40
El barrio de los marchantes no fue difícil de encontrar. Eran un par de calles estrechas, en paralelo, con unas tiendecillas que resplandecían bajo la luz de los faroles que brillaba sobre los tesoros que almacenaban.
Ezio pasó despacio por delante y miró a la gente que curioseaba, más que a las obras de arte en sí. No tardó mucho en fijarse en un personaje con aspecto sospechoso, vestido con ropa chillona, que salía de una de las galerías, absorto, contando las monedas de una bolsa de cuero. Ezio se acercó a él. El hombre se puso enseguida a la defensiva.
—¿Qué quieres? —preguntó, nervioso.
—Acabas de hacer una venta, ¿no?
El hombre se acercó.
—Como si eso fuera asunto tuyo…
—¿El retrato de una señora?
El hombre trató de golpear a Ezio y se preparó para agacharse y salir corriendo, pero Ezio era demasiado rápido para él. Le puso la zancadilla, y cayó al suelo despatarrado y las monedas se esparcieron por los adoquines.
—Recógelas y dámelas —dijo Ezio.
—No he hecho nada —gruñó el hombre, obedeciendo no obstante—. ¡No puedes demostrarlo!
—No me hace falta —respondió Ezio—. Seguiré golpeándote hasta que hables.
El tono del hombre se convirtió en un quejido.
—Me encontré ese cuadro. Bueno, quiero decir que alguien me lo dio.
Ezio le aporreó.
—Piénsalo antes de mentirme en la cara.
—¡Que Dios me ayude! —gimió el hombre.
—Tiene mejores cosas que hacer en vez de escuchar tus plegarias.
El ladrón terminó su tarea y, dócilmente, le entregó la bolsa entera a Ezio, que le puso derecho y le pegó a una pared que había allí cerca.
—No me importa cómo obtuviste el cuadro —dijo Ezio—. Tan solo dime dónde está.
—Se lo vendí a un marchante de por aquí. Por doscientos pésimos akçe. —Al hombre se le quebró la voz cuando le indicó la tienda—. ¿Con qué me alimentaré ahora?
—La próxima vez encuentra una manera mejor de ser un canaglia.
Ezio dejó marchar al hombre, que se fue correteando por la calle, maldiciendo. Ezio le contempló un instante y después entró en la galería.
Miró con detenimiento los cuadros y las esculturas que estaban en venta. No le costó localizar lo que estaba buscando porque el propietario de la galería acababa de colgarlo. No era una obra grande, pero sí hermosa. La cabeza y los hombros, tres cuartos del perfil de Sofía, un retrato que la mostraba unos cuantos años más joven, con el cabello lleno de tirabuzones, un collar de azabache y diamantes, y una cinta negra atada en el hombro izquierdo de su vestido de satén, color bronce. Ezio supuso que debió de haberse hecho para la familia Sartor, durante la breve estancia de Meister Durero en Venecia.
El dueño de la galería, al ver que lo admiraba, se acercó.
—Está a la venta, por supuesto, si os gusta. —Retrocedió un poco para compartir el tesoro con su futuro cliente—. Un retrato luminoso. Parece muy viva. ¡Irradia belleza!
—¿Cuánto pides?
El propietario de la galería vaciló.
—Es difícil ponerle precio a lo que no lo tiene, ¿verdad? —Hizo una pausa—. Pero veo que sois un entendido. Digamos… ¿quinientos?
—Has pagado doscientos.
El hombre alzó las manos, horrorizado.
—Efendim! ¡Cómo podría yo aprovecharme de un hombre como vos! De todas maneras, ¿cómo lo sabéis?
—Acabo de tener un par de palabras con el vendedor. Hace menos de cinco minutos.
El dueño de la galería se dio cuenta enseguida de que Ezio era un hombre con el que no se podía jugar.
—¡Ah! Claro. Pero yo tengo mis gastos, ¿sabéis?
—Lo acabas de colgar. Te he visto.
El dueño de la galería parecía consternado.
—Muy bien…, cuatrocientos, entonces?
Ezio le fulminó con la mirada.
—¿Trescientos? ¿Doscientos cincuenta?
Ezio colocó con cuidado la bolsa en las manos del hombre.
—Doscientos. Ahí los tienes. Cuéntalos si quieres.
—Tendré que envolvéroslo.
—¿No esperarás una propina por eso?
Refunfuñando en voz baja, el hombre descolgó el cuadro y lo envolvió con cuidado en una tela de algodón que cogió de un rollo junto al mostrador. Luego se lo entregó a Ezio.
—Un placer hacer negocios con vos —dijo, secamente.
—La próxima vez, no tengas tantas ganas de coger bienes robados —dijo Ezio—. Podrías haber tenido un cliente que quisiera saber la procedencia de un cuadro tan bueno como este. Has tenido suerte y yo lo he pasado por alto.
—¿Y por qué, si puede saberse?
—Soy amigo de la modelo.
Estupefacto, el propietario de la galería le acompañó hasta la puerta, con tanta prisa como le permitía la cortesía.
—Ha sido también un placer hacer negocios contigo —dijo Ezio, con sequedad, al marcharse.