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Sofía estaba en el estudio de Ezio, encendiendo el fuego, cuando oyó que el carruaje se detenía enfrente de la casa. Alarmada, enseguida se puso de pie. Al cabo de un instante, Ezio entró de sopetón, seguido de Shao Jun. Corrió hacia la ventana y cerró los postigos, echando el pestillo. Entonces se volvió hacia su esposa.
—Haz unas cuantas maletas. Están enganchando caballos nuevos al coche. Algunos de nuestros hombres irán contigo.
—¡¿Qué…?!
—Deberás quedarte con Maquiavelo esta noche.
—¿Qué ha pasado?
—Un malentendido.
Sofía apartó la vista de su marido para centrarla en Jun, que bajó los ojos, avergonzada por haber traído sus problemas hasta su puerta.
—Dame un momento —dijo.
Poco después, ella y los niños se subieron al carruaje. Ezio se quedó en la puerta. Se miraron. Ambos querían decir algo, pero no les salieron las palabras. Ezio retrocedió y le hizo una señal al cochero con la cabeza. Le dio a las riendas y los caballos avanzaron hacia la penumbra en aumento.
Cuando ganaron velocidad, Sofía se asomó por la ventana y le lanzó un beso. Él levantó el brazo para despedirse y, sin esperar a ver cómo desaparecían, volvió a la villa y cerró la puerta.