15. FANTASMAS, SOMBRAS Y ESPECTROS SENSORIALES

Mientras que las alucinaciones de imagen y sonido —«visiones» y «voces»— se describen en la Biblia, la Ilíada y la Odisea, en todas las grandes épicas del mundo, ninguna de éstas menciona la existencia de miembros fantasma, la sensación alucinatoria de que uno todavía posee un miembro aun cuando se lo hayan amputado. De hecho, no existía ningún término para esta sensación antes de que Silas Weir Mitchell lo bautizara en la década de 1870. Sin embargo son comunes: en los Estados Unidos más de cien mil personas sufren una amputación cada año, y la inmensa mayoría de ellos experimentan miembros fantasma tras la amputación. La experiencia debe de ser tan antigua como la propia amputación, y las amputaciones no son nuevas: ya se llevaban a cabo hace miles de años: el Rig Veda nos cuenta la historia de la reina guerrera Vishpla, que fue a la batalla con una prótesis de hierro tras haber perdido una pierna.

En el siglo XVI, Ambroise Paré, un médico militar francés que tuvo que amputar docenas de miembros heridos, escribió: «Mucho después de haber llevado a cabo la amputación, los pacientes afirman seguir sintiendo dolor en la parte amputada (…) lo cual le parece casi increíble a la gente que no lo ha experimentado».

Descartes, en sus Meditaciones acerca de la Filosofía Primera, observó que, al igual que el sentido de la visión no es siempre de fiar, también pueden darse «errores de discernimiento» en los «sentidos internos». «Personas a las que les habían amputado un brazo o una pierna», escribió, «me han informado a veces de que esporádicamente parecen sentir dolor en esa parte del cuerpo que han perdido, una circunstancia que me ha llevado a pensar que, cuando sentía dolor en algún miembro, no podía estar del todo seguro de que estuviera afectado».

Pero por lo general, tal como puso de relieve el neurólogo George Riddoch en 1941, una curiosa atmósfera de silencio y secreto parece rodear el tema. «Rara vez se da la descripción espontánea de los fantasmas», escribió. «El temor a lo insólito, o a la incredulidad, o incluso a que te acusen de locura, podría estar detrás de esta reticencia».

El propio Weir Mitchell vaciló muchos años antes de escribir de manera profesional sobre el tema; primero lo introdujo en forma de ficción (además de médico, también era escritor), en «The Case of George Dedlow», publicado de manera anónima en el Atlantic Monthly en 1866. Mitchell había trabajado de neurólogo en un hospital militar de Filadelfia durante la Guerra de Secesión (un lugar al que de manera informal se denominaba el «Hospital de los Muñones»), y había visto docenas de amputados, lo que, impulsado por su curiosidad y compasión, le animó a describir esas experiencias. Tardaría varios años en asimilar plenamente lo que había visto y oído contar a sus pacientes, pero en 1872, en su libro clásico Injuries of Nerves, ofreció una detallada descripción y discusión sobre los miembros fantasma, la primera de la literatura médica[75].

Mitchell dedicó el último capítulo de su libro a los miembros fantasma, introduciendo el tema de la siguiente manera:

La historia de la fisiología de las uniones no puede estar completa sin relatar las ilusiones sensoriales a las que están sometidas las personas que han perdido alguna extremidad. Estas alucinaciones son tan vívidas, tan extrañas, y se han comentado tan poco en la literatura, que me parecen dignas de estudio, y algunas de ellas resultan especialmente valiosas debido a la luz que arrojan sobre el tema largamente debatido de la sensación muscular.

Casi todo aquel que pierde un miembro, acarrea con él un fantasma constante o inconstante del miembro ausente, un espectro sensorial de esa parte de sí mismo.

Después de que Mitchell llamara la atención sobre el tema, otros neurólogos y psicólogos se sintieron atraídos por el estudio de los miembros fantasma. Entre ellos se contaba William James, que mandó un cuestionario a ochocientos amputados (consiguió contactar con ellos con la ayuda de los fabricantes de prótesis), y, de entre éstos, casi doscientos respondieron al cuestionario; también pudo entrevistar personalmente a unos pocos[76].

Mientras que las observaciones de Mitchell, que había trabajado con amputados de la Guerra de Secesión, se referían a miembros fantasma recientes, James pudo estudiar una población mucho más variada (un hombre, ya en la setentena, había sufrido una amputación del muslo sesenta años antes), por lo que estaba en mejor posición para describir los cambios en los miembros fantasma a lo largo de años o décadas, que describió con detalle en su artículo de 1887 sobre «La conciencia de los miembros perdidos».

