7

El tiempo se volvió intensamente frío. Nevó mucho. Los periódicos venían a diario con historias terroríficas, ovejas enterradas por las tempestades de nieve, pájaros congelados en las ramas en que se habían encaramado, frutales irremisiblemente perdidos en plena floración, y la situación parecía desgarradora para quienes, como la señora Heathery, creen a pie juntillas todo lo que ven impreso en un periódico sin recurrir a sus experiencias pasadas. Traté de darle ánimos diciéndole que, como de hecho era verdad, en muy poco tiempo los campos estarían cubiertos por las ovejas, los árboles de pájaros y las carretillas de fruta, como siempre. Sin embargo, aunque el futuro no me inquietaba en modo alguno, el presente se me antojaba desagradable en extremo por el hecho de que el invierno retornase estando tan avanzada la primavera, en un momento en que no sería del todo raro contar con un tiempo espléndido, casi de verano, cálido, para sentarse al aire libre durante una o dos horas. El cielo estaba cubierto por una manta espesa y amarilla, de la cual caían arremolinados los dibujos en blanco y negro de los copos, así todos los días. Una mañana estaba sentada ante la ventana, mirando despreocupada cómo caía la nieve, preguntándome cuándo volvería a lucir el sol, pensando en que Christ Church parecía una bola de nieve tras los visillos que formaban los copos y pensando también en el frío que haría en casa de Norma esa noche, sin que lady Montdore atizase el fuego, y lo aburrida que sería la velada sin Cedric y sin su franja blanca estrechada o ensanchada. Por fortuna, pensé, había vendido el broche de diamantes que me regaló mi padre y con el producto de la venta había instalado una calefacción central. Me dio entonces por rememorar cómo era la casa dos años antes, cuando los operarios aún trabajaban en la remodelación, y cómo había mirado por esa misma ventana, completamente sucio el cristal, rociado de yeso, y cómo vi a Polly avanzar contra el viento con su futuro esposo. A medias deseaba que Polly volviera a mi vida, a medias lo rechazaba. Yo estaba esperando otro bebé y me encontraba cansada, la verdad es que estaba para poco.

De pronto, todo el tiempo de la mañana se transformó por completo, pues en mi sala de estar, embarazadísima, tan bella como siempre, con abrigo y sombrero rojo, a juego, apareció Polly. Y todo sentimiento de rechazo se disolvió y cayó en el olvido. En la misma sala de estar se encontraba también el Listillo, bastante envejecido y fatigado.

Cuando Polly y yo dimos por terminados los besos, los abrazos y las risas, y terminamos de decirnos «Cuánto me alegro de verte», o «¿Por qué no me has escrito nunca?», dijo de pronto:

—¿Te podrás plegar a mi voluntad?

—Pues supongo que sí. Ahora mismo no tengo nada entre manos. Estaba mirando la nieve.

—Ay, la nieve, qué maravilla —dijo—, igual que las nubes, después de aquel cielo azul, siempre igual de azul. Bien, pues se trata de lo siguiente, Fanny. Boy tiene una infinidad de cosas que hacer y yo no estoy para esos trotes, como bien se ve. Por eso quería que me hicieras compañía, pero quiero que me digas con sinceridad si no es molestia, porque siempre puedo irme a la sala de espera de Elliston. Dichosa bendición, Elliston, después de todas las tiendas del extranjero. Por poco lloro de felicidad cuando pasé hace un momento por delante del escaparate. ¡Qué bolsos! ¡Qué cretonas! ¡Qué espanto es el extranjero!

—Pero es maravilloso —dije—. Entonces, ¿los dos almorzáis aquí?

—Boy tiene previsto un almuerzo de negocios —dijo Polly enseguida—. Puedes marcharte, querido, si lo deseas. Fanny, ya lo ves, está dispuesta a acogerme. No te tomes la molestia de esperar más. Y luego vuelves a recogerme cuando hayas terminado, ¿de acuerdo?

Boy, que se estaba frotando las manos para entrar en calor delante de la chimenea, se marchó cabizbajo, envolviéndose el cuello con la bufanda.

