8. Siguiendo la ruta de Hércules: de Cádiz a Italia
Desde el final de la primera guerra púnica los romanos ejercían un dominio indiscutible sobre el mar. La carencia de una flota equiparable a la de sus competidores obligó a Aníbal a escoger la vía terrestre para enfrentarse a su rival. Pero Aníbal hace de esta penuria una virtud. Compensa el déficit de la flota con un superávit en cuanto a operatividad de su ejército. Sus aguerridas tropas, acostumbradas a su mando y fieles a sus consignas, acuden sin demora a su llamada y le siguen como si las condujera Alejandro Magno en su larga marcha hacia el este. Obviamente, la recién acontecida conquista de Sagunto había elevado la moral de su ejército, y Aníbal tuvo buen cuidado de procurar que la correspondiente parte del botín de guerra fuera generosamente repartida entre sus soldados. Los que participaban en la campaña que se estaba preparando estaban llenos de esperanza de conseguir en un futuro próximo otros triunfos y acumular nuevas recompensas.
En mayo del año 218 a.C. Aníbal imparte en Cartagena la orden de marcha a su ejército, que se encamina hacia el norte. Seguirá la llamada ruta de Hércules (en memoria del recorrido de Hércules a raíz del episodio de Gerión), que en grandes tramos viene a coincidir con la calzada romana, posteriormente trazada, denominada vía Augusta, que unía Cádiz con los Pirineos, pasando por Cartagena, Sagunto, Tarragona, etcétera.
Según las fuentes, que desde luego exageran las cifras, el ejército movilizado por Aníbal se componía inicialmente de 90.000 infantes, de más de 10.000 jinetes, así como de un considerable número de elefantes de guerra. Si calculamos un promedio de unos 20 kilómetros diarios de recorrido, incluyendo siempre las jornadas de descanso, la imponente columna debió de pasar a principios de junio por Sagunto. Unas semanas más tarde, desplazándose por la línea de la costa, Aníbal pasa por Oinusa (¿Peñíscola?). Cruza el Ebro, probablemente al oeste de Tortosa, para enfilar a continuación la ruta del interior de Cataluña hacia los Pirineos. A partir de aquí, Aníbal desiste de transitar por la vía de la costa, no sólo por su difícil acceso (Garraf), sino también porque habitaban allí una serie de pueblos con los que Roma había entablado lazos de cooperación y amistad. Después de someter a los ilergetes (región de Lérida) y los bargusios (valle del Segre), a los ausetanos (entre Vich y Gerona) y a los lacetanos (alrededor de Ripoll), que le opusieron una firme y tenaz resistencia, alcanza en pleno verano los Pirineos (sobre la ruta de Aníbal, véase Francisco Beltrán Lloris). Una vez llegado allí, y antes de dejar atrás el territorio hispano, se decide a reestructurar el ejército para reforzar su operatividad y flexibilidad. Deja a su lugarteniente Hannón al mando de 10.000 infantes y 1.000 jinetes para proteger los pasos pirenaicos y le encarga, además, el control de las regiones recién conquistadas. Licencia a una considerable cantidad de soldados hispanos, de cuya fidelidad dudaba, y reanuda su marcha para enfrentarse a Roma con el resto, unos 40.000 infantes y casi unos 10.000 jinetes, así como una manada de elefantes de guerra.
Hasta el momento, se habría podido pensar que la expedición de Aníbal perseguía la meta de someter toda Hispania al dominio bárquida. Pero al cruzar los Pirineos y continuar la marcha a lo largo del valle del Ródano quedaba bien claro que el objetivo de Aníbal sobrepasaba los límites del territorio hispano. Lo que en principio habría podido parecer una expedición de conquista o pillaje, delimitada por el marco geográfico peninsular, se revela después de dejar atrás los Pirineos como lo que verdaderamente era: una marcha hacia Roma. Así lo percibieron los romanos, que observaban atentamente y cada vez con mayor preocupación los pasos del ejército púnico.
