8. LA ENFERMEDAD «SAGRADA»

La epilepsia afecta a una minoría sustancial de la población, se da en todas las culturas, y se ha reconocido desde el alba de nuestra historia. Hipócrates la conocía como la enfermedad sagrada, un trastorno de inspiración divina[40]. Y sin embargo, en su forma más grave y convulsiva (la única forma reconocida hasta el siglo XIX), ha despertado miedo, hostilidad y cruel discriminación. Hoy en día todavía no ha conseguido librarse del todo de ese estigma.

Los ataques epilépticos —también conocidos como de mal caduco o mal de corazón— pueden asumir una docena o más de formas. Éstas tienen en común una aparición repentina (a veces sin previo aviso, pero a veces con un pródromo o aura característicos) y obedecen a una descarga eléctrica repentina y anormal en el cerebro. En los ataques generalizados, esta descarga surge en ambas mitades del cerebro de manera simultánea. En la epilepsia del gran mal se da un movimiento violento y convulsivo de los músculos, el paciente se muerde la lengua y a veces le sale espuma por la boca; también puede haber un «grito epiléptico» discordante e inhumano. A los pocos segundos, la persona que sufre el ataque de gran mal pierde la conciencia y cae al suelo (la epilepsia también se denominaba «la enfermedad de la caída»). Estos ataques pueden ser aterradores.

En un ataque de «pequeño mal», sólo hay una pérdida transitoria de la conciencia: la persona parece «ausente» durante unos segundos, pero luego puede continuar una conversación o una partida de ajedrez sin darse cuenta, o sin que nadie más se dé cuenta, de que algo extraño ha ocurrido.

En contraste con esos ataques generalizados, que surgen de una sensibilidad innata y genética del cerebro, los ataques parciales surgen de un área concreta dañada o de una sensibilidad en una parte del cerebro, un foco epiléptico, que puede ser congénito o el resultado de una lesión. Los síntomas de los ataques parciales dependen de la localización del foco: pueden ser motores (algunos músculos sufren un espasmo), autónomos (náusea, una sensación que sube por el estómago, etc.), sensoriales (anormalidades o alucinaciones visuales, sonoras, olfativas, u otras sensaciones), o psíquicos (repentinas sensaciones de dicha o miedo sin causa aparente, déjà vu o jamais vu, o pensamientos repentinos y a menudo insólitos). La actividad de un ataque parcial puede limitarse al foco epiléptico, o propagarse a otras áreas del cerebro, y de vez en cuando conducir a una convulsión generalizada.

Los ataques focales o parciales no se reconocieron hasta la segunda mitad del siglo XIX, una época en que los déficits focales de todo tipo (por ejemplo la afasia, la pérdida de capacidad lingüística, o la agnosia, la pérdida de la capacidad de identificar objetos) se describieron y atribuyeron a daños en áreas concretas del cerebro. Esta correlación de la patología cerebral con déficits específicos, o síntomas «negativos», llevó a comprender que en el cerebro hay muchos centros distintos cruciales para ciertas funciones.

Pero Hughlings Jackson (a veces denominado el padre de la neurología inglesa) prestó la misma atención a los síntomas «positivos» de la enfermedad neurológica: síntomas de hiperactividad, tales como ataques, alucinaciones y delirio. Era un observador minucioso y paciente, y fue el primero en identificar la «reminiscencia» y los «estados soñadores» en los ataques complejos. Todavía nos referimos a los ataques motores focales que comienzan en las manos y suben por el brazo como epilepsia jacksoniana.

Jackson fue también un teórico extraordinario, que postuló que el sistema nervioso humano había desarrollado niveles progresivamente superiores, y que éstos estaban organizados de manera jerárquica, donde los centros superiores constreñían a los inferiores. Él pensaba, por tanto, que una lesión en los centros superiores podría provocar una «liberación» de actividad en los inferiores. Para Jackson, la epilepsia suponía una ventana a la organización y funcionamiento del sistema nervioso (tal como lo fue para mí la migraña). «El que analiza concienzudamente muchos casos distintos de epilepsia», escribió Jackson, «está haciendo mucho más que estudiar la epilepsia».

Jackson tuvo un socio más joven en la empresa de describir y clasificar los ataques, William Gowers, y si la escritura de Jackson era compleja, enrevesada y llena de reservas, la de Gowers era simple, transparente y lúcida. (Jackson nunca escribió un libro, pero Gowers escribió muchos, entre ellos Epilepsy and Other Chronic Convulsive Diseases.)[41]

Gowers sentía especial interés por los síntomas visuales de la epilepsia (anteriormente había escrito un libro sobre oftalmología) y disfrutaba describiendo ataques visuales simples, como en el caso de un paciente para el que, escribió:

La advertencia era siempre una estrella azul, que aparecía delante del ojo izquierdo y que se iba acercando hasta que perdía la conciencia. Otro paciente veía siempre un objeto, no descrito como una luz, delante del ojo izquierdo, que daba vueltas y vueltas. Parecía acercarse cada vez más, describiendo círculos más grandes a medida que se aproximaba, hasta que perdía la conciencia.

Jen W., una joven que se expresaba muy bien, vino a verme hace varios años. Me contó que cuando tenía cuatro años vio «una bola de luces de colores en el lado derecho, dando vueltas, muy definida». La bola de colores seguía girando durante unos segundos y venía seguida de una nube gris en la derecha, que oscurecía su visión en ese lado durante dos o tres minutos.

Tuvo más visiones de la bola giratoria, siempre en el mismo sitio, cuatro o cinco veces al año, pero supuso que era algo normal, algo que todo el mundo veía. Cuando tenía seis o siete años, los ataques adquirieron un nuevo aspecto: la bola de color iba seguida de un dolor de cabeza en un costado, a menudo acompañado de intolerancia a la luz y el sonido. La llevaron a un neurólogo, pero ni los electroencefalogramas ni los TAC revelaron nada, y a Jen se le diagnosticó una migraña.

Cuando tenía más o menos trece años, los ataques se hicieron más prolongados, más frecuentes y más complicados. A veces estos aterradores ataques conducían a una completa ceguera durante varios minutos, junto con una incapacidad para comprender lo que la gente decía. Cuando ella intentaba hablar, sólo le salía un galimatías. En esa fase se le diagnosticó una «migraña complicada».

