13. LA MENTE OBSESIONADA
En el síndrome de Charles Bonnet, la privación sensorial, el Parkinson, la migraña, la epilepsia, la intoxicación por drogas y la hipnagogia, parece existir un mecanismo del cerebro que genera o facilita la alucinación —un mecanismo fisiológico primario, relacionado con la irritación local, la «liberación», la alteración de un neurotransmisor, o lo que sea—, que guarda poca relación con las circunstancias de la vida del individuo, su carácter, emociones, creencias o estado de ánimo. Mientras que la gente que sufre dichas alucinaciones podría (o no) disfrutar de esa experiencia sensorial, recalcan de manera casi unánime su falta de sentido, su irrelevancia con los sucesos y preocupaciones de sus vidas.
Todo lo contrario de las alucinaciones que debemos considerar ahora, que son, esencialmente, regresos compulsivos a una experiencia pasada. En este caso, a diferencia de las escenas retrospectivas de los ataques de lóbulo temporal —a veces conmovedoras pero esencialmente triviales—, es una parte importante del pasado —querida o terrible— lo que regresa para obsesionar a la mente: experiencias vitales tan cargadas de emoción que crean una impresión indeleble en el cerebro y lo obligan a repetirlas.
Las emociones pueden ser de diversos tipos: pesar o nostalgia de una persona o un lugar amados de los que la muerte, el exilio o el paso del tiempo nos han separado; terror, horror, angustia, o el temor que sigue a sucesos profundamente traumáticos, que amenazan al ego o la propia vida. Dichas alucinaciones también pueden estar provocadas por un abrumador sentimiento de culpa provocado por un delito o un pecado que, quizá de manera tardía, la conciencia no puede tolerar. Las alucinaciones de fantasmas —espíritus de los muertos que regresan del más allá— van especialmente asociadas a una muerte terrible y al sentimiento de culpa.
Los relatos de dichas obsesiones y alucinaciones ocupan un lugar importante en los mitos y la literatura de todas las culturas. Así, a Hamlet se le aparece su padre asesinado («En los ojos de mi mente, Horacio») y le cuenta cómo fue asesinado y que debe vengarse. Y cuando Macbeth conspira para asesinar al rey Duncan, ve una daga flotando en el aire, un símbolo de su intención y una incitación al acto. Más adelante, después de haber asesinado a Banquo porque le ha amenazado con desenmascararlo, tiene alucinaciones del fantasma de Banquo; mientras que Lady Macbeth, que ha embadurnado con la sangre de Duncan a los criados de éste, previamente asesinados, «ve» la sangre del rey y la huele, imborrable, en sus manos[63].
Cualquier pasión o amenaza que nos consume puede conducir a alucinaciones, en las que aparecen una idea y una intensa emoción. Son especialmente corrientes las alucinaciones engendradas por una pérdida y el dolor: sobre todo tras la muerte de un cónyuge después de haber estado juntos durante décadas. Perder a un progenitor, un cónyuge, un hijo, es perder una parte de uno mismo; y el dolor provoca un repentino agujero en la propia vida, un agujero que hay que llenar de algún modo. Esto presenta un problema cognitivo, perceptivo y también emocional, y el doloroso anhelo de que la realidad sea de otra manera.
Yo no experimenté alucinaciones tras la muerte de mis padres ni de mis tres hermanos, aunque a menudo he soñado con ellos. Pero la primera y más dolorosa de estas pérdidas fue la súbita muerte de mi madre en 1972, lo que durante meses me llevó a tener persistentes ilusiones, pues cuando iba por la calle confundía a otras personas con ella. Creo que detrás de esas ilusiones siempre hubo cierta similitud en el aspecto y la manera de andar, y sospecho que una parte de mí estaba hiperalerta, buscando de manera inconsciente al progenitor perdido.
A veces las alucinaciones de duelo adquieren la forma de una voz. La psicoanalista Marion C. me escribió que había «oído» la voz (y en una ocasión posterior, la risa) de su difunto marido:
Una noche volví a casa del trabajo y entré en esta gran casa vacía. A esa hora lo habitual era que Paul estuviera en su tablero de ajedrez electrónico reproduciendo la partida del New York Times. Su mesa no se veía desde el vestíbulo, pero él me saludó con su voz familiar: «¡Hola! ¡Ya has vuelto!» (…) Su voz sonó clara, fuerte y real; al igual que cuando estaba bien. La «oí». Fue como si estuviera realmente en su tablero de ajedrez y me saludara una vez más. El otro aspecto fue que, como ya he dicho, no podía verlo desde el vestíbulo, y sin embargo lo vi. Lo «vi», «vi» la expresión de su cara, «vi» cómo movía las piezas, «vi» cómo me saludaba. Esta parte fue parecida a un sueño: como si hubiera una foto o una película de un suceso. Pero sus palabras eran vivas y reales.
