9. BISECADO: ALUCINACIONES EN LA MITAD DEL CAMPO VISUAL

Uno no ve con los ojos; uno ve con el cerebro, que posee docenas de sistemas distintos para analizar lo que entra por los ojos. En la corteza visual primaria, localizada en los lóbulos occipitales, en la parte posterior del cerebro, existen correspondencias punto por punto de la retina con la corteza, y es aquí donde se representan la luz, la forma, la orientación y la localización en el campo visual. Los impulsos procedentes de los ojos siguen una ruta tortuosa hasta la corteza cerebral, y en ese camino algunos de ellos cruzan hasta el otro lado del cerebro, de manera que la mitad izquierda del campo visual de cada ojo va a parar a la corteza occipital derecha, y viceversa. Por tanto, si se daña un lóbulo occipital (a causa de una apoplejía, por ejemplo), puede haber ceguera o visión deteriorada en la mitad opuesta del campo visual: una hemianopsia.

Además del deterioro o pérdida de visión en un lado, puede haber síntomas positivos: alucinaciones en el área ciega o casi ciega. Más de un 10% de los pacientes que han sufrido hemianopsia repentina padecen dichas alucinaciones, y de inmediato las identifican como alucinaciones.

En contraste con las alucinaciones relativamente breves y estereotipadas de la migraña o la epilepsia, las producidas por la hemianopsia pueden proseguir durante días o semanas seguidas; y lejos de tener un formato fijo o uniforme, tienden a cambiar continuamente. En este caso deberíamos imaginar no un pequeño nódulo de células irritables que emiten una descarga paroxística, como en un ataque de migraña o epilepsia, sino una zona grande del cerebro —campos de neuronas enteros— en un estado de hiperactividad crónica, fuera de control y cometiendo travesuras a causa de un debilitamiento de las fuerzas que normalmente las controlan u organizan. En este caso, el mecanismo se parece al síndrome de Charles Bonnet.

Mientras que dichas nociones estaban implícitas en la idea que tenía Hughlings Jackson del sistema nervioso y sus niveles ordenados de manera jerárquica (donde los niveles superiores controlan a los inferiores, y los inferiores comienzan a actuar de manera independiente, incluso anárquica, si se liberan de ese control al dañarse los niveles superiores), la idea de «liberar» alucinaciones la describió en detalle L. Jolyon West en su libro de 1962 Hallucinations. Una década más tarde, David G. Cogan, oftalmólogo, publicó un influyente artículo que incluía historiales breves y gráficos de quince pacientes. Algunos de ellos tenían lesiones en los ojos, otros tenían dañado el nervio o el tracto óptico, algunos padecían lesiones de lóbulo occipital, otros del lóbulo temporal, y algunos en el tálamo o el mesencéfalo. Al parecer, una lesión en cualquiera de estos lugares podía interrumpir la red normal de controles y liberar alucinaciones visuales complejas.

Ellen O. era una joven que vino a verme en 2006, más o menos un año después de que le operaran una malformación vascular en el lóbulo occipital derecho. La intervención fue bastante simple, y consistía en sellar los vasos hinchados de la malformación. Tal como le habían advertido sus médicos, tuvo algunos problemas visuales después de la operación: la visión en el lado izquierdo se le volvió borrosa, y también padecía cierta agnosia y alexia: dificultad para reconocer a la gente y las palabras impresas (las palabras en inglés le parecían «holandés», dijo). Estas dificultades le impidieron conducir durante seis semanas e interfirieron con su capacidad de lectura y de ver la televisión, pero fueron transitorias. También padeció ataques visuales durante las primeras semanas posteriores a la intervención. Se trataba de alucinaciones visuales simples, destellos de luz y color en el lado izquierdo que duraban unos pocos segundos. Los ataques se producían al principio varias veces al día, pero cuando volvió a trabajar, prácticamente habían cesado. No le preocupaban demasiado, pues los médicos le habían advertido que podría experimentar dichas secuelas.

