2. Cartago y Roma: crónica de una relación deteriorada

Desde mediados del siglo IV a.C. Cartago y Roma se van configurando como las dos potencias de mayor irradiación geopolítica en sus respectivas áreas de influencia. Aunque los caminos recorridos por ambas ciudades para adquirir un alto grado de preeminencia siguen cauces bien distintos, también es cierto que los puntos comunes entre ellas son considerables. Ubicada en el centro de la península apenina a orillas del Tíber, río que riega la región de Lacio, Roma tiene una marcada orientación agraria. Extiende paulatinamente sus tentáculos creando círculos concéntricos de expansión. La clase social dirigente, el senado, mantiene su reconocida autoridad gracias a sus grandes propiedades rurales, así como a una intensa red de contactos personales (clientelae) que la enlaza con un notable número de adeptos dentro y fuera de la urbe. Su prestigio reside ante todo en el ejercicio de funciones de mando a través de las distintas magistraturas (pretura, consulado). Un sólido aparato estatal estructurado en torno a los intereses de la elite senatorial dominante y un numeroso y adiestrado ejército (legiones) altamente organizado constituyen las bases del poderío político romano. Éste aumenta rápidamente durante el siglo III a. C. al conseguir imponer su supremacía en la casi totalidad de la península itálica. Insertada en el centro de un tupido tejido de tratados bilaterales estipulados con sus aliados itálicos (foederati), Roma se convierte, al lado de Marsella, Siracusa y Cartago, en uno de los motores políticos y económicos más dinámicos en la cuenca del Mediterráneo occidental. El sistema hegemónico romano abarca las comunidades itálicas (etruscos, umbrios, samnitas, campanos, etcétera), así como las ciudades de la Magna Grecia (Nápoles, Posidonia, Síbaris, Crotona, etcétera). Los llamados amici et socii populi Romani potencian la efectividad del dispositivo militar romano al tiempo que contribuyen a garantizar su estabilidad económica, política y social. Roma se abstiene de intervenir en los asuntos internos de sus aliados itálicos. Sí exige, sin embargo, su colaboración en política exterior llamándoles a filas. Es Roma quien dictamina exclusivamente la necesidad de declarar o no la guerra, y sus socios están obligados a prestarle obediencia y a acatar las decisiones adoptadas por ella.

Mientras Roma estaba consolidando su dominio en Italia, los intereses geopolíticos de Cartago se condensaban en el norte de África y en las islas del Mediterráneo central. Los cartagineses, antiguos colonos fenicios de Tiro asentados desde el siglo VIII a.C. en medio del golfo de Túnez en su Nueva Ciudad, pues éste es el significado del nombre Cartago (Qarthadascht), se congratulaban de pertenecer a una civilización milenaria, abierta a las principales corrientes comerciales, políticas y culturales de la época. Con el transcurso del tiempo su ciudadanía, a la que ya las fuentes antiguas se referían con los sinónimos cartaginesa o púnica, había ido asimilando elementos norteafricanos, debido a su vecindad, y griegos, mayoritariamente procedentes de Sicilia, logrando integrarlos en su seno. Su envidiable ubicación geográfica en uno de los mejores puertos del Mediterráneo central convierte a la ciudad en un foco de atracción. Allí confluyen, entrecruzándose, importantes vías marítimas y terrestres. A ellas acuden negociantes, artistas, intelectuales, aventureros y mercenarios. Estos últimos están llamados a desempeñar un papel esencial, pues el restringido potencial demográfico de Cartago le obliga a servirse de mercenarios extranjeros para solventar sus operaciones bélicas en el momento en que Cartago decide expandirse hacia ultramar creando parcelas de dominio fuera del continente africano.

Pero a pesar de su apertura hacia el exterior, el genuino carácter púnico de Cartago nunca logra desvirtuarse, cosa que salta a la vista al observar el sistema político-económico o el panteón religioso (Melqart, Tanit, Bal Hammón, etcétera). Ambas esferas estarán muy presentes en la biografía de Aníbal, arraigada a sus raíces púnicas, pues siempre demostrará un escrupuloso cumplimiento de sus preceptos.

