4

Mi dormitorio estaba en la torre, donde se encontraba el dormitorio de Polly y el cuarto de jugar cuando era pequeña. Así como en Hampton el resto de los dormitorios era de ambiente clásico, los dormitorios de la torre eran exageradamente góticos, el gótico de las ilustraciones de los cuentos de hadas. En el mío, la cama, la cómoda y la chimenea estaban adornadas con pináculos, el papel pintado imitaba los pergaminos y las ventanas eran dobles, estrechas, de bisagra. En toda la casa se había llevado a cabo una extensa reforma para modernizarla mientras la familia estuvo en la India, y al darme la vuelta vi que donde había habido uno de los armarios habían abierto un cuarto de baño con azulejos.

Antaño salía yo de mi dormitorio esponja en mano, camino del cuarto de baño de las niñas, que estaba al final de una aterradora escalera de caracol, y aun me acordaba del frío que hacía fuera, por los pasillos, aun cuando en mi dormitorio siempre había un fuego encendido en la chimenea. Ahora, la calefacción central funcionaba a pedir de boca y la temperatura de la casa era la de un invernadero. El fuego que crepitaba bajo las espiras y torretas que remataban la chimenea lucía sólo por adorno, y la criada enana que iba arrastrando los pies como un ratón ya no lo encendía a las siete de la mañana, antes de que despertara nadie. Había terminado la edad del lujo y había comenzado la edad del confort. Conservadora por naturaleza, me alegró ver que la decoración no había cambiado en absoluto, aunque la iluminación había mejorado de manera sustancial. Había una nueva colcha sobre la cama, el tocador de caoba había adquirido unos faldones de muselina y un espejo de tres cuerpos, y el suelo de toda la habitación, así como el del baño, estaban enmoquetados. Por lo demás, todo estaba igual que en mi memoria, incluidos dos grandes cuadros amarillentos que se veían desde la cama, Los tahúres, de Caravaggio, y Una cortesana, de Rafael.

Me vestí para la cena ardiendo en deseos de que Polly y yo pudiéramos pasar juntas la velada en la primera planta, cenando en bandejas, como hacíamos antaño, en la sala donde se impartían clases a los niños. Esa cena de adultos que me aguardaba me daba pavor, pues era consciente de que tan pronto me viese en el comedor, sentada entre dos de los ancianos caballeros que esperaban en la planta baja, ya no podría continuar siendo una espectadora callada. Iba a verme obligada a tratar de idear ocurrencias que decir. Me habían metido en la cabeza a marchamartillo, sobre todo Davey, que permanecer en silencio durante las comidas es un gesto antisocial.

—Mientras hables como si tal cosa, Fanny, poco importa qué quieras decir. Mejor recitar el alfabeto que quedarte callada como si fueras sordomuda. Piensa en tu pobre anfitriona. No sería justo con ella.

En el comedor, entre el hombre llamado Rory y el hombre llamado Roly, las cosas me parecieron mucho peores de lo que había temido. La coloración protectora, el camuflaje que tan bien había funcionado en el salón, apenas me cubría, o más bien iba y venía como una luz eléctrica en mal estado. Yo era bien visible, uno de mis vecinos iniciaba una conversación conmigo y parecía interesadísimo por lo que yo pudiera contarle, cuando sin previo aviso me tornaba invisible y tanto Rory como Roly se ponían a gritar mirando hacia el otro lado de la mesa, hacia la dama llamada Veronica, mientras yo me quedaba en suspenso, con algún triste y mínimo comentario en los labios. Luego pasó a ser evidentísimo que no habían escuchado una sola de las palabras que yo dijera, pues en todo momento habían estado embelesados por la conversación con la tal Veronica, infinitamente más fascinante. Pues muy bien, me conformaba con ser invisible, de hecho así lo prefería, y por fin estaba dispuesta a cenar en silencio y encantada de la vida, cuando advertía que no sería así, ni mucho menos, pues de improviso volvía de un modo inexplicable a ser visible de nuevo.

—Así pues, lord Alconleigh es tu tío, ¿verdad? ¿No está chiflado? ¿No echa los perros a la gente cuando sale la luna llena?