A James le interesaba sobre todo la manera en que los fantasmas inicialmente vívidos y móviles a menudo tenían tendencia a acortarse o desaparecer con el tiempo. Fue algo que le sorprendió más que la presencia de fantasmas, que, consideraba, era algo de esperar debido a la continua actividad en las áreas del cerebro que representaban la sensación del movimiento del miembro perdido. «La imaginación popular se pregunta cómo se puede seguir percibiendo el pie que se ha perdido», escribió James. «Quienes realmente me asombran son aquellos que no sienten el pie que perdieron». Observó que las manos fantasma, contrariamente a las piernas o brazos fantasma, raramente desaparecían. (Ahora sabemos que se debe a que los dedos de las manos tienen una representación en el cerebro especialmente extensa). Sin embargo, observó que cuando desaparecía el brazo, la mano fantasma parecía brotar del hombro[77].

También le sorprendió la manera en que un fantasma inicialmente móvil podría quedar inmóvil o incluso paralizado, de manera que «ni el más gran esfuerzo de voluntad puede hacerlo cambiar [de posición]». (Dijo que en raras ocasiones «el mismísimo intento de desear el cambio ha sido imposible»). James veía las cuestiones fundamentales que se planteaban acerca de la neurofisiología de la «voluntad» y el «esfuerzo», aunque era incapaz de responderlas. Y quedaron sin responder durante más de un siglo, hasta que V. S. Ramachandran clarificó la naturaleza de la parálisis «aprendida» en los miembros fantasma en la década de 1990.

Los miembros fantasma son alucinaciones en la medida en que son percepciones de algo que no existe en el mundo exterior, pero no son comparables a las alucinaciones de imagen y sonido. Mientras que la pérdida de la vista o el oído puede llevar a las alucinaciones correspondientes en un 10 o un 20% de los afectados, los miembros fantasma ocurren en prácticamente todos aquellos que han perdido un miembro. Y aunque pueden pasar meses o años antes de que la ceguera o la sordera provoquen alucinaciones, los miembros fantasma aparecen inmediatamente o a los pocos días de la amputación, y se perciben como una parte integral del propio cuerpo, contrariamente a otros tipos de alucinaciones. Finalmente, mientras que las alucinaciones visuales como las que ocurren en el síndrome de Charles Bonnet son variadas y rebosantes de invención, un fantasma se parece enormemente al miembro físico amputado en forma y tamaño. Si el pie real tenía un juanete, el fantasma también lo tendrá; y si el brazo real llevaba un reloj de pulsera, también podría llevarlo el fantasma. En este sentido, un fantasma es más un recuerdo que una invención.

La práctica universalidad de los miembros fantasma tras la amputación, la inmediatez de su aparición, y el hecho de ser idénticos a los miembros corpulentos a los que sustituyen, parece sugerir que, en cierto sentido, ya estaban ahí y el acto de la amputación, por así decir, los ha revelado. Las alucinaciones visuales complejas extraen su material de las experiencias visuales de toda una vida: uno tiene que haber visto gente, caras, animales o paisajes para verlos en sus alucinaciones; uno debe haber oído piezas musicales para oírlas en sus alucinaciones. Pero la sensación de un miembro como parte sensorial y motora de uno mismo parece ser algo innato, intrínseco e integrado, y esta suposición se basa en el hecho de que la gente que nace sin extremidades podría tener vívidos fantasmas en su lugar[78].

La diferencia más fundamental entre los miembros fantasma y otras alucinaciones es que pueden moverse de manera voluntaria, mientras que las alucinaciones visuales y auditivas proceden de manera autónoma, fuera del propio control, tal como puso de relieve Weir Mitchell:

[La mayor parte de los amputados] son capaces de desear un movimiento, y al parecer lo ejecutan de manera más o menos eficaz. (…) La certeza con que estos pacientes describen sus movimientos fantasma, y su seguridad a la hora de expresar dónde se hallan las partes que se han movido, es verdaderamente extraordinaria (…) el efecto suele provocar un estremecimiento en el muñón. (…) En algunos casos faltan por completo los músculos que actúan sobre la mano; sin embargo, en estos casos la conciencia del movimiento de los dedos y de su cambio de posición es tan clara y precisa como los casos en los que los músculos de la mano se conservan parcialmente.

