceptación y popularidad en el mundo fenicio-griego, Aníbal se aseguraba las simpatías de sus devotos. Sabemos que el recinto sacro del Melqart gaditano estaba adornado con una estatua dedicada a Alejandro Magno, emblemático símbolo de la unidad cultural del mundo griego, y personalización de la venturosa conclusión de empresas audaces. Lo que a primera vista parece un mero acto de devoción religiosa se revela como un llamamiento a la solidaridad que apela a medio mundo mediterráneo. Esta hábil maniobra, con seguridad premeditada y luego divulgada por doquier, está revestida de una connotación política considerable. Poco antes de estallar las hostilidades, Aníbal se erige en campeón de la civilización fenicio-griega y aliado natural de los múltiples pueblos pertenecientes a ella, fortaleciendo con la exaltación de la deidad común los lazos existentes. Al mismo tiempo, la visita al santuario gaditano encierra un mensaje y una propuesta de adhesión dirigida a todos aquellos que estaban enemistados con Roma. En este sentido, la llamada segunda guerra púnica comienza en Cádiz.
La ofensiva ideológica precede a la militar. Al utilizar motivos religiosos e insertarlos en su dispositivo propagandístico, Aníbal obra como ya antaño lo hicieran una serie de célebres predecesores. Del mismo modo había actuado Alejandro Magno al desafiar al imperio persa. A una edad comparable a la de Aníbal, Alejandro, siguiendo los pasos de Herakles e imitando al mítico Aquiles, después de ofrendar un sacrificio en Áulide, se lanzó a la aventura de la conquista del oriente. Al igual que Alejandro, quien había redimido a los griegos del Asia Menor de la dominación persa, Aníbal, provisto del bagaje ideológico de su legendario antecesor, incita a los griegos de occidente a liberarse del yugo romano. Aprovechándose de la leyenda de Gerión, Aníbal transmite un mensaje inequívoco a sus contemporáneos. Según ese popular mito, el enérgico Hércules, después de perseguir al gigantesco Gerión hasta los confines del mundo, le vence, se apodera del ganado robado y lo traslada, recorriendo Hispania y Galia, hasta Italia, donde ajusticiará al ladrón Caco.
Otro ejemplo que de manera plástica nos ilustra los inseparables vínculos que enlazan la esfera política y el mundo religioso en la Antigüedad se observa durante la primera guerra púnica. El cónsul Publio Claudio Pulcro, comandante de la flota romana que operaba en aguas sicilianas, está ultimando los preparativos para enfrentarse a la armada cartaginesa (249 a.C.). Quiere cumplir con sus obligaciones religiosas, tal como exige la tradición, antes de entrar en combate. Manda suministrar el pienso ritual a las gallinas sagradas que forman parte de su séquito como magistrado romano. Al negarse éstas a comer, lo que de por sí ya era un hecho de mal augurio, que hubiera debido inducir al comandante romano a desistir de presentar batalla, Publio Claudio Pulcro, que no quiere desaprovechar la ocasión de batirse ese día, ordena, según palabras que nos transmite Valerio Máximo (14,3): «Si no quieren comer, que beban al menos», y arroja a continuación y sin contemplaciones a los animales al agua, donde no tardan en ahogarse. Poco después inicia el ataque a la flota cartaginesa y sufre una estrepitosa derrota. Sin duda alguna, el anecdótico episodio nos hace sonreír al leerlo miles de años después, ya que parece reflejar una situación más bien grotesca. Sin embargo, los contemporáneos, que estaban muy lejos de ver en ella una broma de dudoso gusto, se tomaron muy en serio lo que sucedió antes de presentar la batalla, en su opinión perdida de antemano debido al comportamiento del almirante romano. Una vez llegado a Roma, Publio Claudio Pulcro será acusado ante los tribunales y condenado, más que por su fracaso militar, por el sacrilegio cometido al desoír intencionadamente el mensaje que los dioses le habían mandado a través de las gallinas sagradas. Este curioso hecho nos demuestra cómo la Antigüedad valoraba el escrupuloso seguimiento de los preceptos sacros que consideraba como indispensable garantía de éxito en el momento de acometer empresas militares. En este sentido la invocación de Melqart por parte de Aníbal en el santuario gaditano se inserta en una corriente político-religiosa común a todos los pueblos mediterráneos.
En la mente de este joven estratega cartaginés, de apenas veintiocho años, se fragua un proyecto temerario. Se trata nada menos que de convocar una movilización global contra Roma, y es justamente en la lejana y antigua ciudad de Cádiz donde se pone por primera vez de manifiesto. Allí se diseñan las líneas maestras de un conflicto armado cuyo desenlace marcará la pauta de la nueva orientación política del mundo mediterráneo. ¿Quién es el personaje capaz de poner en marcha semejante empresa que, por su magnitud y peso específico, estaba llamada a acelerar o incluso a cambiar el rumbo de la historia?