Al igual que hiciera Roma en Lacio o en Campania, también Cartago desarrolla importantes actividades agrícolas en las fértiles llanuras norteafricanas introduciendo nuevas plantas, ampliando el espacio cultivable o mejorando los métodos de producción. Estos logros llegarán a transformar la península del cabo Bon en una explotación modelo. Es de resaltar en este contexto que el primer tratado científico sobre agricultura lo escribe el cartaginés Magón en lengua púnica y no un autor romano, como se podría pensar dado el acentuado carácter agrario de la ciudad latina. Los romanos pronto se percatan de su importancia y se apresuran, cuando se apoderan de él, a traducirlo al latín y divulgarlo por toda Italia.

Sin embargo la orientación marítima y comercial de Cartago cobra un auge cada vez mayor. En las Baleares (Ibiza), Cerdeña (Tarro, Olbia) o Sicilia (Lilibeo, Panormo, Motia), así como a lo largo del litoral norteafricano, proliferan los emporios cartagineses. Entre ellos y los países adyacentes se articula un denso tráfico naval de personas, mercancías e ideas. La ciudad de Cartago monopoliza una gran parte de este complejo sistema de comunicaciones obteniendo suculentos beneficios de las transacciones e intercambios. Como ya hiciera su metrópoli Tiro en la lejana tierra fenicia, Cartago se proyecta hacia el mar. Su puerto cobra una importancia vital. Allí confluyen materias primas procedentes de todas partes (metales, grano, madera, lana, etcétera) para ser manufacturadas en los talleres cartagineses y posteriormente exportadas a los principales mercados de consumo. Con el tiempo se perfila una gama de productos púnicos (joyas, cerámica, armas, muebles, ornamentos, figuras votivas, etcétera) cuya presencia en los diversos puntos del territorio mediterráneo da cuenta del alcance y la envergadura del comercio cartaginés.

Cartago y Roma en el siglo III a.C.

Los primeros colonos tirios se habían establecido en un territorio hostil rodeado de aguerridas tribus libias y númidas. A partir del siglo V a.C. los moradores de Cartago traspasan su primitivo y reducido recinto y amplían su hábitat conquistando las zonas de alrededor. Estos logros son obra de una aristocracia terrateniente, ansiosa de multiplicar sus parcelas de cultivo y sus rentas. Con ello conseguía además garantizar el aprovisionamiento necesario para alimentar a la creciente población. A diferencia de gran parte de los establecimientos fenicios en occidente, que no pasan de ser meras factorías comerciales dependientes de la respectiva metrópoli, Cartago se estructura desde el principio como una comunidad política autónoma comparable a una gran polis griega del talante de Siracusa, Tarento o Marsella, por citar algunos de los ejemplos más significativos.

Al igual que sucedió en Roma después del debilitamiento de la monarquía, en Cartago emerge una serie de familias nobles que la sustituyen y que con el tiempo consiguen hacerse con el control de las instituciones estatales (sufetado, consejo, etcétera). El sistema político-social cartaginés aparece tan sólidamente afianzado que los intelectuales griegos, cuando hablan de las ciudades-estado modélicas, no vacilan en citar a Cartago como una muestra de ello. Así opera Aristóteles, que alaba la constitución cartaginesa equiparándola a la de Esparta, a su parecer tan ejemplar la una como la otra, o, por citar otro significativo ejemplo, Eratóstenes, admirador del sistema político de Roma y Cartago al mismo tiempo (Estrabón 14, 9).

La base económica del poder político y social de la aristocracia cartaginesa la constituyen las propiedades agrarias norteafricanas y cada vez en mayor medida la participación en el comercio de ultramar. Con la formación de núcleos de dominio cartaginés en Ibiza, Cerdeña y Sicilia aumentan las posibilidades de enriquecimiento. Especialmente el abastecimiento de los mercados itálicos y galos a través de Córcega y Cerdeña, así como la explotación de los vastos recursos de Sicilia, abre un campo de acción inagotable. El control de las ubérrimas regiones agropecuarias del interior de la isla (Henna, Segesta) y de sus ciudades portuarias es el incentivo que impulsa a los cartagineses a establecerse allí de modo permanente. Al cabo de una pugna secular con Siracusa, la gran potencia griega de Sicilia, Cartago logra consolidar definitivamente sus posesiones en la mitad occidental de la isla. Su zona de dominio (epikratia) engloba el triángulo que une Himera con Acragante y Selinunte con Panormo, en el extremo de cuyo ángulo se ubica el puertofortaleza de Lilibeo.

