7. La crisis de Sagunto y el inicio de las hostilidades
Refiriéndose a los motivos que propiciarán el inicio de la segunda guerra púnica, el historiador griego Polibio (111 10) se pronuncia de la siguiente manera: «Amílcar sumó a su ira la cólera de sus conciudadanos, y tan pronto como reforzó la seguridad de su patria, después de la derrota de los mercenarios sublevados, puso luego todo su interés en apoderarse de Hispania, pues quería aprovechar sus recursos para hacer la guerra a Roma. Y hay que tener en cuenta todavía otra causa; me refiero al éxito de los cartagineses en la empresa hispana. Porque, por confiar en estas fuerzas acometieron llenos de ilusión y coraje la segunda guerra púnica. Es innegable que Amílcar, aunque murió diez años antes del comienzo de esta segunda guerra, contribuyó decisivamente a su estallido».
Si bien las reflexiones polibianas dejan entrever el afán de elaborar una visión objetiva del litigio, también es cierto que propagan sin disimulo la versión oficial romana al respecto. Según este esquema interpretativo, el comienzo de las hostilidades sería el resultado de la política hispana de los Bárquidas. Si se acepta este punto de vista, Roma quedaría exculpada de ser la instigadora del conflicto, y por tanto este papel recaería más o menos exclusivamente en el bando cartaginés. No hace falta señalar que el problema de la responsabilidad de la guerra es mucho más complejo de lo que la historiografía filorromana nos quiere dar a entender. Puestos a buscar culpables, con el mismo derecho podríamos responsabilizar a los romanos, pues mucho antes de que Aníbal se enfrentara a Sagunto su intromisión en la política hispana de Cartago había contribuido a soliviantar los ánimos y provocar con ello un notable aumento de la tensión, preludio de la guerra.
Durante casi veinte años, los Bárquidas pudieron consumar su proyecto de recuperación político-económica. Mientras Cartago iba acumulando una conquista tras otra, Roma participaba indirectamente del éxito de su rival al recibir puntualmente las cantidades de metales preciosos estipuladas en concepto de reparaciones de guerra.
Una vez consolidada la presencia cartaginesa en Hispania, Roma se dedica a observar atentamente los movimientos de los Bárquidas y les somete en todo momento a una estrecha vigilancia. El resultado de este estado de alerta es una serie de viajes de inspección mediante los cuales el senado romano intenta obtener información sobre la penetración púnica al tiempo que trata de retardarla. Después de los reveses sufridos por Cartago al final de la primera guerra púnica, Roma, convertida en la primera ciudad del Mediterráneo occidental, actúa altaneramente, en concordancia con su nuevo estatus de potencia hegemónica. La delegación del senado que visita a Amílcar en Akra Leuke está imbuida de una profunda autosuficiencia. Su modo de desenvolverse evidencia la prepotencia del vencedor al ejercer sobre el debilitado socio un papel tutelar impregnado de condescendencia y al mismo tiempo desconfianza. De manera parecida interviene otra embajada senatorial durante el mandato de Asdrúbal. La política romana de prevención, otra vez más alarmada por el aumento de los recursos púnicos en Hispania, obliga a los cartagineses a concluir un tratado que frena al menos temporalmente su área de expansión. Mientras Asdrúbal acata los deseos romanos v se compromete a respetar el radio de acción que éstos dictaminan, su sucesor Aníbal, que no estaba ligado a este compromiso, se niega a aceptar más intromisiones externas. Pero los romanos, lejos de dejarse impresionar por las aspiraciones de independencia del nuevo mandatario cartaginés, intentan, al igual que hicieran con sus predecesores, ponerle toda clase de reparos. Roma pretende marcar su radio de acción y le amenaza con iniciar las hostilidades en caso de no atenerse a él. El vehículo utilizado para obtener un pretexto que posibilite intervenir activamente en la política de Aníbal es el tratado de amistad estipulado con Sagunto. Hay que reseñar que los romanos consideran su implicación en los asuntos de Hispania como hecho lógico y natural. Parémonos un momento a imaginar de qué manera habría reaccionado Roma si Cartago hubiese contraído alianzas con ciudades itálicas que amenazasen así su ámbito natural de dominio o incluso si hubiese pretendido condicionar las pautas de la actuación romana en suelo itálico. Algo muy semejante a esto es lo que Roma, en la visión de Aníbal, estaba orquestando en Hispania, una región alejada de su espacio vital y además considerada por Cartago como zona de dominio propio.
