10. Mitos de la guerra: fidelidad romana, las vacilaciones de Cartago, el paso de los Alpes, Cannas

El impacto que causa la irrupción de Aníbal en suelo itálico es enorme. Penetra como un torbellino en su nuevo campo de acción. Roma, que lo percibe de distintas maneras, queda afectada hasta la médula. Inseguridad y miedo, por una parte, y tenacidad y espíritu de resistencia, por otra, son los dispares sentimientos que desata la inesperada e irresistible presencia de Aníbal en el corazón de la península apenina. La reflexión que se genera al ser contemplada su actuación retrospectivamente es el ímpetu que guía la pluma de la historiografía romana. Como no se puede dar siempre una visión favorable del propio modo de proceder, se recurre al encubrimiento, al maquillaje o a la justificación. El resultado de esta reconstrucción interesada de la historia no es otro que la creación de mitos y leyendas. Sólo vamos a presentar a continuación algunos de los que salpican el tema «Aníbal y Roma», resaltando especialmente aquellos episodios que han sido insistentemente utilizados por la propaganda de ambos bandos para distorsionar el trasfondo real de un cúmulo de evidencias poco favorables a la parte interesada.

Empecemos nuestras observaciones con el análisis de la crisis de Sagunto. El famoso episodio es presentado por las fuentes filorromanas como un ejemplo sobresaliente de la lealtad romana contrastable con la falta de formalidad de los cartagineses. Para designar este reparto de papeles, los romanos inventan la metáfora de la fides punica, con la que ironizan y, con ello, ridiculizan a sus contrincantes. Al repetirla deliberadamente con gran intensidad quieren insinuar que la infidelidad constituye una norma integral del carácter cartaginés. Dicha atribución adquiere tal notoriedad que, cuando se presenta a los cartagineses como buenos cumplidores de su palabra, que es lo que la expresión fides punica sugiere, nadie lo llega a creer. Divulgando, pues, tan pérfida fórmula, los romanos no sólo difaman a sus enemigos, sino que ante todo pretenden despejar las dudas que sobre su propia fidelidad pudieran persistir, atribuyéndolas a otros. Como veremos, tenían sobrados motivos para obrar así.

Ante el grito de ayuda de sus aliados, Roma no duda un momento en prestarles auxilio. Se arriesga incluso a entrar en estado de guerra con Cartago tan sólo por seguir firme en sus convicciones. Ésta es la imagen que proyectan los romanos sobre su modo de proceder. Deja entrever una firmeza desinteresada por parte de Roma que luego se difundirá a través de las fuentes que bajo la influencia romana narran los avatares del conflicto. Su versión es la siguiente: la política agresiva y codiciosa de Aníbal, hombre vengativo y siempre dispuesto a utilizar métodos violentos, es contrarrestada por los romanos siguiendo principios jurídicos intachables, respetando tratados y actuando contra la avidez púnica. Si dejamos de lado esta visión casuística labrada en torno a un paradigma jurídico-legalista y contemplamos de forma imparcial el transcurso de los hechos, caben otras conclusiones bien distintas de éstas. Recordemos que la tensión empieza cuando Sagunto ataca a los turboletas, aliados de Cartago. Al reclamar éstos ayuda a Aníbal, se produce la aceleración del conflicto.

Hasta aquí observamos uña colisión de intereses contrapuestos protagonizada por entidades políticas asentadas en suelo hispano: saguntinos, turboletas y cartagineses. Al entrometerse Roma en este escenario hispano, se produce la crisis y la extensión de una pugna genuinamente regional a un ámbito internacional. Con el fin de disimular la intromisión romana, Livio (XXI 7) recalca un parentesco entre Sagunto y la ciudad latina del Tíber («eran oriundos, se dice, de la isla de Zante y con ellos estaban mezclados incluso algunos del linaje de los rútulos de Ardea»). Mediante la trama de un mito fundacional paralelo al de Roma (también los romanos provienen del este, Troya, y se asientan en Lacio), se pretende justificar la intervención romana. Se sugiere al lector que Roma, al apoyar a sus «paisanos» saguntinos, se mueve en su propia casa, dentro de un ámbito cultural común cuya integridad amenazan los cartagineses y turboletas, que se convierten así en los «bárbaros» de turno. Fuera de Livio, no existe ninguna evidencia seria sobre un pretendido origen greco-latino de los saguntinos. Las fuentes directas que poseemos, aparte de los materiales arqueológicos, como por ejemplo la acuñaciones monetarias que bien podrían mencionar el hecho, sólo propagan el nombre ibérico de la ciudad «Arse», con lo que contradicen las afirmaciones livianas referentes al legendario pasado de Sagunto.

