5. Roma omnipresente: el tratado de Asdrúbal
La formación de una amplia zona de dominio territorial púnico en una de las regiones más prósperas de occidente no tardó en suscitar sospechas, inquietudes e irritación en Roma. La llegada de los cartagineses a Hispania en el año 237 a.C. no sólo trastorna el panorama económico v social, pues convierte a la Península Ibérica en un escenario histórico de primer orden, sino que también impone un cambio de percepción. Ante la evidencia de las suculentas ganancias que la explotación del suelo hispano proporcionaba a Cartago, no tardan en despertarse los apetitos de todos aquellos que de buena gana habrían querido participar en esta empresa.
A partir de ahora, todo lo que sucede en tierras ibéricas será observado fuera de ellas atentamente y configurará una serie de repercusiones que desembocarán en el estallido de la segunda guerra púnica, convulsionando así el ordenamiento político y territorial en la cuenca del Mediterráneo occidental. ¿Qué medidas adopta Roma para contrarrestar este sensible aumento del poderío cartaginés?, y sobre todo ¿qué intereses defiende Roma al intervenir en los asuntos hispanos?
La primera noticia que expresa un marcado interés romano por la Península Ibérica aparece relacionada con la ya citada embajada enviada por el senado romano para observar de cerca la evolución de la actuación de Amílcar, datable alrededor del año 231 a.C. En el curso de unos pocos años, Amílcar había conseguido controlar la Hispania meridional. Especialmente la fundación de Akra Leuke, situada en las cercanías de las minas de Cástulo, parece haber constituido el verdadero motivo del avance diplomático romano. Puesto que Roma estaba preocupada por los exorbitantes progresos de la expansión cartaginesa, cabe pensar que al despachar la embajada no sólo emprendía un viaje informativo, sino que al mismo tiempo quería hacer valer sus propias demandas. ¿Cuál pudo ser la naturaleza de las mismas? Dentro de este planteamiento suele pasarse por alto que al lado de las relaciones púnico-hispanas existen también unos importantes intercambios económicos romano-itálicos con la Península Ibérica cuya trascendencia podemos reconstruir, al menos a grandes rasgos, gracias a una serie de indicios que nos proporciona la arqueología.
Hay sobre todo dos grupos de materiales que debemos mencionar aquí. Por una parte, los objetos de bronce y las cerámicas procedentes de Etruria, y, en segundo término, la cerámica de barniz negro, así como unas series de estampillas fabricadas en Etruria-Lacio y en Campania, que generalmente presentan la forma de platos con relieves. Lo más llamativo en la distribución de todos estos hallazgos es que al sur de la zona delimitada por los ríos Guadalquivir-Segura y fuera de la línea de costa mediterránea éstos son más bien escasos. Sobre el origen de la cerámica de barniz negro, sabemos que provenía de talleres ubicados en la Etruria meridional (y aquí desempeña Caere una importante función), en Campania y en la misma Roma. Un especial interés reviste el hecho de que las importaciones itálicas alcanzaron su apogeo durante el siglo III a.C. Esto nos indica que los romanos se hallaban en disposición de procurarse por sí mismos las materias primas que necesitaban de Hispania para intercambiarlas por sus artículos de exportación. La existencia de este circuito comercial presupone un significativo tráfico marítimo a través del mar Tirreno.
