6. ESTADOS ALTERADOS

Los humanos comparten muchas cosas con otros animales —las necesidades básicas de comida y bebida, o de sueño, por ejemplo—, pero existen necesidades y deseos mentales y emocionales adicionales que son exclusivos de los humanos. Para nosotros es insuficiente vivir el día a día; necesitamos trascender, extasiarnos, evadirnos; necesitamos sentido, conocimiento y explicación; necesitamos ver los patrones globales de nuestras vidas. Necesitamos esperanza, una sensación de futuro. Y necesitamos libertad (o al menos una ilusión de libertad) para ir más allá de nosotros mismos, ya sea con telescopios, con microscopios, y con nuestra tecnología imparable, o mediante estados mentales que nos permitan viajar a otros mundos, trascender nuestro entorno inmediato. Necesitamos ser responsables de nuestra vida, pero también poder distanciarnos de ella.

A veces también buscamos algo que relaje las inhibiciones y nos facilite establecer vínculos con los demás, o éxtasis que nos hagan más fácil de soportar nuestra conciencia del tiempo y la muerte. Buscamos algo que nos evada de nuestras restricciones interiores y exteriores, una sensación más intensa del aquí y el ahora, la belleza y el valor del mundo que habitamos.

Durante toda su vida William James sintió un profundo interés por los poderes mistagógicos del alcohol y otros estupefacientes, y abordó el tema en su libro de 1902 Las variedades de la experiencia religiosa. También describió sus trascendentes experiencias con el óxido nitroso:

Se trata de que nuestra conciencia despierta, normal, la conciencia que llamamos racional, sólo es un tipo particular de conciencia, mientras que por encima de ella, separada por una pantalla transparente, existen formas potenciales de conciencia completamente diferentes. (…) Recordando mis propias experiencias, todas convergen en un tipo de penetración al que no puedo evitar atribuirle algún género de significado metafísico; su nota dominante es invariablemente una reconciliación. Es como si los antagonismos del mundo, que con sus contrariedades y conflictos crean nuestras dificultades y problemas, se fundiesen en la unidad. (…) Para mí, el sentido vivo de su realidad sólo aparece en el artificial estado mental místico. [Traducción de J. F. Yvars.]

Muchos de nosotros encontramos la reconciliación de la que habla James, e incluso los «indicios de inmortalidad» de Wordsworth, en la naturaleza, el arte, el pensamiento creativo o la religión; algunas personas pueden alcanzar estados trascendentes a través de la meditación, mediante técnicas parecidas de inducción del trance, o con la oración y los ejercicios espirituales. Pero las drogas ofrecen un atajo; prometen una trascendencia a la que puede acceder cualquiera. Estos atajos son posibles porque ciertas sustancias químicas son capaces de estimular directamente muchas funciones cerebrales complejas.

Toda cultura ha encontrado maneras químicas de trascender, y en algún momento el uso de estupefacientes se ha institucionalizado a un nivel mágico o sacramental; el uso sacramental de sustancias vegetales psicoactivas posee una larga historia, y en todo el mundo prosigue hasta el presente en diversos ritos chamánicos y religiosos.

A un nivel más modesto, las drogas no se utilizan tanto para iluminar, expandir o concentrar la mente, «para purificar las puertas de la percepción», como por el placer o la euforia que pueden proporcionar.

Todos estos anhelos, elevados o no, los satisface totalmente el reino vegetal, que posee diversos agentes psicoactivos que parecen casi creados a la medida de los sistemas neurotransmisores y sitios de recepción de nuestro cerebro. (Naturalmente, no lo son; han evolucionado para disuadir a los depredadores o, a veces, para atraer a otros animales, a fin de que se coman el fruto de la planta y diseminen sus semillas. Sin embargo, uno no puede evitar una sensación de asombro ante el hecho de que haya tantas plantas capaces de provocar alucinaciones o estados alterados del cerebro de tantos tipos distintos.)[29]

Richard Evans Schultes, que es etnobotánico, dedicó gran parte de su vida al descubrimiento y descripción de estas plantas y sus usos, y Albert Hofmann fue el químico suizo que sintetizó por primera vez el LSD-25 en un laboratorio Sandoz en 1938. Juntos, Schultes y Hoffman describieron casi un centenar de plantas que contenían sustancias psicoactivas en su libro Plantas de los dioses, y siguen descubriéndose otras nuevas (por no hablar de los nuevos componentes que se sintetizan en el laboratorio)[30].

Mucha gente experimenta con las drogas, los alucinógenos y sustancias semejantes, en sus años adolescentes universitarios. Yo no las probé hasta que tuve treinta años, cuando era residente de neurología. Esa prolongada virginidad no se debió a falta de interés.

Había leído los grandes clásicos —Confesiones de un comedor de opio inglés de De Quincey y Los paraísos artificiales de Baudelaire— en la escuela. Había leído acerca del novelista francés Théophile Gautier, que en 1844 visitó el recientemente fundado Club des Hashischins, en una apartada esquina de la Île Saint-Louis. El hachís, en forma de pasta verdosa, había sido traído hacía poco de Argelia y hacía furor en París. En el salón, Gautier consumió un trozo considerable de hachís («casi del tamaño del pulgar»). Al principio no experimentó nada fuera de lo normal, pero pronto, escribió, «todo parecía más grande, más rico, más espléndido», y luego ocurrieron más cambios específicos:

Un personaje enigmático se me apareció repentinamente. (…) tenía la nariz corva como el pico de un pájaro, unos ojos verdes rodeados de tres círculos oscuros, que enjugaba frecuentemente con un inmenso pañuelo, una corbata blanca almidonada en cuyo nudo había prendido una tarjeta de visita donde se leían estas palabras: Daucus-Carota, del Vaso de oro. (…) Poco a poco el salón se había llenado de figuras extraordinarias, como sólo se encuentran en los aguafuertes de Callot y en los grabados de Goya: un revoltijo de oropeles y harapos característicos, de formas humanas y animales. (…) Muy intrigado, me dirigí al espejo. (…) Parecía un ídolo hindú o javanés: tenía la frente abultada, la nariz, alargada en forma de trompa, se curvaba sobre mi pecho, las orejas me llegaban a los hombros y, para colmo de desgracias, era de color añil, como Shiva, el dios azul.

En la década de 1890, los occidentales también comenzaban a probar el mezcal, o peyote, anteriormente utilizado tan sólo como sacramento en ciertas tradiciones nativo-americanas[31].

Cuando era un novato en Oxford, y tenía libertad para vagabundear entre las estanterías de la Radcfliffe Science Library, leí los primeros relatos publicados de los efectos del mezcal, incluyendo los de Havelock Ellis y Silas Weir Mitchell. Su perspectiva era sobre todo médica, no sólo literaria, lo que parecía otorgar un peso y credibilidad tradicionales a sus descripciones. Me cautivó el tono lacónico de Weir Mitchell y su despreocupación a la hora de ingerir lo que entonces era una droga desconocida de efectos desconocidos.