—Y no tengas ninguna prisa —le gritó ella abriendo la puerta—. A ver, querida Fanny. Quiero que te pliegues a un capricho más y que vengas a almorzar conmigo a Fuller. ¡No, no digas nada! Ibas a decir que, con este tiempecito que tenemos... ¿No? No te apures, pediremos un taxi. ¡Fuller! No te puedes ni imaginar cuánto he echado de menos el lenguado de Dover y la tarta de nueces. O un día como éste allá en Sicilia. ¿Te acuerdas de cuando íbamos a Fuller desde Alconleigh, mientras te estaban preparando la casa? No puedo creer que ésta sea la misma casa. ¿Y tú? Ya puestas, tampoco puedo creer que nosotras seamos las mismas, la verdad. Sólo que bien se ve que tú eres la misma y queridísima Fanny de siempre, igualita a como eras cuando volví de la India. ¿Por qué será que yo, de todas las personas a las que conozco, sigo teniendo que irme al extranjero? Creo que es algo espantoso, ¿a ti no?

—Yo sólo he viajado una vez al extranjero —dije—. Muy luminoso, ¿verdad?

—Sí, una luminosidad horrible. Imagínate que una tuviera que vivir allí para siempre. Ya sabes que iniciamos nuestro viaje en España. Pues no te lo vas a creer, pero allí llegan dos horas tarde a todas las comidas y las cenas. Dos horas, Fanny. Por cierto: ¿podemos almorzar hoy a las doce y media? Por eso, para cuando llega la comida a la mesa, se te ha pasado el hambre y te sientes morir. Además, cuando llega, resulta que todo está cocinado con rancio aceite de oliva. Aún siento el olor, a todo el mundo se le nota incluso en el pelo. Para que todo resulte más apetitoso, a tu alrededor hay siempre un cuadro de un pobre y viejo toro al que torturan hasta matarlo. En todo el día no piensan nada más que en los toros y en la Virgen. España debía de ser lo peor de todo, pensé. Claro que a Boy no le importa nada estar en el extranjero. De hecho, parece que incluso le gusta. Y sabe hablar en todas esas lenguas tan terriblemente afectadas. Querida, el italiano... te morirías si lo oyeras. Sinceramente, no creo que pudiera haberlo soportado por mucho más tiempo. Me habría muerto de pura nostalgia. En fin: aquí estoy.

—¿Y cuál es la razón de que hayas vuelto? —pregunté, pues de hecho me preguntaba de qué modo se lo iban a pagar, teniendo en cuenta lo pobres que eran, al menos según había dicho Davey. Silkin no era una casa demasiado grande, pero les harían falta tres o cuatro criados.

—Bueno, ¿te acuerdas de mi tía Edna, la de Hampton Court? La buena señora se murió y me ha dejado en herencia todo su dinero. No es gran cosa, pero creemos que ahora sí podremos permitirnos el pequeño lujo de vivir en Silkin. Además, Boy está escribiendo un libro, y tenía que volver por esa razón, la Biblioteca de Londres y Paddington.

—¿Paddington? —dije, pensando en la estación de ferrocarril.

—La casa del duque de Muniment. Por otra parte, hay que pensar en el bebé. Imagínate, si tuviera que tener al bebé en el extranjero, sin una sola vaca en millas a la redonda. Aun así, Boy no es partidario de que nos quedemos aquí para siempre. Creo que sigue teniendo miedo de mamá, tú imagínate. Yo también la temo un poco, para qué lo voy a negar. No es que la tema exactamente, más bien me aburre sólo de pensar en las escenas que pueda montarnos. Pero la verdad es que ya no puede hacernos nada más, ¿no crees?

—No creo que debas preocuparte por ella ni lo más mínimo —le dije—. Tu madre ha cambiado radicalmente en estos dos años.

No estaba yo en condiciones de decirle lo que en realidad pensaba, esto es, que a lady Montdore ya le importaba un comino lo que se hiciera de Boy o de Polly, creía que incluso podría mostrarse amistosa con ellos. Todo dependía de la actitud que tomara Cedric. Así era todo, de un tiempo a esta parte, en lo que a ella se refiriese.

Al rato estábamos sentadas en nuestra mesa en Fuller, entre los paneles de roble ahumado y la pulcritud del local: «¿No te parece que todo está limpísimo, delicioso? ¿No te parecen correctísimas las camareras? Y qué rubias son; en el extranjero, no te imaginas qué morenos son todos los camareros». Habíamos pedido sendos lenguados de Dover, y Polly insistió en que sin más tardanza le hablase de Cedric.