Sin duda alguna, Roma cumplía compromisos contraídos al apoyar la política de Sagunto. Exactamente lo mismo había hecho Aníbal antes al defender los intereses de sus aliados turboletas, lesionados por Sagunto. Pero no es sólo eso. Al denunciar la conducta del adversario, cuestionando su seriedad, se camufla la actitud romana frente a Sagunto, que no fue precisamente un ejemplo modélico de rectitud. Cuando estalla la crisis, la ciudad aliada es abandonada a su suerte. Los romanos permanecen con los brazos cruzados sin tomar ninguna iniciativa durante el largo período de su atormentador asedio. Roma prepara su guerra contra Cartago a su manera, guiándose exclusivamente por su conveniencia. El destino de sus aliados saguntinos no es más que un pretexto en el momento de iniciar las hostilidades contra Aníbal. Si nos libramos del entramado hábilmente construido por la propaganda romana, la actitud que se detecta es bien distinta del posterior maquillaje ideológico. Roma aparece durante la crisis saguntina velando exclusivamente por sus propios intereses, sin pensar un solo momento en prestar socorro a Sagunto, que era lo estipulado en el compromiso contraído a través del cacareado tratado de alianza (foedus). La inhibición de Roma en el caso saguntino queda expresada de forma drástica en un pasaje de Tito Livio (XXI 19, 9-11), en el cual los representantes de algunos pueblos del norte de Hispania contestan a los mensajeros romanos que quieren atraerlos a su causa: «¿Con qué vergüenza, romanos, nos rogáis que antepongamos vuestra amistad a la de los cartagineses, cuando los que así actuaron fueron traicionados por vosotros, sus aliados, con más crueldad que la empleada por el cartaginés, su enemigo? Creo que podéis buscar aliados allí donde no se tenga noticia del desastre de Sagunto. Para los pueblos de Hispania las ruinas de Sagunto representarán un aviso, tan luctuoso como evidente, de que nadie podrá confiar en la lealtad o alianza con los romanos».

Como el texto de Livio, paradójicamente, deja entrever, los saguntinos fueron más bien las primeras víctimas de la infidelidad romana. Aparecen como los peones sacrificados antes de dar comienzo la sangrienta partida que van a disputar Roma y Cartago. En su transcurso, el litigio entre Aníbal y sus adversarios romanos arrastrará a medio mundo mediterráneo a una guerra sin precedentes.

La entrada en guerra de Cartago guarda una estrecha relación con el tema saguntino. Es interesante resaltar en este contexto que precisamente las vacilaciones de Cartago en el momento de apoyar incondicionalmente a Aníbal constituyen una de las peculiaridades más reseñadas por los autores antiguos que discuten las causas detonantes de la segunda guerra púnica. A tenor de lo que las fuentes sugieren, esta indecisión tendría su origen en un proceso de discordia ciudadana originado por la actuación de los Bárquidas en Hispania. Polibio es el primero que diseña, aunque de modo impreciso, esta imagen, cuando alude al antagonismo reinante entre el clan bárquida y sus adversarios dentro de Cartago. La animadversión viene de lejos. Ya se pone de manifiesto durante la guerra de los mercenarios, cuando Amílcar y Hannón el Grande compiten por el mando y se querellan respecto al modo adecuado de conducir la guerra. Después de la muerte de Amílcar la animosidad entre ambos bandos persiste. Al asumir Aníbal la dirección de la política púnica en Hispania, se convertirá en la nueva diana de las críticas de Hannón y sus partidarios. El hecho en sí nada tiene de especial en el seno de una sociedad como la cartaginesa, en la que los cabezas de las grandes familias entraban en disputa permanente por aumentar su protagonismo político y militar.