Ya desde el primer tercio del siglo III a.C. Roma era la primera potencia de Italia. Lacio, Etruria y Campania constituían importantes sillares del sistema político romano. El hecho de que cada vez más grupos de familias nobles procedentes de Etruria y de Campania ingresaran en el senado romano sirve para documentar cuán trascendentes eran los lazos entre Roma y aquellos territorios. La integración de las aristocracias itálicas en el seno de la alta sociedad romana, que se manifestaba en la política matrimonial de las familias nobles romanas, es en esta época una evidencia indiscutible. Los Licinios, los Ogulnios y los Letorios de Etruria, los Fulvios y los Mamilios de Túsculo, así como los Atilios y los Otacilios de Campania, todos ellos ligados con los Fabios o con su entorno, contribuyeron decisivamente a estabilizar ese bloque político que gravitaba en el centro de la aristocracia senatorial romana. Muchos de estos nombres famosos, que aparecen constantemente en las listas de los que desempeñaban las más altas magistraturas romanas (fasti consulares) a causa de sus carreras senatoriales, representaban tan sólo la punta visible del iceberg. Entre bastidores pululaban numerosas familias de la clase ecuestre, cuyos nombres desconocemos por la sencilla razón de que no pertenecían al círculo selecto de la aristocracia senatorial romana. Lo cierto es que estas elites itálicas de comerciantes estaban estrechamente vinculadas a la nobleza senatorial romana, la cual se comprometía en la defensa de los intereses comunes. El mantenimiento de unas relaciones comerciales sin trabas con todos los puertos del Mediterráneo era una condición imprescindible para la prosperidad y desarrollo de la economía itálica.
La dinámica actuación político-militar de los Bárquidas podía amenazar el libre acceso a los mercados del litoral hispano, que eran de gran importancia para la navegación masaliota e itálica. Tras la muerte de Amílcar, su sucesor Asdrúbal continuó conquistando territorios, pero, eso sí, persiguiendo metas distintas y no siempre con la misma intensidad que su predecesor. Bajo su dirección los cartagineses toman posesión del sureste hispano y edifican en Cartagena el nuevo centro de poder político, económico y militar.
El inesperado fallecimiento de su padre sorprende a Aníbal a los 18 años. Ya era entonces un experimentado hombre de armas a pesar de su prematura edad. Parece ser que, durante el gobierno de su cuñado Asdrúbal, Aníbal obtiene un puesto de mando al frente de la caballería númida, aunque ignoramos qué clase de misiones se le encomendaron. Persiste la duda de si Aníbal residió permanentemente en tierras ibéricas o de si se ausentó una temporada a Cartago hasta que Asdrúbal requirió su presencia en Hispania (224 a.C.). Lo que sí parece ser cierto es que el joven Aníbal gozaba de una gran estima y popularidad en el ejército, foco de profundas simpatías hacia los miembros del clan bárquida.
Al igual que sucedió con Amílcar en el año 231 a.C. cuando éste se apoderó de la cuenca minera de Cástulo, los romanos se intranquilizan en el momento en que Asdrúbal, al fundar Cartagena (226 a.C.), se asoma al Mediterráneo. Redoblan la vigilancia en Cerdeña y Sicilia y mandan como ya hicieran antaño una nueva embajada a Hispania para negociar con Asdrúbal los límites de la futura expansión cartaginesa. El resultado de este tira y afloja se plasma en un acuerdo concluido entre Asdrúbal y la delegación romana del que, aunque desconocemos los pormenores, sí sabemos que fijó las fronteras de las futuras intervenciones militares cartaginesas en tierras hispanas. No poseemos el texto original del documento; disponemos sólo del resumen de las negociaciones que Polibio (11 13, 7) relata de la siguiente manera: «[Los romanos] mandaron legados a Asdrúbal y concluyeron con él un pacto en el que, pasando por alto el resto del territorio hispano, se dispuso que los cartagineses no atravesarían con fines bélicos el río denominado Iber».
La principal conclusión que se extrae de estos apuntes es que Asdrúbal prometió contenerse militarmente más allá de un río que nuestras fuentes literarias griegas denominan Iber y los autores latinos Hiberus. Aunque la transcripción polibiana sólo contempla la obligación de los cartagineses de no traspasar el Iber, en dirección norte se entiende, con el ánimo de hacer la guerra, debemos presuponer que el texto original del documento aludía sin duda alguna a la reciprocidad. Es decir, que esta cláusula también era aplicable a Roma en el sentido inverso: los romanos renunciaban a llevar las armas al sur del Iber.