—¿Recuerdas —dijo— que Linda y tú lo teníais pendiente de examen, por saber si sería válido?

—Lo cierto es que jamás lo habría sido —dije—. Eso te lo digo con toda seguridad.

—Ya me lo imagino —dijo Polly.

—¿Cuánto sabes acerca de él?

De pronto me invadió la culpabilidad por saber tanto y confié en que Polly no pensara que me había pasado al enemigo. Cuando a una le gusta la caza, es muy difícil resistirse a correr con la liebre que se fuga y con los perros que la acosan.

—En Sicilia, Boy se hizo amigo de un duque italiano, un tal Monte Pincio. En su nuevo libro está escribiendo sobre otro Pincio de épocas pretéritas. Resulta que ese espagueti conoció a Cedric en París, así que nos contó muchas cosas de él. Dijo que es bellísimo.

—Sí, eso es cierto.

—¿Cómo de bello, Fanny? ¿Más que yo?

—No. Nadie se le queda mirando arrobado, como le sucede a todo el mundo contigo.

—Ay, querida, qué amable eres, pero me temo que ya no es así.

—Es exactamente igual que siempre. Pero se te parece bastante. ¿Eso no te lo dijo el duque?

—Sí. Dijo que éramos como Viola y Sebastian. Debo decir que me muero de ganas de conocerlo.

—A él le pasa igual contigo. Hemos de concertar un encuentro.

—Sí, pero después de que nazca el bebé. No mientras esté hecha un adefesio con semejante barriga. Ya sabes que los mariquitas odian a las mujeres embarazadas. El pobre Monte Pincio hacía lo que fuera preciso, últimamente, para no tener que verme. Anda, sigue contándome cosas de Cedric y de mi madre.

—Yo, la verdad, creo que él adora a tu madre. Es como su esclavo, no la deja sola ni un instante, siempre está muy animado, a ella le levanta el ánimo... No creo que nadie pudiera llegar a tales extremos si no es por amor.

—No me extraña —dijo Polly—. Yo también la quise mucho antes de que empezara a dar la lata con lo de la boda.

—¡Ya lo sabía yo!

—¿Que ya sabías el qué?

—Bueno, una vez me dijiste que la habías odiado durante toda tu vida, en el fondo sabía que no era verdad.

—Lo que pasa —dijo Polly— es que cuando odias a una persona no te puedes ni imaginar cómo es el no odiarla. Igual sucede con el amor. Claro está que, con mi madre, que es tan excelente como acompañante, siempre tan vitalista, lo natural es que la quieras mucho y mucho antes de que descubras lo perversa que puede llegar a ser. Y no creo que tenga tanta prisa por librarse de Cedric como la que tuvo por librarse de mí.

—No, ninguna prisa —dije.

La mirada azulada de Polly cayó sobre mi cara.

—¿Quieres decir que está enamorada de él?

—Enamorada... No lo sé. Lo quiere muchísimo. Él le resulta muy entretenido, imagínate. Su vida es ahora pura diversión. Además, seguramente es consciente de que el matrimonio no está hecho exactamente para él, pobre Cedric.

—Oh, no —dijo Polly—. Boy coincide conmigo en que ella no sabe nada, lo que se dice nada, de todo eso. Dice que una vez tuvo ella una metedura de pata garrafal al referirse a los sodomitas y confundirlos con las Dolomitas. Se corrió el cuento por todo Londres. No, yo más bien supongo que está enamorada. Se le da de maravilla eso de enamorarse, sin duda. Hubo un tiempo en que me dio por pensar que le gustaba Boy, imagínate, aunque él dice que no. En fin, todo esto es muy molesto, porque supongo que no me echa de menos ni siquiera un momento, pero yo la echo en falta muy a menudo. Bueno, ¿y qué tal está mi padre?

—Muy avejentado —dije—. Tan avejentado como rejuvenecida está tu madre. Es mejor que estés preparada para no llevarte una sorpresa excesiva cuando los veas, tanto a él como a ella.

—¿De veras? ¿Rejuvenecida? ¿Qué quieres decir? ¿Se ha teñido el pelo?

—De reflejos azulinos, pero lo que llama la atención más que nada es que ha adelgazado y está más ágil, se mueve con rapidez, cruza una pierna sobre la otra, de pronto se sienta en el suelo, etcétera. Parece una jovencita.