Otras alucinaciones son apenas sensaciones o percepciones, aunque de un tipo muy especial, mientras que un miembro fantasma es capaz de llevar a cabo una acción fantasma. Si posee una prótesis adecuada, el miembro fantasma se adentra en ella («como una mano en un guante», dicen muchos pacientes) y le da vida, de manera que el miembro artificial puede utilizarse como si fuera real. De hecho, es lo que tiene que ocurrir para poder utilizar la prótesis de manera eficaz. El miembro artificial se convierte en parte del propio cuerpo, de la propia imagen corporal, al igual que un bastón en la mano de un ciego se vuelve una extensión de sí mismo. Se podría decir que una pierna artificial, por ejemplo, «encarna» la pierna fantasma, le permite ser eficaz, le da una existencia objetiva sensorial y motora, de manera que a veces puede «sentirla» y responder a ínfimas irregularidades del suelo casi tan bien como la pierna original[79]. (Así, el gran escalador Geoffrey Winthrop Young, que perdió una pierna durante la Primera Guerra Mundial, fue capaz de escalar el Matterhorn utilizando una pierna ortopédica de fabricación propia.)[80]

Se podría ir más allá y afirmar que un fantasma es una parte de la imagen corporal que se ha perdido o disociado de su morada física y natural (el cuerpo), y, como tal, como algo externo, podría ser intrusivo o engañoso (de ahí el peligro de salirse del bordillo con una pierna fantasma). El fantasma perdido (si se puede hablar de manera figurada) anhela una nueva morada, y la encontrará en una prótesis adecuada. Muchos pacientes me han contado que el fantasma a veces les molesta durante la noche, pero que por la mañana están aliviados, pues el fantasma desaparece en cuanto se ponen la prótesis; es decir, que desaparece dentro de la prótesis, fusionándose perfectamente de manera que fantasma y prótesis se convierten en uno.

El saber lo que uno está haciendo con el propio fantasma —incluso sin prótesis— puede ser algo exquisitamente refinado. Cuando era estudiante, Erna Otten, una distinguida pianista, fue alumna del gran Paul Wittgenstein, que había perdido el brazo derecho en la Primera Guerra Mundial pero siguió tocando con la mano izquierda (y encargó a algunos compositores que le escribieran música para la mano izquierda). Sin embargo, siguió dando clases, en cierto sentido, con las dos manos. En una carta al New York Review of Books, respondiendo a un artículo que yo había escrito, Otten afirmaba:

Tuve muchas ocasiones de ver lo mucho que participaba su muñón derecho cada vez que repasábamos la digitación de una composición nueva. Me dijo muchas veces que debía confiar en la digitación que él escogía, porque podía sentir todos los dedos de la mano derecha. A veces yo tenía que quedarme sentada en silencio mientras él cerraba los ojos y su muñón no dejaba de moverse de una manera agitada. Habían pasado muchos años desde la pérdida de su brazo.

Por desgracia, no todos los fantasmas están tan bien formados, ni son tan indoloros ni móviles como el de Wittgenstein. Muchos muestran tendencia a encogerse o «plegarse» con el tiempo: un miembro fantasma puede reducirse a una mano que parece surgir del hombro. Esta tendencia a encogerse se minimiza al incrustar el fantasma en una prótesis y utilizarla lo máximo posible. Un fantasma también puede quedarse paralizado o contraído en posiciones dolorosas, con los «músculos» en un espasmo. Así, el almirante Lord Nelson, tras perder el brazo derecho en combate, desarrolló un miembro fantasma con la mano permanentemente cerrada y los dedos clavándose dolorosamente en la palma[81].

Tales trastornos de la imagen corporal se han considerado inexplicables e intratables desde hace mucho tiempo. Pero a lo largo de las últimas décadas ha quedado claro que la imagen corporal no es tan fija como pensábamos; de hecho, es extraordinariamente plástica, y en los miembros fantasma puede darse una amplia reorganización o reubicación.

Si se da una interrupción de la función nerviosa por culpa de una lesión o enfermedad en la médula espinal o los nervios periféricos, interrumpiendo o reduciendo la entrada sensorial normal al cerebro, esto podría provocar una grave alteración de la imagen corporal, con extrañas imágenes fantasmas superpuestas sobre las partes corporales reales pero insensibles. Esto fue muy sorprendente en el caso de una colega mía, Jeannette W., que se rompió el cuello en un accidente de coche y se quedó tetrapléjica, con total ausencia de sensibilidad por debajo del nivel de la fractura. En cierto sentido, había quedado «amputada» de cuello para abajo, y la sensación corporal del resto del cuerpo era escasa. Pero allí tenía un cuerpo fantasma, inestable y propenso a distorsiones y deformaciones. Ella podía invertirlas durante cierto intervalo «viendo» que su cuerpo todavía poseía una forma y una conformación normal, e hizo que le instalaran espejos en su despacho y en los pasillos del hospital, a fin de poder levantar la vista y (en sus palabras) echar unos «tientos visuales» cuando pasaba con su silla de ruedas.