Frente al criterio común, hay que adelantar que el río del tratado de Asdrúbal no puede ser el Ebro. Sin duda, el río en cuestión estaba situado en la Hispania meridional, y con toda probabilidad se trata del Segura. Respecto a este punto, concentrémonos en los siguientes argumentos. Ningún autor afirma textualmente que el río que delimitaba las acciones militares púnicas fuera el Ebro. Sucede justo lo contrario: todas las alusiones conservadas en las obras de Polibio, Livio y Apiano parten de un río situado al sur de Sagunto. Polibio, el autor que está más cerca de los eventos, lo confirma de modo tajante. Al reflexionar sobre la responsabilidad de la segunda guerra púnica escribe (111 30, 3):
«Si consideramos la destrucción de Sagunto como el motivo de la guerra, tenemos que reconocer que los cartagineses fueron los culpables de que ésta estallara, por dos razones. Por una parte incumplieron el tratado de Lutacio que daba seguridad a los aliados y prohibía inmiscuirse en la esfera ajena, por otra parte violaron el tratado de Asdrúbal que prohibía cruzar el río Iber al frente de un ejército».
De esta aseveración podemos deducir que al ataque y a la destrucción de Sagunto antecede un traspaso del Iber, acción que los romanos interpretan como una ruptura del tratado de Asdrúbal; lo cual indica taxativamente que Sagunto estaba al norte del río mencionado en el acuerdo. Pero existe aún otra prueba que nos proporciona Polibio y que viene a certificar la misma localización. Cuando nos narra el episodio de la declaración de guerra efectuada por mediación de una delegación romana desplazada a Cartago y nos comenta la reacción de los cartagineses, Polibio matiza (III 21,1):
«Los cartagineses omitieron el tratado de Asdrúbal como si éste no hubiera sido concertado o, en, su caso, como si no tuviese vigencia, ya que ellos no lo habían ratificado».
De estas líneas se desprende claramente que los cartagineses reaccionan a la acusación de los romanos de que Aníbal, antes de atacar Sagunto, había incumplido el tratado de Asdrúbal con el argumento de que éste no había sido ratificado en Cartago, con lo que querían decir que no estaba en vigor. Lo interesante de esta afirmación es sin embargo observar cómo la violación del tratado de Asdrúbal es también contemplada aquí como un antecedente del ataque a Sagunto. Cuando Aníbal parte de Cartagena para sitiar Sagunto tiene que atravesar previamente el Iber, de lo que podemos deducir que el río del tratado de Asdrúbal estaba situado al sur de Sagunto.
Mucho más tarde que Polibio, también Tito Livio cita el tratado de Asdrúbal detallando la situación geográfica del río Hiberus (XXI 2, 7):
«Precisamente con este Asdrúbal, a causa de la extraordinaria habilidad que había mostrado en atraerse a estos pueblos y unirlos a su imperio, el pueblo romano había renovado el tratado de alianza que estipulaba que la frontera entre ambos imperios sería el río Hiberus y que Sagunto, situado entre los imperios de ambos pueblos, conservaría su libertad».
Tampoco asegura Tito Livio que Sagunto se situase dentro de la zona de dominio cartaginés, hecho indiscutible si verdaderamente hubiera sido el Ebro el río al que se alude en el tratado. Más bien se refiere a una zona intermedia entre ambos imperios, instructiva observación que viene una vez más a corroborar que la línea divisoria discurría al sur de Sagunto.
Analicemos por fin nuestra tercera fuente disponible, Apiano de Alejandría, quien al tratar el tema confirma de una manera que no deja lugar a dudas la versión polibiana al notificarnos: «En efecto [Aníbal], después de atravesar el Iber, destruyó la ciudad de los saguntinos con toda su juventud, y por este motivo los tratados que se habían estipulado entre romanos y cartagineses tras la guerra de Sicilia quedaron sin vigor». Luego, refiriéndose a la ubicación de la ciudad de Sagunto, Apiano afirma: «los saguntinos colonos de Zacinto situados entre los Pirineos y el Iber», con lo que queda demostrado que al igual que sus predecesores también Apiano localiza el río Iber al sur de Sagunto.