Lo que no le había advertido era que posteriormente podía acabar teniendo alucinaciones complejas. La primera, unas seis semanas después de la operación, consistió en una flor enorme que ocupaba casi toda la mitad izquierda de su visión. La paciente creía que esa alucinación la había estimulado el ver una flor a la deslumbrante luz del sol; parecía haberle quedado impresa en el cerebro, y la visión seguía en la mitad izquierda de su campo visual, «como una imagen persistente», pero una imagen persistente que duraba no unos segundos sino toda una semana. El fin de semana siguiente, después de que su hermano la visitara, vio la cara de éste —o mejor dicho, parte de su perfil, sólo un ojo y una mejilla— durante varios días[51].

A continuación pasó de tener anormalidades de percepción —veía cosas que tenía delante, con perseverancia o distorsión— a sufrir alucinaciones, ver cosas que no tenía delante. Ver caras de personas (a veces la suya propia) se convirtió en una alucinación frecuente. Pero las caras que Ellen veía eran «anormales, grotescas, exageradas», a menudo poco más que un perfil con los dientes, o quizá un ojo enormemente ampliado, completamente desproporcionado con el resto de los rasgos. En otras ocasiones veía figuras con caras, expresiones o posturas «simplificadas», «como si fueran esbozos o caricaturas». A continuación Ellen comenzó a ver a la Rana Gustavo, la marioneta de Barrio Sésamo, muchas veces al día. «¿Por qué Gustavo?», preguntó. «Para mí no significa nada».

Casi todas las alucinaciones de Ellen resultaban planas e inmóviles, como fotografías o caricaturas, aunque a veces cambiaran de expresión. La Rana Gustavo a veces parecía triste, otras feliz, de vez en cuando estaba enfadada, aunque Ellen era incapaz de relacionar las expresiones de la rana con sus propios estados de ánimo. Silenciosas, inmóviles, en continuo cambio, estas alucinaciones eran casi permanentes mientras estaba despierta («Las tengo ahí las veinticuatro horas del día», dijo). No le ocluían la visión, pero se superponían como transparencias sobre la mitad izquierda del campo visual. «Últimamente se han hecho más pequeñas», me contó. «La Rana Gustavo ahora es diminuta. Antes ocupaba casi toda la mitad izquierda, y ahora no es más que una porción pequeña». Ellen se preguntaba si tendría estas alucinaciones durante el resto de su vida. Le dije que en mi opinión su disminución era muy buena señal; quizá algún día Gustavo sería tan pequeño que ya no lo vería.

Me preguntó qué le estaba ocurriendo a su cerebro. ¿Por qué, sobre todo, sufría esas extrañas alucinaciones de caras grotescas que a veces parecían una pesadilla? ¿De qué profundidades surgían? No parecía normal imaginar esas cosas. ¿Se estaba volviendo psicótica, estaba enloqueciendo?

Le dije que el deterioro de su visión en un lado, a consecuencia de la operación, probablemente había conducido a una actividad agudizada de partes del cerebro que ocupaban un lugar superior en el camino visual, en los lóbulos temporales, donde se reconocen las figuras y las caras, y quizá también en los lóbulos parietales; y que esta actividad agudizada, y a veces descontrolada, le provocaba alucinaciones complejas y también esa extraordinaria persistencia de la visión, la palinopsia, que estaba experimentando. Estas alucinaciones que tanto la horrorizaban —de caras deformadas o despedazadas, o caras con ojos ardientes exagerados o monstruosos— eran de hecho típicas de una actividad anormal en una zona de los lóbulos temporales llamada surco temporal superior. Eran caras neurológicas, no psicóticas.

Ellen me escribía periódicamente para ponerme al día, y seis años después de su primera visita, escribió: «No puedo decir que me haya recobrado del todo de mis problemas visuales, sino más bien que vivo en armonía con ellos. Mis alucinaciones son más pequeñas, pero siguen ahí. Lo que veo casi todo el tiempo es el globo terráqueo lleno de color, pero ya no me distrae tanto».