Es interesante resaltar que Aníbal evita entrar en conflicto con las ciudades griegas que están cerca de su paso. No sólo se abstiene de atacar Rosas y Ampurias, sino que luego también pasará de largo por Marsella sin la menor intención de entablar hostilidades con ella. Probablemente esta conducta obedecía a las directivas de su propaganda antirromana. Recordemos que Aníbal, desde el inicio de su enfrentamiento con Roma, intenta movilizar a los fenicios y griegos de occidente para atraerlos a su causa. Como podremos constatar, esta llamada a la solidaridad antirromana tendrá bastante éxito en el curso de los próximos acontecimientos. Sin embargo, las comunidades griegas en suelo galo e hispano se muestran reacias a la adhesión y no sucumben a esta política de captación. Al contrario, Marsella apoyará a la flota romana que pronto empezará a operar en las costas ibéricas, y Ampurias se convertirá en la cabeza de puente de la futura penetración romana en Hispania.
Al llegar las primeras noticias del avance cartaginés en territorio galo, Roma decide hacerle frente. Su primitiva estrategia había consistido en desplazar la mayor parte de las legiones vía Sicilia al norte de África. Ahora, ante la evidencia de la marcha de Aníbal hacia Italia, Roma vacila sobre la conveniencia de propinar un golpe frontal a Cartago en su propio territorio y se prepara para defender las regiones itálicas amenazadas por Aníbal. Un cuerpo de ejército al mando de Publio Cornelio Escipión se dirige por vía marítima a la Galia meridional con la intención de entorpecer el avance cartaginés. Otro importante dispositivo militar queda estacionado en las inmediaciones del valle del Po para formar una barrera impenetrable que impida a Aníbal el acceso a Italia.
En agosto, unas doce semanas después de haber salido de Cartagena, Aníbal se dispone a atravesar el Ródano (sobre la ruta gálica de Aníbal, véase Serge Lancel). Polibio (III 46) nos ofrece un relato altamente plástico de las peripecias que le tocó pasar para sortear los obstáculos de la naturaleza y poder continuar la marcha: «Algunos elefantes se lanzaron aterrorizados al río a mitad de la travesía, y ocurrió que sus guías murieron todos, pero los elefantes se salvaron. Pues, gracias a su fuerza y a la longitud de sus trompas, que levantaban por encima del agua, inspirando y exhalando a la vez, resistieron la corriente, haciendo erguidos la mayor parte de la travesía».
Bien avanzado el mes de septiembre, las legiones de Publio Cornelio Escipión llegan a las inmediaciones de Marsella. Como no dispone de fuerzas suficientes para poder impedir el paso a Aníbal, se ve obligado a consentir que éste siga su ruta sin ninguna clase de interrupción. Escipión manda a Hispania a su hermano Gneo Cornelio Escipión al frente de dos legiones y le encomienda la misión de deshacer las líneas de comunicación y aprovisionamiento del ejército cartaginés.
A pesar de las medidas preventivas tomadas, la irrupción de Aníbal en Galia conmociona profundamente a Roma. Estaba sucediendo precisamente lo que más temían los romanos. Mientras el potencial bélico púnico se asemejaba a una poderosa cuña dispuesta a abrirse paso sistemáticamente hacia su objetivo, las fuerzas romanas, en su mayor parte integradas por soldados rápidamente reclutados y por tanto carentes de experiencia y diseminadas en distintos puntos del territorio itálico, no formaban un bloque compacto y suficientemente móvil para poder ofrecer una contundente resistencia. Un cuerpo de ejército aún permanecía en el sur de Italia preparándose para su desembarco en el norte de África, y otras dos legiones se dirigían por mar hacia Ampurias. Donde más fuerzas faltaban para frenar los pasos de Aníbal era en el norte de Italia, si es que éste conseguía franquear la imponente barrera natural que protegía el valle del Po: los Alpes.