Cuando tenía quince años, Jen sufrió un ataque del gran mal: tuvo la convulsión y cayó al suelo, inconsciente. Le practicaron muchos electroencefalogramas y una resonancia magnética, todas interpretadas como normales, hasta que finalmente una detallada investigación llevada a cabo por un especialista en epilepsia reveló un claro foco epiléptico en el lóbulo occipital izquierdo, y una zona de arquitectura cortical anormal en la misma área. Le administraron drogas antiepilépticas, que impidieron convulsiones posteriores, pero no la ayudaron demasiado con sus ataques puramente visuales, que se volvieron cada vez más frecuentes, repitiéndose en ocasiones varias veces al día. Dijo que estos ataques podían verse precipitados por «un sol intenso, sombras parpadeantes, o escenas de vivos colores con movimiento y luces fluorescentes». Esta extrema sensibilidad a la luz la llevó a una vida muy limitada, a una existencia prácticamente nocturna y crepuscular.

Puesto que sus ataques visuales no respondían a la medicación, se le sugirió una intervención quirúrgica, y cuando Jen tenía veinte años le extirparon el área anormal de su lóbulo occipital izquierdo. Antes de la operación, mientras localizaban la corteza occipitotemporal mediante estimulación eléctrica, Jen vio a «Campanilla» y «figuras de dibujos animados». Fue la única vez que tuvo alucinaciones visuales complejas; sus ataques visuales eran normalmente de tipo sencillo, como la bola giratoria a la derecha o, de vez en cuando, una lluvia de «bengalas» en esa zona.

El efecto inmediato de la intervención fue muy bueno. Estaba entusiasmada por poder dejar de estar recluida en casa, y volvió a dar clases de gimnasia. Descubrió que una dosis muy pequeña de medicación antiepiléptica podía controlar casi todos sus ataques visuales, aunque seguía siendo sensible al estrés, a saltarse las comidas, a no dormir lo suficiente, y a las luces fluorescentes o parpadeantes. La operación la dejó ciega en el cuadrante inferior derecho de su campo visual, y aunque se las arregla bastante bien en el mundo con ese punto ciego, evita conducir. Sus síntomas regresaron, aunque menos graves, unos años después de la operación. Dice que «la epilepsia es un importante reto en mi vida, pero he desarrollado estrategias para controlarla». Ahora trabaja en un doctorado en ingeniería biomédica (centrada en la neurociencia), y no son ajenas a esa elección las complejidades que un trastorno neurológico ha introducido en su vida.

Cuando un foco epiléptico se halla en los niveles superiores de la corteza sensorial, en los lóbulos parietales o temporales, las alucinaciones epilépticas pueden llegar a ser mucho más complejas. Valerie L., una médico de veintiocho años con mucho talento, padecía lo que se denominaban «migrañas» desde muy temprana edad: dolores de cabeza que afectaban a un costado, precedidos de centelleantes puntitos azules. Pero cuando tenía quince años, sufrió una experiencia nueva y sin precedentes. Dijo que «el día antes había participado en una carrera de quince kilómetros (…) y al día siguiente me sentía muy extraña. (…) Me había echado una siesta de seis horas después de dormir toda la noche, cosa muy extraña en mí, y luego fui al templo con mi familia: un servicio largo, estuvimos de pie mucho tiempo». Comenzó a ver aureolas alrededor de los objetos y le dijo a su hermana: «Me está pasando algo raro». Y entonces un vaso de agua que estaba mirando de repente «se multiplicó», de manera que ahora veía vasos de agua allí donde mirara, docenas, cubriendo las paredes y el techo. Eso prosiguió durante unos cinco segundos, «los cinco segundos más largos de mi vida», dijo.

Entonces perdió la conciencia. Cuando se despertó estaba en una ambulancia, y oyó que el conductor decía: «Llevo a una niña de quince años con un ataque», y con un sobresalto se dio cuenta de que la niña era ella.

Cuando tenía dieciséis años, tuvo un segundo ataque parecido, y por primera vez le administraron medicación antiepiléptica.

Un tercer ataque de gran mal ocurrió un año más tarde. Valerie vio varias formas negras en el aire («como manchas de Rorschach»), y mientras continuaba mirándolas, éstas se transformaron en caras: la cara de su madre y las caras de otros parientes. Las caras eran inmóviles, planas, bidimensionales, y «parecían negativos», de manera que las caras de piel clara se veían oscuras y viceversa. Los bordes eran temblorosos, «como si estuvieran envueltos en llamas», en los treinta segundos antes de sufrir una convulsión y perder la conciencia. Después de eso, los médicos le cambiaron la medicación antiepiléptica, y desde entonces no ha sufrido más ataques de gran mal, aunque continúa sufriendo auras visuales o ataques visuales una media de dos veces al mes, más si está estresada o ha dormido poco.

En una ocasión, cuando Valerie estaba en la universidad, se sintió débil y un tanto extraña, así que se fue a pasar la noche a casa de sus padres. Ella y su madre estaban charlando mientras Valerie estaba acostada en la cama, cuando ésta de repente «vio» e-mails que había recibido durante el día cubriendo el dormitorio. Había uno en concreto que se multiplicaba, y una de sus imágenes se superponía a la cara de su madre, aunque a través de ella podía ver la cara. La imagen del e-mail era tan clara y exacta que podía leer cada palabra. Los objetos de su dormitorio en la residencia de estudiantes aparecían allí donde miraba. Lo que se multiplicaba era un objeto concreto, ya fuera recordado o percibido, nunca una escena completa. Sus multiplicaciones y reiteraciones visuales ahora son en su mayor parte de caras conocidas, «proyectadas» sobre las paredes, el techo, y cualquier superficie disponible. Este tipo de propagación de las percepciones visuales (poliopía) fue gráficamente descrito por Macdonald Critchley, el primero en utilizar el término palinopsia (originalmente lo llamó paliopsia).