Todavía le cuesta un poco leer, sobre todo cuando está cansada. Me contó que hacía poco, mientras leía un libro

perdí una palabra o dos en mi punto de color (después de la operación me quedó un punto negro/ciego, pero se convirtió en un punto de color a las pocas semanas, y todavía lo tengo. Mis alucinaciones surgen alrededor de ese punto). (…) Mientras tecleo, después de un largo día de trabajo, veo un ratón Mickey muy tenue en blanco y negro de los años treinta un poco descentrado, hacia la izquierda. Es transparente, de manera que veo la pantalla del ordenador mientras tecleo. Sin embargo, cometo muchos errores, pues no siempre veo la tecla que necesito.

Pero el punto ciego de Ellen no le había impedido seguir unos cursos de posgrado e incluso correr una maratón, tal como me contó con su característico buen humor:

Corrí la maratón de Nueva York en noviembre y tropecé con un aro metálico, algo que habían tirado a la basura, en el puente Verrazano, poco antes del tercer kilómetro. Estaba a mi izquierda, y ni siquiera lo vi, pues sólo miraba a la derecha. Me puse en pie y acabé la carrera, aunque me rompí un hueso pequeño de la mano, lo que, creo, constituye una lesión insólita para una maratón. Mientras estaba en la sala de espera del traumatólogo, vi que todo el mundo que había acabado la maratón se había lesionado la rodilla o el ligamento de la corva.

Mientras que las alucinaciones complejas de Ellen comenzaron varias semanas después de su operación, la «liberación» de alucinaciones semejantes podría aparecer casi de inmediato si la corteza occipital sufriera un daño repentino. Es el caso de Marlene H., una mujer de cincuenta y pico años que vino a verme en 1989. Me contó que se había despertado un viernes por la mañana, en diciembre de 1988, con dolor de cabeza y síntomas visuales. Había padecido migrañas durante años, y al principio pensó que se trataba de otra migraña visual. Pero esta vez los síntomas visuales eran distintos: veía «destellos por todas partes (…) luces trémulas (…) arcos eléctricos (…) como en una película de Frankenstein», y todo eso no desapareció a los pocos minutos, como ocurría con sus zigzags de la migraña, sino que prosiguió durante todo el fin de semana. Posteriormente, la noche del domingo, las alteraciones visuales adquirieron un carácter más complejo. En la parte superior del campo visual, a la derecha, vio una forma que se retorcía «como una oruga de mariposa monarca, negra y amarilla, de cilios relucientes», junto con «luces amarillas incandescentes, como un espectáculo de Broadway, que subían y bajaban, se encendían y apagaban, sin parar». Aunque su médico la tranquilizó afirmando que no era más que «una migraña atípica», las cosas fueron de mal en peor. El miércoles «la bañera parecía abarrotada de hormigas (…) había telarañas cubriendo las paredes y el techo (…) las personas parecían tener la cara cubierta por una retícula». Dos días más tarde empezó a experimentar importantes alteraciones perceptibles: «Las piernas de mi marido se veían muy cortas, distorsionadas, como en un espejo deformante. Era divertido». Pero aquella tarde, en el mercado, la cosa fue menos divertida y bastante aterradora. «Todo el mundo estaba feo; les faltaban partes de la cara, y los ojos…, parecía haber una negrura en los ojos; todo el mundo estaba grotesco». De pronto parecían surgir coches a la derecha. Al poner a prueba sus campos visuales, moviendo los dedos a cada lado, Marlene descubrió que en el lado derecho no podía verlos a menos que cruzaran la línea media; había perdido completamente la visión en el lado derecho.

Fue en ese momento, días después de sus síntomas iniciales, cuando finalmente le hicieron un reconocimiento médico. Un TAC del cerebro reveló una gran hemorragia en el lóbulo occipital izquierdo. En esa fase no había mucho que hacer terapéuticamente; tan sólo se podía esperar una resolución de sus síntomas, que con el tiempo se curara o acabara adaptándose.

