5. LAS ILUSIONES DEL PARKINSONISMO
James Parkinson, en su famoso estudio Un ensayo sobre la parálisis agitante de 1817, describía la enfermedad que ahora lleva su nombre como una dolencia que afectaba al movimiento y la postura, pero no a los sentidos ni al intelecto. Y en el siglo y medio siguiente no hubo prácticamente mención a los trastornos perceptivos o alucinaciones que experimentaban los pacientes de la enfermedad de Parkinson. A finales de la década de 1980, sin embargo, los médicos empezaron a comprender (y sólo en respuesta a un minucioso interrogatorio, pues los pacientes se mostraban reacios a admitirlo) que quizá una tercera parte o más de las personas tratadas para el Parkinson experimentaban alucinaciones, tal como afirmaron Gilles Fénelon y otros. Por entonces, prácticamente todas las personas diagnosticadas con Parkinson tomaban L-dopa u otras drogas que aumentaban el nivel de dopamina, un neurotransmisor del cerebro.
Cuando era joven, mi experiencia médica con el Parkinson fue sobre todo con los pacientes que describí en Despertares, que no padecían una enfermedad de Parkinson normal, sino un síndrome mucho más complejo. Habían sobrevivido a la epidemia de encefalitis letárgica que siguió a la Primera Guerra Mundial, y habían acabado, algunos décadas después, con síndromes postencefalíticos que incluían no sólo una forma muy grave de Parkinson, sino a menudo gran cantidad de trastornos distintos, sobre todo trastornos del sueño y del despertar. Estos pacientes postencefalíticos eran mucho más sensibles a los efectos de la L-dopa que los pacientes que padecían la enfermedad de Parkinson habitual. Muchos de ellos, una vez comenzaban a tomar L-dopa, experimentaban sueños o pesadillas excesivamente vívidos; a menudo ése era el primer efecto aparente de la medicación. Varios también se volvieron propensos a las ilusiones o alucinaciones visuales.
Cuando Leonard L. inició el tratamiento con L-dopa, comenzó a ver caras sobre la pantalla en blanco de su televisor, y un cuadro de una antigua ciudad del Oeste que colgaba en su habitación cobraba vida cuando lo miraba: la gente salía de los salones y los vaqueros galopaban por las calles.
Martha N., otra paciente postencefalítica, «cosía» con hilo y agujas alucinatorios. «¡Fíjese qué precioso cubrecama he cosido hoy para usted!», me dijo en una ocasión. «Fíjese qué bonitos dragones, en el unicornio encerrado en su establo». Dibujaba líneas invisibles con el aire. «Tome, cójala», me dijo, y colocó aquel objeto espectral en mis manos.
En el caso de Gertie C., las alucinaciones (precipitadas al añadir amantadina a la L-dopa) fueron menos benignas. Al cabo de tres horas de recibir la primera dosis, se excitó muchísimo y sufrió alucinaciones delirantes. Gritaba: «¡Los coches se abalanzan sobre mí, me rodean por todas partes!». También veía aparecer y desaparecer caras «que parecían máscaras». De vez en cuando esbozaba una sonrisa estática y exclamaba: «Mire qué árbol tan bonito, qué bonito», y unas lágrimas de dicha le llenaban los ojos.
Contrariamente a estos pacientes postencefalíticos, las personas que padecen la enfermedad normal de Parkinson no suelen experimentar alucinaciones visuales hasta después de muchos meses o años de medicarse. En la década de 1970 tuve diversos pacientes que comenzaron a tener alucinaciones, que eran predominantemente (aunque no sólo) visuales. Algunas comenzaban como una telaraña, una filigrana, como otras formas geométricas; otros pacientes experimentaban alucinaciones complejas, generalmente de animales y personas, desde el principio. Esas visiones podían parecer muy reales (un paciente sufrió una grave caída mientras perseguía a un ratón alucinatorio), pero los pacientes pronto aprendían a distinguirlas de la realidad y a hacer caso omiso. En aquella época no encontré casi nada en la literatura médica acerca de tales alucinaciones, aunque a veces se decía que la L-dopa podía crear pacientes «psicóticos». Pero en 1975 más de una cuarta parte de mis pacientes de Parkinson normal, aunque por lo demás les iba bien con la L-dopa y agonistas de la dopamina, tenían que vivir con alucinaciones.