En 1896 Mitchell escribió un artículo para el British Medical Journal, en el que relata cómo ingirió una buena porción de un extracto hecho de brotes de mezcal, seguido de otras cuatro dosis adicionales. Aunque observó que se le sonrojaba la cara, se le dilataban las pupilas, y experimentaba «una tendencia a hablar, y que de vez en cuando colocaba mal alguna palabra», siguió visitando a varios pacientes a domicilio. Posteriormente se sentó tranquilamente en una habitación a oscuras y cerró los ojos, tras lo cual experimentó «dos horas deliciosas», llenas de efectos cromáticos:

Delicadas capas flotantes de color, generalmente morados, y rosas deliciosos y neutros. Iban y venían, ahora estaban aquí, ahora allá. A continuación una repentina ráfaga de innumerables puntos de luz blanca cruzó el campo visual, como si los invisibles millones de la Vía Láctea formaran un río centelleante delante de los ojos. En un minuto aquello acabó y el campo visual quedó a oscuras. A continuación comencé a ver líneas en zigzag de colores muy brillantes, como las que se ven en algunas migrañas. (…) Ello ocurrió en un movimiento rápido, que podría calificar de mínimo (…) Una pirámide de piedra gris creció a gran altura, y se convirtió en una torre gótica alta y suntuosamente acabada, de un diseño muy elaborado y definido. (…) Mientras lo contemplaba, todos los ángulos y cornisas que asomaban, e incluso las piedras en sus junturas, poco a poco quedaron cubiertas de racimos de lo que parecían ser enormes piedras preciosas, pero sin tallar, y algunas parecían más una acumulación de frutos transparentes. Estos frutos eran verdes, morados, rojos y naranjas. (…) Todo parecía poseer una luz interior, y pretender transmitir un atisbo de la intensidad y pureza absolutamente deliciosas de esas maravillosas frutas de colores es algo que me supera. Todos los colores que he contemplado resultan apagados en comparación con aquéllos.

Descubrió que no tenía capacidad de influir en sus visiones de manera voluntaria; parecían surgir al azar o seguir alguna lógica propia.

Al igual que la introducción del hachís en la década de 1840 hizo que causara furor, en la década de 1890 estas primeras descripciones de los efectos del mezcal por parte de Mitchell Weir y otros, y la facilidad para conseguir mescalina, condujeron a otra moda, pues el mezcal prometía una experiencia no sólo más rica, duradera y más coherente que la inducida por el hachís, sino que añadía la promesa de transportar al que lo tomaba a esferas místicas de belleza y trascendencia sobrenatural.

Contrariamente a Mitchell, que se había centrado en las alucinaciones de colores, en su mayor parte geométricas, que comparó en parte a las producidas por la migraña, Aldous Huxley, al escribir sobre la mescalina en la década de 1950, se centró en la transfiguración del mundo visual, en que éste quedaba dotado de una belleza y trascendencia luminosa, divina. Comparó esas experiencias con estupefacientes a las de los grandes visionarios y artistas, aunque también a las experiencias psicológicas de algunos esquizofrénicos. Huxley insinuó que tanto el genio como la locura residían en esos estados mentales extremos, una idea no muy distinta de la expresada por De Quincey, Coleridge, Baudelaire y Poe en relación con sus ambiguas experiencias con el opio y el hachís (y estudiadas con detalle en el libro de Jacques-Joseph Moreau de 1845 El hachís y la enfermedad mental). Leí Las puertas de la percepción y Cielo e infierno de Huxley cuando se publicaron, en la década de 1950, y me entusiasmó sobre todo su referencia a la «geografía» de la imaginación y su ámbito fundamental: las «Antípodas de la mente»[32].

Más o menos en la misma época, llegaron a mis manos un par de libros del fisiólogo y psicólogo Heinrich Klüver. En el primero, Mescal, pasaba revista a la literatura mundial sobre los efectos del mezcal, y describía sus propias experiencias. Manteniendo los ojos cerrados, tal como había hecho Weir Mitchell, veía complejas formas geométricas:

Alfombras orientales transparentes, pero infinitamente pequeñas (…) objetos artísticos de plástico esféricos y con filigranas [parecidos a] radiolarios (…) diseños de papel pintado (…) figuras que parecían telarañas o círculos y cuadrados concéntricos (…) formas arquitectónicas, contrafuertes, rosetones, hojas, calados.

Para Klüver esas alucinaciones representaban una activación anormal del sistema visual, y observó que podían darse alucinaciones parecidas en otros estados: migraña, privación sensorial, hipoglucemia, fiebre, delirio, por los estados hipnagógicos y hipnopómpicos que tenían lugar inmediatamente antes y después del sueño. En Mechanisms of Hallucination, publicado en 1942, Klüver se refirió a la tendencia a la «geometrización» del sistema visual del cerebro, y consideró esas alucinaciones geométricas permutaciones de cuatro «formas constantes» fundamentales (que identificó como retícula, espiral, telaraña y túnel). Dio a entender que dichas formas constantes debían de reflejar de algún modo la organización, la arquitectura funcional, de la corteza visual, aunque en la década de 1940 no se podía decir mucho más.

Se podría afirmar que ambos enfoques —el enfoque místico y «elevado» de Huxley, y el enfoque neurofisiológico y «modesto» de Klüver— eran demasiado limitados y no conseguían hacer justicia a la variedad y complejidad del fenómeno que podía inducir la mescalina. Ello quedó más claro a finales de la década de 1950, cuando el LSD, así como los hongos psilocibios y las semillas de dondiego de noche (ambos contienen componentes parecidos al LSD), comenzaron a ser fáciles de conseguir, introduciendo una nueva época de drogas alucinógenas que vendría acompañada de una nueva palabra: «psicodélica».

Daniel Breslaw, un joven que acababa de licenciarse en la universidad en la década de 1960, participó en un estudio del LSD llevado a cabo en la Universidad de Columbia, y escribió una viva descripción de los efectos de la psilocibina, que tomó bajo supervisión, a fin de que sus reacciones pudieran observarse[33]. Sus primeras visiones, al igual que las de Weir Mitchell, estaban llenas de estrellas y colores:

Cerré los ojos. «¡Veo estrellas!», exclamé. Y el firmamento se desplegó en el interior de mis párpados. La habitación en que me encontraba menguó en un túnel de olvido mientras yo me desvanecía en otro mundo, imposible de describir. (…) El cielo que había sobre mi cabeza, un cielo nocturno salpicado de ojos de llamas, se disuelve en el despliegue más apabullante de colores que jamás he visto o imaginado; muchos son totalmente nuevos, zonas del espectro que hasta ese momento se me han pasado por alto. Los colores no están quietos, sino que se mueven y fluyen en todas direcciones; mi campo de visión es un mosaico de increíble complejidad. Reproducir un instante supondría años de trabajo, siempre y cuando uno fuera capaz de reproducir colores de brillo e intensidad equivalentes.