Silas Weir Mitchell, que trabajaba con soldados que habían perdido alguna extremidad en la Guerra de Secesión, fue el primero en comprender la naturaleza neurológica de las extremidades fantasma, que anteriormente se habían considerado —si es que se las había considerado de algún modo— una especie de alucinación de duelo. Por una curiosa ironía, el propio Mitchell sufrió una de esas alucinaciones tras la muerte repentina de un amigo muy íntimo, tal como lo relató Jerome Schneck en un artículo de 1989:
Una mañana un reportero trajo la noticia inesperada, y Mitchell, tremendamente afectado, fue a contárselo a su mujer. A su regreso, mientras bajaba las escaleras, tuvo una extraña experiencia: pudo ver la cara de Brooks, a un tamaño mayor que el real, sonriendo, y muy definido, aunque también daba la impresión de estar hecho de una telaraña cubierta de rocío. Cuando bajó la mirada, la visión desapareció, pero durante diez días pudo verla un poco por encima de su cabeza, a la izquierda.
Las alucinaciones de duelo, profundamente ligadas a necesidades y sentimientos emocionales, suelen ser inolvidables, tal como me escribió la escultora y grabadora Elinor S.:
Cuando tenía catorce años, mis padres, mi hermano y yo pasábamos el verano en casa de mis abuelos, tal como habíamos hecho durante muchos años. Mi abuelo había muerto el invierno anterior.
Estábamos en la cocina; mi abuela fregaba los platos, mi madre la ayudaba y yo estaba acabando de cenar en la mesa de la cocina, de cara a la puerta del porche trasero. Mi abuelo entró, y me sentí tan feliz de verlo que me levanté para saludarlo. Dije: «Abuelo», y cuando fui hacia él, de repente ya no estaba. Mi abuela se quedó visiblemente alterada, y por su expresión pensé que debía de haberse enfadado conmigo. Le dije a mi madre que lo había visto claramente, y ella dijo que lo había visto porque tenía ganas de verlo. Yo no había pensado conscientemente en él, y todavía no comprendo cómo pude verlo con tanta claridad.
Ahora tengo setenta y seis años, y sigo recordando el incidente. Nunca he experimentado nada parecido.
Elizabeth J. me escribió para hablarme de una alucinación de duelo experimentada por su joven hijo:
Mi marido murió hace treinta años tras una larga enfermedad. En aquella época mi hijo tenía nueve años; él y su padre iban a correr juntos regularmente. Unos meses después de la muerte de mi marido, mi hijo se me acercó y me dijo que a veces su padre pasaba corriendo por delante de nuestra casa vestido con sus pantalones de correr amarillos (su atuendo habitual). En aquella época visitábamos a un psicólogo especializado en duelo familiar, y cuando le describí la experiencia de mi hijo, el psicólogo lo atribuyó a una respuesta neurológica al duelo. Eso nos consoló, y todavía conservo sus pantalones amarillos de correr.
W. D. Rees, que se dedica a la medicina general en Gales, entrevistó a casi trescientas personas que hacía poco habían perdido a un ser querido, y descubrió que casi la mitad experimentaban ilusiones o alucinaciones de un cónyuge fallecido. Podían ser visuales, auditivas, o de los dos tipos. Algunas personas entrevistadas mantenían conversaciones con las alucinaciones de sus cónyuges. La probabilidad de dichas alucinaciones aumentaba en proporción a los años que habían estado casados, y podían persistir durante meses e incluso años. Rees consideraba esas alucinaciones algo normal, e incluso le parecían útiles en el proceso de duelo.
Para Susan M., la pérdida de su madre provocó una experiencia multisensorial especialmente vívida unas pocas horas después del fallecimiento de ésta: «Oí chirriar las ruedas de su andador en el pasillo. Poco después entró en la habitación y se sentó en la cama a mi lado. Podía sentirla sentada en el colchón. Hablé con ella y le dije que pensaba que había muerto. No recuerdo qué me contestó exactamente, algo como que quería saber cómo estaba yo. Lo único que sé es que la noté allí y me dio un poco de miedo, pero también me consoló».
Ray P. me escribió tras la muerte de su padre, a la edad de ochenta y cinco años, después de una operación de corazón. Aunque Ray había ido corriendo al hospital, su padre ya había entrado en coma. Una hora antes de que su padre muriera, Ray le susurró: «Papá, soy Ray. Cuidaré de mamá. No te preocupes, todo irá bien». Unas noches después, me escribió Ray, lo despertó una aparición:
Por la noche me desperté. No me sentía aturdido ni desorientado, y mis pensamientos y mi visión eran claros. Vi a alguien sentado en la esquina de la cama. Era mi padre, vestido con sus pantalones color caqui y un polo color habano. Tuve la lucidez suficiente para preguntarme, en un primer momento, si aquello no sería un sueño, pero sin la menor duda estaba despierto. Era sólido, no etéreo, pues la contaminada luz nocturna de Baltimore que entraba por la ventana no lo atravesaba. Se quedó un momento allí sentado y dijo —¿habló o simplemente me transmitió el pensamiento?—: «Todo va bien».