Si resumimos las alusiones de las fuentes escritas respecto del tratado de Asdrúbal, llama la atención el hecho de que en ningún sitio se entabla una ecuación inequívoca entre el río que delimitaba las acciones bélicas púnicas y el Ebro. Lo contrario está más cerca de la verdad. Todos los textos que nos legan los autores antiguos permiten entrever que el río Iber del tratado de Asdrúbal se ubica al sur de Sagunto.
A esto se añade que, teniendo en cuenta las dimensiones y el radio de acción de la esfera de dominio púnico, resulta difícil concebir una identificación del río del tratado de Asdrúbal con el Ebro. El gran río de la Hispania septentrional queda demasiado alejado (se trata de un tramo de más de veinte días de marcha) de las bases de operaciones de Asdrúbal. Además, no poseemos ningún indicio arqueológico de que en esta época los cartagineses se infiltraran tan hacia el norte.
Más sentido tiene un límite que se encuadre geográficamente al alcance de las posibilidades concretas de dominio de Asdrúbal. Éste podría ser el Júcar, como propuso Jerôme Carcopino, o, lo que parece más probable, el Segura. Una conjetura de este tipo se sustenta en el hecho de que, en el momento de cerrar el acuerdo, los cartagineses habían alcanzado una aceptable saturación territorial, pues dominaban ya las zonas neurálgicas de Andalucía y del sureste hispano. Los datos arqueológicos recalcan que los cartagineses albergaban el deseo de ejercer un control directo y permanente en estos territorios tan esenciales para sus intereses económicos y políticos tras la pérdida de Sicilia y Cerdeña. Recordemos que los campamentos cartagineses, cuya misión era la ocupación territorial, así como la defensa de los intereses económicos púnicos de la zona, se ubican exclusivamente al sur de una línea que discurre a lo largo del Guadalquivir y del Segura.
Pocas veces se ha intentado entender el gobierno de Asdrúbal desde las premisas adecuadas. De ello se resienten la valoración y el significado del tratado cerrado por él con Roma, para cuya designación ha adquirido carta de naturaleza el equívoco título de «Tratado del Ebro». A esta falsa deducción se ha llegado porque en posteriores épocas, especialmente durante la conquista romana de Hispania, el nombre Iber-Hiberus se apropia del principal río de la vertiente mediterránea hispana, el Ebro. Será a partir de esta época y no antes cuando el Ebro se convertirá en un indiscutible punto de referencia geopolítica. Pero todo esto sucede a raíz de los eventos desencadenados a partir del año 218 a.C., fecha clave que distorsionará la hasta entonces imperante dinámica geopolítica peninsular.
Tampoco hay que olvidar que, a causa de la expedición de Amílcar y, acto seguido, de la diplomacia de Asdrúbal, el aumento de las posesiones territoriales cartaginesas no tiene parangón dentro de la historia púnica. El tramo de Hispania controlado por los Bárquidas, delimitado por los cauces del Guadalquivir y Segura, era tan grande como Cerdeña y Sicilia juntas, y en cualquier caso más productivo que la provincia norteafricana de Cartago. Recordemos que Cartago había precisado de siglos para ganar posesiones en ultramar y que tuvo que desplegar enormes esfuerzos para conservarlas.
Este prisma, imprescindible para comprender el funcionamiento de la política cartaginesa, se manifiesta en el tratado de Asdrúbal. El acuerdo firmado a instancias de los romanos confirió a los cartagineses la sensación de haber conseguido un éxito diplomático capaz de estimular futuros sueños de grandeza. Roma, la primera fuerza de Occidente, reconocía, a pesar de limitarlas, las conquistas cartaginesas en Hispania, hecho que conllevaba un reforzamiento jurídico de la nueva provincia hispano-cartaginesa. Si el Ebro hubiera sido objeto del acuerdo, el problema territorial que ello habría planteado habría violentado todos los modelos y escalas de la política ultramarina cartaginesa, que nunca logró apropiarse de tan vastos territorios en tan poco tiempo, y supondría además admitir en los romanos una generosidad nunca mostrada en circunstancias anteriores. Por citar un solo ejemplo basta recordar la postura mezquina de Roma en la crisis que condujo a la anexión de Cerdeña.
