10. DELIRIOS

Cuando era un estudiante de medicina en el Hospital de Middlesex de Londres, en la década de 1950, vi a muchos pacientes que padecían delirios, estados de conciencia fluctuante a veces provocados por infecciones con fiebre alta, o por problemas como fallo renal o hepático, enfermedad pulmonar, una diabetes mal controlada, problemas, todos ellos, capaces de producir cambios drásticos en la química de la sangre. Algunos pacientes padecían delirios por culpa de la medicación, sobre todo aquellos a quienes se les administraba morfina u otros opiáceos para mitigar el dolor. Los pacientes que mostraban delirio estaban casi siempre en pabellones médicos o quirúrgicos, no en pabellones neurológicos ni psiquiátricos, pues el delirio generalmente señala un problema médico, una consecuencia de algo que afecta a todo el cuerpo, el cerebro incluido, y que desaparece en cuanto el problema médico se soluciona.

Es posible que la edad, aun cuando uno tenga las funciones intelectuales intactas, aumente el riesgo de alucinaciones o delirio en respuesta a algún programa médico o a la medicación, sobre todo con la polifarmacia que tan a menudo se practica en la medicina hoy en día. Al trabajar en algunas residencias de ancianos, a veces veo pacientes que toman una docena o más de medicamentos, capaces de interactuar el uno con el otro de maneras complejas, y no es infrecuente que lleven a los pacientes al delirio[53].

En el pabellón médico del Hospital de Middlesex teníamos un paciente, Gerald P., que se estaba muriendo a causa de un fallo renal: sus riñones ya no podían eliminar los niveles tóxicos de urea que se acumulaban en la sangre, y sufría delirios. El señor P. había pasado gran parte de su vida supervisando plantaciones de té en Ceilán. Lo leí en su historial, pero podría haberlo deducido de lo que afirmaba en su delirio, pues hablaba sin parar, con brutales saltos asociativos de un pensamiento a otro. Mi profesor habría dicho que «decía disparates», y al principio no podía entender gran cosa de su perorata, pero cuanto más escuchaba, más lo comprendía. Comencé a pasar con él todo el tiempo que podía, a veces dos o tres horas al día. Pronto me di cuenta de cómo la realidad y la fantasía se mezclaban en la forma jeroglífica de su delirio, cómo a veces revivía y otras tenía alucinaciones de los sucesos y pasiones de una vida larga y variada. Era como si te permitieran observar un sueño. Al principio no hablaba con nadie en particular; pero en cuanto empecé a hacerle preguntas, me respondió. Creo que le alegró que alguien lo escuchara; se calmó un poco, su delirio se hizo más coherente. Murió tranquilamente pocos días más tarde.

En 1966, cuando comencé a ejercer de neurólogo, trabajaba en el Hospital Beth Abraham del Bronx, una residencia para enfermos crónicos. Uno de los pacientes, Michael F., era un hombre inteligente que, además de otros problemas, tenía un hígado cirrótico y muy deteriorado, resultado de una grave infección hepática. La parte del hígado que le quedaba apenas podía soportar una dieta normal, y su ingestión de proteínas tenía que estar estrictamente limitada. A Michael le costaba mucho aceptarlo, y de vez en cuando «hacía trampas» y comía un poco de queso, que adoraba. Pero creo que un día fue demasiado lejos, pues lo encontraron casi en coma. Me llamaron enseguida, y cuando llegué me encontré al señor F. en un estado insólito, que alternaba entre el estupor y el desasosiego delirante. Había breves períodos en los que «recobraba la lucidez» y demostraba que era consciente de lo que ocurría. «Estoy fuera de este mundo», dijo en cierto momento. «Estoy colocado de proteína».

Cuando le pedí que me describiera el estado en que se encontraba, me dijo que era «como un sueño, confuso, una especie de locura, como estar colocado. Pero también sé que estoy drogado». Le costaba concentrarse, tocaba una cosa y luego otra casi al azar. Estaba muy inquieto y sufría todo tipo de movimientos involuntarios. En aquella época yo tenía mi propio electroencefalógrafo y, tras llevarlo a la habitación del señor F., descubrí que sus ondas cerebrales se habían ralentizado de manera drástica: su electroencefalograma mostraba las clásicas «ondas hepáticas» lentas, así como otras anormalidades. De todos modos, al cabo de unas veinticuatro horas de haber reanudado su dieta baja en proteínas, el señor F. había vuelto a la normalidad, y también su electroencefalograma.