Según el hilo que trazan nuestras fuentes al aludir a la crisis que antecede al estallido de la segunda guerra púnica, ésta aparece como una conjunción de litigios contractuales, de problemas de competencias jurídicas, de mantenimiento de alianzas o de escrupuloso respeto a tratados concluidos. Esta argumentación apunta al tema de la responsabilidad del conflicto, que es achacada a Aníbal y a Cartago de manera unilateral. Sin embargo, la polémica centrada en dilucidar cuestiones jurídicas no puede ocultar los verdaderos motivos del antagonismo romano-cartaginés. Se trata simplemente de una lucha de poderes. La escalada de la crisis se produce ante todo porque Roma se niega a tolerar un crecimiento de las posesiones púnicas, y Aníbal acepta el reto porque no quiere estar sujeto a la tutela que de modo tan férreo ejerce su rival. Roma exigía un grado de obediencia a sus mandatos que Aníbal, fortalecido por sus recientes éxitos, no estaba dispuesto a prestar.
Al margen de la dinámica de acción y reacción desplegada por las partes implicadas en el conflicto, subyace una realidad más elemental: las ansias de poder, expansión y conquista de las que ambas potencias hacen gala en todo momento. Como ya sucediera durante la primera guerra púnica, en la que fue Sicilia la manzana de la discordia, era ahora el control de Hispania, es decir, de sus incalculables recursos económicos, la meta codiciada. La pugna desencadenada por la consecución de este objetivo es el verdadero trasfondo del antagonismo romano-cartaginés. Desde luego no era la primera vez que Roma intervenía de forma activa y premeditada en contenciosos explosivos asumiendo el riesgo de un posterior desencadenamiento de hostilidades. Esta circunstancia ya se había producido al decidirse Roma a estacionar fuerzas de choque en Sicilia, decisión que provocó la primera guerra púnica. Algo bastante parecido estaba sucediendo ahora, al cuestionar Roma las conquistas cartaginesas en Hispania. Pese al alto grado de similitud entre ambas situaciones, hay un hecho que las diferencia netamente: el factor Aníbal. Debido a la extraordinaria personalidad del general cartaginés, Roma se enfrentaba a la incógnita de la reacción de Cartago ante la inevitable confrontación. Con mucha más energía que en el pasado, esta vez Cartago impondrá a Roma las condiciones de una pelea que llegará a ser, y en esto las previsiones romanas no pudieron acertar, mucho más encarnizada y existencial de lo que cualquier imparcial observador político de la época habría podido vaticinar.
A pesar de la contrastada evidencia de un sinfín de intereses contrapuestos, la historiografía favorable a los vencedores presenta el antagonismo romano-púnico como un tira y afloja en torno a cuestiones jurídicas (cumplimiento de tratados, etcétera), camuflando con este planteamiento los motivos sustanciales del conflicto. Los apelativos más apropiados para caracterizarlo pueden resumirse en las siguientes frases: ambición desmesurada, extrema desconfianza, miedo instrumentalizado, reivindicación de autonomía, ansias de poder, apropiación de tierras e intereses económicos.
Vista desde la óptica del año 218 a.C., fecha en la que se desatará la lucha armada, la cuestión de la responsabilidad de la guerra desempeñaba un papel bastante secundario. Los aspectos jurídicos enumerados posteriormente por nuestras fuentes hasta la saciedad poco interesaban entonces. Desde la caída de Sagunto en manos de Aníbal, Roma estaba dispuesta a ir a la guerra con o sin pretexto alguno. Si a estas alturas detectamos titubeos, es debido en parte a las acciones de Aníbal, y sobre todo a la tensión existente en otros escenarios de la política exterior romana. Cabe suponer que el senado romano, al enterarse del asedio de Sagunto, quería poner a prueba la capacidad resolutiva de Aníbal antes de arriesgarse a intervenir. Recordemos que Amílcar falleció durante el asalto a Helike. ¿No es imaginable que al trascender la noticia de la grave herida sufrida por Aníbal ante las murallas de Sagunto Roma abrazara la esperanza de que el problema Aníbal se solucionara por sí solo?
