3. UNOS POCOS NANOGRAMOS DE VINO: OLORES ALUCINATORIOS

La capacidad de imaginar olores, en circunstancias normales, no es tan corriente: pocas personas son capaces de imaginar olores con viveza, aun cuando se les dé bien imaginar visiones o sonidos. Es un don infrecuente, tal como me escribió Gordon C. en 2011:

Oler objetos que no son visibles parece haber formado parte de mi vida desde que tengo uso de razón. (…) Si, por ejemplo, pienso unos minutos en mi abuela, que lleva mucho tiempo muerta, recuerdo casi de inmediato, con una conciencia sensorial casi perfecta, los polvos de tocador que utilizaba siempre. Si mientras le escribo a alguien le hablo de lilas, o de cualquier planta concreta que produzca flores, mi sentido olfativo produce esa fragancia. Con ello no quiero decir que el simple hecho de escribir la palabra «rosas» produzca el olor; he de recordar un ejemplo concreto relacionado con una rosa, o lo que sea, a fin de producir el efecto. Esta capacidad siempre me ha parecido algo bastante natural, y hasta la adolescencia no descubrí que no era algo habitual en los demás. Lo considero un don maravilloso de mi cerebro.

Por el contrario, a casi todos nos resulta difícil evocar olores, aun cuando haya poderosas circunstancias en el ambiente que nos los recuerden. Y podría ser también difícil saber si un olor es real o no. En una ocasión volví a visitar la casa en la que crecí y en la que mi familia vivió durante sesenta años. En 1990, la casa se vendió a la Asociación Británica de Psicoterapeutas, y lo que antes era nuestro comedor ahora se había convertido en oficina. Cuando en 1995, durante mi visita, entré en esa habitación, de inmediato me llegó un intenso olor al vino tinto kosher que mis padres solían guardar en un aparador de madera colocado junto a la mesa del comedor, y que bebíamos con el Kiddush[15] durante el Sabbath. ¿Simplemente me estaba imaginando el olor, ayudado por ese entorno que antaño me resultó intensamente familiar y querido, y por casi sesenta años de recuerdos y asociaciones? ¿O quizá unos pocos nanogramos de vino habían sobrevivido después de repintar y reformar la casa? Los olores pueden ser extrañamente persistentes, y no estoy seguro de si mi experiencia debería calificarse de percepción agudizada, alucinación, recuerdo, o una combinación de todas esas cosas.

Mi padre poseía un agudo sentido del olfato cuando era joven, y como todos los médicos de su generación, se fiaba de él cuando visitaba a un paciente. Era capaz de detectar el olor de la orina diabética o de un absceso pútrido en el pulmón en cuanto entraba en la casa de un paciente. Cuando llegó a la mediana edad, una serie de infecciones en los senos nasales embotaron su sentido del olfato, y ya no podía utilizarlo como herramienta de diagnóstico. Pero tuvo la suerte de no perderlo del todo, pues esta circunstancia —anosmia, algo que afecta quizá al 5% de la gente— provoca muchos problemas. La gente que padece anosmia no puede oler el gas, el humo, ni la comida rancia; a veces les acucia cierta angustia social, pues no saben si ellos mismos emiten algún olor desagradable. No pueden disfrutar de los buenos olores del mundo, ni tampoco de muchos de los sabores más sutiles de la comida (pues casi todos dependen igualmente del olfato)[16].

Me referí a un paciente con anosmia en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. De resultas de una herida en la cabeza, de repente perdió todo el sentido del olfato. (Los largos tractos olfativos se rompen con facilidad, pues cruzan la base del cráneo, con lo que la pérdida del olfato puede estar causada por una herida en la cabeza relativamente leve). Ese hombre nunca se había parado a pensar demasiado en el sentido del olfato, pero, nada más perderlo, descubrió que su vida era mucho más pobre. Echaba de menos el olor de la gente, de los libros, de la ciudad, de la primavera. Esperaba en vano recuperar el sentido perdido. Y de hecho, para su sorpresa y satisfacción, pareció que unos meses después mejoraba, cuando una mañana olió el café mientras lo preparaba. Probó con su pipa, que llevaba muchos meses abandonada, y le llegó el olor a su tabaco aromático preferido. Muy excitado, se fue a ver a su neurólogo, pero tras meticulosas pruebas le dijeron que no había el menor signo de recuperación. Estaba claro, por tanto, que sufría una experiencia olfativa de algún tipo, y lo único que se me ocurría era que su capacidad de imaginar olores, al menos en situaciones cargadas de recuerdos y asociaciones, se había visto agudizada por la anosmia, al igual que la capacidad de visualizar puede agudizarse en algunas personas que han perdido la vista.