Mucha gente —sobre todo los niños— sufre delirios cuando tiene fiebre alta. Una mujer, Erika S., me lo recordó en una carta:

Yo tenía once años, y en la escuela me mandaron a casa con varicela y fiebre alta. (…) Durante las horas de más fiebre, experimenté una espantosa alucinación durante lo que me pareció mucho tiempo, en la que mi cuerpo comenzaba a encogerse y a crecer. (…) Cada vez que respiraba, mi cuerpo parecía hincharse e hincharse, hasta que estaba segura de que la piel me iba a explotar como un globo. Entonces, cuando ya no me podía hinchar más y me había convertido de repente en una persona grotescamente gorda (…) como una mujer globo (…), me miré, con la certeza de que mis entrañas estallarían porque ya no cabrían en la piel, y me saldría sangre de los orificios ensanchados que ya no podrían contener mi cuerpo inflado. Pero entonces me «vi» con mi tamaño normal (…) y el solo hecho de mirar invirtió el proceso (…) y mi cuerpo empezó a encogerse. Mis brazos y mis piernas se hacían cada vez más delgados (…) pasaban a ser flacos, descarnados, delgados como los dibujos animados (como las piernas del ratón Mickey en Steamboat Willie), y al final eran apenas una línea, y pensaba que mi cuerpo desaparecería del todo.

Josée B. también escribió para hablarme de su «síndrome de Alicia en el País de las Maravillas» cuando era niña y tenía fiebre. Recordaba sentirse «increíblemente pequeña o increíblemente grande, y a veces ambas cosas a la vez». También experimentaba distorsiones en la propiocepción, la percepción de su propia posición corporal: «Una noche no pude dormir en mi propia cama: cada vez que me echaba tenía la sensación de que era enorme». También tenía una alucinación visual: «De repente veía vaqueros que me arrojaban manzanas. Saltaba sobre el tocador de mi madre y me escondía detrás de una barra de lápiz de labios».

Otra mujer, Ellen R., sufría alucinaciones visuales que adquirían una cualidad rítmica, pulsátil:

«Veía» una superficie lisa, como cristal, o como la superficie de un estanque (…) Unos círculos concéntricos se propagaban del centro a los bordes exteriores, como si hubieran arrojado una piedra en medio. Este ritmo comienza lentamente [pero] poco a poco se acelera, de manera que la superficie está constantemente agitada, y mientras esto sucede, se acrecienta mi propia agitación. Al final el ritmo disminuye, la superficie vuelve a estar tersa, y yo me quedo aliviada y más tranquila.

En el delirio se puede oír a veces un grave zumbido que aumenta y disminuye de manera parecida.

Mientras que mucha gente describe que su imagen corporal se hincha en el delirio, Devon B. experimentaba, por el contrario, hinchazones mentales o intelectuales:

Lo que las hacía tan extrañas era que no se trataba de alucinaciones sensoriales, sino de la alucinación de una idea abstracta (…) un repentino temor de un número muy, muy grande y creciente (o de una cosa, pero una cosa que nunca acabé de definir). (…) Recuerdo que me paseaba por el pasillo (…) en un creciente estado de pánico y horror ante ese número imposible y exponencialmente creciente (…) mi temor era que ese número violara algún precepto muy básico del mundo (…) un postulado que no debería violarse de ninguna manera.

Esta carta me hizo pensar en el delirio aritmético por el que pasó Vladimir Nabokov, luchando con números extremadamente grandes, tal como escribe en su autobiografía Habla, memoria:

De pequeño, mostré una aptitud desacostumbrada para las matemáticas, que perdí del todo en mi adolescencia, época singularmente desprovista de talento. Este don desempeñó un horrible papel en mis combates contra las anginas o la escarlatina, pues tenía la sensación de que unas enormes esferas y unos números gigantescos se hinchaban implacablemente en mi dolorido cerebro. (…) yo había leído (…) que hubo un calculador hindú que era capaz, exactamente en dos segundos, de hallar la raíz decimoséptima de, por ejemplo, 3529471145 760275132301897342055866171392 (no estoy seguro de que sea el número exacto; de todos modos, la raíz era 212). Tales eran los monstruos que florecían en mi delirio, y el único modo de evitar que se me metieran en la cabeza hasta expulsarme de mí mismo consistía en arrancarles el corazón. Pero eran muy fuertes, y yo me sentaba en la cama y formaba laboriosamente frases mutiladas con las que trataba de explicárselo todo a mi madre. Por debajo de mi delirio, descubrió sensaciones que también ella había conocido, y su comprensión devolvía mi universo en expansión a la norma newtoniana. [Traducción de Enrique Murillo.]