En el momento de enjuiciar a tan excepcional y dinámica figura, no valen medias tintas. Aníbal provoca adhesiones entusiastas o rechazos contundentes. Pero el hecho determinante para valorar sus acciones es la casi total ausencia de testimonios favorables a su actuación frente a una proliferación de fuentes hostiles. Los romanos, futuros vencedores en la lucha sin cuartel contra Cartago, no sólo llegarán a arrasar la ciudad, sino que también conseguirán destruir su memoria llegando a crear su particular versión de los hechos. De las obras de los historiadores griegos Sósilo de Esparta, Filipo de Acragante y Sileno de Cale Acte, quienes confeccionaron una crónica de la guerra de Aníbal dejando entrever simpatía por la causa cartaginesa, no se ha conservado prácticamente nada. Si algo sabemos de su existencia es por las alusiones del historiador filorromano Polibio de Megalópolis, que si cita a estos autores es para criticarlos acerbamente y rectificar así sus puntos de vista. La abrumadora mayoría de voces que nos hablan sobre este asunto lo hacen en el idioma de los vencedores, adoptando sus puntos de vista, defendiendo sus justificaciones y repitiendo sus prejuicios. En consecuencia, el retrato que trazan de Cartago y, de manera especial, el enfoque que dan a Aníbal son tendenciosos, negativos o simplemente adulterados. Éste es el enfoque que predomina en las fuentes antiguas disponibles: Polibio de Megalópolis, Tito Livio, Pompeyo Trogo, Cornelio Nepote, Diodoro Sículo, Silio Itálico, Plutarco de Queronea, Apiano de Alejandría, Dión Casio, Zonaras, etcétera Es en las obras de Polibio y Livio en las que se ha conservado la mayor cantidad de capítulos dedicados a Aníbal y a sus epopeyas. Por este último nos enteramos, por ejemplo, de la famosa visita de Aníbal al santuario gaditano de Melqart. Si bien los autores antiguos no quieren dar excesiva importancia a la repercusión a esta simbólica visita que preludió la guerra, lo cierto es que una gran parte de sus juicios de valor están enturbiados por una acentuada postura filorromana. Por citar un solo ejemplo que da buena cuenta de ello, veamos el retrato del carácter de Aníbal que nos proporciona Tito Livio (XXI, 4):
«Tenía una enorme osadía para arrostrar los peligros y una enorme sangre fría ya dentro de ellos. Ninguna acción podía cansar su cuerpo o doblegar su espíritu. Soportaba igualmente el calor y el frío; comía y bebía por necesidad física, no por placer; no distinguía las horas de sueño y de vigilia entre el día o la noche, sino que sólo dedicaba al descanso el tiempo que le sobraba de sus actividades; y para descansar no tenía necesidad de una buena cama ni del silencio: muchos lo vieron a menudo tendido en el suelo y cubierto con el capote militar entre los centinelas y garitas de los soldados. Su vestimenta no se diferenciaba de sus compañeros, pero sí llamaban la atención sus armas y sus caballos. Era con gran diferencia el primero tanto de jinetes como de infantes; iba en cabeza al combate, pero era el último en retirarse una vez iniciado el mismo. Estas cualidades admirables de este hombre quedaban igualadas por enormes defectos: crueldad inhumana, perfidia más que púnica, ningún respeto por la verdad, ninguno por lo sagrado, ningún temor de Dios, ninguna consideración por los juramentos, ningún escrúpulo religioso».
El método al que se adscribe el historiador romano es altamente revelador, pues nos demuestra de manera paradigmática su forma de proceder. Por una parte atestigua las innegables calidades castrenses de Aníbal. Dado que en aquella época (siglo I a.C.) sus hechos eran conocidos por cualquier escolar romano y no podían ser silenciados a la hora de evaluar su comportamiento Tito Livio abre la caja de Pandora de los prejuicios romanos y se ceba en ellos. Si observamos los adjetivos utilizados (cruel, pérfido, amoral) nos podemos percatar de la desproporción existente entre la magnitud de las epopeyas y la catadura moral del individuo que las protagoniza. ¿Cuál podía ser el motivo de este ataque frontal a un enemigo ya vencido? Posiblemente algo semejante a una mezcla de sensaciones contrapuestas que oscilan entre la impotencia y la prepotencia, la culpabilidad y la terquedad. Sentimientos dispares que asaltaban a los romanos cada vez que recordaban las humillaciones a las que Aníbal les había sometido. El lema lanzado por la historiografía romana para caracterizar la presencia cartaginesa en Italia, Hannibal ante portas, no tardará en convertirse en la fórmula que expresa una situación de máximo peligro, en sinónimo de alarma.