Breslaw abrió los ojos. «Con los ojos cerrados», observó, «uno no está aquí, sino que habita un mundo lejano de abstracciones. Pero con los ojos abiertos uno observa el mundo físico con curiosidad». Curiosidad, y asombro, pues el mundo visual que observaba estaba tremendamente transformado y no paraba de cambiar, tal como había observado Gautier con el hachís. Breslaw observó:

La habitación mide veinte metros de altura. Ahora tiene cincuenta centímetros. Una extraña disparidad. Todo lo que enfocan mis ojos se disuelve en espirales, estampados, estructuras. Ahí está el Doctor. Tiene la cara cubierta de piojos. Las gafas son del tamaño de una olla a presión, y los ojos como los de una especie de pez gigante. Sin duda es la cosa más divertida que he visto, e insisto en este punto riéndome a carcajadas. (…) Un taburete que hay en la esquina se encoge a espasmos hasta ser como una seta, coge impulso y sale disparado hasta el techo. ¡Asombroso! (…) En el ascensor, al ascensorista le sale pelo en la cara, y se convierte en un gorila que crece afablemente.

El tiempo se dilataba enormemente. El ascensor, al bajar, «tardaba cien años en llegar de una planta a otra. De nuevo en la sala, nado a través de los siglos que quedan del día. Cada cinco millones de años llega una enfermera (con el aspecto de un puma, una ecuación diferencial o un radiodespertador) y me toma la presión sanguínea».

Por todas partes veía animación e intencionalidad, al igual que relaciones y significados:

Hay un extintor dentro de una caja de cristal, sin duda algún tipo de objeto expuesto. Tras mirarlo fijamente me doy cuenta de que el animal está vivo: enrosca su manguera de goma en torno a su presa y le extrae la carne a través de la boca. El animalillo y yo intercambiamos una mirada, y a continuación la enfermera me aleja de allí. Le digo adiós con la mano.

Una mancha en la pared es un objeto de fascinación sin límites, que se multiplica en tamaño, complejidad y color. Pero más que eso, uno comprende toda la relación que mantiene con el resto del universo; posee, por tanto, una infinita variedad de significados, y uno se pone a considerar todo lo que se puede pensar sobre ella.

Y cuando los efectos eran más intensos, entonces surgía una potente sinestesia: una mezcolanza de todos los sentidos, y de sensaciones y conceptos. Breslaw anotó: «Los intercambios entre los sentidos son frecuentes y asombrosos: uno sabe a qué huele un si bemol grave, el sonido del verde, el sabor del imperativo categórico (parecido al de la ternera)».

No hay dos personas que respondan igual ante las drogas; de hecho, una misma persona jamás tiene dos experiencias iguales. Eric S. me escribió para relatar algunas de sus experiencias con el LSD durante la década de 1970:

Yo rondaba ya los treinta cuando un amigo y yo tomamos LSD. Yo había viajado muchas veces anteriormente, pero ese ácido fue distinto. (…) Nos dimos cuenta de que hablábamos entre nosotros mentalmente, sólo con el pensamiento, que nos telecomunicábamos sin hablar. Yo pensaba: «Quiero una cerveza», y él me oía y me traía una cerveza; él pensaba: «Sube el volumen de la música», y yo subía el volumen de la música. (…) Así estuvimos un rato.

Más tarde fui a orinar, y el flujo de orina era un vídeo o una película del pasado vista hacia atrás. Todo lo que acababa de ocurrir en la habitación salía de mí como si contemplara una película en el flujo de mi orina, pero hacia atrás. Aquello me maravillaba.

A continuación mis ojos se convirtieron en un microscopio, y me miré la muñeca y fui capaz de ver o respirar cada célula, como pequeñas fábricas con ráfagas de gas brotando de cada célula, y algunas formando unos círculos de humo perfectos. Mis ojos eran capaces de ver el interior de cada célula, y vi que me estaba ahogando por dentro, pues fumaba cinco paquetes de cigarrillos al día, y la porquería que me obstruía las células. En ese instante dejé de fumar.

A continuación abandoné mi cuerpo y floté por la habitación, por encima de todo cuanto ocurría, y luego me encontré viajando por un túnel de hermosa luz hacia el espacio, y me llenó una sensación de amor y aceptación total. La luz era la más hermosa, cálida y atractiva que he visto nunca. Oí una voz que me preguntaba si quería regresar a la tierra y terminar mi vida o (…) entrar en la belleza del amor y la luz del cielo. En el amor y la luz estaba cada persona que había vivido. A continuación toda mi vida pasó por mi mente en un instante, desde el nacimiento hasta el presente, con todos los detalles que habían sucedido, todos los sentimientos y pensamientos, visuales y emocionales, estaban allí en un instante. La voz me dijo que los humanos son «Amor y Luz». (…)

Aquel día me acompañará para siempre; creo que se me mostró un lado de la vida que casi nadie puede imaginar. Siento una conexión especial con cada día, y que lo simple y lo mundano tienen mucho poder y significado.

Los efectos del cannabis, la mescalina, el LSD y otras drogas alucinógenas poseen una inmensa variedad. No obstante, ciertas categorías de distorsión perceptiva y experiencia alucinatoria pueden considerarse, hasta cierto punto, típicas de la reacción del cerebro a esas drogas.

La experiencia del color a menudo se ve intensificada, en ocasiones hasta un nivel sobrenatural, tal como observaron Weir Mitchell, Huxley y Breslaw. Pueden ocurrir repentinos cambios de orientación y tremendas alteraciones del tamaño aparente. Puede haber micropsia o visión liliputiense (en estas alucinaciones los seres pequeños —elfos, enanos, hadas, duendes— son curiosamente comunes) o puede haber gigantismo (macropsia).

Pueden darse exageraciones o disminuciones de la profundidad y la perspectiva, o exageraciones de la visión estereoscópica, e incluso alucinaciones estereoscópicas, como ver una profundidad y una solidez tridimensionales en una imagen plana. Huxley lo describió de la siguiente manera:

Me entregaron una gran reproducción en color del famoso autorretrato de Cézanne: la cabeza y los hombros de un hombre tocado con un gran sombrero de paja, de mejillas y labios rojos, con abundantes patillas negras y ojos oscuros y antipáticos. Es un cuadro magnífico; pero en aquel momento no lo veía como un cuadro. Pero la cabeza de pronto adquirió una tercera dimensión y cobró vida, como un hombrecillo parecido a un duende que se asomara a través de una ventana en la página que tenía delante.