Después de unas semanas, las alucinaciones y los trastornos perceptivos, limitados en su mayor parte al lado derecho, comenzaron a remitir, pero a Marlene le quedaron diversos déficits visuales. Podía ver, al menos en un lado, pero lo que veía la desconcertaba: «Habría preferido estar ciega», me dijo, «en lugar de no poder comprender lo que veía. (…) Tenía que ir despacio, sin prisas, ensamblar las piezas. Veía mi sofá, una silla…, pero era incapaz de encajar lo que veía. Al principio no conseguía componer “una escena”. (…) Yo antes leía muy deprisa. Ahora era lenta. Las letras parecían distintas».

«Cuando mira la hora en su reloj», intervino su marido, «al principio es incapaz de interpretar lo que ve».

Además de estos problemas de agnosia y alexia visual, Marlene experimentaba una especie de imaginería visual desmedida, fuera de control. En cierto momento vio por la calle a una mujer ataviada con un vestido rojo. A continuación, dijo, «cerré los ojos. La mujer, que parecía casi una marioneta y se movía en torno a mí, adquirió vida propia. (…) Me doy cuenta de que la imagen se había “apoderado” de mí».

Seguí en contacto con Marlene de manera irregular, y la última vez que la vi fue en 2008, veinte años después de su apoplejía. Ya no sufría alucinaciones, ni distorsión perceptiva, ni imaginería visual desmedida. Seguía padeciendo hemianopsia, pero lo que le quedaba de visión era suficiente como para que pudiera viajar de manera independiente y seguir trabajando (un trabajo en el que tenía que leer y escribir, aunque a su ritmo lento).

Del mismo modo que Marlene experimentó prolongados cambios perceptivos, así como alucinaciones, tras una hemorragia masiva del lóbulo occipital, incluso una pequeña apoplejía del lóbulo occipital puede provocar sorprendentes alucinaciones visuales, aunque transitorias. Ése fue el caso de una anciana inteligente y profundamente religiosa cuyas alucinaciones aparecieron, «evolucionaron» y luego desaparecieron, todo ello en unos pocos días de julio de 2008. Recibí una llamada de una de las enfermeras de la residencia de ancianos en la que trabajo; llevábamos juntos mucho tiempo, y ella sabía que me interesaban de manera especial los problemas visuales. Me preguntó si podía llevar a su tía abuela Dot a visitarme, y entre las dos reconstruyeron la historia. La tía Dot me contó que había comenzado a tener la vista «borrosa» el 21 de julio, y al día siguiente «parecía un caleidoscopio (…) con todos los colores dando vueltas» y repentinos «relámpagos» a la izquierda. Fue a su médico, el cual, al descubrir que sufría hemianopsia en el lado izquierdo, la mandó a urgencias. Allí descubrieron que sufría fibrilación atrial, y un TAC y una resonancia magnética mostraron una pequeña zona dañada en el lóbulo occipital derecho, probablemente el resultado de un coágulo de sangre desplazado por la fibrilación.

Al día siguiente, la tía Dot veía «octágonos con el centro de color rojo (…) que pasaban junto a mí como una película, y los octágonos en movimiento se convertían en copos de nieve hexagonales». El 24 de julio vio «una bandera estadounidense, extendida, como si ondeara».