Al margen de estas suposiciones, Roma se ve obligada a retrasar el inicio de las hostilidades por la apremiante necesidad de resolver el problema celta antes de enfrentarse a Aníbal. De ambas situaciones sacará provecho la propaganda romana, que presentará ante la opinión pública su obligada demora como intento de querer llegar a un arreglo por la vía de la negociación a última hora. No nos engañemos, pues las embajadas romanas enviadas a Aníbal y a Cartago, más que negociar, pretendían intimidar. Éste es el caso de la misión encomendada a Publio Valerio Flaco y a Quinto Bebio Tánfilo a principios del año 219 a.C. Lo mismo sucede con otra embajada, portadora de un ultimátum, despachada tras la caída de Sagunto.
¿En qué residía la clave del conflicto que enfrentaba a las dos grandes potencias en territorio hispano? Cuando los saguntinos arrecian contra los turboletas, Aníbal formula un non licet. Demuestra así su disposición a socorrer a sus aliados y con ello adopta exactamente la misma postura que esgrime Roma al proclamarse defensora de los intereses de Sagunto. Antes de tomar cualquier iniciativa contra Sagunto Aníbal entabla un diálogo con las autoridades de Cartago para estudiar conjuntamente los pros y contras de la cuestión. A pesar de que existe allí un núcleo de enemigos del partido bárquida, el gobierno cartaginés otorga carta blanca a Aníbal y le anima a operar según su propio criterio, compartido totalmente por la metrópoli. Si estamos dispuestos a conceder a los romanos un amplio margen de respeto a los tratados estipulados por ellos, no menos benevolentes debemos mostrarnos también con los cartagineses. Pues al estrechar Cartago filas en torno a Aníbal, se aprobaba según las normas del derecho internacional su modo de proceder. ¿No sería factible pensar que los estadistas púnicos no detectaban en el proyectado ataque a Sagunto ninguna ruptura de pactos vigentes? Es de sumo interés en este contexto cerciorarse de las palabras que Tito Livio (XXI 44, 5) pone en boca de Aníbal al aludir a la conflictiva situación que derivará en lucha armada. Mediante una alocución ficticia lanzada a su tropa antes de la batalla del Ticino, Aníbal acusa a Roma del siguiente modo:
«Nación extremadamente cruel y soberbia, que todo lo hace suyo y de su arbitrio, que considera justo imponernos un límite: con quién podemos hacer la guerra, con quién la paz. Nos circunscribe y nos encierra en fronteras marcadas por montes y ríos que no debemos sobrepasar, cuando ellos, que las establecen, no las respetan».
Semejante crítica de la postura romana merece una especial consideración al ser el acendrado historiador filorromano Tito Livio quien la profiere.
Al igual que Roma, también Aníbal acelera sus preparativos ante la perspectiva de la inevitable confrontación bélica. A primera vista, las presuntas ventajas y desventajas aparecen equitativamente repartidas entre ambos bandos. Roma poseía un mayor potencial bélico, y superaba a Cartago en población y recursos. También dominaba el mar. Desde que Cartago se vio obligada a deshacerse de gran parte de su flota al final de la primera guerra púnica, aún no había logrado resarcirse completamente de esta pérdida. A pesar de haber logrado, mientras tanto, armar un respetable número de embarcaciones dedicadas a la protección del litoral hispano, la flota bárquida no podía compararse con el potencial marítimo romano. Las naves romanas y las de sus aliados controlaban el tráfico civil y militar en el Tirreno y en el Adriático. Su mando efectivo sobre la confederación itálica podía convertirse en un factor decisivo a favor de Roma. La gran ciudad latina era en caso de crisis capaz de reclutar un enorme ejército compuesto por ciudadanos romanos y tropas auxiliares y trasladarlo a cualquier punto del Mediterráneo.
Sin embargo, y a pesar del imponente cúmulo de elementos positivos que sin duda alguna hacían de Roma la primera potencia militar de su época, no hay que desdeñar una serie de manifiestos inconvenientes que podían entorpecer su capacidad operativa. Primeramente hay que consignar los múltiples campos de acción de la política exterior romana, así como las enormes distancias que los separaban. La situación propiciaba la distracción de fuerzas e impedía su pronta concentración con vistas a sacar el máximo partido de su eficacia. Además, se perfilaban nuevos conatos de crisis en algunas zonas neurálgicas. La penetración romana mas allá del Adriático acarreó la enemistad de Macedonia. En Sicilia, ya casi en su totalidad provincia romana, quedaba todavía como asignatura pendiente aclarar el futuro papel de Siracusa. Las aguerridas tribus celtas del norte de Italia, en parte sometidas, luchaban por su independencia, y no había que descartar la posibilidad de que se produjese allí una nueva insurrección.
