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Los cálculos de Sofía habían sido correctos. Escondido tras un panel de madera en un viejo edificio abandonado, en el Distrito de Constantino en la ciudad, Ezio encontró el libro que estaba buscando.

Era una copia antigua pero bien conservada de Sobre la Naturaleza, el poema escrito hacía más de dos mil años por el filósofo griego Empédocles, donde resumía sus ideas.

Ezio sacó el libro de su escondite y sopló para quitar el polvo del pequeño volumen. Después, lo abrió por una página en blanco del principio. Mientras observaba, la página comenzó a brillar y, dentro de aquel resplandor, apareció un mapa de Constantinopla. Al mirarlo con más detenimiento y concentración, distinguió una marca en el mapa: señalaba la Torre de la Doncella, el faro al otro lado del Bósforo, un lugar exacto del interior de las bodegas construidas en sus cimientos.

Si todo iba bien, aquel sería el lugar donde se hallaba la segunda llave de la biblioteca de Altaïr en Masyaf.

Se dirigió a toda velocidad por la ciudad atestada, hacia la Torre de la Doncella. Pasó por delante los guardias otomanos y, tras cruzar en una barca que tomó «prestada», vio una entrada donde unos escalones bajaban a las bodegas. Llevaba el libro en la mano y resultó que le guiaba por un laberinto de pasillos en los que había infinidad de puertas. Parecía imposible que hubiera tantas en un espacio relativamente limitado. Al final llegó a una puerta, idéntica a las demás, pero a través de cuyas grietas parecía emanar una tenue luz. La puerta se abrió al tocarla, y allí, ante él, en un bajo pedestal de piedra, había una piedra circular, fina como un disco. Al igual que la primera que había descubierto, estaba cubierta de símbolos, tan misteriosos como los anteriores, pero distintos. El perfil de una mujer —una diosa, tal vez—, que le resultaba un tanto familiar, unas hendiduras que podían haber sido fórmulas o posibles muescas para encajar en unas clavijas; quizás unas clavijas dentro de la cerradura de la entrada a la biblioteca de Masyaf.

Cuando Ezio tomó la llave en sus manos, la luz que provenía de ella aumentó, y él se preparó para ser transportado —aunque no sabía dónde— mientras lo envolvía y le hacía retroceder siglos. Trescientos veinte años. Al Año de Nuestro Señor 1191.

Masyaf.

El interior de la fortaleza, hacía mucho tiempo.

Unas figuras en un remolino de niebla. De ella salían un joven y un anciano. Estaba claro que el anciano, Al Mualim, había perdido una batalla.

Estaba tumbado en el suelo y el joven, a horcajadas sobre él.

Su mano, que había perdido fuerza, soltó algo que salió rodando de ella hasta el suelo de mármol.

Ezio inspiró al reconocer el objeto. Sin duda era la Manzana del Edén. Pero ¿cómo? Y el joven vencedor, vestido de blanco, con la capucha sobre la cabeza, era Altaïr.

—Has tenido fuego en las manos, anciano —dijo Altaïr—. Debería haberse destruido.

—¿Destruido? —Al Mualim se rio—. ¿La única cosa capaz de terminar las cruzadas y establecer la paz verdadera? Nunca.

—Entonces lo haré yo —dijo Altaïr.

Las imágenes se desvanecieron, se esfumaron, como fantasmas, para ser sustituidas por otra escena.

En el interior de la torre del homenaje en Masyaf, Altaïr estaba solo con uno de sus capitanes. Cerca de ellos, dispuesto con honor sobre un ataúd de piedra, yacía el cuerpo de Al Mualim, en paz, ahora ya muerto.

—¿De verdad ha terminado? —estaba diciendo el capitán asesino—. ¿Está muerto ese hechicero?

Altaïr se volvió para mirar el cadáver y habló con calma, desapasionadamente.

—No era un hechicero. Tan solo un hombre normal bajo la influencia de… ilusiones. —Se volvió hacia su compañero—. ¿Has preparado la pira?

—Sí. —El hombre vaciló—. Pero, Altaïr, algunos de los hombres… no lo tolerarán. Están nerviosos.

Altaïr se inclinó sobre el féretro. Se agachó y cogió en brazos el cuerpo del hombre.

—Deja que me encargue yo. —Se irguió y la túnica ondeó a su alrededor—. ¿Estás bien para viajar? —le preguntó al capitán.

—Lo suficiente, sí.

—Le he pedido a Malik al-Sayf que vaya a Jerusalén para informar sobre la muerte de Al Mualim. ¿Podrías ir a Acre y hacer lo mismo?

—Por supuesto.

—Pues ve y que Dios te acompañe.

El capitán inclinó la cabeza y se marchó.

Con el cuerpo del Mentor en sus brazos, su sucesor salió para enfrentarse a sus compañeros, miembros de la Hermandad.