Fruto de la política cartaginesa de ultramar es una serie de periplos que llevarán a los audaces marinos púnicos en busca de metales (estaño, cinc) hasta las aún entonces desconocidas costas británicas (travesía de Himilcón) y hacia las no menos remotas tierras del litoral centroafricano (viaje de Hannón). Llegadas allí, las expediciones cartaginesas detectarán yacimientos auríferos y organizarán una red de transporte que, a través del Sahara y siguiendo la ruta de las caravanas que conectaba el interior africano con el Mediterráneo, proveerá a Cartago del preciado metal, creando así una importante fuente adicional de riqueza.

Hasta el primer tercio del siglo III a.C. Roma y Cartago aparecen como dos entidades pujantes, en pleno ritmo de desarrollo interno y de expansión al exterior. Dado que actuaban en zonas distintas y perseguían objetivos diferentes, no habían llegado a tener ninguna interferencia. Sus intereses contrapuestos evitaban roces que pudieran derivar en conflictos. Antes al contrario, desde tiempos inmemoriales las dos comunidades mantenían relaciones comerciales amistosas. El historiador Heródoto de Halicarnaso, al referirse a la expansión griega (focea) en occidente, ya nos confirma para el siglo VI a. C. una estrecha cooperación entre etruscos y cartagineses que, al verse afectada por la piratería focea, no titubeará en movilizar sus respectivas flotas para restablecer el libre comercio en el mar Sardo (batalla de Alalia: 520 a.C.).

Aristóteles dice al respecto, refiriéndose a la realidad del siglo IV a. C.:

«Existen entre ellos convenios relativos a las importaciones y estipulaciones por las que se comprometen a no faltar a la justicia y documentos escritos sobre su alianza» (Política, 1119,1280 a).

Sin duda alguna los romanos, como sucesores de los etruscos, continuaban esta línea de proceder para llegar a concluir una entente cordiale. Sobre la naturaleza de los tratados romano-cartagineses disponemos de una copiosa información que nos proporciona el historiador griego Polibio de Megalópolis. De ella se desprende que cartagineses y romanos habían concertado respetarse mutuamente sus respectivas zonas de influencia. En el caso de Roma ésta abarcaba toda la península itálica, y en el de Cartago, el norte de África, Sicilia, Cerdeña y el sur de Hispania.

Las buenas relaciones entre Roma y Cartago se estrechan e incluso se trasforman en una alianza militar en el momento en que los intereses de ambas son amenazados por un enemigo común. Esto ocurre en el año 280 a.C., cuando el rey Pirro de Epiro cruza el Adriático al frente de un ejército, rumbo a Italia primero y a Sicilia después, con la intención de conquistar tierras controladas, respectivamente, por romanos y cartagineses. En el transcurso del conflicto, y para evitar que Pirro invadiese Sicilia, los cartagineses ponen su flota a disposición de los romanos y les suministran grano y material bélico. Si durante la guerra contra Pirro perdura la solidaridad romano-cartaginesa, ésta se irá deteriorando a medida que Roma, tras conquistar Tarento y expulsar a Pirro, consigue implantar su señorío en toda Italia. El control de sus puertos meridionales facilita a los romanos el acceso a Sicilia. Precisamente aquí se generará la próxima crisis que, además de romper definitivamente los tradicionales moldes de cooperación romano-cartaginesa, provocará el estallido de uno de los mayores conflictos bélicos del mundo antiguo: la primera guerra púnica (264-241 a.C.).

Los motivos del conflicto derivan en buena parte de la explosiva situación política y social reinante en Sicilia. Al lado de Cartago y Siracusa irrumpe un nuevo foco de poder. Éste lo constituyen los mamertinos, unas bandas de soldados campanos que acababan de asentarse en Mesina por la fuerza, aniquilando a gran parte de la población. La rivalidad entre los nuevos señores de Mesina e Hierón de Siracusa, quien pretende controlar la mitad oriental de la isla, se desata en una serie de sangrientas luchas. En la batalla de Longano (269 a.C.) Hierón se impone a los mamertinos, que, desde ese momento, buscan un aliado capaz de protegerles de los apetitos territoriales de Siracusa. En Mesina impera la división de opiniones. Unos invocan la asistencia de los cartagineses, los seculares competidores de Siracusa, mientras que el otro partido se inclina por reclamar ayuda de Roma.