Cuando la sensación normal está bloqueada, las alteraciones de la imagen corporal pueden ocurrir muy rápidamente. Casi todos nosotros hemos tenido extrañas experiencias fantasma con la anestesia dental, que nos ha dejado la mejilla o la lengua grotescamente hinchada, deformada o desplazada. Mirarte al espejo no sirve de mucho para disipar esas ilusiones, que sólo se desvanecen con el regreso de la sensación normal. A una paciente mía, cuando le extrajeron un gran tumor cerebral, tuvo que sacrificar las raíces de los nervios sensoriales de un lado de la cara. Durante años posteriores, tuvo la persistente sensación de que todo el lado derecho de la cara «le faltaba», estaba «vacío», o «desaparecido»; que la lengua y la mejilla de ese lado estaban tremendamente hinchadas y tenía un aspecto grotesco. Posteriormente le amputaron una pierna, y poco después de la operación tuvo conciencia de su pierna fantasma. Ahora, dijo, «entiendo lo que le pasa a mi cara. Es exactamente la misma sensación: tengo una cara fantasma».

También puede haber miembros de más —fantasmas supernumerarios— si ciertas áreas del cuerpo han quedado desnervadas. Un ejemplo sorprendente fue escrito por Richard Mayeux y Frank Benson. Su paciente era un joven que padecía esclerosis múltiple y había desarrollado insensibilidad en el lado derecho, experimentando posteriormente, tal como relataron,

la ilusión táctil de que tenía un segundo brazo derecho sobre la parte inferior del pecho y abdomen superior. Ese brazo extra parecía estar pegado a la pared pectoral. (…) Había sólo una vaga sensación del antebrazo inferior, la muñeca y la palma ilusorios y duplicados, pero una viva impresión de los dedos posados sobre la pared abdominal. (…) La ilusión persistió durante un período de entre 5 y 30 minutos, y fue acompañada de una «irrefrenable» sensación de la mano ilusoria. (…) La sensación del miembro fantasma siempre coincidía con un aumento en la sensación de entumecimiento, rigidez y escozor en el brazo derecho real.

La mano cerrada de Nelson ejemplifica una desagradable evolución que pueden sufrir los miembros fantasma: al principio pueden ser flexibles, móviles y obedientes a la voluntad, y posteriormente quedarse paralizados, deformados y a menudo sufrir un intenso dolor. Antes de la década de 1990 no había explicación plausible acerca de por qué los miembros fantasma podían quedarse paralizados de este modo, y tampoco se tenía idea de cómo romper esa parálisis. Pero en 1993, V. S. Ramachandran sugirió un escenario fisiológico que podría explicar la progresiva pérdida de movimiento voluntario tan común en los miembros fantasma. Creía que la vívida sensación de que uno podía mover un miembro fantasma libremente precisaba que el cerebro fuera capaz de controlar sus propias órdenes motoras al fantasma. Pero, con la prolongada ausencia de confirmación del movimiento visual o propioceptiva, el cerebro, de hecho, podía «abandonar» ese miembro. Así, pensaba Ramachandran, la parálisis era «aprendida», y se preguntaba si se podía desaprender.

¿Sería posible, simulando una retroalimentación visual y propioceptiva, hacerle creer al cerebro que el fantasma volvía a tener movilidad y era capaz de movimiento voluntario? Ramachandran desarrolló un dispositivo brillantemente simple: una caja oblonga de madera con los lados izquierdo y derecho divididos por un espejo, de manera que al mirar dentro de la caja desde un lado o desde el otro, uno tenía la ilusión de verse las dos manos, cuando en realidad sólo estaba viendo una y su imagen especular. Ramachandran probó este dispositivo con un joven que había sufrido la amputación parcial del brazo izquierdo. Ramachandran escribió que la mano fantasma del joven, ahora rígida, «sobresalía del muñón como el antebrazo de resina de un maniquí. Peor aún, ahora estaba sujeto a un doloroso calambre que sus doctores no podían remediar».