Algunas personas consideran que las alucinaciones y los extraños pensamientos del delirio podrían proporcionar, o parecen proporcionar, momentos de una rica verdad emocional, como ocurre con algunos sueños o experiencias psicológicas. También puede haber revelaciones o descubrimientos de una profunda verdad intelectual. En 1858, Alfred Russel Wallace, que llevaba una década viajando por el mundo, recogiendo muestras de plantas y animales y considerando el problema de la evolución, de repente concibió la idea de la selección natural durante un ataque de malaria. Su carta a Darwin, postulando su teoría, empujó a éste a publicar El origen de las especies al año siguiente.

Robert Hughes, al comienzo de su libro sobre Goya, escribe acerca de un prolongado delirio mientras se recuperaba de un accidente de coche casi fatal. Estuvo en coma durante cinco semanas y casi siete meses hospitalizado. Mientras estaba en cuidados intensivos, escribió:

Nuestra conciencia (…) se ve extrañamente afectada por las drogas, la intubación, las luces desagradables y continuas, y la propia inmovilidad. Esto da lugar a prolongados sueños, alucinaciones o pesadillas negativos. Son más opresivos y cerrados que los sueños corrientes, y poseen el espantoso carácter de lo inexorable; no hay nada fuera de ellos, y el tiempo se extravía completamente en su laberinto. Durante gran parte del tiempo soñaba con Goya. No era el artista real, desde luego, sino una proyección de mis temores. El libro que había intentado escribir sobre él estaba estancado; antes del accidente llevaba años bloqueado.

En este extraño delirio, escribió Hughes, un Goya transformado parecía burlarse de él y atormentarle, atrapándolo en una especie de limbo infernal. Con el tiempo Hughes acabó interpretando esta «extravagante y obsesiva visión»:

Mi esperanza había sido «apresar» a Goya en la escritura, y en cambio él me había encarcelado a mí. Mi ignorante entusiasmo me había tendido una trampa de la que no había ninguna salida obvia. No sólo no podían hacer mi trabajo; el objeto de mi estudio lo sabía, y mi incapacidad le parecía histéricamente divertida. Sólo había una manera de salir de ese humillante aprieto, y era embistiendo de cara. (…) Goya había asumido tanta importancia en mi vida subjetiva que no podía renunciar a mi libro, le hiciera justicia o no al escribir sobre él. Era como superar el bloqueo del escritor volando el edificio en cuyo pasillo había tenido lugar.

Alethea Hayter, en su libro Opium and the Romantic Imagination, escribe que se decía que Piranesi, el artista italiano, «concibió la idea de sus grabados de las Cárceles Imaginarias cuando sufrió un delirio de malaria», una enfermedad que contrajo

mientras exploraban los monumentos en ruinas de la antigua Roma (…) entre los miasmas nocturnos de esa planicie pantanosa. Era propenso a contraer la malaria; y las visiones delirantes, cuando las tenía, podían deberse en parte al opio y también a la fiebre, pues el opio era entonces un remedio normal para las fiebres intermitentes o malaria (…) las imágenes que nacieron durante su fiebre delirante fueron ejecutadas y elaboradas durante muchos años de trabajo controlado y plenamente consciente.

El delirio también es capaz de producir alucinaciones musicales, tal como escribió Kate E:

Yo tenía unos once años, y estaba en cama con fiebre alta, cuando oí una música celestial. Comprendí que era un coro de ángeles, aun cuando me pareció extraño, pues no creo en el cielo ni en los ángeles, y nunca he creído. Así que decidí que debía proceder de un grupo que cantaba villancicos a la entrada de nuestra casa. Al cabo de más o menos un minuto me di cuenta de que estábamos en primavera, y que debía de estar sufriendo una alucinación.