Ed W., diseñador, comenzó a tener alucinaciones visuales después de haber tomado L-dopa y agonistas de la dopamina durante varios años. Comprendió que se trataba de alucinaciones, y las veía sobre todo como algo curioso y divertido; no obstante, uno de sus médicos lo declaró «psicótico», un diagnóstico erróneo terrible.
A menudo percibe que está «al borde» de la alucinación, y acaba cruzando el umbral si es de noche, o si está cansado o aburrido. Un día que estábamos almorzando, sufría todo tipo de lo que él llama «ilusiones». Mi suéter azul, que había colocado sobre una silla, se convirtió en un feroz animal quimérico, con cabeza de elefante, largos dientes azules y un atisbo de alas. Un cuenco de fideos que había en la mesa se convirtió en «un cerebro humano» (aunque eso no le impidió comérselos). Veía «letras, como un teletipo», en mis labios; formaban «palabras», palabras que no podía leer. No coincidían con las palabras que yo decía. Afirma que tales ilusiones «se forman» allí mismo, de manera instantánea y sin volición consciente. No puede controlarlas ni detenerlas, a no ser que cierre los ojos. A veces son amistosas, y otras dan miedo. Casi nunca les hace caso.
A veces pasa de las «ilusiones» a las alucinaciones manifiestas. Una vez tuvo una alucinación de su gata, que había dejado unos días en el centro veterinario. Ed seguía «viéndola» en su casa, varias veces al día, saliendo de las sombras en un rincón de la habitación. La gata cruzaba el cuarto sin prestarle atención y desaparecía otra vez en las sombras. Ed comprendió enseguida que se trataba de una alucinación, y no sentía deseos de interactuar con ella (aunque despertaba su curiosidad e interés). Cuando trajo a su gata de vuelta a casa, el gato fantasma desapareció[27].
Además de alucinaciones aisladas ocasionales, la gente que padece Parkinson puede desarrollar elaboradas y aterradoras alucinaciones, a menudo de tipo paranoico. Una de estas psicosis se apoderó de Ed a finales de 2011. Comenzó a tener alucinaciones de personas que entraban en su apartamento surgiendo de una «cámara secreta» que había detrás de la cocina. «Invaden mi intimidad», dijo Ed. «Ocupan mi espacio. (…) Yo les intereso mucho: toman notas, sacan fotos, rebuscan entre mis papeles». A veces tenían relaciones sexuales: uno de los intrusos era una mujer muy hermosa, y a veces tres o cuatro de esas personas alucinatorias ocupaban la cama de Ed cuando él no la utilizaba. Esas apariciones nunca surgían si tenía visitas reales, o cuando escuchaba música o veía su programa de televisión preferido; tampoco lo seguían cuando abandonaba su apartamento. A menudo esos perseguidores le parecían reales y le decía a su mujer: «Llévale una taza de café al hombre que hay en mi despacho». Ella siempre sabía cuándo estaba sufriendo alucinaciones, pues él se quedaba mirando fijamente un punto o seguía una presencia invisible con los ojos. Cada vez más hablaba con ellos, o mejor dicho a ellos, pues nunca le contestaban.
Cuando Ed se lo contó a su neurólogo, éste le aconsejó que se tomara «unas vacaciones de medicamentos», que dejara toda su medicación anti-Parkinson durante dos o tres semanas, pero eso dejó a Ed tan incapacitado que apenas podía moverse ni hablar. A continuación planeó una reducción gradual de la medicación, y al cabo de dos meses, ingiriendo la mitad de su dosis anterior de L-dopa, las alucinaciones de Ed, sus miedos y sus psicosis desaparecieron por completo.