Es posible que Valerie también experimente cambios perceptivos en relación con sus ataques; de hecho, el primer indicio de un ataque consiste en que a veces su propio reflejo parece distinto, en concreto, sus ojos. En ocasiones piensa: «Ésta no soy yo» o «Es un pariente cercano». Si puede irse a dormir, a veces evita el ataque. Pero si no ha podido dormir bien, a la mañana siguiente las caras de los demás también parecen distintas, «extrañas» y distorsionadas, sobre todo en torno a los ojos, aunque no tanto como para ser irreconocibles. Entre ataque y ataque, puede que experimente el sentimiento contrario, una hiperfamiliaridad, de manera que todo el mundo le resulta familiar. Es una sensación tan abrumadora que a veces es incapaz de resistirse a saludar a un extraño, aun cuando, intelectualmente, sea capaz de decirse: «Esto no es más que una ilusión. Parece improbable que haya conocido a esta persona».

A pesar de sus auras epilépticas, Valerie lleva una vida productiva y plena, y es capaz de seguir adelante con su exigente carrera profesional. La tranquilizan tres cosas: no haber sufrido un ataque generalizado en diez años, que aquello que provoca sus ataques no es progresivo (sufrió una leve herida en la cabeza cuando tenía doce años, y probablemente tiene una pequeña cicatriz en el lóbulo temporal a causa de esa herida) y que la medicación le proporciona un control adecuado.

Tanto Jen como Valerie al principio fueron víctimas de un diagnóstico erróneo: que sufrían «migraña». Dicha confusión entre epilepsia y migraña no es infrecuente. Gowers procuró por todos los medios diferenciarlas en su libro de 1907 The Borderland of Epilepsy, y sus lúcidas descripciones sacaron a la luz algunas diferencias entre las dos enfermedades, y también alguna semejanza. Tanto la migraña como la epilepsia son paroxísticas: se presentan de pronto, siguen su curso y desaparecen. Ambas muestran un lento movimiento o «avance» de los síntomas y de la alteración eléctrica subyacente: en la migraña eso lleva quince o veinte minutos; en la epilepsia es cuestión de segundos. No es habitual que la gente que padece migraña sufra alucinaciones complejas, mientras que la epilepsia comúnmente afecta a partes superiores del cerebro; puede evocar «reminiscencias» complejas y multisensoriales, o fantasías oníricas, como las de una paciente de Gowers, que veía «Londres en ruinas y era la única espectadora de esa desolada escena».

Laura M., que estudia psicología de la universidad, al principio hizo caso omiso de esos «extraños ataques», pero al final consultó a un especialista en epilepsia, quien descubrió que «experimentaba episodios estereotípicos de déjà vu, escenas retrospectivas visuales y emocionales de un sueño o una serie de sueños, generalmente una de cinco sueños (…) que había tenido en los últimos diez años». Eso podía ocurrir varias veces al día, y quedaba agravado por la fatiga o la marihuana. Cuando comenzó a tomar medicación antiepiléptica, sus ataques disminuyeron en severidad y frecuencia, pero sufrió unos efectos secundarios cada vez más inaceptables, sobre todo una sensación de sobreestimulación seguida de un «bajón» a última hora del día. Dejó la medicación y redujo el uso de marihuana, y sus ataques se mantienen ahora a un nivel tolerable, quizá media docena al mes. Duran sólo unos pocos segundos, y aunque la sensación interna es abrumadora y a veces se queda un poco «en blanco», los demás no siempre lo notan. El único síntoma físico que experimenta durante esos ataques es el impulso de poner los ojos en blanco, que resiste si tiene compañía.

Cuando conocí a Laura, me dijo que siempre experimentaba vivos sueños de colores intensos que podía recordar fácilmente, y caracterizó la mayoría de ellos como «geográficos», en los que veía complejos paisajes. Opinaba que las alucinaciones visuales o las visiones retrospectivas que sufría durante los ataques se inspiraban en los paisajes de esos sueños.

Uno de esos paisajes oníricos era Chicago, donde había vivido de adolescente. Casi todos sus ataques la transportaban a ese Chicago soñado: incluso ha trazado mapas, que contienen lugares reales, pero en los que la topografía está extrañamente transformada. Otros paisajes oníricos se centran en torno a la colina de otra ciudad, donde está situada su universidad. «Durante unos segundos», me contó, «me transporto a un sueño que he tenido, al mundo de ese sueño, que está en un lugar y un tiempo distintos. Los lugares me resultan “familiares”, pero en realidad no existen».

Otro paisaje onírico a menudo experimentado en los ataques es la versión transformada de una población italiana situada sobre una colina en la que vivió una temporada. Es otra experiencia aterradora: «Estoy con mi hermana en una especie de playa. Nos bombardean. Y la pierdo. (…) Muere mucha gente». Dice que en ocasiones sus paisajes oníricos se mezclan, y que una colina acaba convirtiéndose en una playa. Siempre hay poderosos componentes emocionales —por lo general miedo o entusiasmo—, y estas emociones son capaces de dominarla durante unos quince minutos después del ataque.

Laura siente mucha aprensión hacia estos extraños episodios. Sobre uno de sus mapas escribió: «Todo esto me da miedo de verdad. Por favor, ayúdenme como sea. ¡Gracias!». Dice que daría un millón de dólares por librarse de sus ataques, pero también cree que son un portal a otra forma de conciencia, a otra época y otro lugar, a otro mundo, aunque ese portal no esté bajo su control.

En su libro de 1881 Epilepsy, Gowers proporcionó muchos ejemplos de ataques sensoriales simples, y observó que las advertencias auditivas de un ataque eran tan corrientes como las visuales. Algunos pacientes mencionaban haber oído «el sonido de un tambor», «siseos», «pitidos», «susurros», y a veces alucinaciones auditivas más complejas, como música. (La música también puede ser una alucinación en los ataques, pero la música real también puede provocarlos. En Musicofilia describí diversos ejemplos de dicha epilepsia musicogénica.)[42]

Pueden darse también movimientos de masticar y de chasquear los labios en un ataque complejo parcial, esporádicamente acompañado de sabores alucinatorios[43]. Las alucinaciones olfativas, ya sean sólo como una obra aislada o como parte de un ataque complejo, pueden ocurrir de diversas formas, tal como David Daly describió en un artículo de 1958. Muchos de estos olores alucinatorios parecen inidentificables o indescriptibles (sólo se los puede calificar de «agradables» o «desagradables»), aun cuando un paciente perciba el mismo olor en cada ataque. Uno de los pacientes de Daly dijo que su olor alucinatorio «se parecía un poco al olor de la carne frita»; otro afirmó que era «como pasar junto a una perfumería». Una mujer experimentaba un olor a melocotón tan vivo, tan real, que estaba segura de que tenía que haber melocotones en la habitación[44]. Otra paciente tenía una «reminiscencia» asociada a los olores alucinatorios, de manera que «parecía evocar olores de la cocina de su madre de cuando era niña».