Yo todavía era tan niña que aceptaba a los adultos de mi familia sin cuestionarme nada, y pensaba que cada cual a su manera era más o menos perfecto, así que me sobresaltó oír a ese desconocido referirse de ese modo a mi tío y llamarlo chiflado.

—Ya, pero es que nos encanta —comencé a decir—. No se puede imaginar usted qué divertido... —No había manera: incluso hablando era invisible.

—No, no, Veronica; lo que cuenta es que ha venido con el microscopio para mirarse su propio...

—En fin, le desafío a que lo diga por su nombre aquí en la mesa, eso es todo —dijo Veronica—. Aun cuando sepa cómo pronunciarlo, y permítame que lo dude, es demasiado vergonzoso, no es propio de una cena... —y así seguían, la conversación de un lado a otro.

—Veronica me parece graciosísima, ¿y a ti?

Las dos cabeceras de la mesa estaban más tranquilas. En un extremo, lady Montdore charlaba con el Duc de Sauveterre, quien cortésmente escuchaba lo que ella le decía, aunque sus ojillos brillantes, resplandecientes de buen humor y muy negros, no dejaban de írsele de acá para allá; en el otro, lord Montdore y el Listillo se lo estaban pasando en grande haciendo alarde de su impecable francés, pues charlaban por los codos el uno con el otro separados por la Duchesse de Sauveterre. Estaba tan cerca como para escuchar perfectamente toda su conversación, cosa que hice en todos los períodos de invisibilidad y, aun sin ser quizá tan ingeniosa como la conversación con Veronica, tenía el mérito, para mí, de resultar más comprensible. Discurría en estos términos:

Montdore: Alors, le Duc du Maine était le fils de qui?

Boy: Mais, dîtes donc, mon vieux, de Louis XIV.

Montdore: Bien entendu, mais sa mère?

Boy: La Montespan.

En este punto, la duquesa, que había estado masticando en silencio, aparentemente sin prestarles la menor atención, dijo en voz muy alta, con manifiesta desaprobación y recalcando la primera palabra:

—Madame de Montespan.

Boy: Oui—oui—oui, parfaitement, Madame la Duchesse. (En inglés, haciendo un aparte con su cuñado: —La marquesa de Montespan era una aristócrata, claro está. Eso nunca se les olvida.) Elle avait deux fils d'ailleurs, le Duc du Maine et le Comte de Toulouse, et Louis XIV les avait tout deux legitimes. Et sa fille a épousé le Régent. Tout cela est exacte, n'est-ce pas, Madame la Duchesse?

Pero la anciana señora en cuyo beneficio presuntamente se había escenificado este espectáculo lingüístico no tenía el menor interés por el mismo. Comía tanto como podía; sólo hacía una pausa, a veces, para pedir al lacayo más pan. Cuando se le preguntaba algo, decía sin más:

—Supongo.

—Está todo en Saint-Simon —dijo el Listillo—. He estado releyéndolo, y debes hacer lo propio, Montdore. Es lisa y llanamente fascinante.

Boy estaba versado en todas las memorias cortesanas que se hubieran escrito y de ese modo adquiría el rebozo de un gran saber histórico.

—Quizá Boy no te caiga bien, pero sabe una barbaridad de historia. No hay nada que se le escape.

Siempre en función de lo que una quisiera averiguar. La huida de la emperatriz Eugenia desde las Tullerías, sí; el martirio de los Mártires de Tolpuddle, no. El saber histórico amasado por Boy era la sublimación del esnobismo.

Lady Montdore se volvió hacia el otro comensal y todos los demás la imitaron. Yo me encontré con Rory en vez de Roly, así que no cambió nada, pues los dos estaban embebidos por completo en lo que se ventilaba al otro extremo de la mesa, y el Listillo se quedó solo para lidiar con la duquesa. Le oí decir:

—Dans le temps j'étais très lié avec le Duc de Souppes, qu'est-ce qu'il est devenu, Madame la Duchesse?

—¿Cómo, qué me dice? ¿Es usted amigo del pobre Souppes? —replicó—. Es un muchacho muy cargante. —Hablaba con un extraño acento, una mezcla de francés con un deje cockney.

—II habite toujours ce ravissant hotel dans la rue du Bac?

—Supongo.

Et la vieille duchesse est toujours en vie?