Todos estos potenciales focos de crisis podían agudizarse en cualquier momento si Cartago conseguía encender la mecha de la discordia para hacerlos estallar simultáneamente. Muy consciente del panorama global, Aníbal se abstiene de concentrar todas sus energías en defender Hispania. Se decide a poner en práctica un plan de ataque altamente imaginativo e insólito con el que espera recuperar la iniciativa y obligar a Roma a desempeñar un papel meramente reactivo. Si bien la estrategia ideada por Aníbal se adapta a las circunstancias reinantes, también es cierto que en ella habían podido incidir algunos factores más. Traigamos a colación aquí las ya aludidas vivencias juveniles durante la guerra de los mercenarios que sin duda alguna traumatizaron a Aníbal. Posiblemente motivado por ello, surge el ardiente deseo de no permitir que el suelo africano vuelva a convertirse en campo de batalla. En este sentido la marcha de Aníbal a Italia no se explica sólo por la carencia de una flota sino también por la premeditada voluntad de trasladar la guerra a las puertas de Roma.
La baza más fuerte en poder de Aníbal era su ejército, perfectamente adiestrado y acostumbrado a operar bajo sus órdenes. El joven general conocía a la mayoría de sus soldados, pues hacía mucho tiempo que convivía con ellos, y había seleccionado personalmente a sus cuadros de mandos. Las heterogéneas tropas compuestas por cartagineses, libios, númidas e hispanos le eran totalmente fieles. Aníbal había utilizado hábilmente el tiempo pasado en el seno del ejército para estrechar los lazos personales que le unían con sus adictos soldados y crear así un clima de respeto y afecto mutuos. Muy consciente del trascendental papel que le tocará desempeñar a su ejército en el futuro, Aníbal procura aumentar sistemáticamente su operabilidad y mejorar su rendimiento. Puestos a entablar comparaciones entre los dos bandos antagonistas, el dispositivo militar púnico poco tenía que envidiar a cualquier adversario. La infantería ibérica poseía tanta combatividad y pericia como las legiones romanas. La caballería númida estaba dotada de una rapidez y flexibilidad difíciles de igualar. No olvidemos los elefantes de guerra, temible arma que bien manejada podía otorgar al atacante una considerable ventaja psicológica, caso de que fuera posible trasladarlos sin merma a través de un larguísimo y penoso recorrido.
Puede considerarse muy probable que, Aníbal llevase algún tiempo observando el desarrollo del dispositivo bélico de su presumible enemigo. De ello podemos deducir que sacó una serie de conclusiones prácticas al analizar la actuación romana en las recién libradas guerras célticas (225-222 a.C.). Como fruto de estos devaneos podemos interpretar el sustancial refuerzo de la caballería cartaginesa para compensar el arrollador potencial de las legiones romanas. Paralelamente, Aníbal instruyó a su ejército para combatir con un máximo de flexibilidad, para contrarrestar el predecible ataque en bloque de la numerosísima infantería romana, tremendamente efectiva en sus avances frontales pero vulnerable en sus flancos.
Todas estas medidas Aníbal las empieza a poner en marcha inmediatamente después de la toma de Sagunto. Luego se dirige con su ejército al cuartel general de Cartagena, manda sus tropas a invernar y las convoca para la primavera próxima. Mientras tanto, desarrolla una febril actividad. Envía a un cuerpo especial de tropas hispanas procedentes de los pueblos tersitas, mastienos, oretanos, olcades y baleares, en total 13.850 infantes y 1.200 jinetes, al norte de África con la misión de guarnecer el litoral y traslada como contrapartida a tropas libias, 12.650 infantes y 1.800 jinetes númidas, a la península para reforzar su defensa. No se olvida de redoblar la vigilancia en Cartago y estaciona allí una unidad de 4.000 soldados mauritanos. La reestructuración del ejército es complementada por una serie de reajustes y nuevos nombramientos en la cúpula de mando. El más importante le lleva a encomendar a Asdrúbal Barca, su hermano, la jefatura del ejército cartaginés de Hispania en caso de ausencia de su comandante en jefe.