El 26 de julio vio puntos verdes, como pelotitas, flotando en el lado izquierdo, que se convirtieron en «hojas plateadas y alargadas». Cuando su sobrina comentó que en Canadá se acercaba el otoño y las hojas ya cambiaban de color, las hojas plateadas que veía adquirieron un marrón de inmediato, lo que supuso el preludio de un día completo de alucinaciones visuales complejas, incluyendo «ramilletes de narcisos» y «campos de nardos». Éstos fueron seguidos por una imagen muy concreta, que se multiplicó. Cuando su sobrina la visitó aquel día, la tía Dot dijo: «estoy viendo marineros jóvenes (…) uno encima del otro, como una película». Eran de color, pero estaban inmóviles y eran planos y pequeños «como pegatinas». No reconoció su origen hasta que su sobrina le recordó que ella (la sobrina) utilizaba a menudo la pegatina de un marinero cuando le enviaba una carta a su tía, de manera que el marinero no era una invención completa, sino una reproducción de las pegatinas que la tía Dot había visto una vez, ahora multiplicadas.

Los marineros fueron sustituidos por «campos de champiñones» y luego por una estrella de David dorada. Un neurólogo del hospital había llevado esa estrella en un lugar prominente mientras la visitaba, y ella siguió «viéndola» durante horas, aunque no multiplicada, como en el caso de los marineros. La estrella de David fue sustituida por «semáforos, rojos y verdes, que se encendían y se apagaban», y luego por docenas de diminutas campanas doradas de Navidad. Las campanas de Navidad fueron reemplazadas por una alucinación de manos juntas en oración. A continuación vio «gaviotas, arena, olas, una escena de playa», donde las gaviotas batían las alas. (Hasta ese momento, al parecer, no había habido movimiento; sólo había visto imágenes estáticas que pasaban delante de ella). Las gaviotas que volaban fueron sustituidas por un «corredor griego cubierto por una toga (…) parecía un atleta olímpico». Tenía las piernas en movimiento, igual que las alas de las gaviotas. Al día siguiente vio unos percheros apilados y apretados: ésta fue la última de sus alucinaciones complejas. El día después, sólo vio relámpagos a la izquierda, al igual que seis días antes. Y ése fue el final de lo que ella denominó su «odisea visual».

La tía Dot no era enfermera, como su sobrina, pero había trabajado muchos años de voluntaria en una residencia. Sabía que había sufrido una pequeña apoplejía en un lado de la parte visual del cerebro. Comprendía que ésa era la causa de las alucinaciones, y que probablemente eran transitorias; no temía estar perdiendo la razón. Ni por un momento se le ocurrió pensar que sus alucinaciones eran «reales», aunque observó que eran bastante distintas de su imaginería visual normal: mucho más detalladas, con colores más vivos, y, en su mayor parte, independientes de sus pensamientos o sentimientos. Aquello le intrigaba y despertaba su curiosidad, por eso tomó buena nota de las alucinaciones mientras le ocurrían e intentó dibujarlas. Tanto ella como su sobrina se preguntaban por qué surgían ciertas imágenes concretas en sus alucinaciones, hasta qué punto reflejaban su experiencia vital, y como las podía haber suscitado su entorno inmediato.

La tía Dot se quedó impresionada por la secuencia de las alucinaciones, que hubieran pasado de simples y amorfas a complejas, y de nuevo a simples antes de desaparecer. «Es como si hubieran subido por el cerebro y luego vuelto a bajar», dijo. Le sorprendía la manera en que las cosas que había visto podían transformarse en formas similares: octágonos que se convertían en copos de nieve, manchas transformadas en hojas, y quizá gaviotas convertidas en atletas olímpicos. Observó que, en dos ocasiones, había tenido alucinaciones de algo que había visto poco antes: la estrella de David del neurólogo y las pegatinas del marinero. Observó una tendencia a la «multiplicación»: ramilletes de narcisos, campos de flores, octágonos en abundancia, copos de nieve, hojas, gaviotas, docenas de campanas de Navidad, y múltiples copias de las pegatinas del marinero. Se preguntó si el hecho de que fuera profundamente católica y rezara varias veces al día había contribuido a que sufriera la alucinación de unas manos juntas en oración. Le impresionó la manera en que las hojas plateadas que veía se habían vuelto de color marrón rojizo al instante cuando su sobrina dijo «Las hojas están cambiando». Creía que el corredor olímpico podía haber sido suscitado por la proximidad de los Juegos Olímpicos de 2008, constantemente anunciados en televisión. Me impresionó y conmovió que esa anciana, curiosa e inteligente, aunque no intelectual, observara sus propias alucinaciones con tanta calma y reflexión, y que, sin que nadie le dijera nada, planteara prácticamente todas las preguntas que un neurólogo podría formularle.