Es ante todo el historiador romano Tito Livio quien narra una serie de episodios en cuyo centro se inserta una enconada enemistad entre Aníbal y Hannón el Grande, estilizada como lucha de principios en la que se debate la conveniencia de la expansión púnica en Hispania. Al poner de relieve esta situación, el tema de la rivalidad aristocrática, elemento estructural del ejercicio de poder en comunidades republicanas, adquiere una dimensión ideológica. Vemos en este contexto a un Aníbal personalizando el papel de la ambición desmesurada y perniciosa, mientras que Hannón el Grande, su contrapunto, aparece como portavoz de la prudencia política y de la moderación. Si analizamos detenidamente este interesante reparto de papeles salta a la vista que Livio pone en boca de Hannón todos los argumentos esgrimidos por los romanos contra la política bárquida. El cenit de esta acalorada pelea lo constituye el debate desatado en Cartago a raíz de la crisis de Sagunto. En medio de una situación, plena de tensiones y dramatismo, protagonizada por los embajadores romanos llegados a Cartago, quienes echan en cara a los cartagineses ser los culpables del conflicto, interviene Hannón el Grande, quien, según las palabras de Livio (XXI 10,11-13), dice: «¿Entregaremos, pues, a Aníbal? preguntará alguien. Bien sé que mi autoridad pesa poco en él por la enemistad que mantuve con su padre; pero entonces me alegré de la muerte de Amílcar, porque, si él viviera, ya estaríamos en guerra con los romanos, y ahora odio y detesto a este joven que es la personificación del odio y del estallido de esta guerra. Y mi opinión es la siguiente: que no sólo debe ser entregado como expiación por la ruptura del tratado, sino que, aunque nadie lo exija, debe ser trasladado a los últimos confines de la tierra y del mar, y dejarle desterrado allí desde donde ni su nombre ni su fama pueda llegar hasta nosotros ni su persona pueda alterar la tranquilidad de esta ciudad. Ésta es mi propuesta: que se envíen inmediatamente unos legados a Roma para dar satisfacción al Senado, otros para comunicar a Aníbal que retire el ejército de Sagunto y entreguen al mismo Aníbal a los romanos».

La diatriba contra Aníbal adquiere un tono explosivo al pedirse la entrega al enemigo del máximo responsable de la política cartaginesa de ultramar. Si comparamos la versión polibiana (III 29-33), más cercana a los hechos, en la que nada se dice sobre Hannón el Grande, con lo que nos cuenta Livio al respecto, surgen dudas sobre la veracidad del episodio.

¿Es creíble que un noble cartaginés demandara la extradición de un compatriota, por muy enemistado que estuviera con él, para ser entregado al enemigo común? La respuesta no puede ser otra que, decididamente, no. Ningún argumento serio puede avalar semejante abismal distanciamiento entre los diferentes grupos políticos como nota dominante del estado de opinión de Cartago. Observamos aquí un trasplante de la controversia romano-cartaginesa a un escenario ficticio. Al presentar Livio las críticas a Aníbal como fruto de una discusión interna cartaginesa, no hace sino intentar dar mayor peso a la postura romana. El lector de Livio debe deducir de ello que no sólo los romanos sino también una buena parte de sus propios compatriotas veían la actuación de Aníbal con malos ojos y por consiguiente daban la razón a Roma al mantenerse firme e irreconciliable contra Aníbal. Livio pretende transmitir una imagen ambivalente de la ciudad púnica, la cual, imbuida de un sentido de su propia culpabilidad, habla con dos voces. O, dicho de otra manera, la ciudadanía cartaginesa vacila en actuar conjuntamente contra Roma. Exactamente en este punto se asienta la propaganda romana. Para sustraerse a su considerable parte de responsabilidad en el estallido de la segunda guerra púnica, los romanos la cargan unilateralmente sobre los hombros de Aníbal. La trama de una profunda división ciudadana dentro de Cartago, cuyo partido de la paz, representado por Hannón el Grande, no dice otra cosa que lo que los romanos quieren oír, es un ingenioso ardid de la historiografía romana para exculpar a los máximos responsables del litigio. La sugestiva imagen de las vacilaciones de Cartago sirve para aumentar la culpa de Aníbal, declarado así único responsable de la guerra.

Como podemos suponer, la realidad histórica contrastable difiere bastante de la proyección ideológica filorromana. Cuando Aníbal, antes de asediar Sagunto, coordina con Cartago su futuro modo de proceder, no se producen disensiones. La metrópoli apoya incondicionalmente todas las iniciativas de Aníbal en suelo hispano. Luego, una vez estallada la guerra, permanecerá fiel a su lado hasta el final. Constatamos una plena unidad de criterio entre Cartago y Aníbal que nunca se quebrantará y que especialmente se pone de manifiesto en momentos de crisis.

Sin duda alguna, existían en Cartago opositores al partido bárquida, pero su crítica nunca iba tan lejos como pretende hacernos creer Livio. Al ser amenazada Cartago por Roma y dibujarse otra vez el fantasma de la guerra, la ciudadanía cartaginesa cierra filas en torno a una causa común.