En 2008, Tom C., artista, se presentó en mi consulta. Le habían diagnosticado la enfermedad de Parkinson, y llevaba medicándose unos quince años. Dos años antes había comenzado a experimentar «percepciones erróneas», tal como él las llama (al igual que los demás, evita el término «alucinaciones»). Le gusta mucho bailar; ha descubierto que eso le desbloquea, lo libera de su Parkinson durante un rato. Sus primeras percepciones erróneas tuvieron lugar cuando se encontraba en un club nocturno; la piel de los demás bailarines, incluso sus caras, parecían estar cubiertas de tatuajes. Al principio creyó que los tatuajes eran reales, pero primero comenzaron a brillar, y luego palpitaron y se retorcieron; entonces se dio cuenta de que debía de sufrir una alucinación. Como artista y psicólogo, aquella experiencia le intrigó mucho, pero también le asustó que aquello pudiera ser el principio de incontrolables alucinaciones de todo tipo.
En una ocasión, mientras estaba sentado en su escritorio, le sorprendió ver una foto del Taj Mahal en el monitor de su ordenador. A medida que la miraba, la foto adquiría un color más intenso, se volvía tridimensional, absolutamente real. Oyó una vaga salmodia, de las que se podrían asociar con un templo indio.
Otro día, mientras estaba echado en el suelo, inmovilizado por su Parkinson, los reflejos de un fluorescente del techo comenzaron a transformarse en viejas fotos, casi todas en blanco y negro. Parecían fotos de su infancia, casi todas de su familia, con algunos desconocidos. En aquel estado de inmovilidad «no tenía otra cosa que hacer», dijo, así que se entregó felizmente a ese leve placer alucinatorio.
Para Ed W. y Tom C. las alucinaciones generalmente no pasan de la «percepción errónea», pero Agnes R., una mujer de setenta y cinco años que lleva veinte padeciendo Parkinson, ha sufrido manifiestas alucinaciones visuales durante la última década. Es «una veterana» de las alucinaciones, dice: «Veo una gran variedad de cosas, y lo disfruto: son fascinantes; no me dan miedo». En la sala de espera de la clínica, ha visto «cinco mujeres probándose abrigos de piel». El tamaño, color, solidez y movimiento de esas mujeres eran perfectamente naturales; parecían completamente reales. Supo que eran alucinaciones sólo porque estaban fuera de contexto: nadie se probaría un abrigo de piel un día de verano en la consulta de un médico. Por lo general, es capaz de distinguir sus alucinaciones de la realidad, aunque hay excepciones: en una ocasión en que vio un animal de pelo negro saltar sobre la mesa del comedor, dio un respingo. Otras veces, mientras camina, ha tenido que detenerse repentinamente para evitar chocar con una figura alucinatoria que estaba delante de ella.
Agnes a menudo ve apariciones desde las ventanas de su apartamento, situado en una decimosegunda planta. Desde allí ha «visto» una pista de patinaje encima de una iglesia (real), «gente en pistas de tenis» sobre los tejados vecinos, y hombres trabajando justo delante de su ventana. No reconoce a ninguna de las personas que ve, y éstas continúan con su actividad sin prestarle ninguna atención. Ella observa estas escenas alucinatorias con serenidad, y a veces incluso las disfruta. (De hecho, tuve la impresión de que le ayudaban a pasar el tiempo, un tiempo que ahora parece pasar más lentamente debido a su relativa inmovilidad y a sus dificultades para leer). Sus visiones no son como sueños, dijo; no se parecen a fantasías. Le encanta viajar, y sobre todo Egipto, pero nunca ha tenido alucinaciones «egipcias» ni de viajes.
