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Tras asegurarse de que Yusuf y los Asesinos de Constantinopla estuvieran totalmente preparados para seguir de cerca todos los movimientos de los jenízaros fuera de servicio en el Gran Bazar, Ezio, acompañado de Azize, se dirigió a los muelles del sur de la ciudad para recoger los materiales que necesitaba para hacer las bombas de la lista que le había escrito Piri Reis.

Había completado sus compras y las envió con Azize al cuartel general de los Asesinos en la ciudad, cuando advirtió la presencia de Sofía entre la multitud que atestaba los muelles. Se estaba dirigiendo a un hombre que parecía italiano, un hombre tan viejo como él. Al acercarse, no solo vio que parecía más que un poco desconcertada, sino que reconoció con quién estaba hablando. A Ezio le hizo gracia, pero también le sorprendió bastante. La inesperada aparición de aquel hombre le evocó muchos recuerdos y emociones contradictorias.

Sin revelar su presencia, Ezio se acercó aún más.

Era Duccio Dovizi. Hacía décadas, Ezio había estado a punto de romperle el brazo derecho, puesto que Duccio le había puesto los cuernos a Claudia cuando estaban prometidos. Ezio advirtió que el brazo seguía teniendo algún problema. Duccio había envejecido mal y se le veía demacrado. Pero sin duda aquello no había perjudicado su estilo. Era evidente que estaba colado por Sofía y no hacía más que intentar llamar su atención.

Mia cara —le estaba diciendo—, el Destino nos ha unido. Dos italianos solos y perdidos en Oriente. ¿No sientes el magnetismo?

Sofía, harta y enfadada, respondió:

—Siento muchas cosas, Messer; náuseas, sobre todo.

Con una sensación de déjà vu, Ezio pensó que había llegado el momento de tomar cartas en el asunto.

—¿Te está molestando este hombre, Sofía? —preguntó al aproximarse.

Duccio, que echaba humo ante aquella interrupción, se volvió hacia el recién llegado.

—Perdonadme, Messer, pero la señora y yo estábamos… —Se calló al reconocer a Ezio—. ¡Ah! ¡Il diavolo en persona! —La mano izquierda fue involuntariamente hacia el brazo derecho—. ¡No te me acerques!

—Duccio, un placer volver a verte.

Duccio no respondió, sino que se apartó dando un traspié al tropezar con los adoquines.

—¡Corre, buona donna! —gritó—. ¡Corre y sálvate!

Lo vieron desaparecer por el embarcadero. Hubo una pausa embarazosa.

—¿Quién era ese?

—Un perro —le dijo Ezio—. Estuvo prometido con mi hermana hace muchos años.

—¿Y qué sucedió?

—Su cazzo estaba comprometido con otras seis.

—Te expresas con mucha franqueza.

Sofía parecía ligeramente sorprendida por que Ezio hubiera usado la palabra «polla», pero no ofendida.

—Perdóname. —Hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Qué haces en los muelles?

—Salí de la tienda para venir a recoger un paquete, pero la gente de aduanas me dice que los papeles no están en regla. Así que estoy esperando.

Ezio echó un vistazo al puerto, que estaba bien vigilado, para tener una idea de su distribución.

—Es un fastidio —continuó Sofía—. Es posible que pierda todo el día aquí.

—Déjame ver qué puedo hacer —dijo—. Conozco un par de maneras de suavizar las normas.

—¿Ah, sí? Debo decir que admiro tus bravuconadas.

—Déjamelo a mí. Nos veremos en la parte trasera de la librería.

—Muy bien. —Rebuscó en su bolso—. Aquí tienes los documentos. El paquete es bastante valioso. Por favor, ten cuidado. Si es que consigues que te lo den.

—Lo haré.

—Pues gracias.

Le sonrió y regresó a la ciudad.

Ezio observó cómo se marchaba durante un rato y después se dirigió al gran edificio de madera donde estaban las aduanas. En el interior, había un largo mostrador y, detrás, unas estanterías con un gran número de paquetes. Cerca de la parte frontal de uno de los estantes inferiores más próximos al mostrador vio un tubo de madera para mapas con una etiqueta que ponía: SOFÍA SARTOR.

Perfetto —se dijo a sí mismo.

—¿Puedo ayudaros? —dijo un funcionario corpulento, que se acercó a él.

—Sí, por favor. He venido a recoger ese paquete de ahí.

Lo señaló y el funcionario miró en aquella dirección.

—Bueno, ¡me temo que es imposible! Todos esos paquetes se han incautado por estar pendientes del despacho de aduanas.

—¿Y cuánto tiempo tardará?

—No sé qué deciros.

—¿Horas?

El funcionario frunció los labios.

—¿Días?

—Depende. Aunque, claro, por una cantidad… podría arreglarse algo.

—¡Y una mierda!

El funcionario se puso más antipático.

—¿Estás tratando de obstaculizar mis responsabilidades? —espetó—. ¡Quítate de en medio, viejo! ¡Y no vuelvas, si sabes lo que te conviene!

Ezio le apartó de un empujón y saltó por encima del mostrador. Cogió el tubo de madera para mapas y se dio la vuelta para marcharse. Pero el funcionario se había puesto a silbar y varios colegas suyos, algunos de ellos miembros de la guardia del astillero, que iba armada de pies a cabeza, reaccionaron al instante.

—¡Ese hombre —gritó el funcionario— ha intentado sobornarme y, cuando eso no le funcionó, recurrió a la violencia!

Ezio se colocó junto al mostrador cuando los hombres de aduanas fueron a cogerle. Le dio unas vueltas al pesado tubo de madera para darle a unos cuantos cráneos, saltó por encima de las cabezas del resto y corrió hacia la salida, dejando gran confusión a sus espaldas.

—Esa es la única manera de tratar con la mezquina burocracia —se dijo a sí mismo con satisfacción.

Había desaparecido en el serpenteante laberinto de las calles al norte de los muelles antes de que sus perseguidores tuvieran tiempo de recuperarse. Sin los documentos de Sofía, que seguían a salvo en su túnica, no serían capaces de encontrarla.