Me di la vuelta y puse los pies en el suelo. Cuando volví a mirarlo, había desaparecido. Me levanté y me dirigí al cuarto de baño. Bebí un vaso de agua y volví a la cama. Mi padre nunca regresó. No sé si fue una alucinación u otra cosa, pero puesto que de momento no creo en lo paranormal, debió de serlo[64].
Las alucinaciones de duelo a veces pueden adquirir una forma menos benigna. El psiquiatra Christopher Baethge ha escrito acerca de dos madres que perdieron a sus hijas de una manera especialmente traumática. Ambas experimentaban alucinaciones multisensoriales de sus difuntas hijas: las veían, las oían, las olían, ellas las tocaban. Y ambas daban una explicación sobrenatural a sus alucinaciones: una creía que «su hija intentaba establecer contacto con ella desde el otro mundo, un mundo en el que su hija sigue existiendo»; la otra oía gritar a su hija: «Mamá, no tengas miedo, volveré».[65]
Hace poco tropecé con una caja de libros en mi despacho, caí de cara y me rompí una cadera. Todo parecía ocurrir a cámara lenta. Me dije: Dispongo de mucho tiempo para extender el brazo y amortiguar la caída, pero de repente ya estaba en el suelo, y sentí el crujido de la cadera al chocar contra el suelo. Con una viveza casi alucinatoria, en las semanas siguientes volví a experimentar la caída; se repetía en mi mente y en mi cuerpo. Durante dos meses evité ir al despacho, el lugar donde me había caído, porque me provocaba la casi alucinación de caer y el crujido del hueso al romperse. Éste es un ejemplo —quizá trivial— de una reacción al trauma, un síndrome de estrés traumático leve. En gran medida ahora está resuelto, pero sospecho que durante el resto de mi vida merodeará en las profundidades como un recuerdo traumático que podría reactivarse bajo ciertas circunstancias.
Un trauma mucho más profundo, y el consiguiente síndrome de estrés postraumático, podría afectar a cualquiera que sufriera un violento accidente de coche, un cataclismo natural, una guerra, una violación, abusos, tortura o abandono: cualquier experiencia que nos cause un temor aterrador por nuestra propia seguridad o por la de otros.
Todas estas situaciones pueden producir reacciones inmediatas, pero también podrían darse, a veces años más tarde, síndromes postraumáticos de tipo maligno y a menudo persistente. Es característico de estos síndromes que, además de ansiedad, reacciones de sobresalto acentuadas, depresión y trastornos autónomos, exista una poderosa tendencia a cavilar de manera obsesiva sobre los horrores que se han experimentado; y no es infrecuente que se den repentinas escenas retrospectivas en las que el trauma original se vuelve a experimentar en su totalidad con toda la modalidad sensorial y con todas las emociones que se experimentaron en el momento[66]. Estas escenas retrospectivas, aunque a menudo son espontáneas, suelen ser especialmente evocadas por objetos, sonidos o colores asociados al trauma original.
Es posible que el término «escena retrospectiva» no haga justicia a los estados ilusorios profundos y a veces peligrosos que pueden acompañar a las alucinaciones postraumáticas. En dichos estados, la sensación de vivir el presente puede perderse o malinterpretarse a favor de la alucinación y la ilusión. Así, el veterano de guerra traumatizado puede estar convencido, durante una escena retrospectiva, de que la gente que está en el supermercado son soldados enemigos y —si va armado— abrir fuego contra ellos. Este estado de conciencia extremo es una excepción, pero potencialmente letal.
Una mujer me escribió que, tras haber sufrido abusos cuando tenía tres años y una agresión sexual a los diecinueve, «el olor me provoca intensas escenas retrospectivas de ambos sucesos». Añadió:
Experimenté la primera escena retrospectiva de que abusaban de mí de niña cuando un hombre se sentó a mi lado en el autobús. En cuanto olí [su] sudor y olor corporal, de repente ya no estaba en el autobús. Estaba en el garaje de mi vecino y lo recordaba todo. El conductor del autobús tuvo que pedirme que me apeara cuando llegamos a nuestro destino. Había perdido la noción del tiempo y el espacio.
Tras una violación o una agresión sexual pueden ocurrir reacciones de estrés especialmente severas y duraderas. En un caso relatado por Terry Heins y sus colegas, por ejemplo, una mujer de cincuenta y cinco años que había sido obligada a contemplar la relación sexual de sus padres cuando era niña, y luego a tener relaciones con su padre a la edad de ocho años, experimentaba repetidas escenas retrospectivas del trauma cuando era adulta, así como «voces», un síndrome de estrés postraumático que fue erróneamente diagnosticado como esquizofrenia, a consecuencia de lo cual la ingresaron en un psiquiátrico.
La gente que padece estrés postraumático es también propensa a sueños o pesadillas recurrentes, que a menudo incorporan repeticiones literales o un tanto disfrazadas de las experiencias traumáticas. El psiquiatra Paul Chodoff, que en 1963 escribió acerca de los efectos del trauma en los supervivientes de los campos de concentración, comprobó que dichos sueños eran una señal distintiva del síndrome, y observó que, en un número sorprendente de casos, seguían ocurriendo una década y media después de la guerra[67]. Lo mismo sucede con las escenas retrospectivas.