Cuando apareció, enseguida se oyó un murmullo de voces, que reflejaba el desconcierto de sus mentes. Algunos se preguntaban si estaban soñando. Otros estaban horrorizados al confirmar físicamente el fallecimiento de Al Mualim.

—¡Altaïr! ¡Explícate!

—¿Cómo ha ocurrido esto?

—¿Qué ha pasado?

Un Asesino sacudió la cabeza.

—Mi mente estaba clara, pero mi cuerpo… ¡no se movía!

En medio de la confusión, apareció Abbas. Abbas. El amigo de la infancia de Altaïr. Ahora, aquella amistad no era tan firme. Habían pasado demasiadas cosas entre ellos.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Abbas, con una voz que reflejaba su sorpresa.

—Nuestro Mentor nos ha engañado a todos —respondió Altaïr—. Los Templarios le corrompieron.

—¿Dónde están las pruebas? —replicó Abbas, con desconfianza.

—Ven conmigo, Abbas, y te lo explicaré.

—¿Y si tus respuestas no me parecen sólidas?

—Entonces hablaré hasta que estés satisfecho.

Comenzaron a caminar, Altaïr todavía con el cadáver de Al Mualim en brazos, hacia la pira funeraria que se había preparado. A su lado, Abbas, sin saber a dónde iban, continuaba malhumorado, tenso y combativo, incapaz de ocultar que no confiaba en Altaïr.

Altaïr conocía el motivo y lo lamentaba. Pero lo haría lo mejor posible.

—¿Recuerdas, Abbas, el artefacto que le quitamos al Templario Robert de Sablé, en el Templo de Salomón?

—¿Te refieres al artefacto que te ordenaron recuperar, pero que otros entregaron por ti?

Altaïr ignoró aquel comentario.

—Sí. Es una herramienta templaria. Se llama la Manzana del Edén. Aparte de otros poderes, puede crear ilusiones y controlar las mentes de los hombres, y la del hombre que cree que la controla. Un arma mortal.

Abbas se encogió de hombros.

—Entonces, no cabe duda de que es mejor que la tengamos nosotros en vez de los Templarios.

Altaïr negó con la cabeza.

—Es lo mismo. Al parecer, corrompe a todo aquel que la utilice.

—¿Y crees que Al Mualim cayó bajo su hechizo?

Altaïr hizo un gesto de impaciencia.

—Sí. Hoy usó la Manzana para intentar esclavizar Masyaf. Lo has visto con tus propios ojos.

Abbas parecía dudoso.

—No sé lo que he visto.

—Escucha, Abbas. La Manzana está a salvo en el estudio de Al Mualim. Cuando termine aquí, te mostraré todo lo que sé.

Habían llegado a la pira y Altaïr subió los escalones para dejar, con respeto, el cuerpo de su antiguo Mentor en la parte superior. Mientras lo hacía, Abbas quedó horrorizado al ver la pira.

—¡No puedo creer que quieras seguir con esto! —exclamó con voz de indignación.

Detrás de él, la Hermandad de Asesinos reunida se mecía como el maíz en la brisa.

—Debo hacer lo que debo hacer —respondió Altaïr.

—¡No!

Pero Altaïr ya había cogido una de las antorchas que estaban encendidas junto a la pira y la tiró en la base del montón de leña.

—Tengo que asegurarme de que no volverá.

—¡Pero no son nuestras costumbres! ¡Está prohibido quemar el cuerpo de un hombre!

Una voz que provenía de detrás de la multitud gritó de repente, furiosa:

—¡Profanador!

Altaïr se volvió hacia la nerviosa multitud que se encontraba a sus pies.

—¡Escuchadme! Este cadáver podría ser otro de los cuerpos fantasmas de Al Mualim. ¡Tengo que asegurarme!

—¡Miente! —gritó Abbas. Cuando las llamas prendieron en la pira, se acercó a Altaïr, alzando la voz para que todos le oyeran con claridad—. ¡Toda tu vida has ridiculizado nuestro Credo! ¡Fuerzas las normas según te conviene, mientras menosprecias y humillas a los de tu alrededor!

—¡Frenad a Altaïr! —gritó un Asesino del grupo.

—¿No has oído lo que ha dicho? —dijo un compañero a su lado—. ¡Al Mualim estaba hechizado!

La primera reacción del Asesino fue darle un puñetazo. A continuación hubo una pelea general que se intensificó tan rápido como se elevaron las llamas.

Desde el saliente junto a Altaïr, Abbas le empujó violentamente para que cayera en medio de la melé. Mientras Abbas regresaba, furioso, al castillo, Altaïr se esforzaba por tenerse en pie entre los choques de sus compañeros Asesinos, que ahora tenían las espadas desenvainadas.

