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Ezio caminó despacio por el pasillo, que, conforme avanzaba, cada vez se inclinaba más hacia abajo y se ensanchaba. Apenas había necesitado la antorcha, puesto que las paredes estaban llenas de ellas, y se encendían por algún misterioso proceso al pasar. Pero no le causó inquietud ni temor. Era curioso, pero se sentía como si fuera a casa. Como si algo estuviera completándose.

El pasillo desembocaba en una vasta cámara redonda de cuarenta y cinco metros de diámetro y cuarenta y cinco de altura hasta la cúpula, como la nave circular de una basílica maravillosa. En aquella estancia había cajas que alguna vez habrían contenido artefactos, pero ahora estaban vacías. Las múltiples galerías que la recorrían estaban cubiertas de estanterías, todas las paredes estaban llenas de ellas.

Ezio advirtió asombrado que todas estaban vacías.

Pero no tuvo tiempo para reflexionar sobre aquello, puesto que un enorme escritorio de roble en un alto podio, colocado en el otro extremo de la habitación, frente a la entrada, atrajo de forma irresistible su mirada. Una luz brillante iluminaba directamente desde arriba la figura alta que estaba sentada allí.

Entonces Ezio sintió algo parecido al sobrecogimiento, porque en el fondo de su corazón sabía lo que era. Se aproximó con veneración y cuando estuvo lo suficientemente cerca como para tocar la figura encapuchada de la silla, se arrodilló.

La figura estaba muerta, llevaba muerta mucho tiempo. Pero la capa y la túnica blanca habían permanecido intactas al paso de los siglos, e incluso en su quietud el hombre muerto irradiaba… algo. Algún tipo de poder, pero no un poder terrenal. Ezio, después de hacerle una reverencia, se levantó de nuevo. No se atrevió a bajarle la capucha para ver su rostro, pero miró los huesos largos de sus manos esqueléticas, extendidos sobre la superficie del escritorio, como si le atrajeran. Había una pluma y unas hojas en blanco de pergamino antiguo en la mesa y un tintero seco. Bajo la mano derecha de la figura había una piedra circular, parecida a las llaves de la puerta, pero labrada con más delicadeza y del alabastro más fino que había visto jamás, pensó Ezio.

—No hay libros —dijo Ezio en el silencio—. No hay artefactos… Tan solo tú, fratello mio.

Apoyó una mano con cuidado sobre el hombro del hombre muerto. No estaban emparentados por sangre, pero los lazos de la Hermandad los unían más que los de una familia.

Requiescat in Pace, oh, Altaïr.

Pensó que había captado un movimiento por el rabillo del ojo y bajó la mirada. Pero no había nada, salvo que la piedra del escritorio no estaba bajo la mano que Ezio imaginó que la tapaba. Un truco de la luz. Nada más.

Ezio supo por instinto lo que tenía que hacer. Usó un pedernal para encender la vela en el escritorio y estudió la piedra con más detenimiento. Acercó la mano para cogerla.

En cuanto la tuvo en la mano, la piedra comenzó a brillar.

La alzó hasta su rostro cuando unas nubes familiares se arremolinaron, envolviéndole…