Las transformaciones perceptivas y las alucinaciones inducidas por la mescalina, el LSD y otras drogas alucinógenas son predominantemente visuales, aunque no de manera exclusiva. Puede haber intensificación, distorsión o alucinación del gusto y el olor, el tacto y el oído, o puede haber fusiones de los sentidos —una suerte de sinestesia temporal: «el olor de un si bemol grave, el sonido del verde», tal como lo expresó Breslaw—. Dichas fusiones o asociaciones (y su presunta base nerviosa) son creaciones del momento. Así pues, son totalmente distintas de la sinestesia verdadera, una condición congénita (y a menudo familiar) en la que se dan equivalencias sensoriales fijas que duran toda una vida. En las alucinaciones, el tiempo parece distenderse o comprimirse. Uno puede cesar de percibir el movimiento como algo continuo y ver una serie de «instantáneas» estáticas, como si fueran una película que va demasiado lenta. Dicha visión estroboscópica o cinematográfica es un efecto no infrecuente de la mescalina. Las aceleraciones o ralentizaciones repentinas, o que se congele el movimiento, es algo también común en las pautas alucinatorias más elementales[34].

Yo había leído mucho, pero no tuve ninguna experiencia personal con dichas drogas hasta 1953, cuando mi amigo de la infancia Eric Korn llegó a Oxford. Leímos entusiasmados cómo Albert Hofmann había descubierto el LSD y le pedimos 50 microgramos al fabricante suizo (a mediados de la década de 1950 todavía era legal). De manera solemne, incluso sacramental, lo dividimos en dos partes y cada uno tomó 25 microgramos —sin saber qué maravillas u horrores nos esperaban—, pero, por desgracia, no nos causó el menor efecto. (Deberíamos haber pedido 500 microgramos, no 50).

Cuando me licencié en medicina, a finales de 1958, sabía que quería ser neurólogo, estudiar cómo el cerebro encarna la conciencia y el yo y comprender sus asombrosos poderes de percepción, imaginería, memoria y alucinación. En aquella época la neurología y la psiquiatría estaban adoptando una nueva orientación; se abría una nueva época neuroquímica, y se comenzaba a entrever la variedad de agentes químicos, los neurotransmisores, que permiten que las células nerviosas y diferentes partes del sistema nervioso se comuniquen entre sí. En las décadas de 1950 y 1960, llegaban descubrimientos de todas direcciones, aunque no estaba ni mucho menos claro cómo encajaban. Se había descubierto, por ejemplo, que el cerebro parkinsoniano era bajo en dopamina, y que suministrarle un precursor de la dopamina, la L-dopa, podía aliviar los síntomas de la enfermedad de Parkinson, mientras que los tranquilizantes, introducidos a principios de la década de 1950, podían bajar el nivel de la dopamina y provocar una especie de Parkinson químico. Durante casi un siglo, la medicación principal para el Parkinson habían sido las drogas anticolinérgicas. ¿Cómo interactuaban los sistemas de la dopamina y la acetilcolina? ¿Por qué los opiáceos —o el cannabis— tenían un efecto tan intenso? ¿Poseía el cerebro receptores especiales para los opiáceos y elaboraba opioides propios? ¿Existía un mecanismo parecido para los receptores del cannabis y los cannabinoides? ¿Por qué el LSD era tan potente? ¿Se explicaban todos sus efectos por una alteración de la serotonina del cerebro? ¿Qué sistemas transmisores gobernaban los ciclos sueño-vigilia, y cuál podía ser el origen neuroquímico de los sueños y las alucinaciones?

En 1962, cuando comencé mi residencia de neurología, todas esas preguntas flotaban en el ambiente. La neuroquímica estaba evidentemente de moda, y también las drogas, de una manera peligrosa y seductora, sobre todo en California, donde yo estudiaba.

Mientras que Klüver sabía muy poco de cuál podía ser la base nerviosa de sus constantes alucinatorias, releer su libro a principios de la década de 1960 me resultó especialmente estimulante, a la luz de los experimentos pioneros acerca de la percepción visual que David Hubel y Torsten Wiesel llevaban a cabo en aquella época, basándose en las neuronas de la corteza visual de los animales. Describieron neuronas especializadas para la detección de las líneas, las orientaciones, los bordes, las esquinas, etc., y a mí me parecía que si esas neuronas se estimulaban mediante una droga, una migraña o una fiebre, podrían producir las alucinaciones geométricas que había descrito Klüver.

Pero las alucinaciones del mezcal no se limitaban a los dibujos geométricos. ¿Qué ocurría en el cerebro cuando uno padecía alucinaciones de cosas más complejas: objetos, lugares, figuras, caras…, por no hablar del cielo y el infierno que Huxley había descrito? ¿Todo esto tenía su propia base en el cerebro[35]?

En mi caso, todas estas consideraciones inclinaron la balanza, junto con la sensación de que nunca sabría lo que eran las drogas alucinógenas hasta que las probara.

Comencé con el cannabis. Un amigo de Topanga Canyon, donde yo vivía en aquella época, me ofreció un porro; di dos caladas y me quedé petrificado por lo que ocurrió entonces. Me miré la mano, y ésta pareció llenar mi campo visual, volviéndose cada vez más grande al tiempo que se alejaba de mí. Finalmente me pareció que podía ver una mano extendiéndose por todo el universo, a años luz o pársecs. Seguía pareciendo una mano viva y humana, aunque esa mano cósmica también parecía en cierto modo la mano de Dios. Mi primera experiencia con la hierba quedó marcada por una mezcla de lo neurológico y lo divino.

A principios de la década de 1960, en la Costa Oeste, el LSD y las semillas de dondiego de noche eran fáciles de conseguir, de manera que también las probé. «Pero si quieres una experiencia que sea de verdad una pasada», me dijeron mis amigos de Muscle Beach, «prueba el Artane». Aquello me pareció sorprendente, pues yo sabía que el Artane, una droga sintética afín a la belladona, se utilizaba en modestas dosis (dos o tres tabletas al día) para el tratamiento de la enfermedad de Parkinson, y que esas drogas, en grandes cantidades, podían provocar delirios (dichos delirios se habían observado desde hacía mucho tiempo en la ingestión accidental de plantas como la belladona, el estramonio o el beleño negro). Pero ¿sería divertido un delirio? ¿O informativo? ¿Estaría en posición de observar el aberrante funcionamiento de mi propio cerebro, de apreciar lo maravilloso que era? «Venga», me instaron mis amigos. «Tómate sólo veinte, no perderás del todo el control».

