27
De algún modo Ezio estaba y no estaba allí. No estaba seguro de si soñaba o si había caído en alguna especie de trance. Pero sabía exactamente cuándo y dónde estaba —siglos antes de su nacimiento—, a finales del siglo XII. La fecha del Año de Nuestro Señor 1189 flotaba en su consciencia, mientras caminaba —o se dejaba llevar— a través de nubes que se arremolinaban, y rayos de luz sobrenatural que se entrecruzaban para después, por fin, separarse y mostrar a lo lejos una imponente fortaleza. Ezio reconoció aquel lugar enseguida: Masyaf. Las nubes parecían acercarle. Se oían sonidos de una encarnizada batalla. Ezio vio soldados de caballería e infantería enzarzados en un combate mortal. Luego oyó los cascos de unos caballos al acercarse a todo galope. Un joven Asesino, vestido de blanco, con capucha, cruzó frenéticamente a caballo la escena.
Ezio observó y, mientras lo hacía, le pareció perderse a sí mismo, perder su propia personalidad… Estaba sucediendo algo que identificaba a medias, que recordaba a medias; un mensaje del pasado del que no sabía nada, pero que aun así le resultaba totalmente familiar…
El joven de blanco, con la espada desenvainada, atravesó las puertas hacia el centro de la refriega. Dos fornidos cruzados estaban a punto de darle el golpe de gracia a un Asesino herido. El joven se inclinó desde la silla de montar para asestarle al primer soldado un golpe limpio, antes de frenar su caballo y bajar de un salto de su montura en un remolino de polvo. El segundo cruzado se había dado la vuelta para enfrentarse a él. En un instante, el joven sacó un cuchillo arrojadizo y apuntó hacia el cruzado, antes de lanzarlo con una precisión infalible para que se clavara en el cuello del hombre, justo debajo del yelmo. El oponente cayó de rodillas y, después, de bruces al suelo.
El joven fue a toda velocidad a ayudar a su compañero, que se había derrumbado junto a un árbol. La espada del hombre herido se le había resbalado de la mano y se inclinó hacia delante, con el arma apoyada en el tronco, agarrándose el tobillo, con una mueca de dolor.
—¿Dónde te has hecho daño? —le preguntó el joven, con premura.
—Me he roto el pie. Has llegado justo a tiempo.
El joven se agachó junto a su compañero y le ayudó a ponerse de pie, rodeándole con un brazo los hombros, para guiarle hasta un banco apoyado en una pared de una edificación anexa de piedra.
El Asesino herido le miró.
—¿Cómo te llamas, hermano?
—Altaïr. Hijo de Umar.
El rostro del Asesino herido se iluminó al reconocerle.
—Umar. Un buen hombre, que murió como vivió, con honor.
Un tercer Asesino se tambaleó hacia ellos desde la parte principal de la batalla, ensangrentado y agotado.
—¡Altaïr! —gritó—. ¡Nos han traicionado! ¡El enemigo ha invadido el castillo!
Altaïr ibn-La'Ahad terminó de vendar la herida a su compañero caído. Le dio unas palmadas en el hombro y le tranquilizó:
—Vivirás. —Luego se dio la vuelta para dirigirse al recién llegado, pero no intercambiaron miradas amistosas—. Noticias graves, Abbas. ¿Dónde está Al Mualim?
Abbas negó con la cabeza.
—Estaba dentro cuando los cruzados entraron. Ya no podemos hacer nada por él.
Altaïr no contestó de inmediato, sino que volvió la cara hacia el castillo, que se alzaba entre unos peñascos rocosos a unos cien metros de distancia. Estaba pensando.
—¡Altaïr! —le interrumpió Abbas—. ¡Tenemos que retroceder!
Altaïr se volvió hacia él con calma.
—Escucha. Cuando cierre las puertas del castillo, flanquea las unidades cruzadas de la aldea y llévalas al cañón al oeste.
—La misma insensatez de siempre —gruñó Abbas, enfadado—. ¡No tienes ninguna posibilidad!
—¡Abbas! —replicó Altaïr con firmeza—. Limítate a no cometer ningún error.
Se montó de nuevo en su caballo y cabalgó hacia el castillo. Mientras avanzaba a medio galope por la familiar calzada, le apenaron las imágenes de destrucción con las que se toparon sus ojos. Los aldeanos avanzaban desordenadamente por el lateral del camino. Una mujer alzó la cabeza al pasar y gritó:
—¡Malditos cruzados! ¡Que todos ellos caigan bajo vuestra espada!
—Deja las oraciones para los sacerdotes, hermana mía.
Altaïr espoleó a su caballo, cuyo avance habían obstaculizado los grupos de cruzados que se dedicaban a saquear y a aprovecharse de los habitantes de Masyaf que intentaban recuperar el pueblo desde la fortaleza asediada. Tres veces tuvo que desperdiciar su precioso tiempo y energía en defender a aquellas personas de los abusos de los hoscos francos que se hacían llamar Soldados de Cristo. Pero las palabras de agradecimiento y ánimo sonaban en sus oídos mientras continuaba cabalgando, y alentaban su propósito.