Tras explicar lo que tenía en mente, Ramachandran le pidió al joven que «insertara» su brazo fantasma a la izquierda del espejo. Ramachandran lo relató en su libro Lo que el cerebro nos dice.

Extendió su miembro fantasma paralizado a la izquierda del espejo, observó el lado derecho de la caja y cuidadosamente colocó la mano derecha a fin de que su imagen resultara congruente con la posición percibida del fantasma (es decir, quedara superpuesta). De inmediato tuvo la sorprendente impresión visual de que el fantasma había resucitado. A continuación le pedí que ejecutara movimientos simétricos especulares con los dos brazos y manos mientras seguía mirando al espejo. Exclamó: «¡Es como si me lo hubieran vuelto a insertar!». Ahora no sólo tenía la viva impresión de que el fantasma obedecía sus órdenes, sino que, para su asombro, comenzaba a revivir sus dolorosos espasmos fantasma por primera vez en años. Era como si la retroalimentación visual del espejo le hubiera permitido a su cerebro «desaprender» la parálisis aprendida.

Este procedimiento extremadamente simple (que fue concebido sólo tras una meticulosa reflexión y siguiendo toda una teoría muy original referente a los muchos factores de interacción que participan en la producción de fantasmas y sus vicisitudes) puede modificarse fácilmente para aplicarlo a piernas fantasma y a cualquier otro trastorno en el que se dé una distorsión de la imagen corporal.

La aparición de la mano en movimiento, la ilusión óptica, fue suficiente para generar la sensación de que se estaba moviendo. Describí el efecto contrario en Los ojos de la mente, cuando la existencia de un gran punto ciego en mi campo visual me permitió, visualmente, «amputar» una mano. Pero si, una vez hecho eso, abría o cerraba el puño o movía mis dedos invisibles, una suerte de extensión protoplásmica de color rosa surgía del «muñón» visual y se convertía en un fantasma (visual) de la mano.

Jonathan Cole y sus colegas llevaron a cabo observaciones similares, probando un sistema de realidad virtual para reducir el dolor fantasma. En sus experimentos con brazos y piernas amputados, el muñón amputado se conecta a un dispositivo que capta el movimiento, que a su vez determina los movimientos de un brazo o pierna virtual en una pantalla del ordenador. Casi todos los sujetos aprendieron a correlacionar sus propios movimientos con los que aparecían en el avatar de la pantalla, y desarrollaron una sensación de propiedad o instrumentalidad, con lo que fueron capaces de mover el miembro virtual con sorprendente delicadeza (por ejemplo, para acercarse y coger una manzana virtual colocada sobre la superficie de una mesa virtual). Dicho aprendizaje ocurrió de manera extraordinariamente veloz, al cabo de más o menos media hora. Con esta sensación de instrumentalidad e intencionalidad a menudo se reducía el dolor fantasma, e incluso la percepción virtual. Un hombre, por ejemplo, podía «sentir» la manzana virtual cuando la había cogido. Cole y sus colegas escribieron: «La percepción no era sólo del movimiento del miembro, sino también del tacto, una percepción transmodal virtual-visual».

En 1864, Weir Mitchell y dos de sus colegas publicaron una circular especial de la Dirección General de Salud titulada Reflex Paralysis. En la parálisis refleja, el miembro dañado está intacto, pero no se puede mover; parece ausente o «ajeno», no parte del cuerpo. En cierto sentido, es lo contrario de un miembro fantasma: un miembro externo sin ninguna imagen interna que le dé presencia y vida.

Yo sufrí una experiencia así en 1974, durante un accidente de montañismo en el que me rompí el tendón del cuádriceps de la pierna izquierda. Aunque el tendón fue recompuesto quirúrgicamente, también había una lesión en la unión neuromuscular, y, además, no podía ver ni tocar la pierna, pues estaba inmovilizada dentro de una escayola opaca. En esas circunstancias, al ser imposible mandar órdenes al músculo lesionado, y como no había retroalimentación visual sensorial, la pierna desapareció de mi imagen corporal, dejando en su lugar (o eso me pareció) algo ajeno y sin vida. Aquello continuó durante trece días. (Al recordar esta experiencia, me pregunto si una de las cajas de espejos de Ramachandran me habría ayudado a recobrar antes el movimiento de la pierna, y la sensación de que era real. También habría ayudado que la escayola fuera transparente, pues así al menos habría podido ver la pierna).