Chodoff observó que la cavilación obsesiva sobre las experiencias de los campos de concentración podía disminuir con el tiempo en algunas personas, pero que en otras
transmitía la extraña sensación de que nada realmente importante había ocurrido en sus vidas desde la liberación, pues relataban sus experiencias con una vívida inmediatez y una riqueza de detalle que casi hacía desaparecer las paredes de mi despacho, sustituidas por las sombrías imágenes de Auschwitz o Buchenwald.
En un artículo de 1968, Ruth Jaffe describió a una superviviente de los campos de concentración que sufría ataques frecuentes en los que revivía su experiencia en las puertas de Auschwitz, cuando vio cómo se llevaban a su hermana con un grupo destinado a la muerte y no pudo hacer nada para salvarla, aun cuando intentó sacrificarse por ella. En sus ataques, veía entrar a gente por las puertas del campo, y oía la voz de su hermana que gritaba: «Katy, ¿dónde estás? ¿Por qué me abandonas?». A otros supervivientes les persiguen escenas retrospectivas olfativas, de repente huelen los hornos de gas, un olor que, más que ninguna otra cosa, evoca el horror de los campos. De manera parecida, el olor de los escombros ardiendo perduró en torno al World Trade Center durante meses después del 11 de Septiembre, y en forma de alucinación siguió persiguiendo a algunos supervivientes incluso cuando el olor ya había desaparecido.
Existe mucha literatura acerca de las reacciones de estrés agudas y de las reacciones retardadas que se producen después de un desastre natural, como un tsunami o un terremoto. (Es algo que también se da en niños muy pequeños, aunque tienen más tendencia a recrear el desastre que a volver a experimentarlo o verlo en sus alucinaciones). Pero parece ser que el síndrome de estrés postraumático es más abundante y más severo después de casos de violencia y desastres provocados por el hombre; los desastres naturales, «actos de Dios», parecen más fáciles de aceptar. Éste es también el caso de la reacciones de estrés agudas: a menudo lo veo en mis pacientes del hospital, que pueden demostrar un valor y una calma extraordinarios ante las enfermedades más terribles, pero montan en cólera si la enfermera se retrasa con la cuña o la medicación. La amoralidad de la naturaleza es algo que se acepta, ya sea en forma de monzón, de un elefante durante un episodio de excitación, o una enfermedad; pero no ocurre lo mismo con el hecho de estar sometido a la voluntad de otro sin poder hacer nada, pues el comportamiento humano siempre conlleva (o al menos así se percibe) una carga moral.
Después de la Primera Guerra Mundial, algunos médicos opinaban que debía haber un trastorno cerebral orgánico subyacente a lo que entonces se denominaban neurosis de guerra, que en muchos aspectos parecían distintas de las neurosis «normales»[68]. El término «neurosis de guerra» (en inglés shell shock, literalmente «choque por obuses») se acuñó con la idea de que los cerebros de sus soldados habían quedado mecánicamente trastornados por el repetido impacto de los nuevos obuses de alta potencia introducidos en esa guerra. Todavía no existía un reconocimiento formal de los efectos retardados del severo trauma de los soldados que soportaron obuses y gas mostaza durante días seguidos, en trincheras embarradas y llenas de los cuerpos putrefactos de sus camaradas[69].
Un estudio reciente de Bennet Omalu y sus colegas ha demostrado que una conmoción cerebral repetida (incluso conmociones «leves» que no provocan pérdida de la conciencia) puede dar como resultado una encefalopatía traumática crónica, provocar problemas de memoria y cognitivos; lo que también puede exacerbar las tendencias a la depresión, las escenas retrospectivas, la alucinación y la psicosis. Dicha encefalopatía traumática crónica, junto con el trauma psicológico de la guerra y las heridas, ha estado vinculada a la creciente incidencia del suicidio entre veteranos.
En el síndrome de estrés postraumático podría haber determinantes biológicos y psicológicos que no habrían sorprendido a Freud, y el tratamiento de esos problemas podría requerir la medicación y también la psicoterapia. Sin embargo, en sus peores formas el síndrome de estrés postraumático puede ser una dolencia casi intratable.
El concepto de disociación parecería crucial no sólo para comprender afecciones como la histeria o el trastorno de personalidad múltiple, sino también para comprender los síndromes postraumáticos. Ante una situación de amenaza para la vida, podría darse un distanciamiento o disociación instantáneos, como cuando un conductor que está a punto de chocar ve su coche a distancia, casi como un espectáculo en el teatro, con la sensación de ser un espectador más que un participante. Pero las disociaciones del síndrome de estrés postraumático son de tipo más radical, pues las visiones, sonidos, olores y emociones insoportables de la horrenda experiencia quedan encerrados en una cámara separada y subterránea de la mente.