En 1956, Robert Efron, médico naval, proporcionó una descripción extraordinariamente detallada de su paciente Thelma B., una cantante profesional de mediana edad. La señora B. experimentaba síntomas olfativos en sus ataques, y también proporcionó una impresionante descripción de lo que Hughlings Jackson denominaba doble conciencia:

Puedo encontrarme perfectamente bien en todos los aspectos, y de repente me siento transportada a otra parte. Tengo la impresión de estar en dos lugares y en ninguno al mismo tiempo: me siento lejana. Soy capaz de leer, escribir, hablar, e incluso cantar la letra de una canción. Sé exactamente lo que ocurre, pero de alguna manera es como si no estuviera en mi propia piel. (…) Cuando ocurre esta sensación, sé que voy a sufrir una convulsión. Intento impedir que ocurra. Haga lo que haga, siempre llega. Todo sucede con la puntualidad de un tren. En esta parte de mi ataque me siento muy activa. Si estoy en casa, hago la cama, quito el polvo, barro o lavo los platos. Mi hermana dice que lo hago todo a una velocidad de vértigo: corro como un pollo al que le han cortado la cabeza. Pero yo lo noto todo a cámara lenta. Me interesa mucho saber la hora: siempre miró el reloj y le pregunto a todo el mundo qué hora es cada pocos minutos. Por eso sé exactamente cuánto dura esta parte del ataque. Puede abarcar apenas diez minutos o prolongarse casi todo el día; entonces es un auténtico infierno. Por lo general dura unos veinte o treinta minutos. Todo este tiempo me siento lejana. Es como si estuviera fuera de una habitación y mirara por la cerradura, o como si fuera Dios mirando el mundo desde arriba pero sin formar parte de él.

Más o menos a la mitad de su ataque, explicó la señora B., le venía una «extraña idea», en la que aparecía el presagio de un olor:

Espero oler algo en cualquier momento, pero todavía no. (…) La primera vez que me ocurrió, estaba en el campo y me sentí extraña. Me encontraba en un prado recogiendo nomeolvides. Recuerdo muy bien que no dejaba de oler esas flores aun cuando supiera que no huelen a nada. Durante media hora estuve oliscándolas porque estaba segura de que comenzarían a oler pronto (…) aun cuando en ese momento sabía perfectamente que las nomeolvides no tienen olor (…). Lo sé y no lo sé al mismo tiempo.

En esta segunda fase de su aura epiléptica, la señora B. seguía sintiéndose más y más «lejana», hasta que sabía que la convulsión estaba cerca. Se echaba en el suelo, lejos de los muebles, para evitar hacerse daño durante la convulsión. Entonces, decía:

Justo en el momento en que parezco lo más lejana posible, de repente me llega un olor que es como una explosión o un choque. No va de menos a más. Aparece de repente. Al mismo tiempo que surge el olor, estoy de vuelta en el mundo real, ya no me siento lejana. El olor es de un dulzón desagradable, el olor penetrante de un perfume muy barato. (…) Todo parece muy silencioso. No sé si puedo oír. Estoy sola con el olor.

El olor duraba unos segundos y desaparecía, aunque el silencio proseguía durante cinco o diez segundos más, hasta que oía una voz a su derecha que pronunciaba su nombre. Dijo la señora B.:

No es como oír una voz en un sueño. Es una voz real. Cada vez que la oigo, muerdo el anzuelo. No es una voz de hombre ni de mujer. No la reconozco. Hay una cosa que sí sé, y es que, si me vuelvo hacia la voz, sufro una convulsión.

Intentaba con todas sus fuerzas no volverse hacia la voz, pero era irresistible. Finalmente perdía la conciencia y tenía una convulsión.

Gowers tenía un ataque «favorito», al que regresaba muchas veces en sus escritos, pues esa paciente, al igual que Thelma B., tenía un aura epiléptica en la que se daban muchos tipos distintos de alucinaciones, desplegándose en un «avance» o progresión estereotipada de síntomas. Eso le demostraba a Gowers que una excitación epiléptica podía moverse por el cerebro, estimulando primero una parte, luego otra, y suscitando las alucinaciones correspondientes. La primera vez que describió a este paciente fue en su libro de 1881 Epilepsy:

El paciente era un hombre inteligente de veintiséis años, y todos sus ataques comenzaban de la misma manera. Primero había una sensación [bajo las costillas, en el costado izquierdo] «parecida al dolor de un calambre»; luego la sensación proseguía, y una especie de bulto parecía subir por el costado izquierdo del pecho, acompañado de unos «golpes sordos», y cuando llegaba a la parte superior del pecho los golpes eran «más fuertes», y los oía al tiempo que los sentía. La sensación ascendía hasta el oído izquierdo, y entonces se parecía al «siseo de una locomotora», que parecía «funcionar sobre su cabeza». Entonces, de manera repentina e invariable, veía ante él a una anciana con un vestido marrón, que le ofrecía algo que olía igual que las habas toncas. La anciana desaparecía y ante él surgían dos grandes luces: unas luces redondas, una al lado de la otra, que se acercaban y acercaban con un movimiento espasmódico. Cuando las luces aparecían el siseo cesaba, y experimentaba como un ahogo en la garganta, y perdía la conciencia en el ataque, el cual, a partir de la descripción, era sin duda epiléptico.

Para casi todo el mundo, los ataques focales siempre consisten en los mismos síntomas repetidos con escasa o ninguna variación, pero otros pueden poseer un gran repertorio de auras. La novelista Amy Tan, cuya epilepsia podría haber sido causada por la enfermedad de Lyme, me describió sus alucinaciones.