Fue una experiencia tan extraña que escribí todo un libro sobre ella, titulado Con una sola pierna. Medio en broma sugerí que los lectores podrían imaginarse esas experiencias más fácilmente si leían el libro tras someterse a anestesia epidural, pues mientras la anestesia bloquea la actividad de la médula espinal, la mitad inferior de uno no sólo queda paralizada e insensible, sino que, desde el punto de vista subjetivo, deja de existir. Uno tiene la sensación de que el cuerpo termina en la mitad, y que lo que hay debajo —las caderas y las piernas— no le pertenece; podría ser la reproducción en cera de un museo de anatomía. Esta sensación de que no te pertenece, esa cualidad ajena, resultó una experiencia muy singular. Yo la encontré casi intolerable durante los trece días en los que la pierna izquierda me resultaba ajena. Sombrío, me preguntaba si acabaría recuperándome, y me decía que, en caso de que no fuera así, sería mejor que me cortaran la pierna inútil.

También podría darse, aunque es algo muy raro, una ausencia congénita de imagen corporal en una extremidad por lo demás normal; eso es lo que sugieren, al menos, los numerosos casos de lo que Peter Brugger ha denominado «trastorno de identidad de la integridad corporal». Las personas que sufren este trastorno sienten, a partir de la infancia, que uno de sus miembros, o quizá una parte de un miembro, no es suyo, sino un estorbo ajeno, y esta sensación podría engendrar un apasionado deseo de que le amputaran el miembro «superfluo».

Antes de 1990, los miembros fantasma y otros trastornos de la imagen corporal sólo podían estudiarse de manera fenomenológica, a partir de los relatos y comportamientos de los afectados. Dichos estados se atribuían a menudo a la histeria o a una imaginación hiperactiva, pero el desarrollo de la sofisticada producción de imágenes cerebrales ha cambiado todo esto, mostrando los cambios fisiológicos del cerebro (sobre todo en partes de los lóbulos parietales) que subyacen a tan extrañas experiencias. Todo ello, junto con ingeniosos experimentos como el de la caja de los espejos de Ramachandran, nos ha permitido tener una imagen más clara de la base nerviosa de la personificación, de la instrumentalidad, del yo; trasladar ideas puramente clínicas y a veces puramente filosóficas al ámbito de la neurociencia.

Las «sombras» y los «dobles» —distorsiones alucinatorias del cuerpo y de la imagen corporal— nos llevan a una esfera aún más extraña. Si una extremidad o una parte del cuerpo se queda «inanimada» a causa de un daño nervioso o de la médula espinal, esa parte inanimada puede quedar sin vida, inorgánica, ajena. Pero si hay daño en el lóbulo parietal derecho, puede ocurrir una forma más profunda de extrañamiento. La parte inanimada del cuerpo —si es que su existencia llega a reconocerse— se percibe como perteneciente a otra persona, a un «otro» misterioso. Hace muchos años, cuando era estudiante de medicina, visité a un paciente que había ingresado en el servicio de neurocirugía para que le extirparan un tumor en el lóbulo parietal. Una noche, mientras esperaba que lo operaran, se cayó de la cama de una manera peculiar, casi, dijeron las enfermeras, como si él mismo se hubiera tirado. Cuando le pregunté qué le había sucedido, me dijo que se había dormido, y que al despertar había descubierto una pierna —muerta, fría y peluda— en su cama. No entendía cómo alguien podría haberse metido en su cama, a no ser —esta idea se le ocurrió de pronto— que las enfermeras hubieran sacado una pierna del laboratorio de anatomía y se la hubieran metido en la cama para gastarle una broma. Lleno de indignación y repugnancia, utilizó su pierna derecha buena para dar una patada a la ajena y sacarla de la cama, y, naturalmente, él fue detrás, y se quedó aterrado al descubrir que esa pierna falsa estaba pegada a él. «Pero si es su pierna», le dije, y le señalé que el tamaño, la forma, el contorno y el color eran exactamente los mismos en las dos piernas, pero él no quería atender a razones. Estaba absolutamente seguro de que pertenecía a otra persona[82].

