53

El último libro estaba situado en un lugar al que era más difícil acceder. Nicolás Polo había conseguido esconderlo en lo alto de la fachada frontal de la mismísima mezquita de Hagia Sofia, sobre el gran arco curvo que se hallaba antes de la cúpula principal de la antigua basílica.

Ezio eligió completar su misión de madrugada, antes del amanecer, ya que entonces habría el menor número de personas deambulando. Llegó al edificio sin obstáculos y con cuidado se dirigió al exonártex que daba al precipicio de piedra que ahora tenía que escalar. Había pocas grietas para asirse con el gancho, pero, tras varios intentos sin éxito, consiguió subir hasta el lugar que Sofía le había señalado. Allí encontró un panel de madera desgastado y con telarañas, que sobresalía.

Logró asegurarse en una cañería que había cerca y, tras probarla, le pareció bastante sólida para aguantar su peso; así que volvió a utilizar la hoja gancho para abrir el panel haciendo palanca. La tabla de madera cayó al suelo de abajo, con lo que a oídos de Ezio fue un repiqueteo ensordecedor y retumbante, y el Asesino se quedó allí colgando, bajo la luz gris del falso amanecer, rezando en silencio por que a nadie le hubiera alertado el ruido. Pero después de esperar tres minutos enteros y no haber reacción, metió la mano en la cavidad que ocultaba la tabla y de allí sacó el libro que buscaba.

En cuanto volvió al suelo, salió corriendo hasta encontrar un lugar tranquilo en el mismo parque en el que había comido con Sofía tan solo un día antes, y allí examinó su hallazgo. El libro era un ejemplar de Misión en Constantinopla, escrito por Liutprando de Cremona. Se permitió imaginar por un momento, antes de abrirlo, cuánto le complacería a Sofía ver tal rareza.

Las páginas en blanco resplandecieron con tanto brillo como los finos rayos de la salida del sol que se veía al este por el Bósforo. Apareció un mapa de la ciudad, que, mientras observaba con esperanza, terminó enfocándose. En él apareció otra luz, más brillante que el resto, que marcaba claramente el Foro del Buey.

Siguiendo el rastro que le indicaba el libro, Ezio se dirigió al Foro, al oeste de la ciudad, pasada la Segunda y Tercera Colina, a medio camino entre el Acueducto de Valente al norte y el Puerto de Teodosio al sur. Era un buen paseo, pero, cuando llegó, todavía era demasiado pronto para que hubiera nadie por allí. Ezio recorrió con la mirada la enorme plaza desierta, en busca de alguna pista, pero el punto señalado en el libro resplandecía intensamente, y recordó el sistema de cisternas subterráneas que había bajo la ciudad. Se centró en su búsqueda y localizó, después de un rato, una boca de alcantarilla por la que descendían unos escalones de piedra hacia las entrañas de la tierra.

Ezio cerró el libro y lo guardó en su bolsa, donde estaría a salvo. Sustituyó la hoja gancho por la pistola, comprobó la hoja oculta, y con cautela bajó los peldaños.

Pronto se encontró en una caverna abovedada sobre un dique de piedra junto al que corría un río. En las paredes había antorchas encendidas en apliques y, mientras pasaba sigilosamente por el estrecho y húmedo pasillo, oyó, por encima del sonido que hacía el agua, unas voces retumbantes que se alzaban sobre el estruendo del río. Las siguió y se topó con dos Templarios bizantinos.

—¿Qué has encontrado? —preguntó uno—. ¿Otra llave?

—Una especie de puerta —respondió su compañero—. Está tapiada con piedra.

Ezio dobló una esquina y vio a unos cuantos soldados a poca distancia, junto a un viejo embarcadero que sobresalía del río. Uno de ellos estaba descargando un barril de una de las dos balsas.

—Suena prometedor —dijo el primero de los Templarios que estaban más cerca—. La primera llave se encontró tras una puerta similar.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo la abrieron?

—No lo hicieron ellos, sino el terremoto.

Tras una señal de los hombres más cercanos a Ezio, los demás soldados aparecieron con un barril, que depositaron contra la puerta. Ezio vio entonces que la abertura estaba sellada con unos bloques ajustados, de algún tipo de roca negra, cortada por un maestro mampostero.

—¡El terremoto! Sirvió de mucha ayuda —dijo el segundo Templario—. Y lo único que tenemos son unos pocos barriles de pólvora.

—Este debería bastar para volarlo —replicó el primero.

Ezio entornó los ojos. En silencio, sacó la pistola y retiró el percusor.

—Y si no, iremos a por más —continuó el primer Templario.

Ezio levantó el brazo y apuntó, pero el cañón de la pistola reflejó la luz de una antorcha con un destello, y aquella luz fuera de lo común atrajo la atención de uno de los soldados.

—¿Qué? —dijo bruscamente.

Vio la pistola y saltó enfrente del barril en el momento en que Ezio disparó. La bala le alcanzó y cayó muerto al instante.

Ezio maldijo para sus adentros.

Pero los soldados ya se le echaban encima.

—¡Es el Asesino! ¡Salgamos de aquí!

Ezio intentó recargar, pero los soldados ya estaban de camino hacia las balsas. Los siguió, desesperado por detenerlos antes de que dieran la alarma, pero cuando llegó al embarcadero, ya se marchaban. Para cuando Ezio saltó a la segunda balsa y se puso a desatar las amarras, los soldados ya se alejaban flotando en medio de la corriente.