No olvidemos que la declaración de guerra se produce por mediación de una embajada romana llegada a Cartago a tal efecto. Querer poner en duda esta unidad de acción constituye una proyección posterior e interesada de la historiografía romana.

Los dos casos observados que recalcan el comportamiento romano ante el asalto a Sagunto, así como la actitud de Cartago ante el estallido de la segunda guerra púnica, evidencian la postura de las fuentes filorromanas, dispuestas a retocar la narración de los hechos para mejorar la imagen de Roma.

El siguiente ejemplo, a pesar de seguir por los mismos derroteros, nos presenta la situación opuesta. Veremos hasta qué punto la visión cartaginesa de un hecho concreto influye en su percepción y posterior divulgación, contribuyendo a la creación de otro mito. En su centro se inserta el episodio del paso de los Alpes. Por una parte, los estudios más recientes (véanse las observaciones de Jakob Seibert al respecto) certifican que, gracias a una excelente preparación logística, el pasaje pudo realizarse sin mayores impedimentos. Sin embargo, nuestras fuentes hacen hincapié en las penalidades del ejército púnico en el ascenso y el descenso de la alta montaña y las sangrientas luchas libradas con tribus hostiles, y todo esto no lo hacen sólo por motivos literario-dramáticos, sino para establecer una concordancia con el resultado: las grandes pérdidas sufridas por Aníbal al final del trayecto.

Según datos que nos proporciona Polibio (111 56), al llegar al valle del Po Aníbal sólo contaba con algo menos de la mitad de los efectivos con los que había iniciado la escalada. ¿Cómo explicar esta gran desproporción que existe entre la buena coordinación de la operación y el exorbitante número de bajas sufridas? Sólo hay dos conclusiones posibles: o la operación no estuvo bien preparada o las pérdidas fueron bastante menores de lo que los autores antiguos certifican. Si consideramos esta segunda evidencia como la más probable, cabe cuestionarse: ¿Qué intención se manifiesta al consignar un alto número de pérdidas? ¿De dónde proviene esta información?

La única fuente documental que nos facilita cifras concretas sobre el volumen del ejército púnico es la famosa inscripción del templo de Juno Lacinia erigida por Aníbal a finales de su campaña itálica, mediante la cual el general cartaginés celebra sus hazañas (res gestae) y que Serge Lancel ha calificado acertadamente como «monumento de una gran ambición». Según lo que el mismo Aníbal cuenta, al llegar a Italia después del paso por los Alpes su ejército se componía de escasos 20.000 infantes y 6.000 jinetes (Polibio III 33, 56). Esta cifra, casi nunca cuestionada, pues al ser Aníbal su fuente parece ganar credibilidad, es sin duda falsa. Pues habría que preguntarse cómo Aníbal, con tan pocos efectivos, pudo, en tan poco tiempo, lograr victorias tan sonadas contra ejércitos romanos tan superiores. Observamos aquí una cuantificación interesada del dispositivo militar púnico. Parece ser que Aníbal pretendió minimizar los efectivos de su ejército para enaltecer con ello la magnitud de sus posteriores éxitos.

Al recoger los autores antiguos estos datos sin ponerlos en duda se acentúa el suspense del paso de los Alpes. El resultado de la inédita hazaña es la dramática disminución de los acompañantes del carismático protagonista, quien, a pesar de eso, prosigue imperturbable sus metas. La gesta del debilitado Aníbal, que pocas semanas después de atravesar tantas peripecias es capaz de derrotar a varios ejércitos romanos, restableciendo así el pisoteado honor -a raíz de la primera guerra púnica- de las armas cartaginesas, adquiere más mérito aún.

Unos años después de Aníbal, su hermano Asdrúbal realizará igualmente la travesía de los Alpes al frente de un ejército, pero esta acción no tuvo una resonancia comparable en las fuentes. ¿Será esto debido tal vez a que los romanos lo derrotan al llegar a Italia, por lo que no se precisaba ninguna justificación del hecho, elevándolo a una gesta? Sin duda alguna, la imagen de un Aníbal preocupado frenéticamente por llegar a Italia sin reparar en el desgaste que ello pudiera ocasionar, arriesgando la pérdida de la mitad de sus hombres, también favorece a la propaganda romana. Urgía dar una explicación de las tremendas catástrofes militares sufridas por Roma en el primer año de la guerra. Al evocar el paso de los Alpes como prodigio hercúleo, más obra de los dioses que de los mortales, y presentar al mismo tiempo a Aníbal como un aventurero irresponsable, sin miramientos para su propio ejército, que encaja las bajas propias sin parpadear, se atenúan las derrotas romanas. Se esconden bajo esta cortina de humo los fracasos estratégicos de la cúpula de mando romana totalmente sorprendida y desprevenida en el momento de la llegada de Aníbal a Italia.