Ningún episodio de la biografía de Aníbal ha despertado tanto la imaginación de contemporáneos y observadores posteriores como su paso por la cordillera alpina. La imagen de una impresionante columna internándose en un paisaje montañoso, agreste y por supuesto majestuoso, acompañada por los elefantes de guerra, ya es un mito en la Antigüedad. Las informaciones más fidedignas las recoge Polibio (III 47-56), al parecer ciñéndose a los apuntes de Sileno, quien formó parte de la expedición. Por ello merecen más credibilidad que el relato de Livio (XXI 31-38), impregnado de reminiscencias literarias.
No tardan en gestarse leyendas que enaltecen el episodio y lo convierten en una epopeya de carácter singular y heroico. La hazaña es interpretada como un trabajo hercúleo más, ya que osa retar a la naturaleza de una manera sumamente intrépida. En concordancia con estos paradigmas interpretativos, el relato del trayecto alpino, tal como lo narran las fuentes, aparece repleto de efectos dramáticos. Ningún autor logra sustraerse al poder sugestivo del insólito hecho. Pero, si dejamos de lado la interpretación literaria, que envuelve los eventos como una cortina de humo, y pasamos a contemplarlos históricamente, el resultado del análisis es bastante menos espectacular.
\s Llama la atención la extraordinaria rapidez, así como la minuciosa coordinación, de la empresa. Aníbal, sencillamente, lo había previsto todo, la preparación fue formidable. Se habían establecido previamente acuerdos y tratados de amistad con las tribus celtas que habitaban a lo largo de la ruta. El dispositivo logístico funcionó admirablemente bien. Pertrechos, armas y víveres habían sido anteriormente almacenados y puestos a disposición de la tropa. Además, el ejército fue dividido en tres secciones que por diferentes caminos llegaron al punto de concentración previsto. La columna principal, con Aníbal al frente, avanza a lo largo del valle del Ródano hasta las inmediaciones de Valence, dobla hacia el este siguiendo el cauce del Isère hasta Grenoble y luego, dirigiéndose al monte Cenis, comienza la subida para empezar a descender una vez llegada allí, enfilando el valle del Po.
Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados y de la esmerada preparación, no se pudo evitar sufrir algún contratiempo. No todas las tribus celtas cooperaron. Algunas opusieron una inesperada y feroz resistencia que tuvo que ser doblegada por la fuerza. El hecho más sonado fue la pérdida de un gran número de elefantes. Sólo serán nombrados en las próximas campañas, por lo que hay que deducir que muchos de ellos perecieron en los Alpes. Acostumbrados al clima cálido del sur de Hispania, los sufridos animales sucumbieron a la rapidez de la marcha y a la inclemencia del tiempo, cuyas bajas temperaturas no pudieron soportar. Mientras tanto había llegado el otoño, y las nieblas, la nieve y el hielo se habían apoderado de las zonas altas del paisaje. Todos estos trotes fueron, simplemente, demasiado para ellos. Con la ausencia de un nutrido grupo de elefantes, Aníbal echaba de menos una temible arma de choque que ya durante las guerras pírricas había sembrado el pánico y la consternación en las líneas romanas.
Totalmente agotado y debilitado por el desgaste acusado durante el ascenso, y el no menos complicado descenso de la alta montaña alpina, así como por los ataques de las tribus hostiles, Aníbal alcanza a finales de septiembre la llanura. Se interna en el país de los taurinos, pone sitio al principal núcleo urbano de la región y al cabo de unos pocos días entra victorioso en Turín. Aquí pasa revista a su ejército. Acepta gustosamente las propuestas de amistad de algunas tribus celtas. Con las tropas que le permite reclutar su recientemente concluida alianza púnico-celta consigue suplir con creces las pérdidas humanas y materiales que la escalada de los Alpes había ocasionado.