Algunas personas me han escrito que padecen alucinaciones visuales de música; ven notación musical por las paredes y el techo. Una de ellas, Christy C. recordaba:

De niña sufría fiebres altas cuando estaba enferma. Y tenía alucinaciones cada vez. Se trataba de una alucinación óptica en la que aparecían notas y estrofas musicales. Yo no oía música. Cuando la fiebre era alta, veía las notas y las claves, embarulladas y en desorden. Las notas eran furiosas, yo me sentía inquieta. Las líneas y las notas estaban fuera de control y a veces en un ovillo. Durante horas intentaba alisarlas y ponerlas en armonía o en orden. Esta misma alucinación me ha perseguido de adulta cuando he tenido fiebre.

Las alucinaciones táctiles también pueden aparecer con fiebre o delirio, tal como describió Johnny M.: «Cuando de niño padecía fiebre alta, sufría alucinaciones táctiles muy raras (…) los dedos de una enfermera pasaban de ser una porcelana lisa y hermosa a unas ramillas ásperas y quebradizas, o mis sábanas pasaban de un exquisito satén a mantas empapadas y pesadas».

Las fiebres son quizá la causa más corriente de delirio, pero también puede haber una causa tóxica metabólica menos evidente, tal como le ocurrió hace poco a una doctora amiga mía, Isabelle R. Llevaba dos meses sufriendo una creciente debilidad y confusión esporádica; finalmente se quedó insensible y la llevaron al hospital, donde pareció un florido delirio, con alucinaciones e ilusiones. Estaba convencida de que había un laboratorio secreto escondido tras un cuadro de la pared de su habitación del hospital, y que yo supervisaba una serie de experimentos de los que ella era objeto. Se descubrió que tenía unos niveles de calcio y vitamina D extremadamente altos (había tomado grandes dosis para su osteoporosis), y en cuanto descendieron esos niveles tóxicos, su delirio cesó y regresó a la normalidad.

El delirio está clásicamente asociado a la toxicidad alcohólica o al síndrome de abstinencia. Emil Kraepelin, en su magnífico libro de 1904 Introducción a la clínica psiquiátrica, incluía el historial de un posadero que desarrolló delirium tremens a causa de beber seis o siete litros de vino al día. Se sentía inquieto e inmerso en un estado como de ensueño en el que, escribió Kraepelin,

las percepciones reales y concretas (…) se mezclan con numerosas percepciones falsas muy vívidas, sobre todo de visión y oído. Al igual que en un sueño, tienen lugar toda una serie de sucesos de lo más extraños y singulares, acompañados de esporádicos y repentinos cambios de escenario. (…) Teniendo en cuenta las vívidas alucinaciones visuales, la desazón, los fuertes temblores, y el olor a alcohol, tenemos ante nosotros los rasgos esenciales del estado clínico denominado delirium tremens.

El posadero también sufría algunas delusiones, quizá producidas por sus alucinaciones:

Cuando le preguntamos, nos dice que lo van a ejecutar con electricidad, y que también lo fusilarán. «La imagen no está claramente pintada», dice; «a cada momento hay alguien que ahora está aquí, ahora allá, esperándome con un revólver. Cuando abro los ojos desaparece». Afirma que le han inyectado un fluido hediondo en la cabeza y en los dedos de los pies, y que ésa es la causa de las imágenes que confunde con la realidad. (…) Mira impaciente hacia la ventana, donde ve casas y árboles que se desvanecen y reaparecen. Si se le aplica una leve presión en los ojos, primero ve chispas, luego una liebre, un cuadro, un lavamanos, una medialuna, y una cabeza humana, primero en un tono apagado, luego en colores.

Mientras que los delirios como el del posadero podrían ser incoherentes, sin ningún tema o hilo que los conecte, hay otros que transmiten la idea de un viaje, una obra de teatro o una película, dada la coherencia y sentido de las alucinaciones. Anne M. lo experimentó después de sufrir fiebre alta durante varios días. Empezó viendo unas formas cada vez que cerraba los ojos para dormirse; dijo que en su sofisticación y simetría se parecían a los dibujos de Escher:

Los dibujos iniciales eran geométricos, pero luego pasaron a ser monstruos y otras criaturas bastante desagradables (…) Los dibujos no tenían color. No los disfrutaba porque yo quería dormir. Una vez un dibujo estaba completo, se reproducía, de manera que seis u ocho cuadrantes en el campo visual quedaban ocupados por estas imágenes idénticas.