La imaginación es cualitativamente distinta de la alucinación. Las visiones de los artistas y científicos, las fantasías y ensoñaciones que todos tenemos, se localizan en el espacio imaginativo de nuestra propia mente, en nuestro propio teatro privado. Normalmente no aparecen en el espacio externo, como los objetos que percibimos. Algo tiene que ocurrir en el cerebro/mente para que la imaginación sobrepase sus límites y sea sustituida por la alucinación. Debe darse alguna disociación o desconexión, alguna ruptura de los mecanismos que normalmente nos permiten reconocer y hacernos responsables de nuestros pensamientos y fantasías, verlos como algo nuestro y no de origen externo.
No obstante, tampoco está claro que dicha disociación pueda explicarlo todo, pues podrían intervenir distintos tipos de memoria. Chris Brewin y sus colegas han argumentado que existe una diferencia fundamental entre los recuerdos excepcionales de escenas retrospectivas del síndrome de trastorno postraumático y la memoria autobiográfica corriente, y han proporcionado muchas pruebas psicológicas de esa diferencia. Brewin et al. ven una distinción radical entre los recuerdos autobiográficos, que son verbalmente accesibles, y los recuerdos de escenas retrospectivas, que no son verbal ni voluntariamente accesibles, sino que afloran de manera automática si surge alguna referencia al suceso traumático o algo (una imagen, un olor, un sonido) relacionado con él. Los recuerdos autobiográficos no están aislados —están insertos en el contexto de toda una vida, poseen un contexto y una perspectiva amplios y profundos— y se pueden revisar en relación con diferentes contextos y perspectivas. No ocurre lo mismo con los recuerdos traumáticos. Los supervivientes de un trauma podrían ser incapaces de alcanzar el distanciamiento de la retrospección o el recuerdo; para ellos los sucesos traumáticos, con todo su miedo y su horror, toda su viveza y concreción sensoriomotora, están aislados. Los sucesos parecen conservarse en un tipo de memoria distinta, aislada y no integrada.
Teniendo en cuenta el aislamiento de la memoria traumática, el propósito de la psicoterapia debería ser liberar los sucesos traumáticos para que salieran a la luz de la plena conciencia y reintegrarlos a la memoria autobiográfica. Esta tarea puede ser extraordinariamente difícil, y a veces casi imposible.
La idea de que participan distintos tipos de memoria resulta más verosímil teniendo en cuenta las experiencias de los supervivientes de situaciones traumáticas que no sufren síndrome de estrés postraumático y son capaces de llevar una vida plena y libre de obsesiones. Una de esas personas es mi amigo Ben Helfgott, que estuvo en un campo de concentración entre los doce y los dieciséis años. Helfgott siempre ha sido capaz de hablar libremente de sus experiencias durante esos años, de cómo mataron a sus padres y a su familia y de los muchos horrores de los campos. Lo recuerda todo con su memoria autobiográfica y consciente; es una parte aceptada e integrada de su vida. Sus experiencias no quedan encerradas en forma de recuerdos traumáticos, pero conoce bien el otro lado, pues lo ha visto en centenares de personas: «Los que “olvidan”», dice, «sufren más tarde». Helfgott es uno de los colaboradores de The Boys, el libro de Martin Gilbert que relata la vida de centenares de chicos y chicas que, al igual que Helfgott, sobrevivieron durante años en campos de concentración pero consiguieron salir relativamente ilesos y nunca han sufrido síndrome de estrés postraumático ni alucinaciones.
Una atmósfera profundamente supersticiosa y delirante también puede alimentar alucinaciones que surgen de estados emocionales extremos, y pueden afectar a comunidades enteras. En sus Lowell Lectures de 1896 (recogidas con el título de William James on Exceptional Mental States), James incluyó unas conferencias sobre la «posesión demoníaca» y la brujería. Poseemos descripciones muy detalladas de las alucinaciones características en ambos estados, alucinaciones que alcanzan a veces proporciones epidémicas y se atribuyen a las maniobras del demonio o sus subalternos, pero que ahora podemos interpretar como los efectos de la sugestión e incluso la tortura en sociedades donde la religión había adquirido un carácter fanático. En su libro Los demonios de Loudun, Aldous Huxley describía los delirios de posesión demoníaca que asolaron el pueblo francés de Loudun en 1634, y comenzaron por la madre superiora y todas las monjas de un convento de ursulinas. Lo que se inició como las obsesiones religiosas de la hermana Jeanne se amplificó hasta un estado de alucinación e histeria, en parte por los propios exorcistas, los cuales, en efecto, confirmaron el temor a los demonios de toda la comunidad. Algunos de los exorcistas también quedaron afectados. El padre Surin, que había permanecido encerrado centenares de horas con la hermana Jeanne, se vio perseguido por alucinaciones religiosas de naturaleza terrible. La locura consumió a todo el pueblo, al igual que ocurriría posteriormente en los infames juicios por brujería de Salem[70].
Es posible que las condiciones y presiones de Loudun o Salem fueran extraordinarias, aunque no se puede decir que la caza de brujas y la confesión forzada hayan desaparecido del mundo; simplemente han adquirido otras formas.