Así que un domingo por la mañana conté veinte pastillas, las tragué con un sorbo de agua y me senté a esperar el efecto. ¿Se transformaría el mundo, revelándose como algo nuevo, tal como había descrito Huxley en Las puertas de la percepción, y tal como ya había experimentado con la mescalina y el LSD? ¿Me invadiría una sensación deliciosa y voluptuosa? ¿Sentiría angustia, desorganización, paranoia? Estaba preparado para todo eso, pero no ocurrió nada. Tenía la boca seca, las pupilas dilatadas y me costaba leer, pero eso era todo. No hubo ningún efecto psíquico; fue de lo más decepcionante. Yo no sabía qué esperaba exactamente, pero desde luego esperaba algo.

Me encontraba en la cocina, calentando el agua para el té, cuando llamaron a la puerta. Eran mis amigos Jim y Kathy, que a menudo pasaban por mi casa los domingos por la mañana. «Entrad, la puerta está abierta», dije, y mientras se acomodaban en el salón, les pregunté: «¿Cómo os gustan los huevos?». A Jim le gustaban fritos sólo por un lado. Kathy los prefería por los dos. Charlamos un rato mientras les preparaba sus huevos con jamón: entre la cocina y la sala había unas puertas batientes de poca altura, por lo que podíamos oír fácilmente lo que hablaba el otro. Cinco minutos después grité: «Ya están los huevos», puse los huevos con jamón en una bandeja, entré en la sala… y la encontré completamente vacía. Ni Jim, ni Kathy, ni la menor señal de que hubieran estado allí. Me quedé tan estupefacto que casi se me cae la bandeja.

Ni por un instante se me había ocurrido que las voces de Jim y Kathy, sus «presencias», fueran irreales, alucinatorias. Habíamos mantenido una conversación normal y amistosa, como hacíamos siempre. Sus voces eran las mismas de siempre; hasta que abrí las puertas batientes y encontré la sala vacía, no hubo el menor indicio de que la conversación, o al menos lo que ellos decían, hubiera sido completamente inventado por mi cerebro.

No sólo estaba sorprendido, sino también asustado. Con el LSD y las otras drogas, sabía lo que ocurría. El mundo parecía diferente, se percibía de modo distinto; notabas que tenía todas las características de una experiencia especial y extrema. Pero mi «conversación» con Jim y Kathy no había tenido ninguna cualidad especial; había sido completamente banal, y nada indicaba que fuera una alucinación. Me acordé de los esquizofrénicos conversando con sus «voces», aunque lo habitual era que las voces de la esquizofrenia fueran burlonas o acusadoras, no que hablaran de huevos con jamón o del tiempo.

«Cuidado, Oliver», me dije. «No pierdas el control de la situación. No dejes que esto vuelva a ocurrir». Sumido en mis pensamientos, me comí lentamente mis huevos con jamón (y también los de Jim y Kathy) y entonces decidí ir a la playa, donde vería a Jim y Kathy y a todos mis amigos, nadaría y pasaría la tarde sin hacer nada.

Estaba considerando todo esto cuando oí un zumbido sobre mi cabeza. En un primer momento me desconcertó, pero enseguida me di cuenta de que era un helicóptero que se preparaba para descender, y que dentro iban mis padres, que venían de Londres, y que, tras aterrizar en Los Ángeles, habían alquilado un helicóptero para que los llevara a Topanga Canyon. Me fui corriendo al cuarto de baño, me di una ducha rápida y me puse una camisa y unos pantalones limpios: lo máximo que pude hacer en los tres o cuatro minutos que faltaban para su llegada. La vibración del motor era casi ensordecedora, de lo que deduje que el helicóptero debía haber aterrizado en la roca plana que había junto a mi casa. Salí a toda prisa, lleno de entusiasmo, para saludar a mis padres, pero la roca estaba vacía, no había ningún helicóptero, y el ruido atronador del motor se había interrumpido bruscamente. El silencio y el vacío, la decepción, me hicieron llorar. Minutos atrás estaba alegre y entusiasmado, y ahora no había nada.

Regresé a casa y calenté más agua para prepararme otra taza de té cuando me llamó la atención una araña en la pared de la cocina. Al acercarme para mirarla, la araña exclamó: «¡Hola!». No me parecía en absoluto extraño que una araña me saludara (no más de lo que le pareció a Alicia oír hablar al Conejo Blanco). Le contesté: «Hola», y con ello iniciamos una conversación, casi toda ella centrada en cuestiones técnicas de filosofía analítica. Quizá ello se debió al primer comentario que hizo la araña: ¿consideraba yo que Bertrand Russell había refutado la paradoja de Frege? O quizá fue su voz: acerada, incisiva, exactamente igual que la voz de Russell (que yo había oído por la radio, pero también —y de manera hilarante— tal como lo habían parodiado en la comedia teatral de Alan Bennett Beyond the Fringe)[36].

Los días laborables, mientras trabajaba de residente en el Departamento de Neurología de la UCLA, evitaba las drogas. Me asombraba y conmovía, igual que cuando era estudiante de medicina en Londres, la variedad de experiencias neurológicas de los pacientes, y me di cuenta de que no podría comprenderlas lo suficiente, ni llegar a aceptarlas emocionalmente, a menos que intentara describirlas o transcribirlas. Fue entonces cuando escribí mis primeros artículos publicados y mi primer libro (nunca se publicó porque perdí el manuscrito).

Pero los fines de semana a menudo experimentaba con las drogas. Recuerdo vivamente un episodio en el que se me apareció un color mágico. De niño me habían enseñado que había siete colores en el espectro, incluyendo el añil (Newton los había elegido, de manera un tanto arbitraria, por analogía con las siete notas de la escala musical). Pero algunas culturas sólo reconocen cinco o seis colores elementales, y pocas personas coinciden en qué es el añil.

Durante mucho tiempo yo había querido ver el añil «auténtico», y creía que las drogas me ayudarían. Así que un soleado sábado de 1964, preparé una plataforma de lanzamiento farmacológica que consistía en una base de anfetaminas (para lograr una excitación general), LSD (para la intensidad alucinógena) y un toque de cannabis (para un poco de delirio añadido). Unos veinte minutos después de tomar el mejunje, me coloqué delante de una pared blanca y exclamé: «¡Quiero ver el añil ahora…, ahora!».

Y entonces, como si lo hubieran pintado con una brocha gigante, surgió una enorme mancha temblorosa en forma de pera del más puro añil. Luminoso, numinoso, me llenó de éxtasis: era el color del cielo, el color, me dije, que Giotto se había pasado la vida intentando encontrar sin lograrlo, quizá porque el color del cielo no se ve en la tierra. Pero había existido antaño, me dije: era el color del mar paleozoico, el color que antaño había tenido el océano. Me incliné hacia él en una especie de embeleso. Y de repente desapareció, dejándome con una desconsolada sensación de pérdida y tristeza. Pero me consolé: Sí, el añil existe, y se puede invocar en el cerebro.