Sus alucinaciones no siguen ninguna pauta. Pueden llegar a cualquier hora del día, cuando está con otras personas o cuando está sola. Parece no tener nada que ver con sucesos actuales, con sus sentimientos, pensamientos o estados de ánimo, ni con la hora del día en que toma su medicación. No puede hacerlas aparecer ni desaparecer. Se superponen a lo que está mirando y se disipan, junto con su percepción visual real, cuando cierra los ojos.
Ed W. a menudo describe la persistente sensación de una «presencia» —algo o alguien a quien nunca acaba de ver— a su derecha. El profesor R., aunque le va muy bien con la L-dopa y otras drogas anti-Parkinson, también tiene «un compañero» (como él lo llama) a su derecha, justo fuera del alcance de su vista. La sensación de que hay alguien ahí es tan poderosa que a veces se da la vuelta para mirar, aunque nunca encuentra a nadie. Pero su ilusión principal es la transformación de letras, palabras y frases en notaciones musicales. La primera vez que le ocurrió fue hace unos dos años. Estaba leyendo un libro, apartó la mirada unos segundos, y al reanudar la lectura descubrió que las letras se habían convertido en una partitura musical. Desde entonces le ha ocurrido muchas veces, y el fenómeno también sucede cuando mira fijamente una página impresa. De vez en cuando, el borde oscuro de su esterilla de baño se convierte en pentagramas y líneas de partituras. Siempre hay algo —letras o líneas— que se transforma en música; quizá por eso considera el fenómeno una «ilusión» y no una alucinación.
El profesor R. es muy buen músico; comenzó a tocar el piano cuando tenía cinco años, y sigue tocando muchas horas al día. Sus ilusiones le despiertan una gran curiosidad, y ha intentado transcribir o interpretar la música ilusoria. (Ha descubierto que la mejor manera de «atrapar» esta música fantasma es colocar un periódico sobre el atril de las partituras y ponerse a tocar en cuanto las letras se convierten en música). Pero la «música» rara vez es interpretable, porque siempre está muy adornada, con innumerables marcas de crescendo y decrescendo, mientras que la línea melódica está tres o más octavas por encima del do medio, con lo que puede tener una docena más de líneas adicionales por encima del pentagrama agudo.
Otras personas (ver páginas 26-29) me han contado que ven partituras. Esther B., compositora y profesora de música, me escribió que doce años después de que le diagnosticaran Parkinson comenzó a experimentar «un fenómeno visual bastante singular». Lo describió con todo detalle:
Cuando miro una superficie —como por ejemplo una pared, el suelo, una prenda que lleva alguien, una superficie curva como la de una bañera o el fregadero, u otras superficies demasiado numerosas para mencionarlas— veo una especie de collage de partituras musicales superpuestas sobre la superficie, sobre todo con mi visión periférica. Cuando intento concentrarme en cualquier imagen, se vuelve borrosa o desaparece. Estas imágenes de partituras musicales surgen de manera espontánea y son especialmente vívidas si he pasado un rato trabajando con música escrita. Las imágenes siempre aparecen más o menos horizontales, y si inclino la cabeza en uno u otro sentido, las imágenes horizontales también se inclinan.
Howard H., psicoterapeuta, comenzó a percibir alucinaciones táctiles poco después de que le diagnosticaran Parkinson, tal como relató:
Tenía la impresión de que las superficies de diversos objetos estaban cubiertas con una película de pelusa, como la de un melocotón, o el relleno de plumas de un almohadón. También se podía describir como algodón de azúcar o una telaraña. A veces las telarañas y la pelusa pueden ser muy «exuberantes», como cuando me inclino para recoger algo que se me ha caído y tengo la impresión de que mi mano se ha sumergido en un enorme montón de ese «material». Pero cuando intento recogerlo con la mano, no veo nada, y sin embargo permanece la sensación de que he cogido un montón de pelusa.