El plan de campaña de Aníbal resulta ser terriblemente simple y extremadamente complejo a la vez. Transportar por vía terrestre un ejército desde Hispania hasta Italia para decidir la guerra allí era un hecho inédito y constituía una temeridad plena de audacia y riesgo. La magnitud del empeño hacía recordar la marcha de Alejandro Magno hacia oriente realizada igualmente sobre una enorme masa territorial, girando en torno a un aguerrido ejército guiado por un carismático general dispuesto a todo.
La pretensión de querer librar la guerra en terreno enemigo era, ante todo, y debido a las peculiaridades geopolíticas, un planteamiento brillante. Si a ello se sumaba el factor sorpresa, el descabellado intento podía convertirse en una venturosa realidad. De una manera similar debía pensar Aníbal al concebir su extraordinario proyecto. La victoria cartaginesa dependía ante todo de la concienzuda puesta en práctica de las previsiones estratégicas. Nada debía fallar, todo tenía que funcionar a la perfección. El requisito imprescindible lo formaba una esmerada preparación que no dejara nada a la improvisación y tuviera en cuenta de antemano posibles reveses para subsanarlos rápidamente en cuanto se presentasen. Antes que nada urgía poner en funcionamiento un complejo aparato logístico capaz de transportar, alimentar y proporcionar vía libre al ejército en su marcha por Hispania, Galia e Italia. Mensajeros cartagineses se apresuran a concertar tratados de amistad con los pueblos que habitaban a lo largo de la ruta prevista. Unidades especiales de ingeniería militar se encargan de facilitar el acceso al ejército en regiones o parajes inhóspitos. Un cuerpo de intendencia enviado con antelación se preocupa de establecer vías de suministro y construye almacenes para hacer reservas de víveres, armas, forraje y pertrechos en los puntos neurálgicos del trayecto. Embajadores púnicos se ocupan de atraerse a los pueblos celtas de la cuenca norte del Po, tradicionales enemigos de Roma, a la causa de Aníbal.
Iniciativas de este tipo adquieren carta de naturaleza durante los primeros meses del año 218 a.C. Desde su cuartel general de Cartagena, Aníbal las inspira y coordina imprimiéndoles su inconfundible sello personal. A la movilización logística y diplomática se le va a añadir ahora un fuerte despliegue propagandístico. Ha llegado el momento en que Aníbal, en medio de los preparativos de la guerra, se dirige a Cádiz, al santuario de Melqart, para hacerla estallar en medio mundo mediterráneo (Livio XXI 21,9). Al implorar la ayuda del dios fenicio-griego Melqart-Herakles, Aníbal formulaba una propuesta de alianza a todos los enemigos de Roma sirviéndose del manto protector de esta deidad invocada como vínculo y punto de referencia ideológico común. Emulando los trabajos de Hércules y compárandose con Alejandro Magno, Aníbal ensalza su proyecto de guerra y lo eleva a la altura de una gesta dotada de la aprobación divina y planteada como desquite contra la altanera Roma. Durante toda su campaña, Aníbal siempre llevará una estatuilla de Hércules que ya perteneció a Alejandro Magno, ganándose con ello la simpatía del mundo griego, que no tardará en prestarle apoyo (Siracusa, Tarento, Macedonia). Arropado por una elocuente orquestación ideológica, Aníbal asume desafiar a Roma. Actúa en nombre propio, como representante de Cartago, así como de valedor de todos aquellos que tenían cuentas pendientes con Roma. Es de manera especial a estos últimos a quienes Aníbal exhorta a cerrar filas para equilibrar conjuntamente la balanza geopolítica en el Mediterráneo occidental, que en su opinión estaba excesivamente inclinada a favor de Roma.
En los pocos momentos de sosiego que le quedaban a Aníbal, plenamente ocupado en ultimar los preparativos de su campaña, es probable que se formulara preguntas sobre su propio futuro y el de Cartago. ¿Valía la pena desplegar tantos esfuerzos y correr tantos riesgos para obtener de Roma una serie de concesiones que permitieran restablecer el poderío cartaginés? ¿Era realista la idea de poder derrotar a Roma? ¿Lograría el protagonista de esta gesta, al igual que Alejandro Magno, pasar a la historia y ganarse la inmortalidad? Este último interrogante, sin duda alguna presente en la mente de Aníbal, debió de ser uno de los ingredientes que le indujeron a materializar su ambicioso proyecto, no exento de una fuerte dosis de lo que los griegos denominaban hybris.