Posteriormente me pasé meses buscando el añil. Le di la vuelta a piedras y rocas que había cerca de mi casa, buscándolo. Examiné muestras de azurita en el Museo de Historia Natural, pero incluso éstas estaban infinitamente alejadas del color que yo había visto. Y en 1965, cuando ya me había mudado a Nueva York, asistí a un concierto en la sala de Egiptología del Metropolitan Museum of Art. En la primera parte interpretaron una pieza de Monteverdi, y me quedé completamente extasiado. No había tomado drogas, pero sentía un glorioso río de música, de cuatrocientos años de longitud, fluyendo de la mente de Monteverdi a la mía propia. En pleno arrobamiento, durante la media parte me paseé entre los antiguos objetos egipcios que se exhibían —amuletos de lapislázuli, joyas, etc.—, y me quedé cautivado al ver destellos de añil. Me dije: ¡Gracias, Dios mío, existe de verdad!

Durante la segunda mitad del concierto, me sentí un poco aburrido e inquieto, pero me consolé sabiendo que luego podría salir y dar un «sorbito» de añil. Estaría allí, esperándome. Pero cuando salí de la sala después del concierto ya no existía: sólo podía ver azul, morado, malva y púrpura, pero nada de añil. Eso fue hace casi cincuenta años, y no he vuelto a verlo.

Cuando una amiga y colega de mis padres —Augusta Bonnard, psicoanalista— se trasladó a Los Ángeles en 1964 para tomarse un año sabático, nos pareció que debíamos vernos. La invité a mi casita de Topanga Canyon, cenamos y lo pasamos la mar de bien. Mientras tomábamos café y fumábamos (Augusta era una fumadora empedernida; me pregunté si fumaba durante sus sesiones analíticas), su tono cambió y me dijo con su voz áspera de fumadora: «Necesitas ayuda, Oliver. Tienes problemas».

«Tonterías», le contesté. «Disfruto de la vida. No tengo quejas, ni en el trabajo ni en el amor». Augusta emitió un gruñido escéptico, pero no insistió.

En aquella época había comenzado a tomar LSD, y si no tenía, tomaba semillas de dondiego de noche (eso era antes de que las semillas de dondiego de noche fueran tratadas con pesticidas, como ocurre ahora, para prevenir el abuso de la droga). Habitualmente solía tomar drogas los domingos por la mañana, y debió de ser dos o tres meses después de verme con Augusta cuando me tomé una poderosa dosis de semillas de dondiego de noche azul. Las semillas eran negro azabache y tenían la dureza de un ágata, así que las pulvericé en un mortero y las mezclé con helado de vainilla. Unos veinte minutos después de tomarlas sentí una intensa náusea, pero cuando remitió me encontré en un reino de paradisíaca quietud y belleza, un reino fuera del tiempo, que fue bruscamente interrumpido por el rechinar de las ruedas y el petardeo del tubo de escape de un taxi mientras subía la empinada calle que conducía a mi casa. Una mujer mayor salió del taxi y, sintiendo el impulso de hacer algo, corrí hacia ella gritando: «Sé quién eres, eres una réplica de Augusta Bonnard. Te pareces a ella, tienes su presencia y sus movimientos, pero no eres ella. No me has engañado ni por un momento». Augusta se llevó las manos a la cabeza y dijo: «¡Caramba! Esto es peor de lo que pensaba». Volvió a meterse en el taxi y se marchó sin decir una palabra más.

La siguiente vez que nos vimos mantuvimos una larga conversación. Ella creía que el hecho de que no la reconociera, que la considerara una «réplica», era una compleja forma de defensa, una disociación que sólo podía calificarse de psicótica. No estuve de acuerdo y mantuve que el hecho de verla como un duplicado o una impostora tenía un origen neurológico, una desconexión entre la percepción y los sentimientos. La capacidad de identificar (que estaba intacta) no se había visto acompañada por el apropiado sentimiento de afecto y familiaridad, y era esa contradicción la que me había llevado a la conclusión lógica, aunque absurda, de que ella era un «duplicado». (Este síndrome, que puede ocurrir en la esquizofrenia, pero también en la demencia o el delirio, se conoce como síndrome de Capgras). Augusta dijo que poco importaba quién tuviera razón, el hecho de que tomara drogas que alteraban la mente cada fin de semana, solo, y en altas dosis, seguramente era prueba de algunos intensos conflictos o necesidades interiores, y de que debía analizarlos con un terapeuta. (En retrospectiva estoy seguro de que tenía razón, y al cabo de un año comencé a visitar a un psicoanalista).

El verano de 1965 fue una especie de tiempo muerto: había completado mi residencia en la UCLA y me había marchado de California, pero disponía de tres meses antes de ocupar un puesto como becario investigador en Nueva York. Debería haber sido una época de deliciosa libertad, unas vacaciones maravillosas y necesarias después de las semanas de trabajo de sesenta y a veces ochenta horas que había tenido en la UCLA. Pero no me sentía libre; cuando no trabajo me siento desamarrado, me invade una sensación de vacío y desestructuración —cuando vivía en California, los días peligrosos, los días de las drogas, eran los fines de semana—, y ahora se me presentaba todo un verano en mi ciudad natal, Londres, como si fuera un fin de semana de tres meses de duración.

Fue durante esa época ociosa y traviesa cuando comencé a tomar drogas con más frecuencia, no limitándome ya a los fines de semana. Probé la inyección intravenosa, cosa que no había hecho antes. Mis padres, ambos médicos, estaban fuera, y como tenía la casa para mí solo, decidí examinar el armario de drogas que había en su consulta de la planta baja en busca de algo especial con que celebrar mi treinta y dos cumpleaños. Jamás había tomado morfina ni opiáceos. Utilice una jeringa grande…, ¿por qué perder el tiempo con dosis insignificantes? Y tras apoltronarme cómodamente en la cama, extraje el contenido de diversas ampollas, clavé la aguja en una vena y me inyecté la morfina muy lentamente.

Al cabo de más o menos un minuto atrajo mi atención una especie de alboroto que había en la manga de mi bata, que colgaba hasta el suelo. La miré intensamente, y mientras lo hacía, se convirtió en una escena de batalla en miniatura pero microscópicamente detallada. Podía ver las sedosas tiendas de campaña de distintos colores, y en la más grande ondeaba el estandarte real. Había caballos con gualdrapas de alegres colores, montados por soldados cuya armadura relucía al sol, y hombres con arcos. Vi gaiteros con unas gaitas largas y plateadas; se las llevaban a la boca, y a continuación, muy débilmente, también los oí tocar. Vi centenares, miles de hombres —dos ejércitos, dos naciones— preparándose para la batalla. Perdí toda sensación de que aquello sucediera en la manga de mi bata, de estar en la cama, de encontrarme en Londres y de que nos halláramos en 1965. Antes de inyectarme la morfina había estado leyendo las Crónicas de Froissart y Enrique V, y ahora todo aquello se conjugaba en mi alucinación. Me di cuenta de que lo que estaba observando desde mi perspectiva aérea era la batalla de Agincourt, de finales de 1415, donde se apiñaban los ejércitos de Inglaterra y Francia formados para la batalla. Y supe que en la tienda más grande con el estandarte estaba el propio Enrique V. No me parecía que aquello fuera fruto de mi imaginación o una alucinación; lo que veía era auténtico, real.

