9. En el cenit del conflicto: Cannas
A pesar de que dispone de un respetable ejército, cada vez mejor equipado y adiestrado, con el que controlar los movimientos de Aníbal, Quinto Fabio Máximo rehuye entablar combate. No acepta ninguna de las ocasiones que le brinda Aníbal de presentar batalla. No quiere repetir los errores de los generales romanos que a su parecer fracasaron por una excesiva autoconfianza y precipitación en el momento de ejecutar sus planes de batalla. Desea ser él, Quinto Fabio Máximo, el que elija, cuando considere oportuno, el momento y el terreno adecuados para medirse con su enemigo. Esta relativa pasividad del ejército romano la utiliza Aníbal para campar a sus anchas por las ubérrimas regiones de Samnio y Campania. Prosigue devastando tierras, conquistando ciudades y acumulando botines.
Su marcha a través del corazón de Italia, que nadie se atreve a interceptar, produce el efecto propagandístico de demostrar a los socios itálicos lo desprotegidos que les dejaba Roma en momentos de sumo peligro. Por eso la estrategia de Quinto Fabio Máximo es profundamente impopular y difícil de explicar a los aliados de Roma afectados por el incesable pillaje de las tropas púnicas.
Aníbal conduce a su ejército a las fértiles planicies del valle del Volturno, cerca de Falerno, donde piensa invernar. Allí le sigue Quinto Fabio Máximo sin descender al llano, ocupando los montículos adyacentes, preocupado por evitar un mortífero ataque de la caballería púnica, superior a la romana, como había quedado demostrado en todas las anteriores confrontaciones. La paciencia del dictador romano pronto se verá recompensada. De repente, se presenta la oportunidad que durante tanto tiempo había estado anhelando. Poco después de atravesar el Volturno, cerca de Teano, las legiones de Quinto Fabio Máximo logran establecer un férreo cerco al ejército cartaginés. Éste queda atrapado en un angosto valle rodeado de montañas. Aníbal, gran maestro de la improvisación y de las astucias bélicas, cae en la encerrona que le ha preparado su cauteloso rival. En esta adversa situación, en la que un enérgico ataque habría podido pulverizar al ejército púnico, incapaz de maniobrar en tan estrecho terreno e imposibilitado para poder jugar sus principales bazas, Aníbal encuentra la solución del dilema. Emplea una treta con la que consigue engañar a las fuerzas sitiadoras al tiempo que logra romper el bloqueo que acechaba a sus hombres. Según Polibio (III 93-95), quien nos lo notifica, los acontecimientos tomaron el siguiente cauce: cuando llegó la noche, Aníbal hizo subir a un montículo que estaba entre el campamento y el desfiladero a una manada de 2.000 bueyes en cuyos cuernos ardían antorchas. Los apremió a andar en dirección contraria al desfiladero y ordenó a una unidad de tropas ligeras que, mientras los animales ascendieran, ocuparan la altura. Al mismo tiempo, puso a su ejército en marcha. Al ver los soldados romanos que guarnecían el desfiladero que los bueyes se encaminaban hacia las alturas, creyeron que los cartagineses querían escaparse por ese lugar. Abandonaron sus puestos de guardia y subieron a las cimas, donde se encontraron con las tropas púnicas que había destacado Aníbal. Después de una corta refriega que terminó en empate, los combatientes esperan que acabe la noche. Quinto Fabio Máximo no interviene y, extremando la precaución, permanece inactivo en el campamento con la mayoría de sus legiones. Al amanecer, Aníbal y su ejército se han evadido ordenadamente por el desfiladero.
¿Hay que tomar al pie de la letra la historicidad de este episodio? ¿Sucedieron las cosas tal como las relata Polibio? ¿No se tratará más bien de una alegoría urdida para contrastar la imaginación de Aníbal con la inflexibilidad de su precavido contrincante? Sea como fuera, lo cierto es que la estratagema ilustra de manera plástica dos comportamientos contrapuestos. Por una parte, se destaca la energía emprendedora de Aníbal por otra, las vacilaciones de Quinto Fabio Máximo, a quien posteriormente se le denominará cunctator (el indeciso, el dubitativo), apodo con el que pasará a la historia.