—¡Bendito seáis, Asesino!
—¡Estaba seguro de que me mataban! ¡Gracias!
—¡Echad a estos cruzados de nuevo al mar, de una vez por todas!
Por fin llegó a la puerta. Se abrió. Altaïr alzó la vista y vio que un compañero Asesino accionaba, desesperado, el cabestrante de la garita, unos treinta metros más arriba. Una sección de soldados Asesinos a pie se agrupó en la base de una de las torres cercanas.
—¿Por qué está todavía abierta la puerta? —le preguntó Altaïr.
—Los dos cabestrantes están atascados. El castillo está plagado de enemigos.
Altaïr miró al patio y vio a un grupo de cruzados que se dirigía hacia él.
—Ocupa este puesto —le dijo al teniente a cargo de la sección.
Desenvainó la espada, desmontó y comenzó a trepar por la pared exterior de la garita; poco después llegó al lado del camarada que estaba tratando de desbloquear los cabestrantes. Ambos lo intentaron desesperadamente y la combinación de sus fuerzas sirvió al menos para soltar parte de la puerta, que bajó un par de metros, vibrando y crujiendo.
—Ya casi está —dijo Altaïr con los dientes apretados.
Los músculos se le hincharon mientras él y su compañero Asesino se esforzaban por desplazar los piñones del segundo cabestrante. Por fin cedió y la puerta cayó con gran estrépito sobre el tumulto que tenía lugar abajo, entre los Asesinos y los cruzados. Los Asesinos consiguieron quitarse de en medio de un salto, pero los cruzados quedaron divididos por la puerta que había caído; algunos dentro del castillo y otros, atrapados fuera.
Altaïr bajó por los escalones de piedra que llevaban desde la parte superior de la garita al patio central de Masyaf. Los cuerpos esparcidos de Asesinos daban fe de la violenta lucha que había tenido lugar allí. Mientras echaba un vistazo, y examinaba los baluartes y las almenas, se abrió una puerta en la gran torre del homenaje, y de ella salió un grupo de personas que le dejó de golpe sin aliento. Una compañía de soldados cruzados de infantería rodeaba al Mentor de la Hermandad, Al Mualim. El anciano estaba semiconsciente. Le llevaban a rastras dos soldados de aspecto brutal. Les acompañaba una figura con un puñal, que Altaïr reconoció. Se trataba de un hombre fuerte y corpulento, de ojos oscuros, impenetrables, y con una profunda cicatriz que le estropeaba la barbilla. Tenía el cabello ralo, recogido con una cinta negra.
Haras.
Hacía tiempo que Altaïr se preguntaba a quién le era fiel Haras realmente. Un Asesino experto, que nunca parecía estar satisfecho con el rango que se le asignaba dentro de la Hermandad. Era un hombre que buscaba el camino fácil para llegar a la cima, en vez de uno que recompensara el mérito. Aunque tenía una reputación bien merecida como luchador, camaleónico, siempre conseguía con astucia ganarse la confianza de otras personas adaptando su personalidad para encajar con ellas. Sus ambiciones sin duda habían sacado lo mejor de él y, al ver una oportunidad, se había unido a los cruzados traicioneramente. Ahora, incluso iba vestido con el uniforme cruzado.
—¡Retrocede, Altaïr! —gritó—. ¡Un paso más y vuestro Mentor morirá!
Al oír su voz, Al Mualim se repuso, se irguió y alzó él mismo la voz:
—¡Mata a este desgraciado, Altaïr! ¡No temo a la muerte!
—¡No abandonarás este lugar vivo, traidor! —le dijo Altaïr a Haras.
Haras se rio.
—No. Lo has entendido mal. No soy un traidor. —Cogió un casco que colgaba de su cinturón y se lo puso. ¡Un casco cruzado! Haras volvió a reír—. ¿Ves? No se puede traicionar a los que nunca has querido.
Haras comenzó a caminar hacia Altaïr.
—Entonces eres dos veces desgraciado —dijo Altaïr—, puesto que has estado viviendo una mentira.
Después las cosas sucedieron muy rápido. Haras desenvainó su espada y arremetió contra Altaïr. En ese mismo momento, Al Mualim logró librarse de los guardias y con una fuerza que no dejaba traslucir su edad, le arrebató la espada a uno de ellos y le mató. Altaïr aprovechó el momento de distracción de Haras para accionar su hoja oculta y atacar al traidor. Pero Haras consiguió quitarse de en medio y bajó su espada en un golpe cobarde cuando Altaïr perdió el equilibrio. El Asesino rodó hacia un lado y enseguida se puso de pie de un salto, cuando un puñado de cruzados salió corriendo en defensa de Haras. Por el rabillo del ojo, vio que Al Mualim luchaba contra otro grupo.
—¡Matad a ese cabrón! —gruñó Haras al tiempo que evitaba el peligro.
Altaïr sintió ira. Echó a correr y rebanó el cuello a dos cruzados atacantes. Los demás retrocedieron por miedo y dejaron a Haras solo y petrificado. Altaïr le acorraló donde se juntaban dos paredes. Tenía que darse prisa y terminar aquel trabajo para ir a ayudar a su Mentor.