Al cabo de un rato la escena comenzó a disiparse, y débilmente me di cuenta de que estaba en Londres, colocado, teniendo una alucinación de la batalla de Agincourt en la manga de mi bata. Había sido una experiencia deliciosa que me había transportado, literalmente, pero había terminado. El efecto de la droga menguaba rápidamente; ahora Agincourt apenas era visible. Miré mi reloj. Me había inyectado la morfina a las nueve y media, y ya eran las diez. Pero tenía la sensación de que algo raro ocurría. Me había tomado morfina al anochecer; y ahora debería estar completamente oscuro. Pero no. Fuera había cada vez más luz, no menos. Entonces comprendí que eran las diez, sí, pero de la mañana. Me había pasado más de doce horas inmóvil contemplando mi batalla de Agincourt. Aquello me impresionó y me despejó. Me hizo comprender que uno podía pasarse días y noches enteros, semanas, incluso años en un estupor de opio. Me aseguraría de que mi primera experiencia con el opio fuera también la última.

Al final de ese verano de 1965 me trasladé a Nueva York para comenzar una beca de posgrado en neuropatología y neuroquímica. El mes de diciembre de 1965 fue una mala época: me costaba adaptarme a Nueva York después de mis años en California; una relación sentimental acabó mal; mi investigación no iba bien; y estaba descubriendo por mí mismo que no tenía madera de investigador. Deprimido e insomne, tomaba dosis cada vez más altas de hidrato de cloral para poder dormir, y cada noche ingería hasta quince veces la dosis habitual. Y aunque había conseguido almacenar una gran cantidad de droga —en el trabajo arrasaba con los suministros de productos químicos de laboratorio—, finalmente se me acabó un funesto martes, poco antes de Navidad, y por primera vez en muchos meses me fui a la cama sin mi dosis habitual. Dormía mal, y mi sueño se veía interrumpido por pesadillas y sueños extrañísimos, y al despertar sentía una extrema sensibilidad por los ruidos. Siempre había camiones que circulaban con gran estruendo por las calles adoquinadas del West Village; ahora tenía la impresión de que estaban pulverizando los adoquines a su paso.

Como andaba un poco tembloroso, no cogí la moto para ir a trabajar como hacía cada día, sino un tren y el autobús. El miércoles era el día en que se cortaban cerebros en secciones en el Departamento de Neuropatología, y aquel día me tocaba a mí cortar un cerebro en perfectas secciones horizontales, a fin de identificar las estructuras principales y observar si había algo que se salía de lo normal. Era algo que se me daba muy bien, pero aquel día la mano me temblaba ostensiblemente y de manera embarazosa, y no me venían a la cabeza los nombres anatómicos.

Cuando terminó la sesión, crucé la calle, como hacía a menudo, para ir a tomar un café y un sándwich. Mientras removía el café, éste se volvió repentinamente verde, y luego púrpura. Levanté la mirada asombrado, y vi que un cliente que pagaba la cuenta en la caja tenía una enorme cabeza proboscídea, como si fuera un elefante marino. El pánico se apoderó de mí; dejé un billete de cinco dólares sobre la mesa y crucé la calle para coger un autobús. Pero todos los pasajeros del autobús parecían tener la cabeza blanca y tersa, como si fuera un huevo gigante, y los ojos inmensos y relucientes como los ojos compuestos de los insectos; y movían los ojos a bruscas sacudidas, como si fueran alienígenas, lo que cada vez daba más miedo. Me di cuenta de que estaba sufriendo una alucinación o experimentando algún extraño desorden perceptivo, que no podía detener lo que ocurría en mi cerebro, y que tenía que mantener al menos un control externo y no dejarme llevar por el pánico ni chillar ni quedarme catatónico, a pesar de aquellos monstruos de ojos saltones que me rodeaban. Me pareció que la mejor manera era escribir, describir la alucinación con detalles claros y casi clínicos, y al hacerlo convertirme en observador, incluso en explorador, no en la víctima indefensa de la locura que había dentro de mí. Siempre llevo papel y pluma, y ahora escribía de manera frenética mientras me asaltaba una oleada tras otra de alucinación.

La descripción, la escritura, siempre ha sido mi mejor manera de afrontar las situaciones complejas o aterradoras, aunque nunca me había enfrentado a una situación tan aterradora. Pero funcionó; al describir lo que ocurría en mi cuaderno de laboratorio, conseguí mantener una apariencia de control, aunque las alucinaciones continuaron, transformándose continuamente.

De alguna manera conseguí apearme del autobús en mi parada y subir al tren, aunque ahora todo estaba en movimiento, giraba vertiginosamente, se inclinaba y se volvía del revés. Y conseguí bajar del tren en mi estación, en mi barrio de Greenwich Village. Cuando salí del metro, los edificios que me rodeaban se agitaban de un lado a otro, como banderas ondeando al viento. Sentí un enorme alivio al llegar al departamento sin que me atacaran, me arrestaran, o me aplastara el tráfico que circulaba a toda velocidad. En cuanto crucé la puerta, sentí la necesidad de ponerme en contacto con alguien, alguien que me conociera bien, que fuera a la vez doctora y amiga. Carol Burnett era la persona adecuada: cinco años antes habíamos hecho la residencia en San Francisco, y ahora que los dos estábamos en Nueva York habíamos reanudado nuestra estrecha amistad. Carol lo comprendería; sabría qué hacer. Marqué su número; la mano no paraba de temblarme.

—Carol —dije en cuanto descolgó—, quiero despedirme. Me he vuelto loco, psicótico, demente. Ha comenzado esta mañana, y cada vez va a peor.

—¡Oliver! —me dijo—. ¿Qué has tomado?

—Nada —repliqué—. Por eso estoy tan asustado.

Carol se quedó un momento pensativa y a continuación me preguntó:

—¿Qué has dejado de tomar?

—¡Eso es! —dije—. Estaba tomando grandes cantidades de hidrato de cloral, y anoche se me acabó.

—¡Oliver, eres un tontorrón! Siempre te pasas —dijo Carol—. Sufres un caso clásico de delirium tremens.