La noticia de la llegada de Aníbal a Italia sorprende al cónsul romano Tiberio Sempronio Longo en el puerto siciliano de Lilibeo, donde ha reunido un cuerpo de ejército que con una flota quiere trasladar a las inmediaciones de Cartago. El general romano se ve obligado a tomar una decisión rápida: proseguir con la campaña africana o concentrar sus fuerzas en la defensa de Italia. Se pronuncia por la segunda opción, que es también lo que aconseja el senado romano. Al actuar de esta manera, se cumple una previsión básica de la estrategia de Aníbal: evitar que la guerra se desencadene en el norte de África. Ya bien entrado el mes de octubre, Tiberio Sempronio Longo toma la ruta hacia el puerto adriático de Arímino, donde convoca a sus tropas a presentarse en un breve plazo de tiempo. Desde allí se inicia la marcha hacia el norte, con dirección a Placencia. Su intención es reunirse cuanto antes con las legiones de su colega consular Publio Cornelio Escipión y, merced al redoblado potencial de ambos ejércitos, expulsar al intruso general cartaginés del suelo itálico. Al igual que los cónsules romanos, también Aníbal tiene prisa. Éste es el motivo de que las actividades bélicas no cesen en ningún bando a pesar de aproximarse la estación invernal. Aníbal quiere consolidar su posición en el norte de Italia antes de que empiece a imperar el mal tiempo. Sus adversarios quieren aprovechar precisamente esta circunstancia para impedir al ejército púnico un cómodo acuartelamiento.
Mientras tanto, el otro cónsul, Publio Cornelio Escipión, que fue incapaz de cortar el paso a Aníbal en la Galia meridional, después de enviar a su hermano Gneo Cornelio Escipión con dos legiones a Hispania, tiene que acudir lo más pronto posible a Italia. Desembarca en Pisa y consigue aumentar el número de sus tropas incorporando a su ejército todas aquellas unidades que estaban destacadas en la zona, hasta contabilizar en total unos 20.000 hombres. Luego se encamina a marchas forzadas hacia el Po para impedir una defección masiva de las tribus celtas. Los dos ejércitos enemigos se encuentran en la región de Placencia a orillas del Ticino, un afluente a la izquierda del Po. Sin esperar la llegada de las tropas de Tiberio Sempronio Longo, Publio Cornelio Escipión se ve inmerso en un combate protagonizado por la caballería púnica. Los jinetes númidas, apoyados por unidades hispanas y celtas, cercan, arrollan y dispersan al estupefacto ejército romano derrotándolo de manera contundente. Aníbal, que no tenía otra alternativa que vencer, pues una derrota habría significado el fin de su expedición, se impone porque arriesga más que su contrincante. Publio Cornelio Escipión resulta herido en el combate, y será su hijo de apenas 18 años, el famoso Escipión el Africano, quien, según afirman algunos autores, le salvará la vida. Se ve obligado a retirarse hacia el sur dejando una parte del país celta en manos de Aníbal y en plena rebelión contra Roma. Esta primera victoria que se adjudica Aníbal le ayuda a fomentar su prestigio. A partir de ahora, irá recibiendo de forma progresiva la adhesión de todas aquellas comunidades celtas hostiles a Roma.
Sin embargo, y a pesar del revés sufrido, aún no hay nada perdido para Roma. Las legiones de Escipión que han salido ilesas de este primer choque forman una nueva línea de resistencia que en breve se verá considerablemente reforzada por el concurso de las fuerzas que, al mando de Tiberio Sempronio Longo, están a punto de llegar del sur. Escarmentado de su primera confrontación con Aníbal, Escipión se resiste a entablar un nuevo combate. Permanece parapetado dentro de su fortificado campamento esperando a las legiones de su colega consular. A principios del mes de diciembre los dos ejércitos consulares se reúnen a orillas del Trebia, un afluente que confluye a la derecha del Po.