La sensibilidad agudizada de los sistemas sensoriales, cuando han perdido su entrada normal de visión, olor o sonido, no es una bendición sin reverso, pues puede conducir a alucinaciones de visión, olor o sonido: fantopsia, fantosmia o fantacusis, por utilizar estos términos antiguos pero útiles. Y al igual que entre el 10 y el 20% de las personas que han perdido la vista acaban teniendo el síndrome de Charles Bonnet, un porcentaje parecido de quienes han perdido el sentido del olfato experimentan su equivalente olfativo. En algunos casos, estos olores fantasmas son consecuencia de infecciones de los senos o lesiones en la cabeza, pero de vez en cuando están relacionados con migrañas, epilepsia, Parkinson, síndrome de estrés postraumático y otras enfermedades[17].

En el síndrome de Charles Bonnet, si queda algo de visión, pueden darse trastornos perceptivos de todo tipo. De manera parecida, aquellos que han perdido gran parte del sentido del olfato, aunque no todo, suelen padecer distorsiones del olfato, a menudo de tipo desagradable (una afección llamada parosmia o disosmia).

Mary B., una mujer de Canadá, adquirió disosmia dos meses después de una operación que le practicaron con anestesia general. Ocho años más tarde, me mandó un detallado relato de sus experiencias titulado «Un fantasma en mi cerebro». Escribió:

Todo sucedió deprisa. En septiembre de 1999 me sentí estupendamente. Me habían practicado una histerectomía en verano, pero ya me había recuperado e iba diariamente a Pilates y clases de ballet, me sentía en forma y llena de vigor. Cuatro meses después todavía me sentía en forma y vigorosa, pero estaba encerrada en una prisión invisible por culpa de un trastorno que nadie podía ver, del que nadie parecía saber nada, y al que ni siquiera sabía dar nombre.

Al principio los cambios fueron graduales. En septiembre, los tomates y las naranjas comenzaron a tener un sabor metálico y un poco a podrido, y el requesón me sabía a leche agria. Probé con marcas distintas; todas eran malas.

En octubre, la lechuga comenzó a oler y a saber a aguarrás, y las espinacas, las manzanas, las zanahorias y la coliflor sabían a podrido. El pescado y la carne, sobre todo el pollo, olían como si llevaran una semana podridos. Mi pareja no detectaba esos sabores desagradables. ¿Estaba desarrollando algún tipo de alergia a la comida? (…)

Pronto los extractores de las cocinas de los restaurantes comenzaron a oler de una manera extrañamente desagradable. El pan sabía a rancio; el chocolate, a aceite de engrasar. La única carne o pescado que podía comer era el salmón ahumado. Comencé a tomarlo tres veces por semana. A principios de diciembre salí a comer con unos amigos. Tuve que escoger meticulosamente, pero disfruté de la comida, con la salvedad de que el agua mineral olía a lejía. Pero los demás bebían alegremente, así que decidí que quizá no habían enjuagado bien mi vaso. A la semana siguiente los olores y los sabores empeoraron drásticamente. El olor del tráfico era tan horrible que tenía que obligarme a salir a la calle; daba largos rodeos para ir a mis clases de Pilates y ballet sólo por calles peatonales. El olor del vino era repugnante, y lo mismo sucedía con cualquiera que llevara perfume. El olor del café que Ian se tomaba por la mañana había ido empeorando, pero de la noche a la mañana se convirtió en un hedor intenso e intolerable que permeaba toda la casa y permanecía durante horas. Comenzó a tomarse el café en el trabajo.

La señora B. tomaba nota de todo, con la esperanza de encontrar, si no una explicación, sí al menos alguna pauta a esas distorsiones. Pero todo fue en vano. «Todo aquello ocurría sin lógica alguna», escribió. «¿Cómo era posible que los limones supieran bien pero las naranjas no; el ajo sí pero las cebollas no?».

