3. Una niñez traumática: bajo la amenaza de los mercenarios

Amílcar, hijo de Aníbal (como podemos observar será el abuelo paterno quien dará el nombre al famoso nieto), pertenecía a una noble familia cartaginesa, que la posteridad denominará Bárquida, aludiendo así a su apodo Barca (El Rayo), cuyas huellas en el pasado no son fáciles de rastrear. Parece que es él, Amílcar, el primer miembro de la dinastía bárquida que cobra notoriedad. Las noticias más tempranas que obtenemos de su vida están relacionadas con el curso de la primera guerra púnica. En el año 247 a.C. nace en Cartago su hijo primogénito Aníbal (cuyo nombre significa «amado de Bal»). Después vendrán dos varones más (Asdrúbal y Magón), así como tres hijas cuyos nombres y edades desconocemos, al igual que los datos referentes a la madre. Poco tiempo pudo invertir Amílcar en prestar atención a su heredero recién nacido, si es que estaba en Cartago cuando se produjo el parto, pues en estas fechas recibe órdenes de incorporarse al frente.

La guerra que Cartago sostiene desde hace ya 17 años contra Roma se está haciendo interminable. Todos los intentos de acelerarla fracasan estrepitosamente. Así le sucedió en el año 255 a.C. al cónsul romano Marco Atilio Régulo, que, después de desembarcar en África con un cuerpo expedicionario para atacar directamente a Cartago en su feudo, sufre una sonada derrota. Durante las décadas de los años cuarenta su desenlace parece más incierto que nunca. El desgaste que sufren ambas partes es enorme.

En estas circunstancias Amílcar es requerido para capitanear una flota con la misión de proteger las posesiones cartaginesas en Sicilia y fomentar incursiones en el litoral itálico. Inicialmente tuvo que encajar un revés al no poder impedir que los romanos se apoderaran de la isla de Pelias, situada a pocas millas de Drépano. Luego opera con más fortuna consiguiendo devastar los alrededores de Cime. En las postrimerías del conflicto, Amílcar aparece en el teatro de batalla siciliano. Ejerce el mando de las tropas que ocupaban la fortaleza del monte Erice, donde acumulará experiencia en la lucha de trincheras. Después de la batalla naval librada cerca de las islas Egates la suerte de la guerra queda decidida. La resistencia de Cartago ha llegado a su límite después de esta nueva derrota. Gracias a su tenacidad y a sus recursos, los romanos se proclaman vencedores.

El final de la primera guerra púnica sorprenderá a Amílcar en Sicilia, donde, aunque invicto, tiene que deponer las armas y organizar la retirada de sus tropas, que serán trasladadas al norte de África. Será también él el encargado de negociar con el cónsul Quinto Lutacio Cátulo las condiciones de paz que pondrán fin a la primera guerra púnica.

Ignoramos si Amílcar aún permanecía en su puesto de mando en Sicilia o si ya se hallaba en Cartago cuando se produce la insurrección de los mercenarios. Lo que sí sabemos es que, durante la fase crítica de la revuelta, permanece relegado a un segundo plano sin tener mando activo sobre la tropa. Es a principios del año 239 a.C. cuando reaparece en el escenario bélico del norte de África, y a partir de este momento asumirá funciones político-militares de primer orden que ya nunca dejará de desempeñar.

Antes de entrar directamente en acción, Amílcar entrena a un nuevo ejército compuesto por ciudadanos y mercenarios fieles a la causa cartaginesa, en total unos 10.000 hombres. Sus experiencias en la guerra de trincheras librada en las regiones montañosas de la Sicilia occidental le han enseñado a valorar la eficacia de tropas adiestradas y preparadas para el combate. Al frente de ellas se dirige a la desembocadura del río Bágrada para disolver una fuerte concentración de mercenarios al mando de Mato y Espendio. Allí obtiene su primera victoria en la guerra africana, y contribuye con ello a dar un oportuno respiro de esperanza a Cartago.

El apoyo que presta una gran parte de la población africana a la causa de los mercenarios se debe a la presión fiscal que habían ejercido los cartagineses durante la guerra, al aumentar de manera drástica los tributos exigidos a sus súbditos libios. En este sentido la rebelión mercenaria se ve amparada por una fuerte corriente de protesta social (Serge Lancel).