Después de salir bien librado del complicado trance, Aníbal conduce a sus tropas a Gerunio, lugar situado en Apulia, cerca de los límites de Samnio, en una zona que ofrece óptimas condiciones para avituallar al ejército. Quiere pasar el invierno allí y preparar las operaciones de la próxima campaña, que cree será decisiva.
Ante la oportunidad desperdiciada de derrotar a Aníbal, en el campamento romano no cesan las discusiones. El magister equitum Marco Minucio Rufo aprovecha la ausencia de su superior, que ha tenido que desplazarse a Roma, para dejar de lado la extremada prudencia que había caracterizado la actuación militar romana en los últimos meses y arriesgarse a atacar al ejército púnico. Hostiga a las tropas que estaban recogiendo forraje y pone en apuros a diversas unidades del ejército de Aníbal, dispersadas por los alrededores de Gerunio. Estas acciones, saldadas con éxito sin duda alguna pero de escasa trascendencia, ya que no consiguen debilitar sustancialmente a Aníbal, son celebradas en Roma como grandes triunfos. Desde la aparición de Aníbal en Italia es la primera vez que el cartaginés tiene que replegarse del campo de batalla sin haber podido vencer.
Plena de euforia por el cambio que parece vislumbrarse en el curso de la guerra, la asamblea del pueblo nombra dictador a Marco Minucio Rufo. Se le otorgan los mismos plenos poderes de los que estaba investido Quinto Fabio Máximo. El hecho revela una notable contradicción si tenemos en cuenta que la principal característica de la dictadura era precisamente la concentración personal de mando. Este inesperado giro de la política interior romana repercute en la conducción de la guerra. La tensión entre ambos comandantes supremos aumenta. Lejos de servir para sacar el máximo partido al potencial militar romano, la evidencia de dos altos mandos con sus respectivos cuarteles generales debilita la acción común. Como Quinto Fabio Máximo y Marco Minucio Rufo no se ponen de acuerdo para ejercer un mando alternativo, mutuamente consensuado, cada uno opera por su cuenta. Dividen las tropas, ocupan campamentos diferentes y proyectan operaciones por separado.
Todo esto es observado atentamente por Aníbal, que naturalmente procura sacar el máximo provecho de la fragmentación de las fuerzas enemigas. Buen conocedor de la predisposición psicológica del flamante dictador romano, le prepara un ardid para tentarle a emprender una acción descabellada. Al abrigo de la oscuridad, Aníbal embosca miles de hombres en los alrededores de una cumbre de considerable valor estratégico, situada entre ambos campamentos. Al amanecer, tropas cartaginesas se disponen a tomar posesión del montículo, con lo que atraen la atención de Marco Minucio Rufo. Inmediatamente, manda unas unidades ligeramente armadas para que frustren la ocupación de la colina y hace salir de su campamento a la caballería y las legiones para darles apoyo. Aníbal aumenta el número de soldados en el campo de batalla y provoca con ello el ataque romano. Entra en acción la temible caballería púnica y, en el momento de mayor confusión que origina su carga, salen los soldados cartagineses de sus escondites cerca del montículo y amenazan con estrangular a las sorprendidas legiones de Marco Minucio Rufo. La operación se habría saldado con un tremendo descalabro para las armas romanas si Quinto Fabio Máximo, expectante ante lo que iba sucediendo, no hubiera aparecido en el último momento y resuelto la situación. Logra proteger la retirada de las tropas de su colega salvando con su providencial intervención al ejército romano de ser completamente aniquilado.