Semejantes percepciones, sugestivas desde luego pero inverosímiles, poco tienen que ver con la realidad histórica, que discurre por cauces bien distintos. Las primeras operaciones de Aníbal se caracterizan por su premeditación, su buen planteamiento logístico y su tremenda efectividad, como evidencia la iteración de triunfos acumulados en un brevísimo espacio de tiempo.

Detengámonos, por fin, a examinar de cerca las repercusiones de la tan real como legendaria batalla de Cannas. La visión general que obtenemos al repasar las fuentes que nos la transmiten es la de un ataque frontal de ambos ejércitos, por cierto bastante desiguales en cuanto a número y a calidad. A los casi 90.000 soldados del bando romano se oponen unos 50.000 combatientes púnicos, entre los que destaca una imponente formación de caballería.

Según los relatos más detallados que de ella poseemos, la batalla toma el curso que Aníbal había diseñado de antemano. El enorme rectángulo compuesto por la infantería romana avanza pesadamente, hostigado por la caballería y la infantería púnica, hasta que va siendo frenado por la resistencia que encuentra en la periferia de sus líneas, así como por su desmesurada masificación, que lo inmoviliza al quedarse parado. Vemos actuar, entrecruzándose, dos principios contradictorios. En una parte predomina la concentración de todo el potencial disponible para deshacer rotundamente la formación enemiga. En la otra parte observamos una mayor diversificación táctica del contingente numéricamente inferior, que suple este déficit aumentando su flexibilidad y rapidez.

Sin querer poner en duda estos parámetros operativo sin embargo cabe cuestionarse: ¿se desarrolló la lucha siguiendo tan al pie de la letra como recalcan nuestras fuentes estos criterios? Aparte de la dificultad de maniobrar con masas humanas tan enormes, también hay que contar con otros problemas, por ejemplo la sincronización de los procesos de transmisión de órdenes y su pronta ejecución. Es de sobra sabido que ninguna batalla suele ceñirse totalmente al plan trazado de antemano. Casi siempre hay que admitir una alta dosis de improvisación. Muy a menudo acontecen situaciones inesperadas a las que hay que dar una respuesta adecuada. En los momentos más críticos, todo depende de que la cadena de mando funcione, que impere un máximo de coordinación entre los distintos cuerpos de ejército implicados en la pugna y que cuando se presenten situaciones adversas se reaccione con serenidad y aplomo. Entrenamiento, experiencia, compenetración y profesionalidad suelen ser los factores más importantes para poder imponerse al enemigo. En estos aspectos el ejército de Aníbal superaba a la inmensa masa de legionarios romanos, novatos en su gran mayoría y capitaneados por oficiales poco experimentados.

Son con seguridad estas ventajas las que propician el éxito del ejército púnico. Especialmente si tenemos en cuenta que la batalla no se desarrolló de un modo tan claro y esquemático como los autores antiguos narran. ¿Hasta qué punto es fiable el relato de los altibajos del combate y ante todo la consignación de sus resultados? Recordemos que todos los textos registran unas altísimas bajas por parte romana en contra de los infinitamente menores estragos causados en el bando cartaginés (Polibio III 117). Si comparamos estas cifras y las relacionamos con los eventos que a continuación se suceden, podemos efectuar dos lecturas distintas sobre las repercusiones de Cannas. La primera y más tradicional nos lleva a considerar que Cannas se saldó con una aplastante victoria cartaginesa, desperdiciada luego por la posterior indecisión de Aníbal al no marchar a Roma para recoger los frutos de su éxito. Según esta interpretación obtenemos una imagen de Aníbal que resalta su capacidad como comandante en el campo de batalla al tiempo que lo desacredita como estratega y estadista.