A pesar del contratiempo sufrido, los mercenarios no desisten en su empeño. Se reagrupan otra vez, consiguen incluso reclutar tropas libias y númidas y se dedican a partir de ahora, guiados por Espendio y Autárito, a hostigar al ejército de Amílcar. Éste avanza hacia las agrestes regiones del interior para desviar la atención de las zonas neurálgicas del poderío cartaginés: Cartago y las ciudades costeras de Útica e Hipona, sitiadas por grupos de mercenarios a las órdenes de Mato. La situación de Amílcar se complica enormemente al verse obligado a presentar batalla en terreno desfavorable, donde los mercenarios le cercan en un valle rodeado de montañas, sin posible salida (Khanguet-el-Hadjhadj, situado al sudeste de Túnez). De repente, todo cambia, cuando el príncipe númida Naravas, al frente de 2.000 experimentados jinetes, se pasa al bando cartaginés. Este decisivo golpe psicológico no sólo llega a salvar la situación, pues Amílcar vence en el combate dispersando a sus enemigos, sino que constituye el principio de una importante cooperación. Naravas se casará con una hija de Amílcar y será en el futuro un fuerte sostén del partido bárquida. Al igual que muchas familias nobles púnicas, que estaban emparentadas con las aristocracias de Sicilia, Libia y Numidia -hecho que contribuía a estabilizar el dominio cartaginés en estas regiones-, al concertar esta alianza matrimonial, Amílcar fortalecía su posición en Cartago.

Después de esta segunda victoria, Amílcar practica una política de captación que se pone de manifiesto al finalizar el encarnizado combate: ofrece a los mercenarios prisioneros la incorporación a su ejército y deja en libertad al resto, que desde luego se compromete formalmente a no levantar jamás las armas contra Cartago. Esta premeditada línea de actuación de la cúpula de mando cartaginesa siembra el nerviosismo entre la facción dura de los mercenarios, ya que empezaba a causar estragos y deserciones entre los indecisos. Alarmados por la incipiente descomposición de sus filas, los cabecillas de la insurrección (Mato, Espendio, Autárito) convocan una asamblea del ejército. En el transcurso de la misma se radicalizan las posturas, llegándose a romper definitivamente todos los puentes de entendimiento que aún pudieran persistir con Cartago. Se adopta la decisión de librar a partir de ahora una lucha sin cuartel contra Cartago y, para corroborarla, son lapidados todos aquellos que se muestran tibios o que exteriorizan protestas. El punto final de la escalada del terror lo constituye una matanza de todos los prisioneros cartagineses, que primero reciben torturas y luego son exterminados ante el enardecido griterío de las hordas exaltadas. Esta nueva ola de violencia produce reacciones por parte del bando cartaginés, que a partir de ahora corresponderá con la misma moneda. Amílcar rectifica su política de captación y endurece su forma de proceder permitiendo primero la tortura y luego la posterior ejecución de los prisioneros.

El estratega púnico Hannón el Grande, quien hasta el momento había actuado por separado, une sus tropas a las de Amílcar para formar una fuerza de choque de mayor potencia. Sin embargo, la rivalidad entre Amílcar y Hannón prevalece. La desunión frustra cualquier resultado positivo, con lo que la guerra se prolonga innecesariamente. En el curso de la contienda las adversidades van en aumento. La posición cartaginesa empeora sensiblemente después de que los mercenarios, tras dos años de ininterrumpido cerco, logran tomar las ciudades de Útica e Hipona. Estos éxitos refuerzan su moral y los incitan a propinar el golpe decisivo a la odiada ciudad. Otra vez comienza el asedio a Cartago (finales de 239 a.C.). Sin otra salida posible, Cartago pide auxilio a Roma y a Siracusa, y al final le será otorgado. Con este apoyo la ciudad sitiada puede resistir y recuperar fuerzas poco a poco. Mientras el ataque a Cartago se estanca, las tropas de Amílcar logran aislar a los sitiadores de sus bases de aprovisionamiento. Los mercenarios se ven obligados a levantar el cerco, pero la guerra prosigue, desplazando ahora su campo de acción a las zonas del interior. Gracias a su experiencia y al concurso de sus aliados númidas, el ejército de Amílcar consigue llevar a una gran parte de las huestes mercenarias a una encerrona y cortarles el suministro. Conscientes de su desesperada situación, Espendio y Autárito inician negociaciones con Amílcar. Pero éstas pronto fracasan y derivan en una sangrienta pelea en la que perecerán gran parte de los sitiados. La derrota de los mercenarios, destinada a cambiar el destino de la contienda, pues su debilitamiento produce defecciones entre los libios, que abandonan su causa y se pasan a Amílcar, será pronto contrarrestada por un revés cartaginés ante las murallas de Túnez. Amílcar desiste en el proyecto de reconquistar la ciudad y ocupa otra vez la desembocadura del río Bágrada. Después de casi tres años de agobiantes penalidades, todo parece empezar de nuevo. La guerra continúa.