Esta convulsión local acontecida en la zona estratégicamente neurálgica del estrecho que une Sicilia con la península itálica preludiará el inicio de las hostilidades. ¿Por qué intervienen los romanos en Sicilia, tradicional zona de influencia cartaginesa? La respuesta no puede ser otra que por pura ambición, porque no quería dejarse imponer ninguna clase de limitaciones como consecuencia de un proceso de expansión netamente venturoso hasta aquel momento. Aquí hay que subrayar que, una generación antes de estallar el conflicto romano-cartaginés, Roma había logrado extender su preponderancia a toda Italia al derrotar definitivamente a las comunidades samnitas del Apenino que habían opuesto una enconada resistencia al dominio romano (batalla de Sentino: 295 a. C.).

También hay que tener en cuenta que es precisamente a partir del siglo ni a.C. cuando un gran número de acomodadas familias terratenientes pertenecientes a la nobleza de Campania ingresan en el senado romano. Llegan a crear un nuevo grupo de presión que pronto entrará en competencia con la aristocracia comercial púnica, disputándose zonas de influencia y parcelas de poderío económico fuera de Italia.

Sobre los antecedentes de la primera guerra púnica poseemos un relato de Polibio (110), autor que goza de amplia credibilidad, quien narra la situación de la siguiente manera:

«Los romanos dudaban sobre la postura a adoptar. Pues dado que poco antes sus propios ciudadanos habían sido castigados por traicionar a los de Regio, el querer ayudar ahora a los mamertinos que habían hecho lo mismo, no sólo contra Mesina sino contra Regio, constituía una inconsecuencia inexcusable. No ignoraban ciertamente nada de esto; pero viendo que los cartagineses tenían bajo su mando al África y a muchas partes de Hispania y que además eran los dueños de todas las islas del mar Sardo y Tirreno, recelaban de que si también se adueñaban de Sicilia, iban a tener unos vecinos muy poderosos que les cercarían y amenazarían Italia por todas partes […] Tampoco el senado se atrevió a otorgar la ayuda solicitada (por los mamertinos), […] fue la asamblea del pueblo a propuesta de los cónsules la que ante la expectativa del botín que la guerra pudiera proporcionar, que decidió prestar la ayuda solicitada».

Del texto del autor filorromano Polibio se desprende que es la desmesurada ansia de botín exteriorizada en la asamblea del pueblo a instancias del cónsul Apio Claudio Caudex la que incita a Roma a entrometerse en Sicilia. El supuesto cerco al que parece estar sometida Italia, como insinúa Polibio al mencionar los progresos de la expansión cartaginesa en África, Hispania e islas del Mediterráneo central, es un argumento anacrónico, fuera de lugar. Polibio opera aquí con el fantasma de Aníbal. Los hechos narrados se insertan en los años anteriores a 264 a.C., fecha en la que comenzará la guerra y en la cual Aníbal aún no había nacido. Observamos aquí una prematura instrumentalización de la figura de Aníbal, una de las muchas de las que será objeto en el futuro. La realidad histórica tiene poco que ver con el escenario construido por la propaganda romana, al parecer bastante consciente de su culpabilidad. Todo esto evidencia que la intervención romana en Sicilia precisaba una justificación. En su defecto se inventa una sugestiva trama: Cartago cerca a Roma y ésta se defiende atacando.

En la primavera del año 264 a.C. vemos al ejército romano actuar por primera vez fuera del suelo itálico. El futuro de la guerra radica en la incógnita de si los romanos serán capaces de mantener a la larga un frente en ultramar alejado de sus bases de aprovisionamiento, dada la potencia de la flota cartaginesa, la más temible de todas las que por aquellos tiempos surcaban aguas tirrenas. A pesar de los contratiempos sufridos, los romanos, sin embargo, se adaptarán rápidamente al nuevo elemento. Sus improvisadas embarcaciones de guerra causan serios problemas a la confiada marina cartaginesa. Los cuantiosos recursos de Roma, mayores que los de Cartago, especialmente en cuanto a su potencial demográfico, acaban marcando el ritmo de la contienda conforme ésta se prolonga en el tiempo. Agotados tras más de veinte años de lucha y superados en su propio elemento, en el mar, los cartagineses pierden la guerra. Como consecuencia de ello, el destino de Sicilia cambia de signo. Roma obliga a los cartagineses a desalojar la isla, cuya zona occidental pasa ahora a engrosar las nada despreciables posesiones romanas.