«Cuando me di cuenta de que las alucinaciones eran ataques», me dijo, «las encontré fascinantes en cuanto que anomalías cerebrales. Intenté observar los detalles que se repetían». Y al ser escritora, les puso nombre a las alucinaciones que se repetían. La más frecuente es una que denomina «El cuentarrevoluciones iluminado giratorio». Lo describe de la siguiente manera:

lo que se podría ver de noche en el salpicadero de tu coche (…) sólo que los números comienzan a girar cada vez más deprisa, como un surtidor que te va señalando el coste de la gasolina. Al cabo de unos veinte segundos, los números comienzan a desintegrarse y el cuentarrevoluciones se hace pedazos y desaparece poco a poco. Como ocurre tan a menudo (…) juego a ver si soy capaz de identificar los números a medida que caen, o ver si puedo controlar la velocidad del cuentarrevoluciones o hacer que la alucinación dure más. Imposible.

Ninguna de sus otras alucinaciones se movía. Durante una época a menudo veía

la figura de una mujer enfundada en un largo vestido blanco victoriano, en el primer plano de una escena con otras personas al fondo. Parecía una descolorida fotografía victoriana, o una versión en blanco y negro de esos cuadros de Renoir en los que se ve gente en el parque. (…) La figura no me miraba, no se movía. (…) No la confundía con una escena viva ni con personas reales. La imagen no tenía la menor relación con mi vida. No experimentaba ninguna emoción asociada con la imagen.

A veces experimenta desagradables alucinaciones de olores o de sensaciones físicas. Dice que «el suelo tiembla bajo mis pies, por ejemplo», y añade: «Tengo que preguntar a los demás si hay un terremoto».

A menudo ha experimentado algún déjà vu, pero sus esporádicos jamais vu son mucho más inquietantes:

La primera vez que ocurrió, recuerdo que miraba un edificio junto al que había pasado centenares de veces y pensaba que nunca me había fijado en que era de ese color o tenía esa forma, etc. Y a continuación miraba cuanto me rodeaba, y nada me resultaba familiar. Me sentía tan desorientada que no podía avanzar ni un paso. Del mismo modo, a veces tampoco reconocía mi casa, aunque supiera que estaba en ella. Había aprendido a ser paciente y esperar a que pasara después de veinte o treinta segundos.

Amy observa que sus ataques ocurren con más frecuencia en el proceso de despertarse o dormirse. A menudo veo «alienígenas de película» colgando del techo. Parece «el torpe intento de crear una criatura alienígena para una película (…) como una araña cuya cabeza es un casco parecido al de Darth Vader».

Recalca que las imágenes no tienen para ella ninguna relevancia personal, ni nada que ver con lo que le ha ocurrido ese día, y no llevan aparejada ninguna asociación especial ni importancia emocional. «No es algo que se me quede grabado ni en lo que me ponga a pensar», observa. «Se parece más a los desechos de esas partes de los sueños que no significan nada, como imágenes azarosas que centellean de manera arbitraria delante de mí».

Stephen L., un hombre afable y extrovertido, me consultó por primera vez en el verano de 2007. Me trajo su «neurohistoria», tal como él la denominaba —diecisiete páginas a espacio sencillo—, añadiendo que era «un poco grafómano». Dijo que sus problemas comenzaron después de un accidente sufrido treinta años atrás, cuando su coche fue embestido de lado por otro y se golpeó la cabeza contra el parabrisas. Sufrió una fuerte conmoción cerebral, pero al cabo de unos días pareció recuperarse del todo. Dos meses después, comenzó a sufrir breves ataques de déjà vu: de repente tenía la sensación de que todo lo que experimentaba, hacía, pensaba o sentía, ya lo había experimentado, hecho, pensado o sentido antes. Al principio esas breves sensaciones de familiaridad le intrigaron, y las encontró agradables («como una brisa recorriéndome la cara»), pero al cabo de unas semanas se le repetían treinta o cuarenta veces al día. En una ocasión, para demostrar que la sensación de familiaridad era una ilusión, dio una patada en el suelo y levantó una pierna al aire, en una especie de baile escocés delante del espejo del cuarto de baño. Sabía que nunca había hecho algo así, pero tenía la sensación de que estaba repitiendo algo que había hecho muchas veces.

Sus ataques no sólo se hicieron más frecuentes, sino más complejos, y el déjà vu ya era sólo el comienzo de una «cascada» (tal como lo expresó) de experiencias, las cuales, en cuanto comenzaban, seguían avanzando de manera irresistible. Los déjà vu iban seguidos de un agudo dolor gélido o ardiente en el pecho, y luego por una alteración del oído: los sonidos se volvían más fuertes, más resonantes, y parecían reverberar a su alrededor. Podía oír una canción tan claramente como si la cantaran en la habitación de al lado, y lo que oía era siempre una interpretación concreta de la canción: por ejemplo, una canción determinada de Neil Young («After the Gold Rush») exactamente como la oyó durante un concierto en su facultad el año anterior. A continuación también podía experimentar «un suave olor acre», y un sabor «que se correspondía con el olor».

En una ocasión Stephen soñó que sufría una de sus cascadas de aura y se despertó para descubrir que de hecho estaba en mitad de una. Pero a la cascada habitual se unía esta vez una extraña experiencia extracorporal, en la que parecía estar mirando su cuerpo tendido en la cama a través de una elevada ventana abierta. Esta experiencia extracorporal parecía real… y muy aterradora. Aterradora, en parte, porque le sugeriría que esos ataques afectaban a una parte cada vez mayor de su cerebro, y que las cosas se estaban descontrolando.

Sin embargo, no habló con nadie de esos ataques hasta la Navidad de 1976, cuando experimentó una convulsión, un ataque de gran mal; en aquel momento estaba en la cama con una chica, y ella se lo describió. Stephen consultó a un neurólogo, que le confirmó que padecía epilepsia de lóbulo temporal, probablemente causada por la herida en el lóbulo temporal derecho sufrida en el accidente de coche. Le suministraron antiepilépticos —primero uno, luego otros—, pero siguió padeciendo ataques del lóbulo temporal casi a diario, y dos o más ataques de gran mal al mes. Finalmente, después de trece años de probar diferentes medicamentos antiepilépticos, Stephen consultó a otro neurólogo para que lo evaluara y considerara la posibilidad de una intervención.

