16
La brisa arreció y Ezio apartó los ojos del libro de Nicolás Polo, abierto en su regazo. Estaba sentado bajo un toldo, en la cubierta de popa del grande y ancho baghlah, mientras atravesaba el agua clara y azul del mar Blanco, con las dos velas latinas y el foque desplegados para aprovecharse completamente del viento favorable.
El largo viaje desde Latakia en la costa siria le había llevado primero de vuelta a Chipre. El siguiente puerto de escala había sido Rodas, donde le llamó la atención la llegada a bordo de un nuevo pasajero, una hermosa mujer de unos treinta años, que llevaba un vestido verde, en perfecta armonía con su pelo rubio cobrizo. Luego pasó por el norte del Dodecaneso hacia los Dardanelos y, por último, al mar de Mármara.
El viaje estaba llegando a su fin. Los marineros se llamaban unos a otros mientras los pasajeros se colocaban en fila en la borda para ver cómo, a un par de kilómetros de distancia, reluciendo bajo la intensa luz del sol, la gran ciudad de Constantinopla se alzaba sobre el puerto a proa. Ezio trató de identificar partes de la ciudad en el mapa que había comprado en el puerto sirio antes de embarcar. A su lado había un joven vestido con ropas caras, probablemente aún adolescente, un otomano, aunque también estaba claro que la ciudad le resultaba familiar. El joven, con quien no se había relacionado mucho, estaba ocupado con un astrolabio de marinero, tomando medidas y notas en un cuaderno con tapas de marfil, que colgaba de una cuerda de seda atada a su cinturón.
—¿Dónde está eso? —preguntó Ezio, señalando.
Quería tener tanta información del lugar como fuera posible antes de atracar. La noticia de su huida de los Templarios en Masyaf no tardaría en llegar y tenía que trabajar rápido.
—Ese es el barrio de Bayezid. La gran mezquita que ves fue construida por el sultán hace unos cinco años. Y más allá se ven los tejados del Gran Bazar.
—Lo tengo —dijo Ezio, entornando los ojos por el sol, para enfocar, deseando que Leonardo hubiera encontrado el momento de hacer aquel instrumento del que siempre estaba hablando, una especie de tubo extensible con lentes, que hacía parecer cercanas las cosas distantes.
—Vigila tu monedero cuando vayas al Bazar —le aconsejó el joven—. Hay personas de todo tipo por allí.
—Como en cualquier zoco.
—Evet. —El joven sonrió—. Por allí, donde están las torres, está el Distrito Imperial. Esa gran cúpula que ves es la antigua iglesia de Hagia Sofia. Ahora es una mezquita, por supuesto. Y más allá, hay un edificio amarillo largo y bajo. La verdad es que es un complejo de edificios, con dos cúpulas bajas juntas y un chapitel. Eso es Topkapi Sarayi. Uno de los primeros que se levantaron tras la conquista, y todavía estamos trabajando en él.
—¿Es la residencia del sultán Bayezid?
El rostro del joven se oscureció ligeramente.
—Debería serlo, pero no, no lo es. No de momento.
—Tengo que visitarlo.
—¡Será mejor que te asegures de que te hayan invitado primero!
La brisa amainó y las velas ondearon. Los marineros recogieron el foque. El capitán viró un poco la proa y vieron otro ángulo de la ciudad.
—¿Ves la mezquita allí? —continuó el joven como si estuviera ansioso por apartar la conversación del palacio de Topkapi—. Esa es la Fatih Camii, lo primero que construyó el sultán Mehmed para celebrar su victoria frente a los bizantinos. Aunque no quedaba mucho de ellos cuando llegó aquí. Su imperio hacía ya mucho tiempo que estaba muerto. Pero quería su mezquita para superar Hagia Sofia. Como puedes comprobar, no lo consiguió.
—No fue por no intentarlo —dijo Ezio diplomáticamente mientras los ojos examinaban el magnífico edificio.
—Mehmed se picó —continuó el joven—. La historia cuenta que le hizo cortar el brazo al arquitecto como castigo. Pero, por supuesto, no es más que una leyenda. Sinan era un arquitecto demasiado bueno como para que Mehmed quisiera hacerle daño.
—Has dicho que el sultán no vive ahí —apuntó Ezio con tacto.
—¿Bayezid? No. —La expresión atribulada del joven apareció de nuevo—. Un gran hombre, el sultán, aunque el sosiego y la devoción han sustituido a la pasión de su juventud. Pero, ¡ay!, está en desacuerdo con uno de sus hijos, Selim, lo que ha provocado una guerra entre ellos, que lleva años cociéndose a fuego lento.
El baghlah navegaba bajo los muros del sur de la ciudad y no tardó en doblar la esquina norte hacia el Bósforo. Poco después, una gran ensenada se abría a babor, y el barco se metió por allí, por encima de la gran cadena que colgaba en la entrada. Ahora estaba baja, pero podía levantarse para cerrar el puerto en momentos de emergencia o en una guerra.