—Dios del cielo —dijo Polly—. Con lo rígida, envarada y robusta que era.

—Es cosa del señor Wixman, masajista tanto de ella como de Cedric. Le da sesiones de una hora todas las mañanas y luego se pasa una hora entera en la sauna. Se lo trabaja muy a fondo, usa toda clase de cremas y lociones y máscaras, se hace las uñas a menudo, y la pedicura, y toda clase de ejercicios, además de haberse arreglado toda la dentadura y haberse depilado por completo los brazos y las piernas. Yo, la verdad, dudo mucho que me tomara tantas molestias.

—¿Y se ha operado la cara?

—Desde luego, pero eso fue casi lo primero. Le han desaparecido las bolsas y las arrugas, se depila las cejas, etcétera. Tiene una cara que da gusto.

—Aquí parecerá raro, claro está —dijo Polly—, pero en el extranjero hay mujeres así a centenares. Supongo que, además, hará el pino todos los días y tomará prolongados baños de sol. Me lo imaginaba, es lo que hacen todas. Seguro que hay que verla. Sea o no una visión impresionante, la verdad es que me muero de ganas de verla, Fanny. ¿Cuándo podríamos arreglar un encuentro?

—De momento no será posible. Ahora están en Londres, terriblemente ajetreados con el baile de Longhi que van a celebrar en Montdore House. Cedric vino a verme el otro día y no habló de otra cosa. Dice que no visitarán Hampton hasta que todo termine.

—¿Qué es un baile de Longhi?

—Al estilo veneciano. Con fuentes de verdad, estanques de verdad y góndolas de verdad en el salón de baile. O sole mio tocado a coro por cien bandurrias, todos los lacayos con máscara y capa, luz de velas nada más, colocadas en faroles venecianos, mientras un potente foco apunta a Cedric y a tu madre en el momento de recibir a los invitados a bordo de una góndola. Muy distinto de tu baile, Polly. Ah, sí, además, sé que Cedric no permitirá que esté invitado ningún miembro de la realeza. Dice que en Londres lo echan todo a perder. En París es muy distinto, allí saben cómo comportarse.

—¡Santo Dios! —exclamó Polly—. ¡Pues cómo han cambiado los tiempos! ¿Ni siquiera irá la vieja súper dama?

—No, ni siquiera la nueva infanta preferida de tu madre. Cedric se ha mostrado inflexible en este punto.

—Fanny, tienes el deber de acudir al baile. Irás, ¿verdad?

—Querida, me va a ser imposible. Cuando estoy embarazada, nada más cenar me caigo de sueño, date cuenta. La verdad es que no podría aunque quisiera. Ya nos enteraremos de todo a su debido tiempo. Y de labios del propio Cedric.

—¿Y cuándo se celebra?

—Creo que dentro de menos de un mes. El dieciséis, me parece.

—Qué cosas. Ese mismo día salgo de cuentas. Qué oportuno. Cuando todo haya pasado podremos vernos, ¿verdad? Prométeme que te ocupas tú de todo.

—No te preocupes. Será imposible impedir que Cedric te vea. Tiene un tremendo interés por ti. Para él, eres como Rebeca.

Boy regresó a mi casa cuando estábamos terminando el té. Parecía aterido de frío, muy fatigado, pero Polly no quiso hacerle esperar mientras preparaban una nueva tetera. Le permitió tomarse una taza de té tibio antes de llevárselo.

—Supongo que habrás perdido la llave del coche, como siempre —dijo sin ninguna delicadeza cuando bajaban las escaleras.

—No, no, la tengo en el llavero.

—Qué milagro —dijo Polly—. En fin, adiós, querida. Te llamaré por teléfono y ya estaremos juntas otro rato.

* * *

Cuando vino Alfred, poco más tarde, no esperé a contarle mis impresiones.

—¡He visto a Polly! Imagínate, se ha pasado el día entero aquí conmigo. Ah, Alfred. Ya no está enamorada de él.

—¿Nunca te paras a pensar en otra cosa? Siempre andas hablando de quién está enamorado de quién o de quién no lo está —dijo en un tono exasperado.

Norma, bien lo sabía yo, no mostraría el menor interés. Me moría de ganas de que vinieran Davey o Cedric para ponerles al corriente.