Esta vez, la tan criticada táctica preventiva del cunctator evita la catástrofe. Su prestigio aumenta considerablemente. Marco Minucio Rufo pone sus restantes fuerzas a su disposición y se abstiene en el futuro de tomar decisiones que no estén previamente concertadas.
Al cabo de seis meses de ejercicio de sus funciones, Quinto Fabio Máximo y Marco Minucio Rufo deponen la dictadura. La todopoderosa magistratura no pudo cumplir las grandes esperanzas que su activación había suscitado. En vista del fallido experimento, el senado romano, siempre realista en sus planteamientos, propone retornar al sistema tradicional de ejercicio del poder político-militar basado en el mando alternativamente compartido. Éste recaerá en los cónsules electos del año 216 a.C., Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón.
Mientras Aníbal se mueve sin limitaciones por suelo itálico, en Hispania son los romanos quienes llevan la iniciativa de las operaciones militares. En la desembocadura del Ebro, se entabla una batalla terrestre y naval que la flota romana, reforzada por embarcaciones marsellesas, decide a su favor (primavera 217 a.C.). Con el respaldo de su supremacía marítima, Gneo Cornelio Escipión protagoniza incursiones en diversos puntos de la costa mediterránea y de las Baleares. Pretende cortarlas líneas de suministro del ejército cartaginés y al mismo tiempo aumentar la nómina de aliados ibéricos exhortándoles a desentenderse de Cartago. En Tarragona recibe la sumisión de múltiples comunidades ibéricas de la zona. Al llegar su hermano Publio Cornelio Escipión con nuevas tropas, la dinámica de las acciones romanas se incrementa considerablemente. Ambos Escipiones cruzan el Ebro y se dirigen hacia el sur. Pero su proyectada campaña contra Sagunto fracasa. Asdrúbal, el hermano de Aníbal, que desde su ausencia es el comandante en jefe de las fuerzas púnicas en África e Hispania, consigue, a pesar de sufrir algunos reveses, detener el avance romano.
En el verano del año 216 a.C. Aníbal planea la definitiva eliminación del potencial bélico romano que opera en suelo itálico. Concentra la totalidad de sus efectivos, compuestos por unos 40.000 infantes y unos 10.000 jinetes, en el centro de Apulia. Ocupa la ciudad fortificada de Cannas, situada a orillas del río Aufido, importante punto estratégico y gran almacén de avituallamiento, cuya posesión posibilita el control de una región neurálgica para los intereses romanos en el sur de Italia. El terreno de sus alrededores, presunto escenario del combate que se avecina, es extenso y llano. Se adapta perfectamente al despliegue de la principal arma táctica del ejército púnico, la caballería.
Las previsiones de Aníbal se cumplen. Los nuevos cónsules romanos Lucio Emilio Paulo y Cayo Terencio Varrón aceptan el reto, pues vislumbran la posibilidad de acabar de una vez con la presencia púnica en Italia. Se acercan al campamento cartaginés al frente de un descomunal ejército compuesto de ocho legiones, reforzado adicionalmente por los contingentes de los aliados itálicos, y llevan consigo un formidable dispositivo de caballería. Esta extraordinaria concentración de fuerzas contabiliza unos 80.000 infantes y algo más de 6.000 jinetes. Jamás hasta la fecha Roma había llegado a movilizar tan impresionante y cuantiosa masa de hombres en armas. Es de suponer que el alto mando romano, al disponer de tan sensacional dispositivo militar (las fuerzas enemigas eran la mitad), sé sentía bastante seguro de resolver definitivamente el problema Aníbal. En su opinión, la aplastante superioridad numérica del ejército romano compensaba con creces las adversidades del terreno, favorable a la acción de la caballería púnica. Otro argumento qué explica por qué los romanos sé avienen a presentar batalla en campo abierto, en medio dé una gran planicie, es precisamente la posibilidad dé descartar de antemano cualquier ardid de los qué Aníbal había hecho gala en sus anteriores peleas, aprovechando las ondulaciones del terreno.