En favor del Segura, en cambio, hay que aducir las condiciones geopolíticas del ámbito del dominio cartaginés en época de Asdrúbal, así como el hecho de que las fuentes antiguas no proporcionan ningún comprobante positivo para la identificación del Ebro con el límite del tratado de Asdrúbal. A ello se añade que, desde el punto de vista cartaginés, el reconocimiento romano de sus posesiones territoriales al sur del Segura en el momento del cierre del pacto representaba una ventaja. Apenas hacía una generación que había finalizado la primera guerra púnica, y las tierras que los cartagineses consolidaban ahora mediante el tratado abarcaban una superficie considerable. El resultado de las negociaciones era también aceptable para Roma: el comercio itálico y el de los masaliotas, aliados de Roma, con los puertos del litoral hispano quedaba adicionalmente protegido.
Ninguna fuente atestigua que lo que se estipuló en Hispania fuera ratificado en Cartago, lo que razonablemente podría apuntar a la duración de la validez del tratado. El hecho de que Asdrúbal se comprometiera frente a los romanos a no emplear las armas cartaginesas fuera del área territorial sancionada por mutuo acuerdo le ligaba prioritariamente a él. Ni la metrópoli ni sus sucesores al frente del ejército púnico en Hispania tenían que sentirse forzosamente obligados a cumplir a rajatabla las metas del pacto.
Ya las fuentes antiguas, filorromanas en su abrumadora mayoría, interpretan el tratado de Asdrúbal como el preámbulo de la segunda guerra púnica, y más exactamente como principal artífice del conflicto. Esta posición dificulta la comprensión de la genuina función del acuerdo. Cuando, en el año 226 a.C., Asdrúbal cerró el pacto, no podía imaginar que su gobierno sería tan efímero y que su sucesor, Aníbal, habría de asumir el riesgo de un conflicto armado con Roma. El principal propósito se dirigía, a la hora de establecer el tratado, a consolidar las posesiones púnicas en Hispania, fruto de una serie de logros y reveses cuya fragilidad no escapaba al experimentado estratega cartaginés. Fue más bien la necesidad de estabilizar políticamente la posición de dominio alcanzada lo que impulsó a Asdrúbal a buscar el entendimiento con Roma.
Así pues, por mediación de un acuerdo que había sido pactado ateniéndose al Segura como línea de demarcación, la omnipresente Roma se aseguraba el libre tránsito comercial para sus naves y las de sus aliados en las costas orientales hispanas. Existían aquí una serie de lugares, sobre los cuales la tradición literaria nos ha trasmitido un nombre heleno (Abdera, Alonis, Hemeroscopeion, Cipsela, Lebedontia, etcétera), que por lo general deben de haber sido escalas marítimas o bien barrios griegos en el seno de ciudades ibéricas. Al igual que existe constancia de la presencia de agentes cartagineses en Siracusa, Caere, Marsella y en numerosas sedes turdetanas o ibéricas, hubo también grupos de población griega e itálica en Hispania. En el caso de Sagunto suponemos que precisamente ese grupo de gente llegada del exterior temía una seria limitación de sus posibilidades de actuación como consecuencia de un inesperado aumento de la influencia cartaginesa en la región. Mientras Asdrúbal, que se hallaba atado por el tratado cerrado por él, tuvo las riendas del poder, no hubo motivo alguno para intranquilizarse. Con su muerte inesperada (Asdrúbal fue víctima de una venganza personal al ser asesinado por un siervo) y la toma del poder por Aníbal, cambia la situación (221 a.C.). El nuevo máximo representante de los intereses cartagineses en Hispania no tenía por qué sentirse obligado a respetar las cláusulas del tratado estipulado por su antecesor. Sus acciones podían apuntar hacia todo el territorio hispano, como muestran, por ejemplo, las expediciones emprendidas contra algunos pueblos de la meseta castellana cuyo hábitat quedaba bastante apartado de la tradicional zona de influencia púnica. Este cambio en la dirección de la política cartaginesa pudo haber provocado en algunas comunidades ibéricas, como por ejemplo en el caso de Sagunto, una mayor adhesión hacia Roma. Posiblemente la iniciativa partió de los círculos griegos e itálicos afincados allí. La buena disposición de los romanos a aceptar ese acercamiento es mucho más comprensible si tenemos en cuenta que, de haberse producido un abandono del litoral oriental hispano en favor de Aníbal, habrían sido afectados tangencialmente importantes intereses políticos y económicos romano-itálicos. Por supuesto los romanos no estaban dispuestos a tolerar ninguna clase de injerencia.