A lo largo de los años he visto pacientes que, a consecuencia de una apoplejía en el hemisferio derecho, han perdido toda la sensibilidad y el uso del lado izquierdo. A menudo no son conscientes de que les haya ocurrido nada, pero algunas personas están convencidas de que ese lado izquierdo pertenece a otra persona («mi hermano gemelo», «el hombre que hay a mi lado», o incluso «Es suya, doctor, ¿a quién quiere engañar?»). Quizá «mi hermano gemelo» es una manera jeroglífica de indicar que mientras que la mitad del cuerpo parece ajena, también parece muy afín, casi idéntica a uno mismo…, es uno mismo de una manera extraña y disimulada. Hay que recalcar que dichos pacientes pueden ser enormemente inteligentes, lúcidos y expresarse perfectamente, y que sus únicas afirmaciones surrealistas pero irrefutables son acerca de las extrañas distorsiones de su imagen corporal.

La sensación de que hay alguien ahí, a la derecha o a la izquierda, quizá justo detrás de nosotros, es conocida por todos. No es sólo una sensación vaga; es una impresión nítida. A lo mejor nos damos la vuelta para atrapar a esa figura que acecha, pero no vemos a nadie. Y sin embargo es imposible rechazar la sensación, aun cuando la repetida experiencia nos ha enseñado que ese tipo de presencia percibida es una alucinación o una ilusión.

La sensación es más común si uno está solo, en la oscuridad, quizá en un entorno poco familiar, hiperalerta. La conocen muy bien los montañeros y exploradores del Polo, donde la vastedad y el peligro del terreno, el aislamiento y el agotamiento (y, en las montañas, la menor cantidad de oxígeno) contribuyen a esa impresión. La presencia percibida, el compañero invisible, el «tercer hombre», la sombra —se utilizan todo tipo de términos—, es algo que conocemos perfectamente, y tiene intenciones definidas, ya sean benignas o malignas. La sombra que nos acecha tiene algo en mente, y es esta sensación de intencionalidad o instrumentalidad lo que nos pone los pelos de punta o nos produce una dulce y serena sensación de que estamos protegidos, y no solos.

Mientras que la sensación de que «hay alguien ahí» es más corriente en los estados hipervigilantes producidos por algunas formas de ansiedad, por diversas drogas y por la esquizofrenia, también puede darse en trastornos neurológicos. Así, el profesor R. y Ed W., afectados ambos por un Parkinson avanzado, tienen la persistente sensación de una presencia, algo o alguien que nunca han visto; y esta presencia está siempre en el mismo lado. Puede darse una sensación transitoria de que «hay alguien ahí» en ataques de migraña o episodios epilépticos, pero si la sensación de una presencia es muy persistente, y siempre en el mismo lado, sugiere una lesión cerebral. (También es el caso de experiencias como el déjà vu, que todos experimentamos de vez en cuando, pero que, si es muy frecuente, sugiere epilepsia o una lesión cerebral).

En 2006, Olaf Blanke y sus colegas (Arzy et al.) describieron cómo, a una joven a la que evaluaban para un tratamiento quirúrgico de la epilepsia, podían inducirle de manera previsible una «persona-sombra» mediante estimulación eléctrica de la unión temporoparietal izquierda. Cuando la mujer estaba echada, una leve estimulación de esa área le producía la impresión de que tenía a alguien detrás; una estimulación más fuerte le permitía definir a ese «alguien» como una persona joven pero de sexo indeterminado, tendida en una posición idéntica a la suya. Cuando las estimulaciones se repetían estando en posición sentada, abrazando las rodillas con los brazos, percibía que tenía un hombre detrás, sentado en la misma posición y agarrándola con sus brazos intangibles. Cuando le entregaron una tarjeta para una prueba de aprendizaje de la lengua, el «hombre» sentado se pasó a su lado derecho, y ella entendió que tenía intenciones agresivas. («Quiere coger la tarjeta. […] No quiere que la lea»). Así pues, había aquí elementos del «yo» —una persona sombra que imitaba o compartía sus posturas—, así como elementos del «otro»[83].

Al igual que Blanke y sus colegas en un artículo de 2006, ya en 1930 Engerth y Hoff pusieron de relieve que podía existir alguna relación entre las alteraciones de la imagen corporal y las «presencias» alucinatorias. Engerth y Hoff describieron a un anciano que quedó afectado de hemianopsia tras una apoplejía. Veía «cosas plateadas» en la mitad ciega de su campo visual, y luego automóviles que se le acercaban por la izquierda, y luego gente: «incontables» personas, todas idénticas en aspecto y con un andar torpe, tambaleante, con el brazo derecho extendido: que era la postura exacta del paciente cuando intentaba caminar y evitar chocar con la gente de su izquierda.

Pero también sufría alienación del lado izquierdo, y sentía que ese lado de su cuerpo estaba «lleno de algo extraño».