En Cartago se realiza un último esfuerzo. Las autoridades de la ciudad fomentan la anteriormente fracasada cooperación entre Amílcar y Hannón el Grande. Ante el inminente peligro, la reunificación de las fuerzas cartaginesas surte los efectos deseados. El destino de la guerra depende ahora de una batalla decisiva cuya ubicación desconocemos y que tiene lugar en el año 238 a.C. Esta vez, y de manera decisiva, la suerte sonríe a Cartago. El caudillo mercenario Mato es hecho prisionero y condenado a muerte. Útica e Hipona son recuperadas. Las tribus libias, que todavía apoyaban la revuelta de los mercenarios, capitulan incondicionalmente. Después de más de tres años de duración, termina por fin la fatídica contienda. Sin embargo, y a pesar de la victoria, el balance es desolador para Cartago: una gran cantidad de tierras y campos ha sido devastada, miles de pérdidas humanas se suman al destrozo de la naturaleza y la hacienda pública está totalmente arruinada. Pero todos estos descalabros se agravan sensiblemente al intervenir Roma imperativamente en los asuntos cartagineses.

Mientras la insurrección se cebaba en las regiones africanas, un cuerpo de mercenarios estacionado en Cerdeña al servicio de Cartago se había sumado a la rebelión. Impotentes para poner coto al inesperado contratiempo, los cartagineses pretenden aplacar los ánimos, mas no obtienen ningún éxito. Enardecidos por sus rápidos progresos, los mercenarios, después de deshacerse de las guarniciones púnicas, intentan apoderarse de toda la isla. La resistencia de la población sarda no tarda en organizarse. Los mercenarios fracasan en su propósito y tienen que abandonar la isla para refugiarse en tierras itálicas.

Una vez finalizada la guerra en África y concluida la pacificación de las tribus libias, Cartago se apresura a acometer la tarea de recuperar Cerdeña, isla clave para su navegación y comercio, ahora más que nunca, tras la pérdida de Sicilia. Y aquí entra Roma en acción. Los romanos mandan fuerzas a Cerdeña para impedir el restablecimiento del dominio cartaginés y amenazan con la inmediata apertura de hostilidades si Cartago no desiste de su empeño (Polibio I 88, III 10). La actitud romana sólo es comprensible si la interpretamos como intento de compensación. Evidentemente Roma se cobraba un precio por la victoria cartaginesa en África, precio que sólo puede ser considerado como un atraco a mano armada, realizado de improvisto y desde luego contra el espíritu del tratado de Lutacio, que exhortaba a ambos firmantes a respetar las zonas de influencia ajena. Este mal disimulado rapto de Cerdeña es el primer acto de abierta hostilidad con el que Roma humillaba a Cartago y se aprovechaba de su manifiesta debilidad. Pero la voracidad romana prosigue, pues exige de los cartagineses un pago adicional de 1.200 talentos en concepto de reparaciones por una guerra que no llegó a estallar.

Otra consecuencia de la ocupación romana de Cerdeña es la pronta invasión de Córcega, isla que hasta entonces había permanecido integrada en la órbita de influencia cartaginesa. La posesión de ambas islas, aparte de los beneficios económicos que el hecho en sí comportaba, incrementa las ventajas estratégicas para Roma, teniendo en cuenta que se lograba erigir una barrera defensiva que protegía adicionalmente el suelo itálico de posibles ataques cartagineses.