—La cadena no se usa desde la conquista —observó el joven—. Después de todo, no detuvo a Mehmed.
—Pero es una medida de seguridad útil —respondió Ezio.
—Lo llamamos el Haliç —dijo el joven—. El Cuerno de Oro. Y en la parte norte está la Torre de Gálata. Tus compatriotas genoveses la construyeron hace ciento cincuenta años. Eso sí, la llamaron Christea Turris. Pero lo hicieron, ¿no? ¿Eres de Génova?
—Soy florentino.
—Ah, bien, no tiene remedio.
—Es una buena ciudad.
—Affedersiniz. No conozco muy bien esa parte tuya del mundo. Aunque muchos de tus compatriotas viven aquí todavía. Los italianos llevan aquí siglos. Tu famoso Marco Polo. Su padre, Nicolás, también comerció aquí hace más de doscientos años, con su hermano. —El joven sonrió al ver la cara de Ezio. Entonces volvió su atención a la Torre de Gálata—. Tiene que haber un modo de poder llegar arriba. Podemos convencer a los de seguridad. Desde allí se contemplan las mejores vistas de la ciudad.
—Eso sería… muy gratificante.
El joven lo miró.
—Probablemente habrás oído hablar de otro famoso compatriota tuyo, que sigue viviendo aquí, creo. ¿Leonardo da Vinci?
—Ese nombre me trae algunos recuerdos.
—Hace menos de una década, nuestro sultán le pidió a Sayin da Vinci bey que construyera un puente que cruzara el Cuerno.
Ezio sonrió al recordar que Leonardo una vez se lo había mencionado de pasada. Podía imaginarse el entusiasmo de su amigo por aquel proyecto.
—¿Y qué pasó? —preguntó—. No veo ningún puente.
El joven extendió las manos.
—Me dijeron que el diseño era bonito, pero, por desgracia, nunca se aprobó el plano. El sultán al final decidió que era demasiado ambicioso.
—Non mi sorprende —dijo Ezio, en parte para sus adentros. Luego señaló otra torre—. ¿Es eso un faro?
El joven siguió su mirada hacia un islote a popa.
—Sí, uno muy viejo. Tiene once siglos o más. Se llama el Kiz Kulesi. ¿Qué tal tu turco?
—Flojo.
—Entonces lo traduciré. La llamaríais la Torre de la Doncella. La llamamos así por la hija de un sultán que murió por la mordedura de una serpiente.
—¿Por qué vivía en un faro?
El joven sonrió.
—El plan era evitar las serpientes —respondió—. Mira, ahora se ve el Acueducto de Valente. ¿Ves la doble fila de arcos? Esos romanos sí que saben construir. Antes, cuando era niño, me encantaba trepar por allí.
—No debía de ser nada fácil.
—¡Parece como si quisieras intentarlo!
Ezio sonrió.
—Nunca se sabe —dijo.
El joven abrió la boca como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión y la volvió a cerrar. Miró a Ezio con un gesto poco amable y Ezio supo exactamente lo que estaba pensando: era un viejo intentando huir de su edad.
—¿De dónde vienes? —preguntó Ezio.
El joven pareció adoptar una actitud desdeñosa.
—Oh, de Tierra Santa —contestó—. Bueno, nuestra Tierra Santa. La Meca y Medina. Se supone que todo buen musulmán debe hacer el viaje una vez en su vida.
—Lo has cumplido pronto.
—Puede decirse que sí.
Contemplaron en silencio la ciudad al pasar, mientras subían por el Cuerno hacia su anclaje.
—No existe ninguna ciudad en Europa con unos edificios así —comentó Ezio.
—Ah, pero este lado está en Europa —respondió el joven—. Por allí… —Señaló al este por el Bósforo—. Ese lado es Asia.
—Hay algunas fronteras que ni los otomanos pueden mover —observó Ezio.
—Muy pocas —respondió enseguida el joven y Ezio pensó que sonaba a la defensiva. Después cambió de tema—. Has dicho que eres italiano, de Florencia —continuó—. Pero tus ropas no lo reflejan. Y, perdóname, pero es como si las hubieras llevado mucho tiempo. ¿Llevas viajando mucho?
—Sí, da molto tempo. Dejé Roma hace doce meses para buscar… inspiración. Y esa búsqueda me ha llevado hasta aquí.
El joven le echó un vistazo al libro que Ezio sujetaba en la mano, pero no dijo nada. Ezio no quería revelar más de su propósito. Se apoyó en la barandilla y miró las murallas de la ciudad, y los otros barcos de todos los países del mundo apiñados en los amarraderos mientras su baghlah pasaba despacio a su lado.
—Cuando era niño, mi padre me contaba historias de la caída de Constantinopla —dijo Ezio al final—. Tuvo lugar seis años antes de que yo naciera.