¿Es el uso de la L-dopa el único responsable de sus efectos? ¿Se puede considerar la L-dopa una droga alucinógena? Parece improbable, en vista del hecho de que se utiliza para tratar otras enfermedades (como las distonías) sin provocar ninguna alucinación. ¿Hay algo en el cerebro del parkinsoniano, o al menos en el cerebro de algunos parkinsonianos, que podría predisponerle a las alucinaciones visuales[28]?
El Parkinson se ve demasiado a menudo como un mero trastorno del movimiento, pero también puede conllevar otros aspectos, entre ellos trastornos del sueño de diversos tipos. La gente que padece Parkinson a veces duerme poco por la noche, y a menudo experimenta insomnio crónico. Cuando duermen pueden experimentar sueños vívidos y a veces descabellados, o pesadillas en las que están despiertos pero paralizados, impotentes para combatir imágenes oníricas que se superponen a su conciencia despierta. Todos estos factores predisponen aún más a las alucinaciones.
En 1922 el neurólogo francés Jean Lhermitte describió la repentina aparición de alucinaciones visuales en una paciente anciana: personas disfrazadas, niñas que jugaban, animales que la rodeaban (a veces la paciente intentaba tocarlos). La mujer padecía insomnio y se pasaba el día amodorrada, y sus alucinaciones solían llegar al anochecer.
Aunque esta mujer tenía alucinaciones visuales espectaculares, no sufría ningún deterioro visual ni ninguna lesión en la corteza visual. Pero mostraba signos neurológicos que sugerían un tipo de lesión inusual en partes del tallo cerebral, el mesencéfalo y el puente de Varolio. Ahora se sabe que las lesiones en la vía visual podrían provocar alucinaciones, pero no estaba claro que un deterioro del mesencéfalo —que no es una guía visual— pudiera tener el mismo efecto. Lhermitte creía que dichas alucinaciones podrían ir asociadas a un trastorno del ciclo sueño-vigilia, que eran esencialmente sueños o fragmentos de sueños que invadían la conciencia durante el día.
Cinco años más tarde, el neurólogo belga Ludo Van Bogaert informó de un caso un tanto similar: al anochecer, su paciente comenzaba a ver cabezas de animales proyectadas sobre las paredes de su casa. Había signos neurológicos parecidos a los del paciente de Lhermitte, y Van Bogaert también conjeturaba la existencia de alguna lesión en el mesencéfalo. Cuando su paciente murió, un año más tarde, la autopsia reveló un enorme infarto en el mesencéfalo que afectaba (entre otras estructuras) a los pedúnculos cerebrales (de ahí que se acuñara el término de «alucinaciones pedunculares»).
En la enfermedad de Parkinson, el parkinsonismo postencefalítico y la enfermedad de los cuerpos de Lewy, existe un deterioro del tallo cerebral y las estructuras asociadas, y también se da alucinosis peduncular, aunque el deterioro es gradual y no repentino, como ocurre con la apoplejía. En todas estas enfermedades degenerativas, sin embargo, puede haber alucinaciones, así como trastornos del sueño, del movimiento, y cognitivos. Pero las alucinaciones son marcadamente distintas de las del síndrome de Charles Bonnet; son casi siempre complejas y no elementales, a menudo multisensoriales, y más propensas a conducir a error, algo que rara vez ocurre con las del síndrome de Charles Bonnet. Las alucinaciones que se originan en el tallo cerebral parecen estar asociadas a anormalidades en el sistema transmisor de la acetilcolina, anormalidades que pueden agravarse si al paciente se le suministra L-dopa o alguna droga parecida, que aumenta la carga de dopamina en un sistema colinérgico ya frágil y fatigado.