Después de una serie de escaramuzas y forcejeos preliminares, ambos ejércitos se encuentran desde finales de julio acampados a orillas del Aufido, en las inmediaciones de Cannas, dispuestos a librar combate.
El plan de batalla de Aníbal reviste una gran complejidad. Su feliz conclusión depende sin embargo de muchos factores. Ante todo, Aníbal tenía que contrarrestar la superioridad numérica del adversario y sacar a relucir su más preciosa baza, la caballería. También era imprescindible aguantar él enorme empuje de la infantería romana sin que se rompieran las propias líneas o cundiera él desorden. Pero para ganar la batalla no sólo se debía saber resistir, sino que también era necesario atacar al masivo bloque romano en todos sus puntos débiles y causarle bajas. El éxito del plan de Aníbal dependía de una excelente coordinación de sus unidades móviles y de una total cooperación entré las diferentes armas (caballería, infantería, tropas ligeras) de su heterogéneo ejército. Las múltiples etnias qué militaban en las filas de Aníbal: libios, númidas, cartagineses, íberos, celtas, itálicos, etcétera, habían conseguido alcanzar con él transcurso de los años un alto grado de profesionalización. Acostumbrados a servir bajo las órdenes dé Aníbal, capitaneados por un estable cuerpo de expertos oficiales y familiarizados con sus directrices y concepciones tácticas, éstos hombres al servicio de Cartago constituían un bloque bastante más homogéneo y compacto de lo que sus dispares procedencias podrían sugerir. Aníbal disponía de un aguerrido ejército, motivado y perfectamente compenetrado, que no se arredraba fácilmente ante el exorbitante número de combatientes enemigos.
La táctica romana partía de la base de que el impacto causado por la incontenible embestida de su infantería pesada sería decisivo para perforar las líneas enemigas. La idea de los cónsules romanos era arrasar frontalmente la infantería púnica, defender al mismo tiempo los flancos de los ataques de la caballería ibérica, celta y númida y propiciar el golpe mortal en el centro de la formación cartaginesa. Movilidad, energía y masa eran los elementos básicos de dicha estrategia. Flexibilidad, rapidez y combatividad eran por otra parte los factores con los que contaba Aníbal para decidir el choque a su favor.
El día 2 de agosto del año 216 a.C. será testigo de una de las más sangrientas batallas de la historia. El cónsul Cayo Terencio Varrón, que ese día desempeña el mando supremo del ejército romano, acepta librar la batalla que Aníbal le propone. Reparte sus fuerzas en tres grandes bloques que coloca de forma lineal frente a las tropas púnicas. En la banda derecha se ubica la caballería romana al mando de Lucio Emilio Paulo. El inmenso bloque central lo forma la masa de la infantería pesada romana e itálica a las órdenes de Gneo Servilio Gémino, el cónsul del año anterior. A la izquierda se sitúa la caballería de los aliados comandada por Cayo Terencio Varrón. Delante del anchísimo y larguísimo rectángulo formado por los combatientes, se instala una fila de tropas ligeras que serán las que iniciarán la lucha.

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A la formación del ejército romano responde Aníbal colocando a los honderos baleares v a los lanceros libios en la fila delantera para entorpecer el avance de la primera línea romana. En el ala izquierda, enfrente de la caballería romana, se apostan los jinetes íberos y celtas al mando de Asdrúbal. Delante de la caballería itálica se coloca la caballería númida, capitaneada por Hannón (hijo de una hermana de Aníbal) y Maharbal. El bloque central del ejército cartaginés es el más delicado de formar. Sus bordes los ocupan infantes libios armados a la romana. En el medio, en su punto más neurálgico, se coloca la infantería ibérica y celta bajo el mando directo de Aníbal, que, junto a su hermano Magón, quiere permanecer en el lugar más problemático y frágil del frente.