A pesar de la superioridad numérica de sus enemigos, Aníbal no duda en hacerles frente. Traza un plan de batalla audaz, que puede tener efectos positivos si consigue hacer pelear a los romanos en un terreno favorable a su caballería. Para ponerlo en práctica, Aníbal tiene que tomar la iniciativa y entablar la lucha. Manda un cuerpo de ejército a primera línea para provocar la salida de las legiones de su campamento y simula una retirada desordenada. Mientras los romanos avanzan, las tropas púnicas se van replegando según el plan previsto. Aníbal envía a sus lanceros y honderos baleares a entorpecer la embestida de las legiones. Ha llegado el momento de activar el contraataque de la infantería púnica, compuesta por íberos, libios y celtas. Una vez más, la irresistible potencia de la caballería púnica decidirá el combate. Obliga a las legiones a romper filas y retirarse en desorden. El ejército romano, en plena descomposición después de la funesta carga de los jinetes númidas, huye cruzando el río Trebia. Los supervivientes se refugian en la fortaleza de Placencia. El recuento de las bajas evidencia una terrible sangría en las filas romanas. Miles de hombres muertos, heridos o desaparecidos. El ejército de Aníbal apenas sufre merma. La mayoría de caídos son celtas. Las unidades de elite compuestas por íberos, libios y númidas están prácticamente intactas. Sin embargo, después del combate, y debido a las inclemencias del tiempo, enferman muchos hombres, y bastantes de ellos perecen. La misma suerte corren múltiples caballos y casi todos los elefantes que habían logrado sobrevivir al paso de los Alpes.
Aunque desde la aparición de Aníbal en Italia el valle del Po se convierte en el principal teatro de operaciones bélicas, la guerra también deja su huella en otras latitudes. Una flotilla púnica parte de Cartago para intentar poner pie en Sicilia, pero fracasa en su empeño al ser repelida por la defensa romana y ser luego víctima de una tempestad.
Más trascendencia tiene la lucha que se está desarrollando en el norte de Hispania. La llegada de Gneo Cornelio Escipión al frente de dos legiones a Ampurias propicia el acercamiento a Roma de muchas comunidades ibéricas, descontentas con la dominación púnica. Escipión consigue derrotar a Hannón, a quien Aníbal había confiado la custodia de la región pirenaica. Esta presencia romana en el norte de Hispania, consolidada por éxitos militares y tratados de amistad con comunidades ibéricas de la zona, constituye un serio golpe para la estrategia de Aníbal. Su intención inicial de mantener todo el territorio hispano bajo control se ve frustrada a partir del primer año de la guerra. Por otra parte, los contingentes romanos destacados en Cataluña son en cuanto a número y calidad bastante inferiores al resto de las tropas cartaginesas que bajo el mando de Asdrúbal guarnecen la cuenca minera andaluza, tan vital para la financiación de la guerra. Sin duda alguna, la cabeza de puente romana en el norte de Hispania es un contratiempo, pero no constituye un foco de inminente peligro para el futuro de las próximas operaciones de Aníbal.
Las consecutivas victorias de Aníbal en el Ticino y el Trebia transforman sustancialmente el panorama político-militar en Italia. Es la primera vez que Roma sufre ante Cartago una derrota de tal magnitud en campo abierto. Con ello, Aníbal no sólo restablece el deteriorado -desde la primera guerra púnica- prestigio militar cartaginés, sino que al mismo tiempo demuestra al mundo la vulnerabilidad de las armas romanas. Como consecuencia de ello la autoridad romana en el valle del Po se descompone. No pocas tribus celtas de la zona se liberan de la tutela romana y conciertan tratados de alianza con Cartago. Mucho mayor peligro para la integridad de la hegemonía romana reviste la forma de proceder de Aníbal respecto a los socios itálicos de Roma. Al pasar revista a los miles de prisioneros, Aníbal separa a los ciudadanos romanos de los itálicos, dejando a estos últimos en libertad sin condiciones, mientras que los primeros tienen que pagar un rescate para quedar redimidos del cautiverio.
Con este gesto, Aníbal daba a entender que sólo estaba enemistado con Roma, excluyendo del contencioso a los pueblos de Italia dominados por la ciudad del Tíber. Observamos aquí un nuevo eslabón en la concepción propagandística de su guerra contra Roma. Aníbal compara la situación de los cartagineses con la de los itálicos recalcando una conjunción de intereses comunes entre las «víctimas» de la ambición romana. Hasta el momento, Aníbal se había esforzado por atraer hacia su causa a la opinión pública de la periferia del Imperio Romano. A partir de ahora, al pretender movilizar a los itálicos, incitándoles a desentenderse de Roma, dinamitaba los fundamentos del poder romano.