«Finalmente», escribieron Engerth y Hoff, «desaparecieron esas numerosas alucinaciones, y entonces surgió lo que el paciente denominaba “un compañero permanente”. Allí donde iba el paciente, veía a alguien caminando su izquierda. (…) En el momento en que aparecía el compañero, el sentimiento de alienación de la mitad izquierda del cuerpo desaparecía. (…) No nos equivocaríamos», concluían, «si consideráramos a este “compañero” como la mitad izquierda del cuerpo que se ha vuelto independiente».

No está claro si este «compañero permanente» debe clasificarse como «presencia percibida» o un «doble» autoscópico: posee cualidades de ambos. Y quizá se fusionen algunas de estas categorías de alucinación aparentemente diferenciadas. Blanke y sus colegas, refiriéndose en 2003 a los trastornos de la imagen corporal, o «somatognósicos», observaron que éstos podían adquirir diversas formas: ilusiones de que falta una parte del cuerpo, una parte corporal transformada (agrandada o encogida), una parte corporal dislocada o desconectada, un miembro fantasma, un miembro supernumerario, una imagen autoscópica del propio cuerpo, o la «percepción de una presencia». Todos estos trastornos, recalca Blanke, con sus alucinaciones de visión, tacto y propiocepción, van asociados a un daño en el lóbulo temporal o parietal.

J. Allan Cheyne también ha investigado las presencias percibidas, tanto en la forma relativamente leve que puede darse cuando uno está plenamente consciente como en la forma aterradora que a menudo va asociada con la parálisis del sueño. Conjetura que esta sensación de una «presencia» —una sensación universal humana (y quizá animal)— podría tener un origen biológico en «la activación de una “sensación del otro” clara y evolutivamente funcional (…) arraigada en el interior del lóbulo temporal especializado en la detección de pistas para la instrumentalidad, sobre todo aquellas potencialmente asociadas con la amenaza a la seguridad».

La presencia percibida no sólo ocupa un lugar en la literatura neurológica; también constituye un capítulo de Las variedades de la experiencia religiosa de William James, donde relata algunos casos en los que la sensación inicialmente horrible de una «presencia» intensiva y amenazadora se convierte en motivo de alegría e incluso de dicha, como es el caso de un amigo que le relató lo siguiente:

Hacia el mes de septiembre de 1884 tuve la primera experiencia (…) de repente noté que algo entraba en la habitación y se quedaba cerca de la cama. Sólo permaneció allí un minuto o dos. No la reconocí por medio de ningún sentido ordinario, y sin embargo tenía una «sensación» horriblemente desagradable conectada con aquello. Ese hecho sacudió las raíces de mi ser con mayor fuerza que cualquier otra percepción. (…) Había algo presente en mí y yo sabía de su presencia con mucha más seguridad de la que nunca he tenido acerca de cualquier criatura viviente de carne y hueso. Fui tan consciente de su partida como de su llegada, un giro brusco, casi instantáneo, atravesando la puerta y la «horrible sensación» desapareció…

[En una ocasión posterior] no tenía la simple conciencia de algo, sino que, en medio de una gran alegría, poseía la sorprendente conciencia de una bondad inefable. Tampoco era un conocimiento vago, como el efecto emocional de un poema, o de una flor, o de la música, sino el conocimiento seguro de un tipo de persona poderosa. [Traducción de J. F. Yvars.]

«Naturalmente», añadió James, «una experiencia como ésta no se relaciona con la esfera religiosa (…) y mi amigo (…) no interpreta estas últimas experiencias de manera teísta, como si denotaran la presencia de Dios».

Pero uno puede ver fácilmente por qué otros, quizá de temperamento distinto, podrían interpretar «la certidumbre de la cercana presencia de una especie de persona poderosa» y «la extraordinaria conciencia de un bien inefable» en términos místicos, si no religiosos. Otros casos que aparecen en este capítulo de James lo corroboran, y le llevan a afirmar que «muchas personas (no sabemos cuántas) poseen los objetos de su creencia no en la forma de meros conceptos que el intelecto acepta como verdad, sino más bien en la forma de realidades casi sensibles percibidas de manera directa».

Así, la sensación primaria y animal del «otro», que podría haber evolucionado para detectar las amenazas, puede adquirir una función elevada e incluso trascendente en los seres humanos, como base biológica de la pasión y la condición religiosa, donde el «otro», la «presencia», se convierte en la persona de Dios.