Su vecina, sin embargo, se había entregado de lleno a la tarea de comer y ya no le pudo sacar una palabra más. Al terminar cada plato alargaba el cuello para ver cuál iba a ser el siguiente; cuando se repartieron los platos para el pudin, ella tocó el suyo y la oí decir con fruición:

—Encore un assiette chande, trés-trés bien. —Estaba disfrutando una enormidad con la cena.

Yo también estaba encantada con la comida, sobre todo a partir del momento en que mi coloración protectora había vuelto a funcionar a pedir de boca, y de hecho continuó funcionando durante el resto de la velada, sin que apenas hubiera un solo fallo. Me apenó que Davey no pudiera estar allí en uno de sus días señalados para atracarse con una comilona. Siempre se quejaba en tales ocasiones de que tía Emily nunca le aprovisionara de platos suficientemente variados para causar un buen sobresalto a su metabolismo.

—No creo que entiendas ni por asomo qué necesito —le decía con un enojo nada corriente en él—. Es preciso que termine mareado, exhausto de tanto comer, si es que me ha de sentar bien la dieta. Tendríamos que apuntar hacia esa sensación de hartazgo que a uno le embarga tras comer en un buen restaurante de París, esas ocasiones en que uno se queda tan saciado, tan ahíto, que sólo puede tumbarse en la cama como una cobra, durante horas, tan saturado que ni siquiera puede dormir. Tiene que haber muchos platos y muy variados para que mi apetito encuentre el aliciente deseado; no vale repetir de un mismo plato. Es preciso que disponga de muchísimos platos de comida realmente potente, mi queridísima Emily. Como es natural, si prefieres, renuncio a la cura, aunque sería una pena, porque es ahora cuando de veras me está sentando bien. Si estás pensando en las cuentas de la casa, debes recordar que también hay días en los que ayuno. Parece que nunca los tienes en cuenta.

Pero tía Emily decía que los días de ayuno no representaban la menor diferencia en las cuentas de la casa y que él podría hablar de ayuno si así le parecía, pero que cualquier otra persona hablaría de un día con sus cuatro comidas normales.

A medida que la cena proseguía sin que pareciera tener fin, pensé que unas dos docenas de metabolismos se estaban llevando alrededor de la mesa una sacudida de padre y señor mío. Sopa, pescado, faisán, bistec, espárragos, pudin, platillos salados para rematar y fruta variada de postre. Comida al más puro estilo Hampton, como la llamaba tía Sadie, y tenía desde luego un carácter propio, que mejor se describe diciendo que eran montañas de comida para niños, la más deliciosa y digerible que se pueda imaginar, tanto normal como integral, con los mejores ingredientes, y que cada cosa tenía un intenso sabor a sí misma. Claro que, como todo lo demás en Hampton, era una exageración. Así como lady Montdore se parecía en exceso a una condesa, lord Montdore semejaba en demasía a un estadista retirado, los criados eran demasiado perfectos, demasiado deferentes, las camas demasiado blandas, la ropa de cama demasiado fina y los coches demasiado resplandecientes, y todo en perfectísimo orden de revista, los melocotones eran excesivos para no ser sino melocotones. De niña tenía por costumbre pensar que toda esta excelencia daba a Hampton un aire de irrealidad comparada con cualquiera de las otras casas que yo conocía, Alconleigh y la casita de tía Emily. Era como una mansión nobiliaria sacada de un libro o una obra teatral, nada que ver con una casa entera y verdadera en la que viviera alguien, y de esa misma guisa los Montdore y la propia Polly nunca parecían ser personas de carne y hueso.

Para cuando me embarqué en la degustación de un melocotón demasiado amelocotonado, había perdido toda sensación de miedo, si no de decoro, y me encontraba tan a mis anchas como ni imaginé al comienzo de la cena. Miraba con descaro a diestra y siniestra. No era el vino. Sólo había tomado una copa de clarete y mis demás copas seguían llenas e intactas (el mayordomo no había prestado atención a mis negativas en silencio, con gestos bien claros). Era efecto de la comida. Estaba apestosamente embriagada de comida. Entendí qué quería decir Davey al referirse a una cobra, pues toda yo estaba estirada al máximo de mi capacidad y me sentía como si me hubiera tragado una cabra entera. Sabía que tenía la cara roja como la grana y, al mirar en derredor, vi que todas las demás caras estaban igual de coloradas, con la sola excepción de Polly.