Toda esta proliferación de acontecimientos negativos repercute sensiblemente en la política interior romana. Conmocionada por dos derrotas evitables y consciente del peligro de que pueda producirse una defección de sus aliados, la clase dirigente romana toma medidas inmediatas. De los dos cónsules cesantes, Escipión es despachado a Hispania para ayudar a su hermano. Los dos cónsules electos del año 217 a.C. reciben órdenes de detener la marcha de Aníbal. Uno de ellos, Cayo Flaminio, que había adquirido experiencia militar durante las guerras célticas, obtiene un nuevo ejército con el que se propone derrotar a Aníbal.
Después de la victoria del Trebia, Aníbal se encamina a Bolonia con la intención de invernar allí. Concede a sus tropas, que ya llevan casi diez largos meses de agotadora campaña, un merecido descanso. Durante las semanas de inactividad bélica, Aníbal se preocupa del estado de ánimo de su ejército. Hay que curar las heridas recibidas, recomponer los pertrechos destrozados y procurarse nuevas armas. También se reparte el botín conquistado. Aníbal dedica este tiempo a formar y adiestrar nuevas unidades de choque provistas por los aliados celtas. Paralelamente, se establecen lazos de amistad y cooperación con los pueblos itálicos colindantes. Aníbal no cesa de ofrecer propuestas de alianza a todos aquellos que quieran abandonar a Roma. Tampoco descuida el mantenimiento de un efectivo sistema de comunicaciones que le mantenga al corriente de lo que sucede en Cartago e Hispania. Se procura información de los diferentes campos de batalla, manda correos con instrucciones, exhorta a sus aliados a permanecer fieles a su causa y ultima los preparativos para las próximas operaciones.
En la primavera del año 217 a.C. el ejército cartaginés se pone en camino hacia el sur. La marcha discurre por el recorrido más corto pero más plagado de dificultades. Después de partir de Bolonia, la columna cartaginesa cruza el agreste terreno de la cordillera apenina y se dirige hacia el valle del Arno. Continúa siguiendo el cauce del río hasta que se ve obligada a atravesar una zona pantanosa que causa enormes penalidades a hombres y animales. También Aníbal tiene que pagar un alto tributo, pues enferma gravemente y pierde un ojo a causa de una fuerte inflamación. No se deja arredrar por eso, y, tan pronto como puede, reanuda la marcha. Por fin llega a Fésulas y continúa avanzando por Etruria.
Cerca de Arrecio se reagrupan las legiones de Cayo Flaminio. Sensibilizado por las adversidades del año anterior, el alto mando romano vacila en tomar la iniciativa. Ésta corre a cargo de Aníbal. Cayo Flaminio reacciona intentando contrarrestar la acometida del ejército púnico. Este estado de indecisión lo aprovecha Aníbal para devastar la región situada al sur de Cortona y al norte del lago Trasimeno. Los cartagineses encuentran poca resistencia y consiguen acumular nuevos botines. Aníbal pretende provocar a Flaminio y forzarle a presentar batalla antes de que éste pueda reunirse con su colega consular Gneo Servilio Gémino, cuya columna aún deambula por Arímino.
Aníbal da a entender que quiere dirigirse a Roma y Flaminio va en su busca para interceptarle el paso. Las orillas del lago Trasimeno serán el escenario de otra gran victoria púnica. La batalla librada el 21 de junio del año 217 a.C. se desarrolla según los planteamientos que Aníbal consigue imponer al enemigo. Cayo Flaminio cae en la trampa que le tiende el general cartaginés al dejar marchar a sus legiones por un estrecho valle situado entre el lago y unas elevaciones llenas de tropas púnicas emboscadas. Éstas se precipitan en avalancha en dirección a la dilatada columna romana, que, llena de consternación ante el alud que se le viene encima, ofrece poca resistencia y queda completamente aplastada por la contundencia del ataque cartaginés. Más de 10.000 hombres, entre ellos su comandante en jefe Flaminio, mueren durante la contienda. Unos 20.000 combatientes son hechos prisioneros. Como ya sucedió el año anterior, después de la pugna a orillas del río Trebia, Aníbal vuelve a dejar en libertad a los itálicos que militaban en el ejército romano, renovando su propuesta de amistad. Les encarga difundir en sus respectivos lugares de origen el mensaje de que él sólo hacía la guerra a los romanos.