Toda esta serie de chantajes y atropellos hace crecer en Cartago la animadversión hacia Roma, ciudad que, si bien hasta la fecha se había distinguido por su extraordinaria tenacidad, daba ahora muestras de insaciables apetitos territoriales. El hecho es tan evidente que ni siquiera sus más acérrimos apologistas lo pueden negar. La desmesurada ambición romana fue una de las causas determinantes de que la frágil relación romano-cartaginesa, que durante el sitio que los mercenarios impusieron a Cartago vivió momentos de distensión, se convierta ahora en una enemistad irreconciliable. Estaba claro que Roma quería impedir un resurgimiento de Cartago a toda costa. Por eso relegaba a la metrópoli africana a ser en el futuro una potencia de segundo orden, sometida a la vigilancia romana.

¿Cómo reaccionan las clases dirigentes de Cartago ante este giro de la política romana? Observamos la formación de dos grupos de opinión, que al definirse políticamente formularán propuestas alternativas. En un aspecto clave existía, sin embargo, convergencia de pareceres: todos estaban de acuerdo en que urgía adaptar las necesidades de Cartago a la nueva situación, caracterizada por el desmembramiento del poder marítimo y territorial, así como por la disminución de los recursos monetarios; punto especialmente delicado ante la apremiante obligación de cumplir los pagos impuestos por Roma. Para compaginar las nuevas metas políticas con las exigencias del momento y fomentar la recuperación económica, se perfilan dos posturas. La primera propugnaba dejar de lado cualquier tipo de política ultramarina y en su lugar concentrarse en ampliar el dominio cartaginés en el norte de África. Hannón el Grande, adversario de Amílcar y promotor de esta opción, contaba con el apoyo de la oligarquía terrateniente. Posiblemente el modelo que se quería imitar era el Egipto de los Tolomeos, país del que sus clases dominantes extraían unos beneficios exorbitantes explotando sistemáticamente a la población indígena. No era ésta la primera vez que en Cartago se debatía el tema de edificar un imperio africano. Precisamente Hannón el Grande lo había abordado en plena guerra contra Roma cuando una expedición patrocinada por él (247 a.C.) había ampliado la zona de influencia púnica hasta Theveste. Lo que en otro tiempo y en diferentes circunstancias habría podido ser un proyecto discutible e incluso viable era ahora, ante la resaca producida por la guerra líbica, simplemente impensable. Además, existían otros impedimentos contra la puesta en práctica de semejante idea. Por una parte, nuevas conquistas en África implicaban el riesgo de levantamientos de la población sometida. También incidía en el rechazo del plan la disminución del prestigio de Hannón el Grande a raíz de los descalabros que el estratega púnico había sufrido contra las tropas mercenarias. Tampoco hay que olvidar la oposición de Amílcar a estos planes. Dada su gran popularidad entre la ciudadanía cartaginesa, que le consideraba el artífice del éxito contra los mercenarios, su voto era decisivo, y éste fue negativo.

Los proyectos de Amílcar se encarrilaban en dirección contraria a la política africana de Hannón el Grande. Como será él quien tomará la iniciativa, pronto orientará las miras de Cartago hacia nuevos horizontes ultramarinos. El objetivo escogido es la Península Ibérica. De esta lejana y prometedora región se esperaba extraer los recursos necesarios para asegurar el porvenir de Cartago. Son básicamente tres los motivos que propician este nuevo enfoque de la política cartaginesa. Sobre el extremo occidental del mundo mediterráneo circulaban una serie de leyendas en las que se mencionaban países y ciudades ricas en metales que configuraban la imagen de una especie de El Dorado de la Antigüedad. Su mítico símbolo era el rey Argantonio de Tarteso, enigmático personaje dotado según la leyenda de una extrema longevidad, de quien ya Heródoto nos cuenta que abrió a los griegos de Focea las puertas de su país. Las apreciaciones referentes a las riquezas de Iberia son confirmadas por fuentes posteriores. Por ejemplo, el geógrafo Estrabón alaba la antigüedad de la civilización ibérica, consignando sus realizaciones culturales y sus recursos materiales. Al igual que los griegos, también los cartagineses mantenían desde tiempos lejanos contactos comerciales con el mundo ibérico, cuya riqueza natural, especialmente en cuanto a minerales y materias primas, no había pasado inadvertida. Hay que resaltar aquí la existencia de una serie de factorías y ciudades fenicias ubicadas en la costa meridional de Hispania (Villaricos, Adra, Almuñécar, Toscanos, Málaga, Huelva, etcétera), entre las que sobresalía Cádiz. Éstas podían facilitar la penetración púnica en las zonas interiores del país, como muy bien han podido demostrar los trabajos de José Luis López Castro.