Estos dibujos eran reemplazados por imágenes vivamente coloreadas que le recordaban los cuadros de Brueghel. Éstos se iban llenando de monstruos y se subdividían, poliópticamente, en un grupo de mini-Brueghels idénticos.

Entonces sobrevino un cambio radical. Anne se descubrió en la parte de atrás «de un autobús chino de los años cincuenta, en una gira de propaganda de las iglesias cristianas chinas». Recuerda haber visto una película sobre la libertad religiosa en China proyectada en la ventana trasera del autobús. Pero el punto de vista seguía cambiando: tanto la película como el autobús de repente se inclinaban en ángulos extraños, y en cierto momento no quedó claro si el campanario de una iglesia que veía era «real», en el exterior del autobús, o parte de la película. Su extraño viaje ocupó la mayor parte de una noche febril e insomne.

Las alucinaciones de Anne aparecían sólo cuando cerraba los ojos, y se desvanecían en cuanto los abría[54]. Pero otros delirios podrían producir alucinaciones que parecen presentes en el entorno real, y se ven con los ojos abiertos.

En 1996 yo estaba visitando Brasil cuando comencé a experimentar unos complejos sueños narrativos de colores extremadamente brillantes y cualidad casi litográfica, que parecían durar toda la noche. Los tenía cada noche. Sufría gastroenteritis con un poco de fiebre, e imaginé que ése era el origen de mis extraños sueños, en combinación, quizá, con la excitación de viajar por el Amazonas. Imaginé que esos sueños delirantes acabarían cuando me recuperara de la fiebre y regresara a Nueva York. Pero lo que ocurrió fue que aumentaron y se volvieron más intensos que nunca. Había en ellos algo de novela de Jane Austen, o quizá de la versión teatral de alguna de ellas, y se desarrollaba de manera pausada. Eran visiones muy detalladas, y todos los personajes vestían, se comportaban y hablaban como si estuvieran en Juicio y sentimiento. (Cosa que me asombró: yo nunca he tenido mucha sensatez ni sensibilidad social, y mi gusto novelístico se inclina más hacia Dickens que hacia Austen). Durante la noche me levantaba a menudo, me echaba agua fría en la cara, vaciaba la vejiga o me preparaba una taza de té, pero en cuanto regresaba a la cama y cerraba los ojos, volvía a estar en mi mundo de Jane Austen. El sueño había proseguido mientras yo estaba levantado, y cuando me reintegré a él, era como si la narración hubiera proseguido en mi ausencia. Había transcurrido cierto tiempo, parecían haber ocurrido algunos hechos, algunos caracteres habían desaparecido o muerto, y en escena había ahora algunos nuevos. Estos sueños, o delirios, o alucinaciones, o lo que fueran, sucedían cada noche, y me impedían dormir con normalidad, con lo que cada vez estaba más agotado por falta de sueño. Le hablé a mi psicoanalista de esos «sueños», que recordaba con gran detalle, contrariamente a los sueños normales. Él me dijo: «¿Qué ocurre? Estás teniendo más sueños en las dos últimas semanas que en los veinte años anteriores. ¿Estás tomando algo?».

Le dije que no, pero a continuación recordé que había estado ingiriendo dosis semanales de una medicina antimalaria llamada Lariam antes de mi viaje al Amazonas, y que supuestamente tenía que tomar dos o tres dosis más a mi regreso.

Busqué el medicamento en el Vademecum: mencionaba sueños excesivamente vívidos y llenos de color, pesadillas, alucinaciones y psicosis, como efectos secundarios, pero con una incidencia menor del 1%. Cuando me puse en contacto con mi amigo Kevin Cahill, un experto en medicina tropical, dijo que la incidencia de sueños excesivamente vívidos y llenos de color era más cercana al 30%: las alucinaciones verdaderas o las psicosis eran considerablemente más raras. Le pregunté cuánto durarían los sueños. Un mes o más, me dijo, porque el Lariam tiene una vida media muy larga, y eso es lo que tardaría en eliminarlo del cuerpo. Mis sueños del siglo XIX se desvanecieron poco a poco, aunque se tomaron su tiempo.