No obstante, por mucho hincapié que hagamos en los intereses económicos en litigio, nunca debe olvidarse que las operaciones romanas en Hispania obedecían a una estrategia eminentemente política, es decir, a la voluntad de Roma de seguir controlando la situación. Impedir la formación de un todopoderoso imperio colonial cartaginés que habría podido enturbiar su privilegiada posición en el Mediterráneo occidental era el objetivo primordial de la política exterior romana. En sus líneas esenciales la actuación de Roma en el Mediterráneo oriental y la política hispana poseían grandes coincidencias, según nos muestra el interesante estudio de Dankward Vollmer.
En uno y en otro caso, Roma aplicaba métodos similares. Su disposición a hacer la guerra quedaba subordinada a eventualidades equiparables. Una visión panorámica de la diplomacia romana nos muestra sus comunes parámetros de actuación. Observamos la forma sistemática de plantear la escalada de conflictos mediante pactos calculados. Roma ofrecía tratados de alianza a socios necesitados de ayuda situados como una púa en el cuerpo de grandes potencias enemigas para contar, cuando fuera preciso, con una excusa que posibilitara intervenir activamente en el previsible conflicto. En Iliria fue la pequeña isla de Issa la que desempeñó inicialmente esta función. Luego fueron utilizados progresivamente otros aliados, por ejemplo Demetrio de Faros, para poner en jaque a la reina Teuta o a Macedonia. En el Mediterráneo occidental las ciudades que sirven de cuña a la política exterior romana serán Marsella y sobre todo Sagunto.
Desde que los cartagineses pisaron el suelo hispano por primera vez, estuvieron atentamente sometidos a observación por parte de Roma. Autoproclamada árbitro del mundo mediterráneo occidental, la gran ciudad latina, al igual que ya hiciera durante la crisis de Cerdeña, no pensaba en ningún momento otorgar a Cartago un amplio margen de confianza. Las embajadas despachadas a Hispania debían poner coto a la expansión púnica y al mismo tiempo hacer recordar a los Bárquidas que su actuación política y territorial precisaba de la aprobación romana. Naturalmente los Bárquidas consideraban este modo de proceder como una flagrante intromisión en sus asuntos domésticos. La presión tutelar de la política romana se sentía con mayor efecto en la medida en que los progresos cartagineses en Hispania iban cobrando un auge cada vez mayor. La pregunta que por entonces se formulaba el alto mando cartaginés ante la situación creada por el repentino vacío de poder ocasionado por la defunción de Asdrúbal era: ¿qué nuevos impedimentos tramarán los romanos para entorpecer el futuro avance cartaginés en Hispania y cómo reaccionará Cartago? A partir de ahora la respuesta a este interrogante dependerá en gran parte de un joven estratega de veintiséis años elevado por el ejército a la cima del poder: Aníbal.