Si uno pierde la mitad del campo visual por culpa de una apoplejía u otra lesión, a veces puede no ser consciente de la pérdida. El neurólogo Monroe Cole sólo se dio cuenta de su propia pérdida de campo visual al someterse a un examen neurológico tras una operación de bypass coronario. Le sorprendió tanto no haber advertido ese déficit que publicó un artículo sobre el tema. «Incluso los pacientes inteligentes», escribió, «a menudo se sorprenden cuando se manifiesta su hemianopsia, a pesar de que se les haya manifestado en numerosos reconocimientos».

El día después de su operación, Cole comenzó a tener alucinaciones en la mitad ciega de su campo visual, de gente (los reconoció a casi todos), perros y caballos. Estas apariciones no le asustaron; «se movían, bailaban y daban vueltas, pero su propósito no estaba claro». A menudo alucinaba «un pony con la cabeza apoyada en mi brazo derecho»; lo reconoció como el pony de su nieta, pero, al igual que con muchas de sus alucinaciones, «no era del mismo color que el real». Siempre se daba cuenta de que esas visiones eran irreales.

En un artículo de 1976, el neurólogo James Lance ofreció una rica descripción de trece pacientes con hemianopsia, y recalcó que sus alucinaciones siempre eran reconocidas como tales, aunque sólo fuera por su absurdidad o irrelevancia: jirafas e hipopótamos sentados en un lado del almohadón, visiones de cosmonautas o soldados romanos a un lado, etcétera. Otros médicos han relatado casos parecidos; ninguno de sus pacientes confunden jamás dichas alucinaciones con la realidad.

Por este motivo me sorprendió e intrigó recibir la siguiente carta de un médico de Inglaterra, en la que mencionaba a su padre, Gordon H., un hombre de ochenta y seis años que desde hacía mucho tiempo sufría glaucoma y degeneración macular. Nunca había tenido alucinaciones anteriormente, pero hacía poco había padecido una pequeña apoplejía que le afectaba el lóbulo occipital derecho. Estaba «bastante cuerdo y no tenía mermadas sus facultades intelectuales», escribió su hijo, pero

no ha recuperado la visión y permanece la hemianopsia izquierda. Sin embargo, tiene poca conciencia de su pérdida visual, pues su cerebro parece rellenar las partes que faltan. Lo más interesante, sin embargo, es que sus alucinaciones visuales, o de relleno, siempre parecen sensibles al contexto o coherentes. En otras palabras, si pasea por un entorno rural, es capaz de ver arbustos y árboles o edificios lejanos en su campo visual izquierdo que, cuando se vuelve para verlos con el derecho, descubre que no están allí. No obstante, las alucinaciones parecen coincidir a la perfección con su visión ordinaria. Si está sentado en el banco de la cocina «ve» todo el banco, hasta el extremo de percibir un cuenco o un plato dentro del lado izquierdo de su visión… que al volverse desaparece, porque en ningún momento ha estado allí. No obstante, definitivamente ve todo el banco, sin ninguna separación clara entre lo que forma parte de la alucinación y la percepción real.

Se podría pensar que la percepción visual normal de Gordon H. en el lado derecho, por su normalidad y detalle, mostraría de inmediato la relativa pobreza de la construcción mental, la alucinación, del lado izquierdo. Pero su hijo afirma que no es capaz de distinguir una de otra: no ve ninguna línea divisoria; las dos mitades parecen continuas. El caso del señor H. es único, que yo sepa[52]. No posee ninguna de las extravagantes alucinaciones fuera de contexto que comúnmente se observan en la hemianopsia. Sus alucinaciones se combinan perfectamente con el entorno y parecen completar la «percepción» ausente.