En algunas personas, un severo estrés, acompañado de conflictos interiores, puede inducir fácilmente una división de la conciencia, con variados síntomas motores y sensoriales, incluyendo alucinaciones. (El nombre anterior de este estado era histeria; ahora se denomina trastorno de conversión). Éste parecía ser el caso de Anna O., la excepcional paciente descrita por Freud y Breuer en sus Estudios sobre la histeria. Para Anna era muy difícil dar salida a sus energías intelectuales y sexuales, y era muy propensa a la ensoñación —lo denominaba su «teatro privado»—, antes incluso de que la enfermedad terminal y muerte de su padre le provocaran una división o disociación de personalidad, alternando entre dos estados de conciencia. En su estado de «trance» (que Breuer y Freud denominaban «autohipnótico») sufría alucinaciones vívidas y casi aterradoras. Lo más habitual era que viera serpientes, sus propios cabellos convertidos en serpientes, o la cara de su padre transformada en una calavera. No conservaba memoria ni conciencia de estas alucinaciones hasta que volvía a estar en un trance hipnótico, esta vez inducido por Breuer:
Solía padecer alucinaciones en mitad de una conversación, salía corriendo, comenzaba a trepar por un árbol, etc. Si la atrapabas, rápidamente reanudaba la frase que había interrumpido sin saber nada de lo que había ocurrido en el intervalo. Todas estas alucinaciones, sin embargo, eran mencionadas y descritas durante su hipnosis.
La personalidad del «trance» de Anna se volvió más y más prominente a medida que su enfermedad avanzaba, y durante largos períodos se mostraba ajena o ciega al momento presente, creyendo que estaba en el pasado. En ese punto vivía casi siempre en un estado alucinatorio casi delirante, como las monjas de Loudun o las «brujas» de Salem.
Pero a diferencia de las brujas, las monjas o los atormentados supervivientes de los campos de concentración y las batallas, Anna O. logró una recuperación casi completa de sus síntomas, y siguió llevando una vida plena y productiva.
Que Anna, incapaz de recordar sus alucinaciones en su estado «normal», pudiera recordarlas todas cuando estaba hipnotizada, muestra la semejanza de su estado hipnotizado con sus trances espontáneos.
La sugestión hipnótica, de hecho, puede utilizarse para provocar alucinaciones[71]. Naturalmente, existe una enorme diferencia entre el estado patológico y duradero que denominamos histeria y los breves estados de trance que puede inducir un hipnotizador (o uno mismo). William James, en sus conferencias sobre los estados mentales excepcionales, se refirió a los trances de los médiums, que canalizan voces e imágenes de los muertos, y de los adivinos, que ven visiones del futuro en una bola de cristal. Para James, el que las voces y visiones en estos contextos fueran verídicas era de menor interés que los estados mentales que podían producir. Una atenta observación (James asistió a muchas sesiones de espiritismo) le convenció de que los médiums y los adivinos generalmente no eran charlatanes o mentirosos conscientes en el sentido habitual; tampoco eran fabuladores ni visionarios. Consideraba que se encontraban en estados alterados de conciencia que conducían a alucinaciones, y que éstas quedaban determinadas por las preguntas que les formulaban. Creía que estos estados mentales excepcionales se alcanzaban mediante la autohipnosis (sin duda facilitada por la escasa iluminación, el ambiguo entorno y las enormes expectativas de sus clientes).
Prácticas como la meditación, los ejercicios espirituales, tocar el tambor o bailar de manera extática, también pueden facilitar estados de trance parecidos a los de hipnosis, con alucinaciones vívidas y profundos cambios psicológicos (por ejemplo, una rigidez que permite que todo el cuerpo permanezca tieso como una tabla mientras se apoya sólo en la cabeza y los pies). Las técnicas de meditación o contemplación (a menudo ayudadas por música, pintura o arquitecturas sagradas) han sido utilizadas en diversas tradiciones religiosas, a veces para inducir remisiones alucinatorias. Estudios llevados a cabo por Andrew Newberg y otros han mostrado que la práctica continua de la meditación produce importantes alteraciones en la circulación de la sangre en partes del cerebro relacionadas con la atención, la emoción y algunas funciones autónomas.
El más común, el más buscado y (en muchas culturas y comunidades) el más «normal» de los estados mentales excepcionales es el de una conciencia en sintonía con lo espiritual, en la que lo sobrenatural, lo divino, se experimenta como material y real. En su extraordinario libro When God Talks Back, la etnóloga T. M. Luhrmann nos ofrece un convincente examen de este fenómeno.