Richard Howard, el poeta, se sumió en un delirio durante varios días después de una operación en la espalda. El día después de la operación, mientras estaba echado en la cama del hospital, boca arriba, vio unos animalillos por los bordes del techo. Eran del tamaño de un ratón, pero tenían cabeza de ciervo; eran vívidos: sólidos, con colores de animal, moviéndose como criaturas vivas. «Sabía que eran reales», dijo Richard, y se quedó estupefacto cuando su pareja llegó al hospital y no los vio. Pero eso no menguó su convicción; simplemente le desconcertaba que su pareja, que era artista, pudiera estar tan ciego (después de todo, él era el experto en ver cosas). A Richard ni se le pasó por la cabeza la idea de que pudiera estar sufriendo alucinaciones. El fenómeno le pareció extraordinario («No estoy acostumbrado a ver un friso de cabezas de ciervo sobre cuerpos de ratón»), pero lo aceptó como real.

Al día siguiente, Richard, que da clases de literatura en la universidad, comenzó a ver algo extraordinario: «un desfile literario». Los médicos, las enfermeras y el personal del hospital se habían disfrazado de personajes literarios del siglo XIX y estaban ensayando el desfile. Se quedó muy impresionado por la cualidad de su trabajo, aunque comprendió que algunos observadores fueran más críticos. Los «actores» hablaban libremente entre ellos, y con Richard. Observó que el desfile tenía lugar en varias plantas del hospital al mismo tiempo; el suelo le resultaba transparente, y podía verlo en todas las plantas a la vez. Los que ensayaban solicitaban su opinión, y él contestaba que le había parecido muy interesante y delicioso, y hecho con inteligencia. Seis años más tarde, mientras me contaba esta historia, sonrió y dijo que el solo hecho de recordarla ya era una delicia. «Fue un momento muy privilegiado», concluyó.

Cuando tenía alguna visita real, el desfile desaparecía, y Richard, despierto y orientado, charlaba con la visita como siempre. Pero en cuanto se marchaban se reanudaba el desfile. Richard es un hombre de mentalidad perspicaz y crítica, aunque, al parecer, su facultad crítica quedaba en suspenso durante su delirio, que duró unos tres días y quizá fue provocado por los opiáceos u otras drogas.

Richard es un gran admirador de Henry James, y resulta que James también sufrió un delirio, un delirio terminal, en diciembre de 1915, asociado a una neumonía y a fiebre alta. Fred Kaplan lo describe en su biografía de James:

Había entrado en otro mundo imaginativo, un mundo relacionado con sus comienzos como escritor, con el mundo napoleónico que durante toda su vida había sido una metáfora del poder del arte, del imperio de su propia creación. Comenzó a dictar notas para una nueva novela, «fragmentos del libro que imagina estar escribiendo». Como si escribiera una novela cuyo centro dramático fuera su propia conciencia alterada, dictó una visión de sí mismo como Napoleón y de su propia familia como los Bonaparte imperiales. (…) Su mano de regente agarró la de William y Alice, dirigiéndose a ellos como «sus queridos y muy estimados hermano y hermana». A ellos, a quienes había otorgado países, ahora les encargaba la responsabilidad de supervisar los detallados planes que había preparado para «la decoración de ciertos apartamentos del Louvre y las Tullerías, que encontraréis dirigidos, en detalle, a los artistas y trabajadores que se encargarán de ellos». (…) Él mismo era el «águila imperial».

Mientras anotaba sus palabras, Theodora [su secretaria] ya no pudo más. «Es algo que da mucha pena, aunque se da la extraordinaria circunstancia de que su mente conserva la capacidad de formular sus frases totalmente características».

Otros también lo reconocieron; se dijo que, aunque el maestro desvariaba, su estilo era «puro James», y de hecho «el James de la última época».