Haras, al ver que se distraía un momento, le hizo un corte que rasgó la tela de su túnica. Altaïr devolvió la represalia y hundió su hoja oculta justo en la base del cuello de Haras, debajo del esternón. Con un grito ahogado, el traidor cayó hacia atrás, contra la pared. Altaïr se hallaba sobre él.
Haras alzó la vista cuando la figura de Altaïr tapó el sol.
—Depositas demasiada fe en el corazón de los hombres, Altaïr —dijo, sin que apenas le salieran las palabras de la boca, mientras la sangre le salía a borbotones por el pecho—. Los Templarios conocen la verdad. Los humanos son débiles, viles y mezquinos.
No sabía que podía estar describiéndose a sí mismo.
—No, Haras. Nuestro Credo demuestra lo contrario. Intenta volver a él, incluso ahora, en tus últimos instantes de vida. Te ruego por compasión que repares tu error.
—Ya aprenderás, Altaïr. Y lo aprenderás a la fuerza. —No obstante, Haras se detuvo a pensar un momento, y cuando ya la luz de sus ojos poco a poco se iba apagando, se esforzó para hablar—. Tal vez no sea lo bastante sabio para comprender, pero sospecho que la verdad es lo contrario a lo que tú crees. Al menos, sí soy demasiado sensato como para no creer en la basura de la que hablas.
Entonces sus ojos se convirtieron en mármol y su cuerpo se inclinó hacia un lado, al tiempo que se le escapaba un largo suspiro mientras se relajaba hasta morir.
La duda que Haras sembró en la mente de Altaïr no arraigó inmediatamente. Había mucho que hacer y no tenía tiempo para reflexionar. El joven se dio la vuelta para reunirse con su Mentor y lucharon hombro con hombro hasta que echaron al grupo de cruzados, cuyos miembros quedaron despatarrados sobre el polvo ensangrentado o huyeron.
Las señales a su alrededor mostraban que la batalla se había inclinado a favor de los Asesinos. El ejército cruzado se batía en retirada desde el castillo, aunque más allá la lucha continuaba. Pronto llegaron mensajeros que lo confirmaron.
Para recuperar energía, Altaïr y Al Mualim pararon a tomar aliento bajo un árbol, junto a la puerta de la torre del homenaje.
—Le ofreciste una última oportunidad a ese hombre, al desgraciado de Haras, para que salvara su dignidad y reconociera el error que había cometido. ¿Por qué?
Halagado por que su Mentor quisiera saber su opinión, Altaïr contestó:
—Ningún hombre debería marcharse de este mundo sin conocer cierta generosidad, sin que se le brinde la oportunidad de la redención.
—Pero rechazó tu oferta.
Altaïr se encogió de hombros ligeramente.
—Estaba en su derecho.
Al Mualim observó el rostro de Altaïr con detenimiento durante un rato, luego sonrió y asintió. Juntos, comenzaron a caminar hacia la puerta del castillo.
—Altaïr —comenzó a decir Al Mualim—, te he visto crecer de niño a hombre en poco tiempo, y debo decir que esto me llena de más tristeza que orgullo. Pero una cosa es cierta: eres igual que Umar.
Altaïr alzó la cabeza.
—No le conocí como padre, tan solo como Asesino.
Al Mualim colocó una mano en su hombro.
—Tú también naciste en esta Orden, esta Hermandad. —Hizo una pausa—. ¿Lo has lamentado alguna vez?
—Mentor, ¿cómo iba a lamentar la única vida que he conocido?
Al Mualim asintió con sabiduría y levantó la vista un instante para hacer una señal a un vigía Asesino encaramado al muro del parapeto.
—Puede que encuentres otra vida, Altaïr. Y si llega ese momento, dependerá de ti qué camino escoger.
En respuesta a la señal de Al Mualim, los hombres de la garita volvieron a subir la puerta del castillo.
—Vamos, hijo mío —dijo el anciano—, y prepara tu hoja. Esta batalla todavía no se ha ganado.
Juntos, se acercaron a la puerta con grandes zancadas, hasta llegar a la brillante luz del sol que había al otro lado.
Aquel intenso resplandor que emanaba una luz blanca era tan fuerte y abrumador que Ezio estaba deslumbrado. Parpadeó para librar a sus ojos de las formas multicolores que aparecían ante ellos, y sacudió la cabeza con energía para escapar de la visión que se había apoderado de él. Los apretó bien fuerte. Al abrirlos, su corazón había comenzado a latir con normalidad, se hallaba de nuevo en la cámara subterránea y la suave luz había regresado. Aún sujetaba el disco de piedra en la mano y ahora sin lugar a dudas sabía lo que era.
Había encontrado la primera llave.
Miró la vela. Tenía la sensación de haber estado lejos muchísimo tiempo, pero la llama ardía sin cesar y apenas había consumido el sebo.
Guardó la llave con el mapa en su bolsa y se dio la vuelta para regresar al exterior y a Sofía.