Cuando llega a Roma la noticia del desastre ocurrido a orillas del lago Trasimeno, cunde el pánico en la ciudad. Hacía muchísimo tiempo que Roma no había tenido que encajar una derrota de semejante magnitud.
El senado delibera, en reunión permanente, sobre la futura estrategia y las personas idóneas para ejecutarla. Fruto de estos debates es la creación de una magistratura excepcional: la dictadura. En contra de la opinión dominante, no hay que ver en ella una institución caída en desuso y activada observando los preceptos de su primitiva función, sino que se trata más bien de una innovación sin precedente constitucional, puesta en práctica en momentos de crisis. El dictator y su más cercano colaborador, el magister equitum, ostentarán el máximo poder militar, por encima de los cónsules u otros magistrados, y dispondrán de una potestad ilimitada durante seis meses. Al cabo de este plazo se verán obligados a dimitir si la asamblea del pueblo no prorroga su mandato. Para desempeñar una función tan trascendental es elegido Quinto Fabio Máximo, experimentado político y general, hombre metódico, sosegado y acreedor de la máxima confianza. Su lugarteniente Marco Minucio Rufo es todo lo contrario, audaz hasta la temeridad y lleno de energía y ansias de acción. De estos dos personajes, que pertenecían a grupos políticos enfrentados entre sí, se esperaba que no cometieran ninguno de los fallos que tan caro habían costado a los hombres que militaban a las órdenes de Publio Cornelio Escipión, Tiberio Sempronio Longo y Cayo Flaminio, quienes habían subestimado las facultades de Aníbal y de su ejército y planteado combates de forma precipitada en terrenos desfavorables y en condiciones adversas.
Ante la evidencia de los descalabros sufridos, urgía un replanteamiento táctico serio. Hacía falta un cambio de estrategia, así como una acción militar mejor coordinada que las anteriores, que se adaptase a las peculiaridades de un rival altamente motivado y fortalecido por sus recientes éxitos. Las primeras medidas que toma Quinto Fabio Máximo al hacerse cargo del ejército es observar detenidamente los movimientos de Aníbal y convertirse en su sombra sin arriesgar nada. Mientras tanto, ordena ejecutar un complejo programa de entrenamiento. Acostumbra a sus legionarios novatos a los vaivenes de una penosa y dilatada contienda.
Después de la victoria obtenida en el lago Trasimeno el alto mando cartaginés formula sus próximas metas. Aníbal manda emisarios a Cartago para comunicar su nuevo triunfo y exhortar a sus conciudadanos a permanecer firmes en la lucha contra Roma; también les pide que expidan flotas hacia Hispania e Italia para asegurar el suministro de los ejércitos púnicos. Al analizar la situación en Italia, se decide a pasar de largo por Roma y dirigirse hacia el este. Sin duda influye en Aníbal el deseo de evitar una nueva confrontación cuyo desenlace, después de tantos trotes, habría podido ser imprevisible. También debió de incidir en estos planes la necesidad de otorgar al victorioso pero agotado ejército púnico, que en los meses pasados se empleó al tope de sus posibilidades, un momento de respiro que le ayudara a recuperar fuerzas. En el verano del año 217 a.C. Aníbal atraviesa Umbría y Piceno. Alrededor de 16 meses después de haber partido de Cartagena, las tropas púnicas llegan al litoral adriático, donde vuelven a ver el mar. Reina la típica calma que precede a toda gran tormenta. Una nueva y violenta fase de la guerra está a punto de comenzar.