Una vez concluida la formación lineal inicial, Aníbal empieza a hacer maniobrar a su ejército. Hace mover a los infantes íberos y celtas de su centro encomendándoles avanzar hacia delante hasta formar un arco que parezca una media luna. Después de que las tropas ligeras de ambos lados inicien las hostilidades, Aníbal ordena el ataque a los jinetes íberos y celtas, quienes caen sobre la caballería romana fulminándola con su combatividad. Paralelamente, la infantería pesada romana se lanza sobre los infantes íberos y celtas. Éstos retroceden, como estaba previsto, sin permitir que sus filas se rompan. Ahora entran en acción los contingentes de infantería pesada libia apostados en el borde del centro. Giran hacia los flancos y van deteniendo la avalancha y envolviendo al enemigo, que penetra en una bolsa rodeada de soldados íberos (vestidos de lino blanco con una raya de púrpura y provistos de sus famosas espadas cortas, falcata), celtas (con medio cuerpo desnudo y armados con enormes espadas) y libios (cuya indumentaria y armamento provenían de los legionarios romanos vencidos en batallas anteriores), los cuales no sólo logran contener el ataque de las legiones sino que empiezan a causarles sensibles bajas. Al mismo tiempo, los jinetes númidas de Maharbal dispersan y persiguen a la caballería de los aliados de Roma. Mientras tanto, los jinetes de Asdrúbal, que habían resuelto su misión con rapidez y precisión, acuden en ayuda de Hannón y Maharbal, dan luego la vuelta y caen sobre las espaldas de las legiones romanas. Todo parece desarrollarse tal como lo había previsto Aníbal. Como no pueden avanzar hacia delante y tienen taponados los laterales por la tenaza que se está cerrando poco a poco, los romanos quedan inmovilizados. Al atacar la caballería ibérica, celta y númida en la retaguardia y en los flancos, se produce una matanza. Casi 60.000 soldados romanos perecen en el campo de batalla. Miles de los que se salvan caen prisioneros. Entre los muertos están Lucio Emilio Paulo, Gneo Servilio Gémino y Marco Minucio Rufo. Sólo Cayo Terencio Varrón y unos 10.000 hombres más consiguen escapar.
El balance de las pérdidas evidencia que el combate de Cannas representa la mayor catástrofe política, militar y demográfica de la historia de Roma. Nunca se habían apagado tantas vidas humanas en un solo día, a raíz de una sola batalla. Las consecuencias de la derrota son fatales para la futura defensa de Italia, la pervivencia de la federación ítalo-romana y el prestigio de Roma en el Mediterráneo occidental. El mito de la invencibilidad de las legiones romanas se desvanece de golpe. Merced a una admirable coordinación táctica, Aníbal demuestra a un estupefacto mundo cómo es posible vencer a un enemigo infinitamente superior.
Al día siguiente de la pugna de Cannas, Italia se había quedado desguarnecida. Ningún ejército romano velaba por su seguridad. El futuro de la guerra dependía de la actitud que adoptase Aníbal. En sus manos estaba, cual si fuera un dios, el destino de Italia. Posiblemente el interrogante que sus contemporáneos se formulaban era: ¿qué clase de fuerzas sobrenaturales, o, dicho de otra manera, qué dioses apoyaban la acción de este favorito de la fortuna? Todo apuntaba a pensar así. Su victoria hercúlea, conseguida como si fuera una reencarnación de Alejandro Magno, parecía certificarlo de sobra.