Claro está que existían sobrados motivos derivados de la imperiosa conducta romana frente a la formación de una zona de dominio púnico en Hispania que justificaban plenamente la postura belicista de Aníbal y Cartago. Al margen de ellos, sin embargo, subyace una cantidad de factores internos, inherentes muchos de ellos a lo más íntimo de la personalidad de Aníbal (tales como ansias de grandeza, poder y gloria), que también deben contar a la hora de analizar su comportamiento. Al asumir su parte de responsabilidad en la guerra, Aníbal actúa defendiendo los intereses de Cartago, pero también obra en nombre propio con la esperanza de labrarse un brillante porvenir y alcanzar una fama y un prestigio fuera de lo corriente.
A este estado de ánimo alude Tito Livio en un pasaje de su obra que permite al lector atento recordar las vacilaciones del rey persa Jerjes antes de disponerse a invadir Grecia tal como lo presenta Heródoto de Halicarnaso. Livio formula las dudas de todo aquel que se enfrenta al problema de tomar una decisión irreversible, como le sucedió a Aníbal antes de iniciar su marcha hacia Roma (Livio XXI 22, 6-9).
Demos ahora otro enfoque a la misma situación trasladando nuestras miras hacia lo que sucede en Roma en las agitadas semanas que preceden a la declaración formal de la guerra. La estrategia de confrontación respecto a Aníbal y a Cartago no gozaba de la aprobación de todos los senadores romanos. Persistían las dudas sobre si ésta era la forma más apropiada de solucionar el conflicto. No faltaban voces que criticaban la actitud beligerante de aquellos representantes del senado que abogaban por una política dura y sin ninguna clase de concesiones. Los que se oponían a ella proponían fórmulas de distensión. El grupo en torno a Quinto Fabio Máximo era, a pesar de que sus componentes distaban mucho de poder ser considerados como pacifistas, el que más objeciones presentaba a los partidarios de una confrontación. Algunos senadores no estaban de acuerdo con el cariz que iban tomando los acontecimientos. Manifestaban reservas ante la base jurídica esgrimida por los partidarios de una acción bélica contra Cartago, que a su parecer se revelaba demasiado débil. Notaban la falta de una justificación más contundente acerca de la necesidad de marchar a la guerra. Replicaban a los Cornelios y a los Emilios y resaltaban los imprevisibles riesgos de cualquier aventura armada. Una situación similar se daba también en Cartago, donde la oposición antibárquida propugnaba un entendimiento con Roma. Para consumarlo, el grupo de Hannón el Grande, según Livio (XXI 10,11-13), incluso se muestra dispuesto a entregar a Aníbal al enemigo, propuesta ilusoria, fuera de toda lógica e historicidad.
Como era de esperar, la aceleración de la crisis no tardó en producirse. Las pretensiones romanas de querer dictar sus normas de comportamiento a Cartago confluyen en un callejón sin otra posible salida que la guerra. Ésta no se produce exclusivamente por la desmesurada ambición de ambos contrincantes, sino que es, también, fruto del peso específico adquirido por Hispania como nuevo caudal de recursos al servicio de Cartago, capaz de desequilibrar la balanza de poder en una zona de vital interés.
La voluntad de ir a la guerra por parte del senado romano viene a mostrar hasta qué grado el recuerdo de la anterior contienda con Cartago continuaba vigente en la memoria colectiva de Roma. También manifiesta cuán sensible y exageradamente valoraban los romanos su necesidad de seguridad y, en contrapartida, cuán bajo situaban el umbral de su tolerancia frente a cualquier conato de formación de un imperio ajeno.
Este estado de ánimo se percibe a través de la escenificación del último acto de la querella transmitido por Polibio (111 33), quien nos narra el episodio de la declaración de guerra acontecido en Cartago en la primavera del año 218 a.C. y protagonizado por un grupo de emisarios romanos de rango consular: «el miembro más viejo de la delegación romana mostró a los componentes del consejo de Cartago la borla de su toga y dijo que les traía en ella la guerra y la paz; la vaciaría y soltaría allí cualquiera de las dos cosas que pidieran. Pero el más alto magistrado de Cartago pidió que soltara la que a ellos les pareciera bien. Cuando el romano dijo que soltaba la guerra, entonces varios miembros del consejo de Cartago gritaron al mismo tiempo que ellos la aceptaban».