Sentada entre una pareja igualita que Rory y Roly, Polly no había hecho el menor esfuerzo por mostrarse atenta con ellos, aun cuando ellos se habían tomado muchas más molestias por complacerla que mis vecinos conmigo. Tampoco se le veía disfrutar con la comida. Enredaba con el tenedor, pero se dejaba casi todo en el plato, y parecía estar completamente en las nubes, con su mirada vacía y reluciente, como el rayo de una lámpara azul, más o menos en dirección hacia Boy, pero no como si lo estuviera mirando de verdad, tampoco como si estuviera atendiendo a su exquisito francés. Sus pensamientos estaban obviamente muy lejos de la mesa del comedor de su madre, y al cabo de un rato sus vecinos de mesa renunciaron a la lucha de sonsacarle de vez en cuando un sí, un no y, a coro con los míos, comenzaron a dar voces a la dama llamada Veronica.

La tal Veronica era menuda, bajita e ingeniosa. Su cabello dorado, brillante, le quedaba como un casco perfectamente liso, con algunos rizos planos sobre la frente. Tenía la nariz huesuda y prominente, los ojos azul pálido también saltones y el mentón huidizo. Parecía decadente, pensé, aunque a buen seguro fue mi embriaguez la que introdujo esa palabra inteligente y adulta en mi ánimo, a pesar de todo lo cual era innegable que era guapísima y que su atuendo, sus joyas, su maquillaje y toda su presencia eran la elegancia personificada. Sin duda se le consideraba muy ingeniosa y, tan pronto se fue animando la fiesta, después de un comienzo frío y nada prometedor, fue girando íntegramente alrededor de ella. Intercambió pláticas con los diversos Rorys y Rolys, mientras las demás mujeres de su misma edad se limitaban a reír por lo bajo con las bromas y los chistes, sin participar en ellos de forma activa, como si se dieran cuenta de que sería inútil tratar de robarle la luz de las candilejas, y mientras las personas de mayor edad, a uno y otro extremo de la mesa, mantenían una conversación fluida, aunque seria, si bien de cuando en cuando lanzaban una mirada indulgente hacia Veronica.

Una vez me hube armado de valor pedí a uno de mis convecinos que me dijera su nombre, pero se mostró tan atónito de que yo no lo supiera que por poco olvida responder a mi pregunta.

—¡Veronica! —exclamó estupefacto—. Pero seguro que conoces a Veronica, la tienes que conocer.

Contestó como si yo nunca hubiera oído hablar del Vesubio. Luego descubrí que era la señora de Chaddesley Corbett, y en ese momento me pareció extraño que lady Montdore, de quien tantas veces había oído decir que era una esnob, tan pagada de sí misma en estas cosas, antepusiera a su apellido un «señora de», sin añadir el «ilustre señora de», si bien la trataba con la mayor deferencia. Así se muestra qué inocente en lo social debía de ser yo en aquella época, y eso que incluso los colegiales (los que están matriculados en Eton, entendámonos) lo saben todo acerca de la señora de Chaddesley Corbett. Para las demás mujeres elegantes de su tiempo era como la estrella al coro y había inventado una manera de presentarse en público, así como una manera de hablar, de caminar, de comportarse, que fue servilmente imitada en Inglaterra al menos durante diez años. No cabe duda de que la razón por la que nunca había oído yo su nombre no era otra que su posición, a años luz, en cuanto elegancia, por encima del mundo corriente, el mundo de pan y mantequilla que conformaban mis conocidos.

Era terriblemente tarde cuando por fin lady Montdore se levantó de la mesa. Mis tías nunca hubieran permitido que la cena se prolongase tanto, pues había que recoger la mesa y fregar los platos, y toda prórroga habría impedido que los criados se acostaran, pero esa clase de circunstancias simplemente no se tenían en cuenta en Hampton, así como tampoco se volvió lady Montdore hacia su esposo, como siempre hacía tía Sadie, con una mirada implorante, de las que dicen en silencio «No nos alarguemos, querido», antes de irse y dejar a los hombres con su oporto, su brandy, sus cigarros puros y sus anécdotas siempre subidas de tono, tanto que difícilmente podrían serlo más que la conversación de Veronica durante la última media hora.