Hemos podido constatar reiteradamente que, ya antes de su marcha hacia Roma, Aníbal, al ofrendar un sacrificio en el templo del Melqart gaditano y prestar allí sus votos, pone ostensiblemente su expedición bajo el manto de una popular deidad. En el transcurso de su empresa, y a medida que van sucediéndose sonadas victorias, este vínculo divino, es decir, la convicción de servir a una causa justa, plenamente avalada por la voluntad de los dioses, se irá acentuando. Un buen ejemplo de ello nos lo proporciona la fórmula de juramento del tratado estipulado entre Aníbal y el rey Filipo V de Macedonia recogida por Polibio (VII 9), donde podemos leer: «Juramento de Aníbal, general, de Magón, de Mircano, de Barmócar y de todos los miembros del consejo de Cartago presentes, de todos los soldados cartagineses, prestado ante Jenófanes, hijo de Cleómaco, ateniense, enviado a nosotros como embajador por el rey Filipo, hijo de Demetrio, en nombre suyo, de los macedonios y de los aliados de éstos, juramento prestado en presencia de Zeus, de Hera y de Apolo, en presencia del dios de los cartagineses, de Herakles y de Yolao, en presencia de Ares, de Tritón y de Posidón, en presencia de los dioses de los que han salido en campaña, del sol, de la luna, y de la tierra, en presencia de los ríos, de los prados y de las fuentes, en presencia de todos los dioses dueños de Cartago, en presencia de los dioses dueños de Macedonia y de toda Grecia, en presencia de todos los dioses que gobiernan la guerra y de los que ahora sancionan este juramento».
Este texto, procedente de un documento oficial, es sumamente instructivo, pues nos revela la concepción ideológico-religiosa de la empresa de Aníbal: dioses y hombres contraen una alianza, se asocian y se apoyan mutuamente para vencer a Roma. Tenemos constancia de una fiesta sacra celebrada en los alrededores del lago Averno, cerca de Bayas (214 a.C.), durante la cual Aníbal, sabedor del efecto psicológico que puede producir en la moral de sus tropas y de sus aliados una ceremonia religiosa escenificada de manera impresionante, pone los destinos de su campaña bajo protección divina, estilizando su imponente cadena de éxitos como resultado de su devoción.
Después de la batalla de Cannas, Aníbal convoca al alto mando cartaginés para analizar la situación actual y deliberar sobre los próximos pasos a dar. Sobre esta famosa reunión poseemos el testimonio de una controversia entre Aníbal, partidario de atraerse prioritariamente a los itálicos, y Maharbal, general de la caballería púnica, portavoz de los que querían ir inmediatamente a Roma para propinar al vapuleado enemigo el golpe definitivo. Al prosperar la opinión de Aníbal, Maharbal, según Tito Livio (XXII 51), le replica de la siguiente manera: «Tú sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria».
Efectivamente, en los planes de Aníbal no entraba la marcha a Roma. Desperdicia la oportunidad de atacar el centro del poder enemigo en el momento psicológico más apropiado y comete, posiblemente con ello, su primer y decisivo fallo en el planteamiento de la guerra, hasta ahora plagado de aciertos.
Sobre los motivos que influyeron en Aníbal para tomar tal decisión, sólo podemos establecer conjeturas. Por una parte, cabe pensar que la victoria de Cannas le costó más cara de lo que a primera vista pudiera parecer. Tal vez su ejército salió bastante malparado de la encarnizada batalla. Sus bajas, aunque muy inferiores a las del enemigo, así como el estado de la tropa, que necesitaba urgentemente descanso, pudieron haberle frenado en su marcha hacia Roma. Esta consideración es avalada por los próximos sucesos. Aníbal manda a su hermano Magón a Cartago para solicitar ayuda inmediata. Por abrumante mayoría el consejo de Cartago decreta concederle 4.000 jinetes númidas, 40 elefantes de guerra y 1.000 talentos de plata. También se acuerda enviar a Magón a Hispania, donde debía reclutar 20.000 infantes y otros 4.000 jinetes para reforzar las campañas de los ejércitos púnicos de Italia e Hispania.
