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Al amanecer del siguiente día, Ezio se dirigió al Gran Bazar. Había llegado el momento de que viera por sí mismo de lo que iban a hablar los jenízaros, y estaba impaciente por seguirle la pista a su capitán, Tarik Barleti. Pero, una vez allí, fue imposible evitar totalmente a los insistentes comerciantes, que eran todos maestros en el arte de la venta agresiva. Ezio tuvo que hacerse pasar por turista, pues temía levantar sospechas entre los oficiales otomanos y los Templarios bizantinos.

—¡Mirad esta alfombra! —Un comerciante le abordó, tirándole de la manga, como Ezio había descubierto que pasaba con frecuencia allí; se le acercaban e invadían su espacio—. ¡Vuestros pies os amarán más que vuestra esposa!

—No estoy casado.

—Ah —continuó el mercader, sin problemas—, estáis mejor sin. ¡Vamos! ¡Tocadla!

Ezio advirtió la presencia de un grupo de jenízaros no muy lejos de allí.

—¿Has tenido hoy una buena venta? —le preguntó al comerciante.

El hombre extendió las manos y señaló a la derecha, hacia los jenízaros.

—¡No he vendido nada! Los jenízaros me han confiscado la mayoría de mis artículos, tan solo porque eran importados.

—¿Conoces a Tarik Barleti, su capitán?

—Eh, está por aquí, en alguna parte, sin duda. Es un hombre arrogante, pero… —El mercader estaba a punto de continuar, pero se interrumpió, paralizado, antes de volver a su discurso de ventas, con los ojos clavados no en Ezio, sino más allá—. ¡Me insultáis, señor! ¡No puedo aceptar menos de doscientos akçe por esto! Esta es mi última oferta.

Ezio se dio un poco la vuelta para seguir la mirada del hombre. Se estaban acercando tres jenízaros y estaban a menos de quince metros.

—Cuando lo encuentre, le preguntaré por tus alfombras —le prometió Ezio al comerciante en voz baja, mientras se volvía para marcharse.

—¡Sois un buen negociador, desconocido! —le dijo el comerciante—. ¿Qué os parecen ciento ochenta? ¡Ciento ochenta akçe y quedamos como amigos!

Pero Ezio ya no estaba escuchando. Estaba siguiendo al grupo, a una distancia segura, con la esperanza de que le llevaran hasta Tarik Barleti. No paseaban, sino que más bien parecía que tenían una cita. Pero tenía que estar atento, no solo para no perder de vista a su presa, sino para evitar que le descubrieran, y las calles abarrotadas del zoco le ayudaban y a la vez se lo ponían difícil. El mercader había dicho que el capitán estaría en algún lugar del Bazar, pero el Bazar era muy grande, un confuso laberinto de puestos y tiendas, una pequeña ciudad en sí mismo.

Pero al final mereció la pena tener paciencia y los hombres a los que estaba siguiendo llegaron a un cruce de caminos que se ensanchaba hasta convertirse en una pequeña plaza con un café en cada esquina. Delante de uno estaba el fornido capitán con la barba entrecana. La barba era un distintivo de su rango como su resplandeciente uniforme. Estaba claro que no era un esclavo.

Ezio se acercó sigilosamente todo lo que pudo para oír lo que decían.

—¿Estáis preparados? —preguntó a sus hombres, que asintieron con la cabeza—. Esta es una reunión importante. No me están siguiendo.

Volvieron a asentir, se dividieron y desaparecieron en el Bazar en direcciones diferentes. Ezio sabía que buscarían cualquier rastro de Asesinos entre la multitud, y por un instante en el que se le paró el corazón, uno de los soldados pareció verle, pero entonces aquel momento pasó y el hombre se fue. Esperó todo lo que fue capaz y salió detrás del capitán.

Barleti no avanzó mucho antes de encontrarse con otro jenízaro, un teniente que a simple vista habría parecido un hombre que miraba el escaparate de una tienda de armaduras. Ezio ya se había percatado de que los jenízaros eran las únicas personas a las que los comerciantes no molestaban.

—¿Traes noticias? —preguntó Barleti al acercarse al soldado.

—Manuel acepta reunirse contigo, Tarik. Está esperando junto a la Puerta del Arsenal.

Ezio aguzó el oído ante aquel nombre.

—Es una rata impaciente, ¿no? —dijo Tarik de forma cansina—. Vamos.

Se pusieron en marcha y salieron del Bazar hacia las calles de la ciudad. Había un largo camino hasta el Arsenal, que estaba situado en la cara norte del Cuerno de Oro, allá al oeste, pero por lo visto no iban a tomar ningún tipo de transporte, así que Ezio les siguió a pie. Un par de kilómetros más allá, cuando cogieran el ferry para cruzar el Cuerno, debía tener cuidado. Pero su tarea la facilitaba el hecho de que los dos hombres estaban enfrascados en una conversación, que pudo oír Ezio en gran parte. No costaba pasar desapercibido en aquellas calles abarrotadas de gente de todos los sitios de Europa y Asia.

—¿Cómo estaba Manuel? ¿Nervioso? ¿Se mostraba cauto? —preguntó Tarik.

—Como de costumbre. Impaciente y descortés.

—Hmm. Supongo que lo tiene bien merecido. ¿Ha habido algún parte del sultán?

—Las últimas noticias llegaron hace una semana. La carta de Bayezid era breve y estaba llena de tristes novedades.

Tarik negó con la cabeza.

—No me imagino estar así, enfrentado con mi propio hijo.