Todo esto nos indica que la ofensiva ideológica que Aníbal orquesta en Cádiz poco antes de estallar la gran guerra pone el dedo en la llaga y provoca la reacción propagandística de Roma. Los romanos la contrarrestan a su manera. Se apresuran a presentar su propia actuación como respuesta jurídicamente correcta a las irregularidades cometidas por Aníbal. Obviamente tienen que desprestigiar a su enemigo para justificar su manera de proceder. A partir de aquí la propaganda romana empezará a desarrollar la idea de la guerra justa (bellum iustum) que, naturalmente, los romanos sólo emprenden en defensa de sus aliados o para hacer prevalecer la justicia. Si nos liberamos del poder sugestivo de una serie de frases biensonantes, podemos detectar un trasfondo altamente explícito. Fueron tantas las dificultades que Aníbal creó a Roma a través de la campaña con la que intentó atraer a los cultos pueblos greco-fenicios de la cuenca del Mediterráneo occidental hacia su causa que los romanos se verán abrumados y aislados por primera vez en su historia. Tratan por eso de convencer a la opinión pública de que no han sido ellos los malhechores, sino sus rivales cartagineses. Es muy explícita en este contexto una breve noticia conservada en la obra de Plutarco que nos ilustra sobre la apreciación de la que gozaban los romanos en la época de Aníbal ante los ojos de sus vecinos. El texto en cuestión, que por cierto es poco sospechoso de ser favorable a los cartagineses, dice así:
«Hasta entonces los romanos tenían fama de ser unos expertos en el arte de la guerra y ser unos temibles adversarios, sin embargo, fuera de eso no habían dado ninguna prueba de clemencia, filantropía u otras virtudes cívicas» (Plutarco, Vida de Marcelo 20).
Será un senador romano, miembro de una de las más prestigiosas familias patricias de la ciudad, el que acometerá la tarea de contrarrestar la ofensiva ideológica cartaginesa. Quinto Fabio Píctor esboza el primer tratado de historia contemporánea escrito por un autor romano, pues esta materia hasta entonces era privativa de la erudición griega. En él relata el conflicto de Aníbal con Roma utilizando el idioma griego para publicar su obra, que impregna de argumentos justificatorios de la actuación romana. No escribe en latín porque a sus compatriotas no hace falta convencerles, es a las elites dirigentes del mundo griego occidental (hay ciudades helenas en Hispania, Galia, Sicilia, Italia y África) a las que apela Quinto Fabio Píctor, pues parece ser que muchas de ellas acogieron con buenos ojos el mensaje de Aníbal. La reacción romana demuestra que Aníbal fue un hábil experto en el arte de la diplomacia y captación de voluntades. Los dardos que lanzó por primera vez en la milenaria ciudad fenicia de Cádiz dieron en el centro de la diana.
Si la pugna ideológica es el preludio de la entrada de Aníbal en el gran escenario internacional, el centro de gravitación de la historia mediterránea a finales del siglo III a.C. lo constituye la guerra entre Roma y Cartago. Antes de analizar la anatomía de este gran conflicto y de abordar sus motivos así como sus consecuencias, hay que remontarse a sus antecedentes, estudiar el protagonismo político de la familia Bárquida y el advenimiento de Aníbal, nuevo astro cartaginés en el firmamento hispano. El desarrollo de la guerra nos conducirá a una vertiginosa aceleración de hechos que culminarán con la consagración de Aníbal como estratega, tan invencible como su tantas veces vapuleada enemiga. Por último, al decaer la estrella de Aníbal y elevarse paralelamente la de Roma, observaremos el trágico desenlace en el que parece que los romanos, eliminando a su rival, se sacudieran el trauma de su propia vulnerabilidad, cuyas llagas seguirían produciéndoles dolores mientras viviera tan excepcional adversario.
Pocos personajes han dejado tan marcadas huellas como Aníbal en un campo de acción tan extenso como lo era el mundo mediterráneo antiguo. Nacido en su punto más central (Cartago), pasa la juventud en su extremo occidental (Hispania), recorre en la época de madurez la Galia, Italia y el norte de África, viaja por Grecia, Creta y Anatolia llega a alcanzar Armenia, para finalizar sus días en Asia Menor. Lo espectacular de este impresionante periplo no es el itinerario en sí, sino el hecho de que Aníbal, allá donde se encuentre, consiga desempeñar un claro protagonismo político e imprimir a las situaciones que afronta el sello de su inconfundible personalidad. Siempre al frente de su ciudad natal o de sus aliados, Aníbal aparece durante toda su existencia política combatiendo en múltiples terrenos y en diferentes circunstancias al mismo adversario: Roma, centro, meta y obsesión de su vida. La ciudad itálica ya incide en los inicios de su quehacer político, está presente en el cenit de su carrera y desempeñará un papel decisivo en su trágico final. Es la historia de esta relación la que vamos a narrar siguiendo los pasos de la biografía del personaje que con mayor intensidad la llegó a vivir, protagonizar y por supuesto también sufrir.