Había soltado amarras y los estaba siguiendo cuando le abordó una idea: ¿le tenían miedo o le estaban engañando? Bueno, ahora era demasiado tarde. Tendría que jugar hasta el final.

Como su balsa era más ligera, la corriente comenzó a acercarle. Los soldados parecían aterrorizados, pero aquello no les impidió preparar bombas y cargar los mosquetes.

—Tenemos pólvora a bordo, ¡deberíamos usarla! —gritó uno.

—Le haremos volar por los aires con granadas —sugirió otro, al tiempo que lanzaba una bomba que explotó en cuanto tocó el agua apenas a un paso de la proa de Ezio.

—Dejadme sitio —chilló otro soldado, intentando estabilizarse para apuntar con su mosquete.

—¡Dispárale!

—¿Qué crees que estoy intentando hacer?

—¡Mata a ese cabrón!

Bajaban a toda velocidad por el río. Ezio había conseguido para entonces coger la barra del timón de su balsa y la tenía bajo control, mientras se agachaba para esquivar las balas del mosquete que iban hacia él, aunque el cabeceo de la balsa de los soldados les hacía imposible apuntar bien. Entonces uno de los barriles a bordo se soltó de las cuerdas y rodó por la cubierta, llevándose a dos soldados hacia el torrente; uno de ellos, el que llevaba el timón. La balsa dio fuertes sacudidas y tiró a otro hombre al agua negra, y luego chocó contra un lado del dique. Los supervivientes se dirigieron con dificultad a la orilla. Ezio alzó la vista hacia la elevada bóveda, que estaba a unos seis metros por encima del río. En la penumbra, vio que una cuerda tensa recorría el techo. Sin duda allí enganchaban a menudo las barcazas y las balsas para guiarse por el río. Tan solo hacía falta una persona a bordo con un palo para desenganchar y volver a enganchar cada uno de los ojetes a los que estaba fijada la cuerda, a intervalos regulares. Ezio vio que la cuerda también se inclinaba poco a poco. Justo lo suficiente para lo que había planeado.

Se preparó, condujo la balsa hacia el dique y, cuando chocó con la que estaba persiguiendo, saltó al camino de piedra que había a orillas del río.

Para entonces, los soldados supervivientes ya estaban un poco más allá, corriendo para salvar sus vidas, o para ir en busca de refuerzos. Ezio no tenía tiempo que perder.

Se movió rápido, cambió la pistola por la hoja gancho, subió a duras penas por el lateral de la pared de la caverna y se lanzó hacia la cuerda que había sobre el río. Tomó suficiente impulso para alcanzarla con su gancho y no tardó en salir despedido río abajo por encima del agua, mucho más rápido de lo que podían correr los soldados, aunque tenía que desengancharse y engancharse con una sincronización perfecta en cada ojete del techo para evitar caer al rugiente torrente a sus pies.

Al alcanzar a los soldados invirtió su primera maniobra y se desenganchó en el momento crucial, antes de lanzar su cuerpo de lado para caer sobre el dique, delante de los Templarios, que se detuvieron en seco, frente a él.

—Está loco —dijo el primer Templario.

—Esto no es un hombre, sino un demonio —gritó otro.

—Veamos si los demonios sangran —bramó un compañero más valiente, que se dirigió hacia Ezio, girando la espada en su mano.

Ezio hizo un gancho y vuelta sobre su espalda y lo lanzó al río, aprovechando que había perdido el equilibrio. Quedaban tres soldados. No tenían ganas de pelea, pero Ezio sabía que no podía permitirse ser compasivo. El enfrentamiento que hubo a continuación fue breve y sangriento, y dejó a Ezio con un corte profundo en el brazo izquierdo y tres cadáveres a sus pies.

Cogió aire y volvió a la puerta sellada. Habían bajado un buen tramo del río y tardó unos diez minutos en alcanzar el embarcadero donde las balsas habían estado amarradas originalmente. Pero al menos sabía que no debía temer una persecución inminente; y el barril de pólvora estaba aún donde los soldados templarios lo habían colocado.

Ezio sustituyó la hoja gancho por la pistola una vez más, la cargó, eligió una posición río arriba, desde donde podía protegerse tras un contrafuerte que sobresalía, apuntó bien y disparó.

Se oyó el chasquido de la pistola y el silbido de la bala cuando disparó al barril, incluso el ruido sordo al alcanzar su objetivo, pero luego, durante lo que pareció una eternidad, se hizo el silencio.

No pasó nada.

Pero entonces…

La explosión en aquellos confines fue como un trueno y Ezio se quedó sordo. Pensó, mientras unas piedras minúsculas caían a su alrededor, que podría haber volado el techo, que podría haber dañado de un modo irreparable lo que hubiera detrás de la puerta. Pero cuando el polvo se hubo asentado, vio que a pesar de la fuerza de la explosión, la entrada sellada estaba solo parcialmente abierta.

Lo suficiente, no obstante, para que pudiera meterse y ver el pedestal familiar sobre el que, para su gran alivio, se hallaba, intacta, la llave circular de obsidiana, compañera de las otras que había recogido. Pero no tenía tiempo de relajarse. Incluso cuando fue a cogerla, notó que emanaba de ella el mismo resplandor que había visto en las otras. Conforme aumentaba su intensidad, intentó, en esta ocasión, oponer resistencia a su poder. Se sintió debilitado, inestable por las extrañas visiones que siguieron a la luz cegadora que esperaba.

Pero fue inútil, y se vio entregado una vez más a un poder mucho más grande que el suyo.