La gente que padece la enfermedad normal de Parkinson puede estar activa y conservar sus capacidades intelectuales durante décadas. Thomas Hobbes, el filósofo, por ejemplo, desarrolló «la parálisis temblorosa» más o menos a los cincuenta años, cuando completaba su Leviatán, pero su intelecto siguió sano y creativo hasta los noventa años, aunque su cuerpo sufriera una gran incapacidad motora. Pero en los últimos años se ha reconocido cada vez más que hay una forma más maligna de Parkinson, que tarde o temprano va acompañada de demencia y de alucinaciones visuales incluso en ausencia de L-dopa. El examen del cerebro en la autopsia de dichos pacientes muestra a veces agregados anormales de proteína (denominados cuerpos de Lewy) dentro de las células nerviosas, sobre todo en el tallo cerebral y los ganglios basales, pero también en la corteza de asociación visual. Se conjetura que los cuerpos de Lewy podrían predisponer a los pacientes a alucinaciones visuales, incluso antes de que se les medique con L-dopa.
Edna B. parece sufrir esta enfermedad, aunque el diagnóstico de la enfermedad de los cuerpos de Lewy no se puede establecer con certeza en vida sin llevar a cabo una biopsia del cerebro. La señora B. disfrutó de una salud excelente hasta más o menos los sesenta y cinco años, pero en 2009 comenzó a sufrir un temblor en las manos, su primer síntoma de Parkinson. En el verano de 2010 se habían añadido otros síntomas: la ralentización de los movimientos y del habla, y también problemas de memoria y concentración: se le olvidaban las palabras y las ideas, perdía el hilo de lo que estaba diciendo y pensando, y, lo más angustioso de todo, tenía alucinaciones.
Cuando la vi en 2011, le pregunté cómo eran sus alucinaciones. «¡Horribles!», me dijo. «Es como ver una película de terror y formar parte de ella». Veía personas diminutas («Chuckys») corriendo alrededor de su cama por la noche; parecían hablar entre ellas, y la señora B. veía sus gestos y el movimiento de sus labios, pero no podía oír lo que decían. En una ocasión intentó hablar con ellos. A pesar de que se veían asustados y (creía ella) tenían malas intenciones, nunca la molestaban ni se le acercaban, aunque en una ocasión uno de ellos se sentó en la cama. Pero mucho peores eran ciertas escenas que tenían lugar delante de ella. «Vi cómo asesinaban a mi hijo justo delante de mí», me contó. («Fue como una película gore», intervino su marido). En una ocasión, cuando su marido fue a visitarla, ella le dijo: «¿Qué estás haciendo aquí? Acaban de celebrar tu funeral en la iglesia del Sagrado Corazón». A menudo veía ratas, y a veces las sentía en la cama. También experimentaba la sensación de que unos «peces» le mordisqueaban los pies. A veces tenía alucinaciones en las que formaba parte de un ejército que se dirigía a la batalla.
Cuando le pregunté si tenía alguna alucinación agradable, dijo que a veces veía gente «ataviada de hawaiana» en el pasillo o delante de su ventana, preparándose para tocar un poco de música para ella, aunque lo cierto es que ella no la oía. Lo que oía, en cambio, eran ruidos diversos, sobre todo un sonido de agua corriendo. No oía voces. («Menos mal que no las oigo», dijo, «pensarían que estoy realmente loca»). También había algunas alucinaciones olfativas: «gente a mi alrededor con diferentes tipos de olores».
Cuando sus alucinaciones comenzaron, la señora B., con toda razón, se quedó aterrada, y creyó que eran reales: «Ni siquiera conocía la palabra “alucinación”», dijo. Posteriormente aprendió a distinguir las alucinaciones de la realidad, lo que no impidió que se asustara cuando ocurrían. Siempre miraba a su marido para comprobar si eran reales; le preguntaba si él veía, oía, sentía u olía lo mismo que ella. A veces su visión se distorsionaba: la cara de su marido se desfiguraba con una sonrisa desdeñosa que se curvaba hacia abajo, y otras veces el gesto era el contrario, «parecía una cara sonriente». Hace poco tuvo una alucinación especialmente extraña y aterradora. Sobre su cama cuelga un póster de un jefe nativo americano, y un día cobró vida; el jefe salió del marco y comenzó a verlo de pie en el dormitorio. En un intento de tranquilizarla, su marido agitó las manos delante del póster para disipar la alucinación, y el jefe pareció desintegrarse, aunque entonces ella tuvo la sensación de que también ella se desintegraba. En otra ocasión, la ropa de su dormitorio «comenzó a caminar por sí sola», y su marido tuvo que sacudir unos tejanos delante de ella para demostrarle que no eran más que eso, y no otra cosa.