—¡Hermanos! —gritó, tratando de restablecer el orden—. ¡Parad! ¡Detened vuestras armas!

Pero la lucha continuó y Altaïr, que se había puesto de pie justo a tiempo de ver cómo Abbas volvía a la fortaleza, se vio obligado a pelear contra sus propios hombres, desarmándoles cuando podía y exhortándoles a que desistieran. No supo durante cuánto tiempo estuvo luchando, pero la refriega de pronto se vio interrumpida por un destello de una luz abrasadora, que hizo retroceder a los combatientes, que se taparon los ojos.

La luz provenía del castillo.

Los peores miedos de Altaïr se vieron confirmados.

Allí, en el parapeto de una torre alta, se hallaba Abbas con la Manzana en la mano.

—¿Qué te dije, Altaïr? —le dijo Abbas gritando.

—¡Abbas! ¡Detente!

—¿Qué creías que iba a pasar cuando ataras a nuestro querido Mentor?

—¡Tú eras el que menos afecto le tenía! ¡Le culpabas por todas tus desgracias, hasta por el suicidio de tu padre!

—¡Mi padre era un héroe! —chilló Abbas, desafiante.

Altaïr lo ignoró y se volvió a toda prisa hacia los Asesinos agrupados de manera inquisidora a su alrededor.

—¡Escuchad! —les dijo—. Este no es el momento de ponerse a pelear por lo que ya se ha hecho. ¡Debemos decidir qué vamos a hacer con esa arma!

Señaló hacia donde Abbas estaba alzando la Manzana.

—¡Sea de lo que sea capaz este artefacto, Altaïr —gritó—, no mereces empuñarlo!

—¡Ningún hombre! —replicó Altaïr.

Pero Abbas ya estaba con la vista clavada en el resplandor de la Manzana. La luz, mientras miraba, se intensificaba. Parecía hipnotizado.

—Es bonita, ¿verdad? —dijo, tan solo lo bastante alto como para que le oyeran.

Entonces se produjo un cambio en él. Se le transformó la expresión de una sonrisa de alegre triunfo a una mueca de horror. Comenzó a sacudirse con violencia mientras el poder de la Manzana entraba en su interior y le dominaba. Los Asesinos que todavía le eran fieles corrieron en su ayuda, cuando el instrumento sobrenatural que sostenía en su mano soltó una onda palpitante y visible, que, salvajemente, les hizo ponerse de rodillas y agarrarse la cabeza por la angustia.

Altaïr corrió hacia Abbas y escaló la torre a una velocidad inhumana, llevado por la desesperación. ¡Tenía que llegar a tiempo! Al acercarse a su antiguo amigo, Abbas empezó a gritar como si le estuviesen arrancando la propia alma. Altaïr dio un último salto hacia delante para incapacitar a Abbas y tumbarlo. Abbas cayó al suelo con un grito desesperado cuando se le escapó de las manos la Manzana, que emitió una última y violenta onda expansiva desde la torre al caer.

Entonces se hizo el silencio.

Los Asesinos desplegados a sus pies poco a poco fueron calmándose y levantándose. Se miraron los unos a los otros, asombrados. Lo que había pasado continuaba resonando en sus cuerpos y en sus mentes. Alzaron la vista hacia los baluartes. No se veía ni a Altaïr ni a Abbas.

—¿Qué ha sido eso?

—¿Están muertos?

Y entonces Altaïr apareció solo en el parapeto de la torre. El viento movía su túnica blanca a su alrededor. Levantó la mano. En ella, a salvo, estaba la Manzana. Crepitaba y palpitaba como si estuviera viva, pero estaba bajo su control.

—Perdóname —suplicó Abbas entre jadeos desde el suelo de piedra detrás de él. Apenas podía balbucear las palabras—. No lo sabía.

Altaïr apartó la mirada del hombre, para depositarla sobre la Manzana que descansaba en su mano. Enviaba sensaciones curiosas, como descargas, por todo su brazo extendido.

—¿Tienes algo que enseñarnos? —preguntó Altaïr, dirigiéndose a la Manzana como si fuera algo sensible—. ¿O nos llevarás a todos a la ruina?

Entonces el viento pareció levantar una tormenta de polvo, ¿o volvía el remolino de nubes que había anunciado esa visión? Venía acompañado de la luz cegadora que le había precedido, que aumentó hasta borrar todo lo demás. Después se atenuó un poco, hasta que solo quedó el brillo suave de la llave en la mano de Ezio.

Agotado, se agachó hasta el suelo y apoyó la espalda en la pared de piedra de la cámara. Fuera, anochecía. Ansiaba descansar, pero no se lo podía permitir.

Al cabo de un rato, volvió a levantarse y, con cuidado, guardó en su bolsa la llave y el ejemplar de Empédocles para luego dirigirse a las calles de arriba.