En 1990, Stephen fue sometido a una operación y le extirparon un foco epiléptico en el lóbulo temporal derecho, y tras la operación se sintió tan bien que decidió dejar la medicación por su cuenta. Pero entonces, por desgracia, tuvo otro accidente de coche, tras el cual regresaron sus ataques. Éstos no respondían a la medicación, y en 1997 lo sometieron a una intervención cerebral más amplia. Sin embargo, sigue necesitando la medicación antiepiléptica y teniendo varios síntomas de ataque.

Stephen opina que se ha dado una «metamorfosis» de su personalidad desde el comienzo de sus ataques, y que se ha vuelto «más espiritual, más creativo, más artístico»; y sobre todo se pregunta si «el lado derecho» de su cerebro (tal como lo expresa) se ve estimulado y le está dominando. En concreto, la música ha adquirido para él una importancia cada vez mayor. Cuando iba a la universidad empezó a tocar la armónica, y ahora, en la cincuentena, la toca «obsesivamente» durante horas. A menudo también escribe o dibuja durante horas. Le parece que su personalidad se ha vuelto un tanto «extrema»: o está hiperconcentrado o completamente distraído. También tiene tendencia a repentinos ataques de cólera: en una ocasión en que un coche le cortó el paso, agredió físicamente al infractor: primero arrojó una lata al coche y a continuación golpeó al conductor. (En retrospectiva, se pregunta si eso obedeció parcialmente a un ataque). A pesar de sus problemas, Stephen L. es capaz de seguir trabajando en la investigación médica, y sigue siendo una persona simpática, sensible y creativa.

Gowers y sus contemporáneos no podían hacer gran cosa por los pacientes que sufrían ataques complejos o focales, aparte de recetarles drogas sedantes como bromuro. Muchos pacientes con epilepsia, sobre todo con epilepsia del lóbulo temporal, se consideraban «médicamente intratables» hasta la introducción de la primera droga específicamente antiepiléptica, en la década de 1930, y aun así no se podía ayudar a los pacientes más graves. Pero en la década de 1930 también surgió un tratamiento más radical y quirúrgico, emprendido por Wilder Penfield, un joven y brillante neurocirujano estadounidense que trabajaba en Montreal, y su colega Herbert Jasper. A fin de eliminar el foco epiléptico de la corteza cerebral, Penfield y Jasper primero tenían que encontrarlo estableciendo la posición del lóbulo temporal del paciente, lo que exigía que éste estuviera plenamente consciente. (La anestesia local se utiliza cuando se abre el cráneo, pero el cerebro, en sí mismo, es insensible al tacto y el dolor). A lo largo de un período de veinte años, el «procedimiento Montreal» se llevó a cabo en más de quinientos pacientes con epilepsia del lóbulo temporal. Estas personas sufrían ataques muy diversos, pero unas cuarenta más o menos experimentaban lo que Penfield denominó «ataques experienciales», en los que, al parecer, un recuerdo fijo y vivido del pasado de repente irrumpía en la mente con una fuerza alucinatoria, provocando un desdoblamiento de la conciencia: el paciente experimentaba por igual que se hallaba en el quirófano de Montreal y, pongamos, montando a caballo en un bosque. Al recorrer con sus electrodos de manera sistemática la superficie de la corteza temporal expuesta, Penfield fue capaz de encontrar, en cada paciente, puntos corticales concretos en los que la estimulación provocaba un recuerdo repentino involuntario: un ataque experiencial[45]. Eliminar estos puntos podía prevenir ataques posteriores sin afectar a la memoria.

Penfield describió muchos ejemplos de ataques experienciales:

Durante la operación generalmente queda bastante claro que la respuesta experiencial es una reproducción al azar de algo que componía el flujo de conciencia durante algún intervalo de la vida interior del paciente. (…) Puede haber sido un momento en el que escuchaba música, un momento en el que miraba la puerta de una sala de baile, mientras imaginaba a unos ladrones en acción que había visto en una tira cómica (…) mientras se encontraba en la sala de partos al nacer, cuando estaba asustado por un hombre que lo amenazaba, mientras veía entrar gente en una habitación con nieve en la ropa. (…) También podía ser un momento en el que estaba de pie en la esquina de Jacob y Washington, South Bend, Indiana.

Se ha puesto en entredicho la idea de Penfield de que los recuerdos o las experiencias reales se puedan reactivar. Ahora sabemos que los recuerdos no están fijos ni congelados, como los tarros de conservas en la alacena que menciona Proust, sino que se transforman, se disgregan, se reensamblan y se recategorizan con cada acto de recordar[46].

Y sin embargo parece ser que algunos recuerdos permanecen vívidos, minuciosamente detallados y relativamente fijos a lo largo de toda la vida. Es algo que ocurre sobre todo con los recuerdos traumáticos o con los recuerdos que contienen una intensa carga y relevancia emocional. Sin embargo, Penfield se esforzó por dejar bien claro que las escenas retrospectivas epilépticas parecen carecer de dichas cualidades especiales[47]. «Sería muy difícil imaginar», escribió, «que algunos de los triviales incidentes y canciones que se recuerdan durante la estimulación o la descarga eléctrica pudieran poseer una relevancia emocional para el paciente, aun cuando uno sea perfectamente consciente de esta posibilidad». Consideraba que las escenas retrospectivas consistían en segmentos «azarosos» de experiencia, fortuitamente asociados a un foco de ataque.