Tampoco olvidemos que las tropas de Aníbal, brillantes en el campo de batalla, no estaban suficientemente preparadas para acometer la guerra de trincheras que habría supuesto el bloqueo de una ciudad-fortaleza de la magnitud de Roma. Seguramente, las penalidades pasadas durante los ocho largos meses que duró el cerco de Sagunto, una plaza más fácil de tomar que Roma, aún pesaban en su ánimo. Por otra parte, constatamos formas de proceder venturosas contrarias a la de Aníbal que bien pueden servir como punto de referencia y comparación. Por ejemplo la actitud de Marco Claudio Marcelo, quien, al frente de un ejército ni un ápice mejor del que disponía Aníbal después de Cannas, asediará Siracusa y se saldrá con la suya. Caso semejante es también el de Quinto Fabio Máximo, el cunctator que no vacilará en poner cerco a Tarento y no cesará en su empeño hasta que consiga entrar en la ciudad.
Al observar estos sucesos de manera retrospectiva surge de nuevo la pregunta: ¿por qué desiste Aníbal de enfrentarse directamente a Roma? La respuesta es tan difícil de hallar como los motivos que le impulsaron a no hacerlo. Lo que sí está claro es que calculó mal la actitud romana después de la catástrofe de Cannas. En vista de las enormes pérdidas sufridas, Aníbal espera ahora la avenencia de Roma a entablar conversaciones de paz. Pero nada de eso sucede. Los romanos no negocian con el vencedor, e incluso se niegan a pagar el rescate de los prisioneros que estaban en su poder. Posiblemente esta extrema terquedad y obstinación irrita al general cartaginés. Su desconcierto va en aumento al percatarse de la voluntad de su humillado enemigo de seguir haciendo la guerra. Roma no se da por vencida. Desafía a Aníbal resistiéndose a ofrecer la más mínima concesión.
¿Cuántas veces habría que derrotar a este enemigo para hacerle entrar en razón? Es muy probable que Aníbal se hiciera esta clase de preguntas e intentara contestarlas cambiando su estrategia a partir de entonces.
La nueva táctica de Aníbal consiste en lanzar sus dardos no en el centro del poder romano, sino en la periferia. Como ya había hecho hasta ahora, Aníbal vuelve a dejar a los prisioneros itálicos en libertad. Esta vez, y bajo la impresión de la aplastante victoria de Cannas, se producen deserciones de la causa de Roma. Un respetable número de ciudades samnitas, apulias y lucanas se pasan al bando de Cartago. El mayor y más sonado éxito lo constituye la defección de Capua, gran ciudad campana, la más poblada y rica de Italia después de Roma. Este giro tan espectacular nutre en el alto mando cartaginés la esperanza de poder erosionar la hegemonía romana en Italia. Capua, por su parte, abraza la esperanza de convertirse en el nuevo centro de Italia, idea factible en vista del actual debilitamiento de Roma. Aníbal concluye un tratado de alianza con la metrópoli campana en el que se le otorga un alto grado de autonomía interior y exterior. Del análisis de las cláusulas estipuladas (Livio XXIII 10) se desprende que Aníbal quería edificar una federación ítalo-púnica basándose en la voluntariedad y mutua confianza y tratando a sus nuevos socios con la máxima liberalidad.
El incipiente proceso de desintegración de la federación romano-italiota se explica si además del factor Aníbal se tiene en cuenta un cúmulo de motivos internos, sociales y económicos que impulsan a algunas comunidades a emanciparse de Roma. Son los grupos sociales que hasta entonces habían permanecido al margen del gobierno de sus respectivas ciudades los que aprovechan el apoyo que les brinda Aníbal para derrocar a las aristocracias dominantes, tradicionales aliadas de Roma.
Sin embargo, a pesar de las ventajas obtenidas, Aníbal observa que el proceso de «liberación» de Roma llega pronto a su límite. La mayoría de ciudades de Lacio, Etruria, Umbría, Piceno o Campania no hacen caso a sus propuestas y permanecen fieles a Roma. Por citar un solo ejemplo, Nápoles, después de Capua la más importante ciudad campana, cuya posesión habría sido sumamente útil como puerto-escala de la marina cartaginesa, resiste varias veces, sin ceder a los ataques púnicos. Aníbal se percata de que el sistema de poderío romano está más consolidado de lo que él había esperado. Al igual que Nápoles, las ciudades campanas de Sinuesa, Teano, Cales, Casilino, Nola, Cumas y Literno siguen estando a favor de Roma. Sólo Nuceria y Acerra, esta última sin habitantes, caen en manos de los cartagineses.