En uno de sus primeros trabajos, centrado en personas que practican la magia en la Gran Bretaña actual, Luhrmann tuvo que sumergirse plenamente en su mundo. «Hice lo que hacen los antropólogos», escribió. «Participé en su mundo: me uní a sus grupos. Leí sus libros y novelas. Practiqué sus técnicas y llevé a cabo su rituales. Descubrí que sus rituales se basaban, en su mayor parte, en técnicas de la imaginación. Cerrabas los ojos, y con los ojos de la mente veías la historia que te contaba el líder del grupo». Le intrigó descubrir que, al cabo de más o menos un año de esta práctica, su propia imaginería mental se volvió más clara, más detallada y más sólida; y sus estados de concentración se volvieron «más profundos y más nítidamente distintos de los cotidianos». Una noche estaba inmersa en un libro sobre la Bretaña artúrica; «me dejé llevar por la historia», escribe, «y permití que se apoderara de mis sensaciones y llenara mi mente». A la mañana siguiente, al despertar, se encontró con una visión sorprendente:
Vi a seis druidas de pie recortándose contra la ventana, por encima de la ajetreada calle londinense. Los vi, y ellos me hicieron una seña. Me quedé mirando un momento, atónita y aturdida, y cuando salí disparada de la cama, habían desaparecido. ¿Habían estado allí en carne y hueso? A mí me parecía que no. Pero mi recuerdo de la experiencia es muy claro. (…) Recuerdo que los vi tan claramente, tan nítidamente y tan externos a mí como veo el cuaderno en el que anoté el momento. Lo recuerdo con tanta claridad porque fue algo muy singular. Desde entonces no me ha vuelto a ocurrir nada parecido.
Posteriormente, Luhrmann se embarcó en el estudio de la religión evangélica. La mismísima esencia de la divinidad, de Dios, es inmaterial. Dios no puede verse, percibirse ni oírse de la manera ordinaria. Lo que ella se preguntaba era cómo era posible que, ante esa falta de pruebas, Dios se convirtiera en una presencia íntima y real en las vidas de tantos evangélicos y otras personas de fe. Muchos evangélicos consideran que han sido tocados literalmente por Dios, o que le han oído hablar en voz alta; otros mencionan que han sentido su presencia de una manera física, que saben que está ahí, caminando a su lado. Luhrmann escribe que el cristianismo evangélico pone énfasis en que la oración y otros ejercicios espirituales son técnicas que hay que aprender y practicar. Dichas técnicas pueden resultar más fáciles para aquellos que son propensos a sumergirse plenamente en sus experiencias, a dejarse empapar por ellas, ya sean reales o imaginarias; personas que poseen la capacidad de «concentrarse en el objeto de la mente (…) como el que lee una novela, o escucha música, o va de excursión el domingo, cuya imaginación y percepción está inmersa en lo que hace». Opina que dicha capacidad de concentración puede afinarse con la práctica, y que eso es en parte lo que ocurre en la oración. Las técnicas de oración a menudo se centran en la atención a los detalles sensoriales:
[Los congregantes] practican el ver, oír, oler y tocar con los ojos de la mente. Les otorgan a esas experiencias imaginadas la viveza sensorial asociada a los recuerdos de hechos reales. Lo que ellos son capaces de imaginar se vuelve más real para ellos.
Y un día la mente da el salto de la imaginación a la alucinación, y el congregante ve a Dios, oye a Dios.
Estas visiones y voces anheladas poseen la realidad de la percepción. Uno de los sujetos de Luhrmann, Sarah, lo expresó de la siguiente manera: «Las imágenes que veo [en la oración] son muy reales y claras. Diferentes de la mera ensoñación. Quiero decir que a veces es como una presentación en PowerPoint». Con el tiempo, escribe Luhrmann, «las imágenes de Sarah se vuelven más ricas y complicadas. Parecen poseer bordes más definidos. Siguen haciéndose más complejas y nítidas». Las imágenes mentales se vuelven tan claras y reales como el mundo exterior.
Sarah tuvo muchas experiencias; algunos congregantes sólo tienen una, pero incluso una sola experiencia de Dios, imbuido de la abrumadora fuerza de la percepción real, puede ser suficiente para sustentar toda una vida de fe.
Aunque sea a un nivel modesto, todos somos vulnerables al poder de la sugestión, sobre todo si se combina con la excitación emocional y los estímulos ambiguos. La idea de que una casa estaba «embrujada», aunque merezca la burla de la mente racional, puede inducir una actitud vigilante e incluso alucinaciones, tal como puso de relieve Leslie D. en una carta que me escribió:
Hace casi cuatro años comencé a trabajar en una de las residencias más antiguas de Hanover, Pensilvania. En mi primer día me dijeron que había un fantasma residente, el fantasma del señor Gobrecht, que llevaba muchos años viviendo allí y era profesor de música. (…) Supongo que murió en la casa. ¡Sería casi imposible describir de manera adecuada lo mucho que NO creo en lo sobrenatural! Sin embargo, a los pocos días comencé a percibir algo como una mano que me tiraba de la pernera del pantalón mientras estaba sentada en mi escritorio, y en alguna ocasión noté una mano en el hombro. Hace una semana estábamos hablando del fantasma, y noté (de manera muy pronunciada) unos dedos que se movían por mi espalda, justo debajo del hombro, con tanta claridad que di un respingo. ¿Poder de sugestión, quizá?