En 1899, Gabriel Anton describió un singular síndrome en el que pacientes totalmente ciegos a causa de algún daño cortical (generalmente una apoplejía que afectaba a los glóbulos occipitales de ambos lados) parecían no ser conscientes de su ceguera. Dichos pacientes pueden estar cuerdos y sanos en todos los demás aspectos, pero insisten en que ven perfectamente. Incluso se comportan como si vieran, caminando como si nada por lugares que no conocen. Si tropiezan con algún mueble, insisten en que es porque lo han cambiado de sitio, o que la habitación está mal iluminada, etc. Un paciente con el síndrome de Anton, cuando le preguntaban, describía a un desconocido en la habitación de una manera desenvuelta y sin la menor vacilación, aunque todos los detalles eran incorrectos. Con ellos no sirve ningún argumento, ninguna prueba, ni apelar a la razón o al sentido común.

No está claro por qué el síndrome de Antón provoca esas creencias erróneas pero inalterables. Parecidas creencias irrefutables se dan en pacientes que pierden la percepción de su lado izquierdo, y del lado izquierdo del espacio, pero sostienen que no es así, aun cuando se les pueda demostrar de manera convincente que viven en un hemiuniverso. Dichos síndromes —también llamados anosognosias— se dan sólo cuando el daño afecta al lado derecho del cerebro, que se ocupa de manera especial de la sensación de identidad corporal.

Dicha cuestión conoció un giro todavía más extraño en 1984, con la publicación de un artículo de Barbara E. Swartz y John C. M. Brust. Su paciente era un hombre inteligente que había perdido la visión en ambos ojos por culpa de lesiones en la retina. Normalmente reconocía que era ciego y se comportaba como si lo fuera. Pero también era alcohólico, y en dos ocasiones, en plena borrachera, creyó que había recuperado la vista. Swartz y Brust escribieron:

Durante esos episodios creía que veía; por ejemplo, comenzaba a caminar sin pedir ayuda, o se ponía a ver la televisión, y luego afirmaba que podía comentar el programa con sus amigos. (…) Era incapaz de leer la hilera 20/800 de la tabla optométrica, ni de detectar una línea luminosa ni movimientos de la mano delante del ojo izquierdo. Sin embargo, afirmaba que veía, y cuando le preguntaban ofrecía invenciones verosímiles: por ejemplo, describía la sala de reconocimiento o el aspecto de los dos médicos con los que había hablado. En muchos detalles sus descripciones eran erróneas, pero no quería reconocerlo. Sin embargo, admitía que veía cosas que no tenía delante. Por ejemplo, afirmaba que la sala de reconocimiento estaba llena de niños, todos vestidos de manera parecida, que entraban y salían de la habitación a través de las paredes. También describió un perro que se comía un hueso en un rincón, y a continuación afirmó que las paredes y el suelo de la habitación eran de color naranja. Reconoció que los niños, el perro y los colores de las paredes eran alucinaciones, pero insistió en que sus otras experiencias visuales eran reales.

Regresando a Gordon H., yo aventuraría la hipótesis de que el daño en el lóbulo occipital derecho ha producido un síndrome de Anton unilateral (aunque no sé si ese síndrome se ha descrito jamás). Sus alucinaciones (contrariamente a las de los pacientes de Lance) están inspiradas y conformadas por lo que percibe en la parte intacta de su campo visual, y se mezclan de manera perfecta con su percepción intacta del lado derecho.

El señor H. sólo tiene que volver la cabeza para descubrir que ha sido engañado, pero eso no disminuye su convicción de que puede ver igualmente en ambos lados. Si se le insiste, tal vez acepte el término «alucinación», pero si lo acepta debe de ser considerando que, para él, la alucinación es verídica, que está teniendo una alucinación de la realidad.