Aquello fue un gran alivio: mucho mejor padecer delirium tremens que psicosis esquizofrénica. Pero también era consciente de los peligros del delirium tremens: confusión, desorientación, alucinación, delusión, deshidratación, fiebre, taquicardia, agotamiento, ataques, muerte. A cualquiera que estuviera en mi estado le habría aconsejado que se fuera a urgencias de inmediato, pero yo quería resistirlo y experimentarlo hasta el final. Carol aceptó hacerme compañía durante el primer día; luego, si consideraba que estaba a salvo solo, se pasaría o me telefonearía de vez en cuando, pidiendo ayuda externa si le parecía necesario. Con esa red de seguridad, mi ansiedad disminuyó mucho, y en cierto modo incluso pude disfrutar de los fantasmas del delirium tremens (aunque los miles de pequeños animales e insectos eran cualquier cosa menos agradables). Las alucinaciones prosiguieron durante casi noventa y seis horas, y cuando por fin se detuvieron, me sumí en un estupor de agotamiento[37].

De niño me encantaba el estudio de la química, y había montado mi propio laboratorio. Cuando tenía más o menos quince años perdí la afición; en mis años de secundaria, en la universidad, la Facultad de Medicina, y luego cuando estuve de interno y residente, iba tirando, pero las asignaturas que estudié nunca me entusiasmaron con la misma intensidad que la química en la infancia. A mi llegada a Nueva York, cuando empecé a visitar pacientes en una clínica de la migraña en el verano de 1966, comencé a experimentar el leve estímulo del entusiasmo intelectual y el compromiso emocional que había conocido en mis primeros años. Con la esperanza de estimular aún más ese entusiasmo intelectual y emocional me pasé a las anfetaminas.

Las tomaba los viernes por la noche después de volver del trabajo, y me pasaba todo el fin de semana tan colocado que las imágenes y pensamientos se volvían alucinaciones bastante controlables, imbuidas de una emoción extática. A menudo dedicaba esos «fines de semana de droga» a ensueños románticos, pero un viernes, en febrero de 1967, mientras examinaba la sección de libros raros de la biblioteca médica, me encontré con un mamotreto sobre la migraña titulado On Megrim, Sick-Headache, and Some Allied Disorders: A Contribution to the Pathology of Nerve-Storms, escrito en 1873 por un tal Edward Liveing, doctor en medicina. Yo llevaba unos meses trabajando en la clínica de la migraña, y me fascinaba la diversidad de síntomas y fenómenos que podían darse en los ataques de migraña. Esos ataques a menudo incluían un aura, un pródromo en el que ocurrían aberraciones de percepción e incluso alucinaciones. Eran totalmente benignas y sólo duraban unos minutos, pero esos pocos minutos proporcionaban una ventana al funcionamiento del cerebro y a cómo podía hacerse pedazos y luego volver a ensamblarse. Tenía la impresión de que cada ataque de migraña desplegaba una enciclopedia de neurología.

Había leído docenas de artículos acerca de la migraña y su posible base, pero ninguno de ellos parecía ofrecer toda la riqueza de su fenomenología ni la diversidad y profundidad del sufrimiento que experimentan los pacientes con migraña. Con la esperanza de hallar un enfoque más completo, más profundo y humano a la migraña, aquel fin de semana saqué de la biblioteca el libro de Liveing. Así pues, tras ingerir mi amarga dosis de anfetamina —con mucho azúcar para que fuera más apetecible—, me puse a leer. Mientras la anfetamina iba haciendo efecto, estimulando mis emociones y mi imaginación, el libro de Liveing parecía aumentar en intensidad, profundidad y belleza. No deseaba otra cosa que penetrar en la mente de Liveing y empaparme de la atmósfera de la época en la que había trabajado.

En una especie de concentración catatónica tan intensa que en diez horas apenas moví un músculo ni me humedecí los labios, me leí de un tirón las quinientas páginas de Megrim. Mientras lo hacía, tenía la sensación de convertirme en el propio Liveing, de ver realmente a los pacientes que describía. A veces no estaba seguro de si estaba leyendo el libro o escribiéndolo. Me sentía transportado al Londres dickensiano de las décadas de 1860 y 1870. Me encantaba la humanidad y la sensibilidad social de Liveing, su contundente afirmación de que la migraña no era un lujo de los ricos ociosos, sino que también podía afectar a los que estaban mal alimentados y trabajaban muchísimas horas en fábricas mal ventiladas. Su libro me recordó el importante estudio de Mayhew de las clases obreras de Londres, pero al mismo tiempo estaba claro que Liveing había estudiado biología y ciencias físicas, y que era un maestro de la observación clínica. Me descubrí pensando: ¡Esto representa la mejor obra de la ciencia y la medicina de la época victoriana media; es una auténtica obra maestra! El libro me proporcionó lo que había estado anhelando durante los meses que había visitado a pacientes con migraña, frustrado por los inanes y pobres artículos que constituyen la bibliografía actual sobre el tema. En pleno éxtasis, vi resplandecer la migraña como si fuera un archipiélago de estrellas en los cielos neurológicos.

Pero había transcurrido un siglo desde que Liveing trabajaba y escribía en Londres. Despertando de mi ensueño de ser Liveing o alguno de sus contemporáneos, volví en mí y me dije: Ahora estamos en la década de 1960, no en la de 1860. ¿Quién podría ser el Liveing de nuestro tiempo? Un falso ramillete de nombres apareció en mi mente. Me acordé del doctor A. y del doctor B. y del doctor C. y del doctor D., todos ellos buenas personas, aunque ninguno poseyera esa mezcla de ciencia y humanismo tan bien dosificada en Liveing. Y entonces una poderosa voz interior dijo: «¡Eres tú, cabrón! ¡Tú eres ese hombre!».

En las ocasiones anteriores en que me había recuperado de los dos días de enajenación provocada por la anfetamina, había experimentado una fuerte reacción en sentido contrario, una modorra y una depresión casi narcolépticas. También me había parecido una completa chaladura: había puesto en peligro mi vida para nada. Las anfetaminas que tomaba en grandes dosis me aceleraban el pulso hasta casi 200, y no sé cómo debía tener la presión sanguínea; varias personas que conocía habían muerto de sobredosis de anfetaminas. Había experimentado la sensación de llevar a cabo un demente ascenso a la estratosfera para regresar con las manos vacías y sin nada que enseñar; que la experiencia, aunque intensa, era banal y vacía. Sin embargo, aquella vez, mientras me recuperaba, permanecía en mí una sensación de iluminación y conocimiento; había tenido una especie de revelación acerca de la migraña. También había decidido que estaba preparado para escribir un libro como el de Liveing, e incluso que yo podía ser el Liveing de nuestro tiempo.

Al día siguiente, antes de devolver el libro de Liveing a la biblioteca, lo fotocopié entero. Y luego, poco a poco, empecé a escribir mi propio libro. La alegría que eso me proporcionó fue real, infinitamente más sólida que la enajenación de las anfetaminas, y nunca volví a tomarlas.