Las alucinaciones también pueden darse en otros tipos de demencia, incluyendo la enfermedad de Alzheimer en una fase moderadamente avanzada, aunque son menos frecuentes que en la enfermedad de los cuerpos de Lewy. En dichos casos, las alucinaciones pueden dar lugar a ilusiones, o pueden surgir de éstas. En el Alzheimer o en otros tipos de demencia también puede haber ilusiones de duplicación o errores de identificación. Una paciente mía, mientras estaba sentada junto a su marido en un avión, de repente lo vio como «un impostor», y pensó que había asesinado a su marido y ahora intentaba ocupar su lugar. Otra paciente mía, aunque reconocía la residencia en la que estaba durante el día, creía que cada noche la trasladaban a un astuto «duplicado» de esa misma residencia. A veces las psicosis se centran en ilusiones de persecución, y esporádicamente pueden conducir a un comportamiento violento: una de esas pacientes atacó a un vecino indefenso, pues creyó que la estaba «espiando». Las alucinaciones de la enfermedad de Alzheimer, al igual que las de la enfermedad de los cuerpos de Lewy, suelen estar insertas dentro de una matriz compleja de engaños sensoriales, confusión, desorientación e ilusiones, y rara vez son fenómenos «puros» y aislados, como ocurre con el síndrome de Charles Bonnet.
Durante muchos años trabajé con los ochenta pacientes encefalíticos profundamente parkinsonianos que describí en Despertares. Muchos de ellos habían estado «congelados» durante décadas, prácticamente inmovilizados por la enfermedad. Cuando conseguí conocerlos bien (después de que la L-dopa les permitiera moverse y hablar), me encontré con que quizá una tercera parte había experimentado alucinaciones visuales durante años antes de que se introdujera la L-dopa, alucinaciones predominantemente benignas y sociables. No estaba seguro de por qué se producían esas alucinaciones, pero me dije que probablemente se debía a su aislamiento y privación de vida social, a su anhelo de interactuar con el mundo: un intento de proporcionar una realidad virtual, un sustituto alucinatorio del mundo real que les habían arrancado.
Gertie C. había padecido alucinosis semicontroladas durante décadas antes de comenzar a tomar L-dopa: alucinaciones bucólicas en las que se veía echada en un prado iluminado por el sol o flotando en un arroyo cerca de la casa donde vivió de niña. Todo esto cambió cuando le administraron L-dopa, y sus alucinaciones adquirieron un carácter social y a veces sexual. Cuando me lo contó, añadió, un tanto preocupada: «¡Usted no privaría de una alucinación amistosa a una anciana frustrada como yo!». Le contesté que si sus alucinaciones tenían un carácter agradable y controlable, parecían una buena idea, dadas las circunstancias. Después de eso, la cualidad paranoide disminuyó, y sus encuentros alucinatorios se volvieron puramente amigables y amorosos. Supo aplicar humor, tacto y control, nunca se permitió una alucinación antes de las ocho de la tarde, y no las dejaba durar más de treinta o cuarenta minutos. Si sus parientes se quedaban hasta demasiado tarde, les explicaba de manera firme pero agradable que dentro de unos minutos esperaba «la visita de un caballero de fuera de la ciudad», y que pensaba que ese hombre se lo tomaría a mal si lo tenía esperando fuera. Ahora recibe amor, atención y regalos invisibles de un caballero alucinatorio que la visita puntualmente cada noche.