El joven guardó con cuidado su astrolabio en una caja de cuero, colgada de una correa que tenía echada al hombro.
—Llamamos a la ciudad Kostantiniyye.
—¿No es lo mismo?
—Ahora la gobernamos nosotros, pero tienes razón. Kostantiniyye, Bizancio, Nova Roma, la Manzana Roja, ¿qué diferencia hay? Dicen que Mehmed quería rebautizarla como Islam-bul (donde florece el Islam), pero esa deducción es otra leyenda. Aun así, la gente usa ese nombre. Aunque, por supuesto, las personas cultas saben que debería ser Istan-bol (a la ciudad). —El joven hizo una pausa—. ¿Qué historias te contaba tu padre? ¿Sobre valientes cristianos aplastados por turcos malvados?
—No, en absoluto.
El joven suspiró.
—Supongo que la moral de cualquier historia se corresponde con el carácter del hombre que la cuenta.
Ezio se irguió. La mayoría de sus músculos se habían recuperado durante aquel largo viaje, pero seguía teniendo dolor en el costado.
—En eso estamos de acuerdo —apuntó.
El joven sonrió de forma afectuosa y sincera.
—Güzel! ¡Me alegro! Kostantiniyye es una ciudad para gente de todo tipo y para todos los credos. Hasta para los bizantinos que quedan. Y los estudiantes como yo, o… los viajeros como tú.
Su conversación fue interrumpida por un matrimonio seljuk, que paseaba por la cubierta. Ezio y el joven hicieron una pausa para escuchar qué decían. Ezio, porque cualquier información que pudiera recoger sobre la ciudad le interesaba.
—Mi padre no puede hacer frente a toda esa delincuencia —estaba diciendo el marido—. Tendrá que cerrar la tienda si empeora la situación.
—Pasará —contestó la esposa—. Quizá cuando vuelva el sultán.
—¡Ja! —replicó el hombre con sarcasmo—. Bayezid es débil. Hizo la vista gorda a los advenedizos bizantinos y mira en qué ha resultado. Kargasha!
Su esposa le mandó callar.
—¡No deberías decir esas cosas!
—¿Por qué no? Solo digo la verdad. Mi padre es un hombre honrado y los ladrones le están dejando sin nada.
Ezio los interrumpió.
—Perdonad, no he podido evitar oíros.
La mujer le lanzó una mirada a su marido: «¿Ves?».
Pero el hombre se volvió hacia Ezio para dirigirse a él:
—Affedersiniz, efendim. Veo que sois un viajero. Si vais a quedaros en la ciudad, por favor, visitad la tienda de mi padre. Sus alfombras son las mejores de todo el imperio y os hará un buen precio. —Hizo una pausa—. Mi padre es un buen hombre, pero los ladrones han destruido su negocio.
El marido habría dicho más, pero su mujer le apartó a toda prisa de un tirón.
Ezio intercambió una mirada con su compañero, que acababa de aceptar un vaso de sharbat, que le había traído lo que parecía ser un ayudante de cámara. Levantó el vaso.
—¿Quieres uno? Es muy refrescante y aún falta un rato para que atraquemos.
—Sería perfecto.
El joven le hizo una seña con la cabeza a su sirviente y este se retiró.
Pasó un grupo de soldados otomanos de camino a casa tras una misión en el Dodecaneso, hablando de la ciudad a la que volvían. Ezio les saludó con la cabeza y se unió a ellos un momento, mientras el joven apartaba la cara y permanecía distante, tomando notas en su pequeño libro encuadernado en marfil.
—Lo que quiero saber es qué es lo que quieren esos matones —dijo uno de los soldados—. Ya tuvieron su oportunidad una vez y por poco destruyen esta ciudad.
—Cuando llegó el sultán Mehmed, había menos de cuarenta mil personas viviendo aquí, y en la miseria —intervino otro.
—Aynen oyle —dijo un tercero—. ¡Exacto! Y mira ahora la ciudad: trescientos mil habitantes y próspera de nuevo por primera vez en siglos. Nosotros hemos cumplido nuestra parte.
—Hemos hecho que esta ciudad vuelva a ser fuerte —replicó el primero—. Ellos no causan más que problemas siempre que pueden.
—¿Cómo puedo reconocerlos? —preguntó Ezio.
—Apártate de cualquier mercenario que veas con una vestimenta basta y rojiza —dijo el primer soldado—. Son bizantinos. Y no juegan limpio.
Al ordenarles un suboficial que se prepararan para el desembarco, los soldados se marcharon. El joven de Ezio descansaba apoyado en el codo. En ese mismo momento, su sirviente reapareció con el sharbat de Ezio.
—Ya lo verás —dijo el joven—. A pesar de toda su belleza, al fin y al cabo, Kostantiniyye no es el lugar más perfecto del mundo.
—¿Acaso existe un lugar perfecto? —respondió Ezio.