Otra lectura podría contemplar, sin embargo, el resultado de la batalla como bastante menos favorable a Aníbal de lo que las fuentes sugieren. Sus pérdidas bien pudieron ser mucho más elevadas de lo que creemos. El estado de su ejército, después de resistir la terrible embestida de las legiones romanas, puede haber sido dramático al quedar malparado después del descomunal choque y precisar tiempo y refuerzos para recuperarse. Las menores pérdidas del ejército cartaginés, comparadas con las mucho mayores de los romanos, merman significativamente su futura capacidad de acción. Gracias a su gran potencial demográfico, Roma podía conseguir nuevas levas con sorprendente rapidez. Éste no era el caso de Aníbal, quien no podía procurarse refuerzos tan fácilmente. Su ejército, altamente profesional y por eso superior al del enemigo, con cada baja sufría una sensible disminución de su combatividad.

La primera lectura encajaría bien con los deseos de la aristocracia romana, cuyos representantes más preeminentes tenían interés en presentar a su contrincante como un temible enemigo, circunstancia que contribuiría a ennoblecer su posterior victoria. La segunda lectura, bastante menos politizada que la primera, y por eso con más probabilidades de veracidad, explicaría convincentemente por qué Aníbal después del triunfo de Cannas desiste de emprender la marcha hacia Roma.

Al conocerse la magnitud de la catástrofe de Cannas la población de Roma acoge al derrotado y desmoralizado cónsul Cayo Terencio Varrón, según el testimonio de Tito Livio (XXII 61, 13-15), de la siguiente manera: «Sin embargo, estas derrotas y deserciones de los aliados no lograron que se hiciera mención alguna sobre la paz entre los romanos ni antes de la llegada del cónsul a Roma ni después de su vuelta que renovó el recuerdo de la derrota recibida. En aquel tiempo los ciudadanos mostraron tal grandeza de ánimo que al cónsul, que regresaba de una derrota tan grande y de la que él había sido el máximo responsable, acudieron en masa a recibirle todas las clases sociales y se le dio las gracias por no haber desesperado de la situación de la patria, aunque, si hubiera sido general de los cartagineses, no habría podido evitar el castigo».

Este relato histórico procedente de la pluma de Tito Livio es un texto clave para descifrar el engranaje y mensaje ideológico de Roma en su guerra contra Cartago. Nos muestra, al margen del tono patético que lo envuelve, una realidad indiscutible, fuera de toda duda: la firmeza de Roma de no doblegarse ante el acoso de Aníbal por muy agobiante que éste fuera. Desde luego el espíritu de combatividad, así como el firme deseo de no claudicar ante las gravísimas adversidades encajadas, continúan estando intactos después de Cannas. Livio tiene razón cuando ensalza la extraordinaria voluntad de resistencia del pueblo romano.

Por lo demás, todo lo que el párrafo contiene no podría estar más lejos de la verdad. El ambiente que rezuma de la situación descrita resulta ser bastante anacrónico. Además el texto pretende evocar la imagen de una comunidad imperturbable y generosa, capaz de movilizar altas cuotas de concordia ciudadana en momentos de crisis y contrastarla con la mezquindad púnica. Sin embargo, una comparación de la situación real, vigente en Roma en los días siguientes a Cannas, con la ficción literaria del derrotado cónsul felicitado y consolado por sus conciudadanos nos revela sin tapujos el montaje propagandístico de la escena.

En contra de lo que el párrafo de Tito Livio sugiere, en Roma no predomina una resignada y viril atmósfera de solidaridad civil; lo que cunde en la ciudad es el pánico. Más que la serenidad y confianza en el futuro, son el miedo y la desesperación los sentimientos que afectan a la abrumadora mayoría de la población. Se debate sobre la conveniencia de abandonar la ciudad, resistir o resignarse a lo inevitable. Ante la expectativa de que el temible ejército púnico, con el invencible Aníbal a la cabeza, pueda aparecer en cualquier instante ante las murallas de la ciudad, el pueblo romano cae en una profunda depresión. Detectamos todos los síntomas de crisis que una situación tan tensa produce. Fanatismo religioso, prácticas mágicas y toda clase de supersticiones se desatan de forma más o menos controlada para intentar afrontar el oscuro porvenir. El delirio reinante llega a su punto culminante al ofrendarse sacrificios humanos para aplacar a los dioses, al parecer descontentos con Roma. Significativamente las víctimas de estas inmolaciones son extranjeros, chivos expiatorios de la locura colectiva que invade al pueblo romano. Esta circunstancia, por sí sola, basta ya para detectar el carácter ideológico del texto de Livio, fruto de una visión muy posterior y filtrada que pretende dignificar la crisis que estalla en Roma después de la derrota de Cannas atenuando y disfrazando sus más desagradables efectos.