La federación romano-itálica se mantiene intacta a pesar de algunas significativas erosiones. A la larga la consolidación de este hecho se revelará demoledora para la futura estrategia cartaginesa. De momento, Aníbal se ve obligado a reconocer que victorias tan sonadas como las logradas en el Ticino, el Trebia, en el lago Trasimeno y de modo especial en Cannas no bastan para socavar los cimientos del poderío romano en Italia.
Parémonos aquí, en el cenit de la guerra, para analizar de forma retrospectiva los pasos de Aníbal tal como lo percibe su entorno. Desde que sale de Cartagena en dirección a Italia, todo lo que acomete acapara la atención de su alrededor. Su arrollador avance, que ni la naturaleza ni la potencia militar más grande de la época pueden detener, aparece como una prodigiosa hazaña, una gesta heroica de dimensiones sobrenaturales. ¿De qué manera logra Aníbal asumir el peso de la gloria que sus acciones le reportan? ¿Cómo influyen sus sensacionales éxitos en el desarrollo de su carácter y personalidad?
A este tipo de interrogantes, que ya sus contemporáneos sin duda alguna se plantean, es, sin embargo, muy difícil contestar dada la extraordinaria parquedad de nuestras fuentes. De la intimidad del hombre que parece tener el destino del mundo mediterráneo en sus manos casi nada sabemos. Los autores antiguos no proporcionan ninguna respuesta a temas tales como: ¿Cómo reaccionó ante la pérdida de su ojo? ¿Qué clase de emociones exteriorizó tras la victoria de Cannas? ¿De qué manera soporta la extrema tensión a la que está constantemente sometido? ¿Cómo trascurre su vida privada?
Las miras de la historiografía pasan por alto estas cuestiones. Se concentran en describir su actuación pública y, como máximo, en analizar su quehacer político. Como ejemplo de ello veamos unas líneas que nos transmite Polibio (IX 22) al referirse a su modo de plantear la guerra a Roma: «Para ambos pueblos, me refiero a Roma y a Cartago, un hombre era la causa y el alma de lo que les ocurría, quiero decir Aníbal. A todas luces, él dirigía personalmente las operaciones de Italia, y las de Hispania a través del mayor de sus hermanos, Asdrúbal, y, tras la muerte de éste, a través de Magón. Entre los dos aniquilaron a los generales romanos destacados en tal península. También dirigía las operaciones de Sicilia, primero a través de Hipócrates y después a través del africano Mitón. Algo semejante cabe decir de Grecia e Iliria: debido a su alianza con Filipo también había puesto en jaque y atemorizado a los romanos de guarnición en estos países. La obra que realiza un hombre dotado de una mente apta para ejecutar cualquier proyecto humano es grande y admirable; tales cualidades son siempre ingénitas».
Como se desprende de la reflexión de Polibio, la fascinación que suscita el extraordinario estratega y brillante general, quien, a una edad comparable a la de Alejandro Magno y de modo semejante a éste logra poner en jaque a la mayor potencia militar de su época, es enorme. A partir de Cannas, sin embargo, los parámetros de acción de dos biografías hasta el momento altamente paralelas discurrirán por sendas bien distintas, sin llegar nunca más a converger. Pues a diferencia del monarca macedónico, que entrará victorioso en Susa y Persépolis, apoderándose así de los centros neurálgicos de su enemigo, Aníbal no pisará nunca Roma. Desde luego, Roma distaba mucho de poder ser equiparada al imperio persa, y esto lo sabía Aníbal perfectamente.