Curiosamente, aunque Penfield describió alucinaciones experienciales variadas, no hizo ninguna referencia a lo que ahora denominamos ataques «extáticos»: ataques que producen sensaciones de éxtasis o dicha trascendente, como los que describía Dostoievski. Los ataques de Dostoievski comenzaron cuando era niño, pero se volvieron frecuentes después de cumplir los cuarenta, tras su regreso del exilio en Siberia. En sus esporádicos ataques de gran mal, a menudo emitía (tal como escribió su mujer) «un grito aterrador, que no tenía nada de humano», y a continuación caía al suelo inconsciente. Muchos de estos ataques iban precedidos de una excepcional aura mística o extática, aunque a veces sólo aparecía el aura, sin convulsiones posteriores ni pérdida de conciencia. El primero tuvo lugar el Sábado de Gloria, tal como su amiga Sofía Kovalévskaia escribió en sus Recuerdos de infancia (Alajouanine lo cita en su artículo sobre la epilepsia de Dostoievski). El escritor ruso estaba hablando de religión con dos amigos cuando una campana comenzó a dar la medianoche. De repente exclamó: «¡Dios existe, existe!». Posteriormente relató en detalle la experiencia:

Un gran ruido llenaba el aire, e intenté moverme. Tuve la sensación de que el cielo caía sobre la tierra y me engullía. Toqué realmente a Dios. Él entró en mí, sí, Dios existe, grité, y no recuerdo nada más. Todos vosotros, dijo, personas sanas, no podéis imaginar la felicidad que sentimos los epilépticos durante los segundos anteriores al ataque. (…) No sé si esta felicidad dura segundos, horas o meses, pero, creedme, no la cambiaría por todas las alegrías que pueda traerme la vida.

En otras ocasiones ofreció una descripción parecida, y en sus novelas varios de sus personajes sufren ataques parecidos al suyo, y a veces idénticos. Uno de ellos lo sufre el príncipe Mishkin en El idiota:

La sensación de vida, de conciencia de sí mismo, casi se duplicaba en aquellos instantes, que duraban lo que un relámpago. La mente y el corazón se iluminaban con una luz insólita; todas las excitaciones, todas las dudas, todas las inquietudes se apaciguaban repentinamente, se resolvían en una calma superior llena de armonía, dicha y clara esperanza, llena de comprensión y sentido por la causa final. [Traducción de Augusto Vidal.]

Hay descripciones de ataques extáticos en Los demonios, Los hermanos Karamázov y Humillados y ofendidos, mientras que en El doble aparecen descripciones de «pensamiento forzado» y «estados oníricos» casi idénticos a los que Hughlings Jackson describía casi por la misma época en sus magníficos artículos neurológicos.

Además de sus auras extáticas —que siempre le parecen a Dostoievski revelaciones de la verdad definitiva, un conocimiento directo y válido de Dios—, su personalidad sufrió cambios extraordinarios y progresivos a lo largo de los últimos años de su vida, su época de mayor creatividad. Théophile Alajouanine, el neurólogo francés, observó que esos cambios eran evidentes cuando uno comparaba las primeras obras de Dostoievski, más realistas, con las grandes novelas místicas que escribió en la época final de su vida. Alajouanine sugirió que «la epilepsia había creado un “doble” en la persona de Dostoievski (…) un racionalista y un místico; y cada uno de ellos dominaba según el momento (…) hasta que el místico parecía prevalecer cada vez más».

Fue ese cambio, que al parecer se iba desarrollando en Dostoievski entre ataque y ataque («interictalmente», en la jerga neurológica), lo que fascinó especialmente al neurólogo estadounidense Norman Geschwind, que escribió diversos artículos sobre el tema en las décadas de 1970 y 1980. Observó la preocupación cada vez más obsesiva de Dostoievski por la moralidad y el buen comportamiento, su creciente tendencia a «dejarse enredar en discusiones nimias», su falta de humor, su relativa indiferencia hacia la sexualidad, y, a pesar de su elevado tono moral y su seriedad, «una disposición a enfadarse a la menor provocación». Geschwind se refirió a todo ello como un «síndrome de personalidad interictal» (ahora se denomina «síndrome de Geschwind»). Los pacientes a menudo desarrollan una intensa preocupación por la religión (Geschwind lo llamaba «hiperreligiosidad»). A veces también desarrollan, como en el caso de Stephen L., una tendencia compulsiva a la escritura, un interés insólitamente intenso por lo artístico o por la música.

Se desarrolle o no un síndrome de personalidad interictal —y no parece ser algo universal o inevitable en los casos de epilepsia del lóbulo temporal—, no hay duda de que aquellos que padecen ataques extáticos pueden verse profundamente conmovidos por ellos, incluso buscar de manera activa sufrir más ataques. En 2003, Hansen Asheim y Eylert Brodtkorb publicaron en Noruega un estudio de once pacientes con ataques extáticos; ocho de ellos deseaban volver a experimentar los ataques, y de éstos, cinco encontraron la manera de inducirlos. Más que ningún otro tipo de ataque, los ataques extáticos pueden percibirse como epifanías o revelaciones de una realidad más profunda.

Orrin Devinsky, un antiguo alumno de Geschwind, ha sido pionero en la investigación de la epilepsia del lóbulo temporal y de la gran variedad de experiencias neuropsiquiátricas que lleva aparejadas: autoscopia, experiencias extracorporales, déjà vu y jamais vu, hiperfamiliaridad, estados extáticos durante los ataques, así como cambios de personalidad entre ataque y ataque. Él y sus colegas han sido capaces de hacer un seguimiento de los electroencefalogramas, en la clínica y en vídeo, de pacientes que han sufrido ataques extático-religiosos, y observar así la precisa coincidencia de sus teofanías con la actividad de ataque en los focos de ataque del lóbulo temporal (casi siempre en el lado derecho)[48].

Dichas revelaciones pueden adquirir formas distintas; Devinsky me ha hablado de una mujer que, tras sufrir una herida en la cabeza, comenzó a experimentar breves episodios de déjà vu y un olor extraño e indescriptible. Tras una serie de ataques parciales y complejos, entró en un estado extático en el que Dios, con la forma y la voz de un ángel, le dijo que se presentara a las elecciones para el Congreso. Aunque ella nunca se había interesado por la religión y la política, enseguida obedeció las palabras de Dios[49].

De vez en cuando, las alucinaciones extáticas pueden ser peligrosas, aunque sean casos muy raros. Devinsky y su colega George Lai describieron que uno de sus pacientes tuvo una visión relacionada con un ataque en la que «vio a Cristo y oyó una voz que le ordenaba matar a su mujer y luego a sí mismo. Actuó obedeciendo a las alucinaciones», y mató a su mujer y a continuación se apuñaló. Este paciente dejó de tener ataques después de que le extirparan el foco de ataque en el lóbulo temporal derecho.