A veces la abstinencia de las drogas o el alcohol puede provocar un delirio dominado por voces e ilusiones alucinatorias, un delirio que es, de hecho, una psicosis tóxica, aun cuando la persona no sea esquizofrénica y nunca haya sufrido una psicosis. Evelyn Waugh nos ofreció un extraordinario relato de esta circunstancia en su novela autobiográfica La prueba de fuego de Gilbert Pinfold[55]. Waugh había bebido muchísimo durante años, y en algún momento de la década de 1950 añadió una pócima para dormir (un elixir de hidrato de cloral y bromuro) al alcohol. La pócima era cada vez más fuerte, tal como escribió Waugh de su alter ego Gilbert Pinfold: «No era muy escrupuloso a la hora de medir la dosis. Vertía en el vaso tanto como le sugería su estado de ánimo, y si tomaba demasiado poco y se despertaba de madrugada, salía de la cama y con paso tambaleante se dirigía al frasco para echar un segundo trago».

Sintiéndose enfermo y frágil, y viendo que la memoria de vez en cuando le jugaba alguna mala pasada, Pinfold decide que un crucero a la India podría servirle de reconstituyente. Su pócima para dormir se agota al cabo de dos o tres días, pero sigue ingiriendo la misma cantidad de alcohol. Apenas ha zarpado el barco cuando empieza a tener alucinaciones auditivas; casi todas son voces, pero de vez en cuando oye música, el ladrido de un perro, el sonido de una brutal paliza administrada por el capitán del barco y su barragana, y el sonido de una enorme masa metálica arrojada por la borda. Visualmente, todo y todos parecen normales: un barco tranquilo con una tripulación y unos pasajeros anodinos, que rebasa tranquilamente Gibraltar y se adentra en el Mediterráneo. Pero sus alucinaciones auditivas engendran unas ilusiones complejas y a veces absurdas: cree, por ejemplo, que España ha reclamado la soberanía de Gibraltar y va a abordar el navío, y que sus perseguidores poseen unas máquinas que pueden leer el pensamiento y emitir pensamientos.

Algunas voces se dirigen directamente a él —provocadoras, acusadoras, llenas de odio; a menudo le sugieren que se suicide—, aunque también hay una voz dulce (la hermana de uno de sus torturadores, cree) que afirma estar enamorada de él, y le pregunta si la ama. Pinfold le dice que tiene que verla, y también oírla, pero ella responde que eso es imposible, que va «contra las Reglas». Las alucinaciones de Pinfold son exclusivamente auditivas, y no se le «permite» ver a su interlocutor, pues eso podría destruir la ilusión.

Unos delirios y psicosis tan elaborados poseen una cualidad de arriba abajo y de abajo arriba, igual que los sueños. Se parecen a erupciones volcánicas procedentes de los niveles «inferiores» del cerebro —la corteza y asociación sensorial, los circuitos del hipocampo y el sistema límbico—, pero también son modeladas por las capacidades intelectuales, emocionales e imaginativas del individuo, y por las carencias y el tipo de cultura en el que se halla inmerso.

Hay muchísimos problemas médicos y neurológicos, así como todo tipo de drogas (se tomen con fines terapéuticos o recreativos), que pueden producir psicosis temporales y «orgánicas». Un paciente postencefalítico al que recuerdo vivamente es Seymour L., un hombre muy cultivado y encantador (me refiero brevemente a él y a sus alucinaciones en Despertares). Cuando se le suministró una dosis muy modesta de L-dopa para su Parkinson, Seymour se excitó de una manera patológica, y, en concreto, comenzó a oír voces. Un día se me acercó. Me dijo que yo era un hombre amable, y que le había sorprendido mucho oírme decir: «Coge el sombrero y el abrigo, Seymour, sube al tejado del hospital y salta».

Le contesté que jamás se me ocurriría decirle algo así, que debía de sufrir alucinaciones.

—¿Me vio? —añadí.

—No —contestó Seymour—, sólo le oí.

—Si vuelve a oír esa voz —le dije—, mire a su alrededor a ver si me ve. Si no me ve, sabrá que es una alucinación. —Seymour se quedó pensando un momento, y negó con la cabeza.

—No funcionará —dijo.

Al día siguiente volvió a oír mi voz que le decía que se pusiera el sombrero y el abrigo, subiera al tejado del hospital y saltara, pero entonces la voz añadió: «Y no hace falta que mire a su alrededor, porque realmente estoy aquí». Por suerte, el señor L. consiguió resistirse, y cuando dejó de tomar la L-dopa, las voces también cesaron. (Tres años más tarde, Seymour volvió a probar la L-dopa, y esta vez respondió estupendamente, sin el menor asomo de delirio ni de psicosis).