No es infrecuente que los niños tengan amigos imaginarios. A veces esto es una ensoñación o una creación continua y sistematizada de un niño imaginativo y quizá solitario; en algunos casos puede tener elementos de alucinación, una alucinación benigna y agradable, tal como me escribió Hailey W.:
Al haber crecido sin hermanos ni hermanas, me creé unos cuantos amigos imaginarios con los que jugaba a menudo desde aproximadamente los tres años hasta los seis. Los más memorables eran unas gemelas idénticas llamadas Kacey y Klacey. Eran de mi edad y tamaño, y muchas veces hacíamos cosas juntas, como jugar en los columpios del patio trasero o tomar el té. Kacey y Klacey también tenían una hermana pequeña llamada Milky. Conservo una poderosa imagen de ellas en mi imaginación, y en aquella época las veía muy reales. A mis padres aquello les divertía, aunque se preguntaban si era normal que mis amigos imaginarios fueran tantos y los describiera tan detalladamente. Recuerdo mis largas conversaciones en la mesa con «nadie», y cuando me preguntaban, siempre decía que estaba hablando con Kacey y Klacey. A menudo, cuando jugaba (con mis juguetes, o a algún juego), decía que estaba con Kacey o Klacey o con Milky. También hablaba de ellas a menudo, y durante un período de tiempo recuerdo haber estado obsesionada con la idea de tener un perro lazarillo, y le suplicaba a mi madre que me lo permitiera. Bastante sorprendida, mi madre me preguntó de dónde había sacado la idea; le contesté que la madre de Kacey y Klacey era ciega, y que yo quería un perro lazarillo como el suyo. De adulta, sigo sorprendiéndome cuando alguien me dice que nunca ha tenido amigos imaginarios, pues fueron una parte importante —y placentera— de mi infancia.
Y sin embargo puede que «imaginación» no sea aquí un término adecuado, pues los amigos imaginarios pueden parecer intensamente reales, más que ningún otro producto de la fantasía o la imaginación. No debería sorprendernos la dificultad de encajar nuestras categorías adultas de «realidad» o «imaginación» en los pensamientos y juegos de los niños; pues si Piaget tiene razón, los niños no son capaces de distinguir de una manera constante y absoluta la fantasía de la realidad, el mundo exterior del interior, hasta más o menos los siete años. Es habitual que a esta edad, o un poco más tarde, los amigos imaginarios tiendan a desaparecer.
También es posible que los niños acepten mejor sus alucinaciones, pues todavía no han aprendido que en nuestra cultura se consideran «anormales». Tom W. me escribía acerca de sus alucinaciones infantiles «deliberadas», visiones hipnagógicas que él evocaba como entretenimiento entre los cuatro y los siete años:
Mientras me quedaba dormido me entretenía con mis alucinaciones. Me echaba en la cama y miraba fijamente el techo en la penumbra. (…) Me quedaba mirando un punto fijo, y si mantenía los ojos muy quietos, el techo desaparecía y poco a poco surgían multitud de píxeles, que se convertían en formas: olas, retículas y estampados. Entonces, en medio de todo eso, comenzaban a aparecer figuras y a interactuar. Recuerdo unas pocas, y recuerdo que eran de una calidad visual excepcional. En cuanto surgía la visión, podía ir mirando las cosas como se ve una película.
Esto mismo también lo podía hacer de otra manera. Hay un retrato familiar que cuelga al pie de mi cama, una clásica foto de estudio de mis abuelos, primos, un tío y una tía, mis padres, mi hermano y yo. Detrás de nosotros hay un enorme seto de ligustro. Había noches en que me quedaba mirando el retrato. Muy rápidamente comenzaban a ocurrir cosas extrañas y deliciosamente tontas: brotaban manzanas del seto de ligustro, mis primos comenzaban a charlar y se perseguían alrededor del grupo. A mi abuela se le «saltaba» la cabeza y se le quedaba pegada a los muslos, que entonces comenzaban a bailar. Aunque parezca algo macabro, entonces lo encontraba hilarante.
Al otro extremo de la vida, hay un tipo especial de alucinación que suele acompañar a la muerte o al presentimiento de la muerte. Después de mucho tiempo trabajando en residencias de ancianos, me sorprende y me conmueve lo a menudo que pacientes lúcidos, cuerdos y plenamente conscientes tienen alucinaciones cuando sienten la proximidad de la muerte.
Cuando Rosalie —la misma mujer ciega que he descrito en el capítulo sobre el síndrome de Charles Bonnet— se puso enferma y creyó que se moría, tuvo visiones de su madre y oyó la voz de ésta dándole la bienvenida en el cielo. Estas alucinaciones —multisensoriales, personales, dirigidas a ella e impregnadas de afecto y ternura— eran de un carácter completamente distinto de las producidas por el síndrome de Charles Bonnet, que, por el contrario, no guardaban relación con ella ni despertaban ninguna emoción. Sé que otros pacientes (que no padecían el síndrome de Charles Bonnet ni ninguna otra dolencia que los hiciera propensos a las alucinaciones) han sufrido alucinaciones similares en el lecho de muerte, a veces la primera y última alucinación de sus vidas.