Dichas alucinaciones epilépticas se parecen de manera considerable a las alucinaciones de órdenes de las psicosis, aun cuando el paciente epiléptico carezca de historial psiquiátrico. Hay que ser una persona fuerte (y escéptica) para resistir tales alucinaciones y negarles crédito y obediencia, sobre todo si poseen una cualidad reveladora o epifánica y parecen apuntar a un destino especial y quizá elevado.

Tal como observó William James, una condición religiosa aguda y apasionada en una sola persona puede movilizar a miles. La vida de Juana de Arco es un ejemplo. Durante seiscientos años la gente se ha quedado perpleja ante cómo fue posible que la hija de un granjero sin ninguna educación pudiera llegar a convencerse de que tenía una misión y consiguiera que miles de personas la ayudaran a intentar expulsar a los ingleses de Francia. La primera hipótesis de inspiración divina (o diabólica) ha dado paso a otras explicaciones médicas, con diagnósticos psiquiátricos compitiendo con los neurológicos. Tenemos muchos testimonios, desde la transcripción de su juicio (y su «rehabilitación» veinticinco años más tarde) hasta los recuerdos de sus contemporáneos. No se puede esperar ninguna conclusión definitiva, pero sugieren, al menos, que Juana de Arco pudo haber padecido epilepsia de lóbulo temporal con auras extáticas.

Juana experimentaba visiones y voces desde la edad de trece años. Surgían en episodios separados que duraban, como mucho, segundos o minutos. La primera aparición la asustó mucho, pero después sus visiones le producían una gran dicha, y la llevaron a creer que tenía una misión. Los episodios a menudo se precipitaban cuando oía campanas de iglesia. Juana describió la primera «aparición» que tuvo:

Tenía trece años cuando oí una Voz de Dios que me ofrecía ayuda y guía. La primera vez que oí esa Voz me asusté mucho; fue un mediodía de verano, en el jardín de mi padre. (…) Oí la Voz a mi derecha, en dirección a la iglesia; rara vez la oigo sin que vaya acompañada también de una luz. La luz procede del mismo lado que la Voz. Generalmente es una luz intensa. (…) Cuando la oí por tercera vez, reconocí que se trataba de la Voz de un Ángel. Esa voz siempre me ha protegido, y yo siempre la he comprendido; me ordenó que fuera buena y asistir a menudo a la iglesia; me dijo que era necesario que luchara por Francia (…) me lo decía dos o tres veces por semana: «Debes luchar por Francia». (…) Me dijo: «Ve, levanta el sitio de la Ciudad de Orleans. ¡Ve!» (…) y yo contesté que no era más que una pobre niña, que no sabía ni montar ni pelear. (…) No pasa un día que no oiga esta Voz; y la necesito muchísimo.

Muchos otros aspectos de los supuestos ataques de Juana, así como los testimonios de su lucidez, sensatez y modestia, fueron estudiados en un artículo de 1991 por las neurólogas Elizabeth Foote-Smith y Lydia Bayne. Aunque presentan un caso muy verosímil, otros neurólogos disienten, y parece improbable que la cuestión se resuelva de manera definitiva. Las pruebas son débiles, como ocurre en casi todos los casos históricos.

Los ataques extáticos, religiosos o místicos ocurren sólo en un pequeño número de pacientes de epilepsia del lóbulo temporal. ¿Se debe a que hay algo especial en estas personas: una disposición preexistente hacia la religión o hacia las creencias metafísicas? ¿O a que los ataques estimulan zonas específicas del cerebro donde residen los sentimientos religiosos[50]? Naturalmente, podría ser cualquiera de las dos cosas. Y sin embargo personas muy escépticas, indiferentes a la religión, y nada propensas a las creencias religiosas, también pueden —para su propia sorpresa— tener una experiencia religiosa durante un ataque.

En un artículo de 1970, Kenneth Dewhurst y A. W. Beard aportaban diversos ejemplos. Uno se refería a un cobrador de autobús que padeció un ataque extático mientras cobraba los billetes.

De repente le invadió un sentimiento de dicha. Se sintió literalmente en el cielo. Cobró las tarifas de manera correcta, y al mismo tiempo les comunicó a los pasajeros lo contento que estaba en el cielo. (…) Siguió en ese estado de exaltación, oyendo voces divinas y angélicas, durante dos días. Posteriormente consiguió recordar esas experiencias y siguió creyendo en su validez. (…) Durante los dos años siguientes no hubo ningún cambio en su personalidad; no expresó ninguna idea extraña, pero siguió siendo religioso. (…) Tres años más tarde, tras sufrir tres ataques en tres días consecutivos, volvió a sentirse eufórico. Dijo que su mente se había «iluminado». (…) Durante este episodio perdió la fe.

Ya no creía en el cielo ni en el infierno, ni en la otra vida, ni en la divinidad de Cristo. Esta segunda conversión (al ateísmo) arrastraba el mismo entusiasmo y cualidad reveladora que la conversión religiosa original. (En una conferencia de 1974 posteriormente publicada en 2009, Geschwind observó que los pacientes con epilepsia del lóbulo temporal podían experimentar múltiples conversiones religiosas, y describió a uno de sus propios pacientes como «una muchacha de veintipocos años que ahora va por su quinta religión»).

Los ataques extáticos sacuden los cimientos de nuestra fe, nuestra imagen del mundo, aunque anteriormente uno haya sido totalmente indiferente a cualquier pensamiento acerca de la trascendencia o lo sobrenatural. Y la universalidad de los fervorosos sentimientos místicos y religiosos —esa idea de lo sagrado— en todas las culturas sugiere que podrían tener una base biológica; al igual que la percepción estética, podrían formar parte de nuestro patrimonio humano. Hablar de base biológica y precursores biológicos de la emoción religiosa —e incluso, como sugieren los ataques extáticos, de una base nerviosa muy específica, en los lóbulos temporales y sus conexiones— no es más que hablar de causas naturales. No nos dice nada del valor, el sentido o la «función» de esas emociones, ni de las narraciones y creencias que podamos construir sobre esa base.