Con una anosmia completa, más que exageraciones o distorsiones de los olores que se perciben, pueden darse alucinaciones de olor. Éstas también pueden ser muy variadas, y a veces difíciles de describir o definir. Algo que puso de relieve Heather A.:

Las alucinaciones generalmente no pueden describirse mediante un solo descriptor olfativo (excepto una noche que me pasé casi toda la velada oliendo pepinillos en vinagre). Puedo más o menos describirlas como una amalgama de otros olores (a desodorante en bola más o menos metálico; a denso pastel agridulce; a plástico derretido en un montón de basura de tres días). He conseguido divertirme con este método, convertir en arte el ponerles nombre y describirlas. Pasaba por fases en las que experimentaba una sola durante un par de semanas, varias veces al día. Al cabo de unos meses, la familia de olores se había diversificado, y ahora puedo referirme a varios distintos en un día. En ocasiones surge uno nuevo, y a lo mejor no vuelvo a olerlo. La manera en que los experimento varía. A veces son intensos, como si tuviera algo pegado debajo de la nariz, y se disipan rápidamente; a veces alguno es sutil y duradero, otras apenas perceptible.

Hay personas que padecen alucinaciones de un olor especial, que pueden suscitar el contexto o la sugestión. Laura H., que perdió casi todo el sentido del olfato después de una craneotomía, me escribió que de vez en cuando le llegaba una breve salva de olores que resultaban verosímiles, aunque no siempre exactos por lo que recordaba de antes de su pérdida. A veces ni siquiera existían:

Íbamos a reformar la cocina, y una noche se quemó la instalación eléctrica. Mi marido me aseguró que no pasaba nada, pero a mí me preocupaba mucho que se pudiera declarar un incendio. (…) Me desperté en plena noche, y tuve que levantarme para ir a comprobar el estado de la cocina porque me parecía oler a quemado. (…) Miré por todas partes: allí donde comíamos, en los armarios, pero no vi que ardiera nada. (…) Entonces comencé a pensar que el olor podía salir de detrás de una pared o de algún lugar que no podía ver.

Despertó a su marido; éste no olía nada; pero a ella seguía llegándole el olor intensamente. «Me quedé horrorizada», dijo, «por la intensidad con que me llegaba un olor que no existía».

A otros les persigue un solo olor constante de tal complejidad que parece un conglomerado de casi todos los malos olores del mundo. Bonnie Blodgett, en su libro Remembering Smell, describe el mundo fantósmico en el que se vio inmersa tras una infección de los senos nasales y el uso de un potente spray nasal. Conducía por una carretera estatal la primera vez que detectó un olor «extraño». Se miró los zapatos en una gasolinera y vio que estaban limpios. A continuación se preguntó si el ventilador de la calefacción del coche tendría algún problema: ¿había un pájaro muerto, quizá? El olor la persiguió, aumentando y disminuyendo en intensidad, pero nunca desaparecía. Investigó una docena de posibles causas externas y al final, a regañadientes, se vio obligada a reconocer que estaba en su cabeza…, en un sentido neurológico, no psiquiátrico. Afirmó que el olor era como a «mierda, vómito, carne quemada y huevos podridos. Por no hablar de humo, productos químicos, orina y moho. No había duda de que mi cerebro se había superado». (La alucinación de olores especialmente repulsivos se denomina cacosmia).

Mientras que los humanos son capaces de detectar e identificar quizá diez mil olores distintos, el número de olores posibles es mucho mayor, pues existen más de cinco mil sitios receptores de olor diferentes en la mucosa nasal, cuya estimulación (o representación cerebral) puede combinarse de billones de maneras distintas. Algunos olores alucinatorios pueden ser imposibles de describir porque son distintos de todo lo que hemos experimentado en el mundo real, y no suscitan ningún recuerdo ni asociación. Las experiencias nuevas y sin precedentes pueden ser una señal distintiva de las alucinaciones, pues cuando el cerebro se libera de las limitaciones de la realidad, es capaz de generar cualquier sonido, imagen u olor de su repertorio, a veces en combinaciones complejas e «imposibles».