Finalmente, no hay que olvidar la gran distancia que mediaba entre las regiones meridionales hispanas e Italia, hecho que hacía improbable una intromisión romana en la zona, ya que Roma estaba entonces plenamente ocupada en sofocar la rebelión de las tribus celtas y tenía además puestas sus miras en la costa adriática.

A finales de la primavera o principio del verano del año 237 a.C. Amílcar pone en marcha su recién reorganizado ejército, compuesto por tropas mercenarias y dispositivos de caballería númida, así como por unidades púnicas de elite, cuyos efectivos es imposible cuantificar. A través del litoral norteafricano toma rumbo hacia el sur de Hispania. En la zona del Estrecho una flotilla posibilita la travesía hacia el continente europeo. Desembarca en Cádiz llevando consigo a su primogénito Aníbal, niño de diez años, que acaba de pasar una turbulenta infancia en Cartago, su ciudad natal, a la que no regresará hasta transcurridos más de treinta años. A partir de ahora la suerte de Cartago queda ligada a la fortuna de la familia Bárquida. Al frente de la expedición está el acreditado general Amílcar, garantía de efectividad, pero su hijo Aníbal, presente desde el primer momento, simboliza la continuidad y un futuro mejor que el reciente pasado, pleno de reveses y catástrofes. Entre los seguidores que le acompañaban se encontraba Asdrúbal, su aliado y esposo de su hija, que una vez llegado a Hispania ejercerá las funciones de lugarteniente. De lo concerniente al destino de las mujeres del clan bárquida no tenemos noticias. Ignoramos si la madre y las otras hermanas de Aníbal formaban parte del séquito. Los hermanos menores de Aníbal, llamados Asdrúbal y Magón, sí que se desplazaron al continente europeo.

Es de suponer que el traslado de Cartago a Hispania le causara a Aníbal añoranza o nostalgia al tener que abandonar de repente el espacio vital donde se había desarrollado su niñez. Por otra parte, la posibilidad de desenvolverse ahora en un nuevo ambiente, distendido y alejado de las traumáticas experiencias pasadas en Cartago, probablemente suponía para él un acto de liberación y esperanza.

Si evocamos de manera retrospectiva los eventos de la última década tal como el adolescente Aníbal los llegó a vivir, resulta fácil imaginar cómo las grandes convulsiones de las que fue testigo presencial incidieron en su formación humana y política. Apenas tenía siete años cuando, al finalizar la primera guerra púnica, y al cabo de una dilatada ausencia regresó su padre, Amílcar, a casa. En una edad prematura, abierta a toda clase de susceptibilidades, Aníbal percibió los altibajos de la guerra mercenaria. Sin duda escucha comentarios en el seno de su familia sobre la crueldad desplegada, comentarios que tienden a aumentar su preocupación por la suerte de su ciudad y de su padre, que se batía en primera fila. Es de suponer que las penalidades de esta amenaza de más de tres años de duración, especialmente la vivencia de una guerra que se desarrolla en suelo propio, frente a las puertas de casa, le produjeran una impresión imborrable. Fuera de las calamidades de la guerra, la gran tensión política reinante ante la amenaza de la reanudación de las hostilidades por parte de Roma atormenta a la opinión pública. Al enterarse de la rapacidad romana en el caso de Cerdeña, Aníbal, como la gran mayoría de sus conciudadanos, debió de experimentar una sensación de impotencia y frustración. Indignación, ansias de venganza y desconfianza frente a Roma son los sentimientos que asaltaban a los cartagineses, y Aníbal no debió de ser ninguna excepción. Todas estas vivencias configuran un estado de ánimo que en el futuro se traduciría en acciones concretas cuya comprensión sólo es posible si tenemos en cuenta las fuertes sensaciones experimentadas en la adolescencia.