En cierto modo la guerra que tantos esfuerzos había costado a ambas partes parece terminar de modo inesperado, casi podríamos decir casual, si contemplamos la poca resistencia que opone Cartago en la última fase de la contienda.

Casi una generación (264-241 a.C.) habían pasado los romanos y los cartagineses con las armas en las manos, ocupados en debilitarse mutuamente. En el transcurso de la encarnizada lucha la antigua cooperación romano-cartaginesa se torna en enemistad. El abandono de Sicilia constituye para Cartago un descalabro inesperado. Es una amarga experiencia difícil de digerir. Las pérdidas cartaginesas y las ganancias romanas quedan plasmadas en el tratado de Lutacio, denominado así por el cónsul romano Quinto Lutacio Cátulo, que fue quien estuvo a cargo de las negociaciones que desembocaron en la conclusión del pacto. Leamos la versión que nos da Polibio (111 27) al trasmitirnos su texto:

«Los cartagineses deben evacuar toda Sicilia y las islas que hay entre Italia y Sicilia. Ambos bandos se comprometen a respetar la seguridad de sus respectivos aliados. Nadie puede ordenar nada que afecte a los dominios del otro, que no se levanten edificios públicos en ellos ni se recluten mercenarios, y que no se atraigan a su amistad a los aliados del otro bando. Los cartagineses pagarán en diez años dos mil doscientos talentos y abonarán al momento mil. Los cartagineses devolverán sin rescate todos sus prisioneros a los romanos».

Especialmente las cláusulas referentes al trato que hay que dispensar a los aliados de ambos bandos darán lugar, al surgir años después las crisis de Cerdeña (238-237 a.C.) y de Sagunto (219 a.C.), a una serie de interpretaciones diferentes y abrirán una acerba y controvertida polémica que terminará envenenando las relaciones entre cartagineses y romanos, que ya eran de por sí tensas.

La derrota de Cartago es un duro golpe que conmociona a la sociedad púnica, poco acostumbrada a sufrir reveses de tal magnitud. No tardan en proliferar peleas ciudadanas, exigencias de responsabilidades, así como la creación de nuevas alternativas políticas. Pero el necesario proceso de renovación interior se ve bruscamente interrumpido por nuevos e inesperados problemas. A pesar de las graves pérdidas sufridas, las verdaderas dificultades de Cartago apenas habían empezado. La retirada de las tropas de Sicilia, que acuden a la metrópoli para ser desmovilizadas, se convierte en una pesadilla. Una gran parte del ejército cartaginés estaba integrado por mercenarios procedentes de Hispania, Galia, Italia, Grecia y Libia. Después de haber prestado durante años abnegados servicios a la causa púnica y haber pasado un sinfín de penalidades en el transcurso de la guerra, exigen la recompensa estipulada. Al regatear los embajadores cartagineses las entregas convenidas a cada uno de los mercenarios, se produce un altercado que deriva en motín. La escalada de violencia, de la que a partir de ahora harán gala ambas partes, ya llevó a los historiadores de la Antigüedad a considerar este conflicto -la llamada guerra de los mercenarios, si miramos a sus protagonistas, o la guerra líbica, si nos atenemos a su campo de acción- uno de los más crueles y despiadados vistos hasta entonces (Polibio 180-83). La situación en la indefensa metrópoli es dramática. Ante el asedio al que los mercenarios someten a Cartago, la vida en la ciudad gravita entre la esperanza y la desesperación. Las hordas de mercenarios infligen derrotas a las tropas regulares cartaginesas que intentan aplacarlas. Mucho más de lo que lo hiciera la primera guerra púnica, pese a su dilatada duración, la insurrección africana traumatiza a la sociedad civil cartaginesa. La experiencia del terror desatado ante las puertas de la ciudad, visible desde cualquier punto de sus murallas, condiciona la vida de la población, agobiada ya por los altibajos del acecho. ¿Hasta cuándo podrá Cartago aguantar esta ola de odio y violencia que parece ser incontenible? Es precisamente en este momento de máximo peligro cuando Amílcar Barca, el padre de Aníbal, asume la responsabilidad de liberar a la ciudad de Cartago del nuevo azote de la guerra que amenaza con borrarla del mapa político de la Antigüedad.