De vuelta a la Galería Larga, algunas damas subieron a «empolvarse la nariz». Lady Montdore mostró su desdén.

—Yo voy por la mañana —dijo—, no hay más que hablar. A mí no tienen que sacarme, como si fuese un perro, en los entreactos.

Si lady Montdore realmente albergó la esperanza de que Sauveterre ejerciera sus encantos sobre Polly, le esperaba una decepción en toda regla. Tan pronto salieron los hombres del comedor, donde habían permanecido durante casi una hora una vez terminada la cena («Esta costumbre inglesa —le oí decir a Sauveterre— es terrible.»), lo rodearon Veronica y su coro, y ya no dispuso de ocasión para cruzar palabra con nadie más. Todas parecían viejas amigas suyas, todas le llamaban por su nombre de pila, todas tenían mil y una preguntas que hacerle acerca de conocidos mutuos de París, de damas extranjeras muy de moda, con nombres tan poco afortunados en Inglaterra como Norah, Cora, Jennie, Daisy, May y Nellie.

—¿Es que todas las francesas se llaman como las criadas inglesas? —preguntó lady Montdore con un punto de malhumor, resignándose a charlar con la anciana duquesa, pues el grupo que rodeaba a Sauveterre había tomado posesión de sus asientos sin dar muestras de que ninguna estuviera dispuesta a moverse. Él parecía disfrutar de la situación, consumido, diríase, por un chiste secreto, y posaba sus ojos centelleantes con claro entretenimiento, más que con deseo, en cada una de las caras fruncidas y pintadas que se le iban ofreciendo, mientras por turno riguroso se interesaban por sus queridas Nellie y Daisy. Entretanto, los maridos de todas estas variadas señoras, francamente aliviados, como siempre les sucede a los ingleses, al hallarse exentos de manera pasajera de la compañía femenina, jugaban al otro lado de la larguísima estancia, apostándose, de seguro, cantidades mucho más elevadas de lo que se habrían permitido en presencia de sus esposas, todos ellos con recia, aplomada concentración masculina en la partida, sin que les distrajera ni les importunara el sexo opuesto. Lady Patricia se fue a acostar; Boy Dougdale comenzó por introducirse en el grupo que rodeaba a Sauveterre, pero al verificar que ninguna de las contertulias iba a fijar su atención en él y que Sauveterre ni siquiera respondió cuando le preguntó por el Duc de Souppes, más allá de decir a modo de evasiva que «Algunas veces veo a la pobre Nina de Souppes», renunció a seguir con ellas, con una sonrisa de dolor en la cara, y vino a sentarse con Polly y conmigo, a enseñarnos a jugar al backgammon. Nos tomaba de la mano al agitar los dados, nos rozaba las rodillas con las suyas, se comportaba en líneas generales, pensé, de un modo estrúpido y libidinoso. Lord Montdore y el resto de los caballeros de mayor edad se fueron a jugar al billar. Se decía que él era uno de los mejores jugadores de billar de las islas británicas.

Mientras tanto, la pobre lady Montdore quedó sujeta a un tremendo interrogatorio por parte de la duquesa, que había recaído, tal vez por puro espíritu de contradicción, en el uso de su lengua materna. El francés de lady Montdore era adecuado, pero ni de lejos tan pasmosamente magnífico como el de su marido y su cuñado, y pronto se vio en aprietos, sobre todo cuando entraron en asunto de pesos y medidas: que si cuántas hectáreas tenía la finca de Hampton; cuántos metros de altura tenía la torre; cuánto costaría, en francos, alquilar un cobertizo para la barca en Henley; cuántos kilómetros había hasta Sheffield, etcétera. Se vio en la necesidad de apelar en todo momento a Boy, que por supuesto no la dejó en la estacada, aunque las respuestas no impresionaron mucho a la duquesa, quizá demasiado ocupada en preparar la siguiente pregunta del repertorio. Sus preguntas brotaban en forma de torrente imparable, sin dejar a lady Montdore la menor oportunidad de escapar hacia la mesa de bridge, como de hecho habría deseado. ¿Qué clase de generador eléctrico tenían en Hampton, cuánto pesaba por término medio un venado escocés, cuánto tiempo llevaban casados lord y lady Montdore («Tiens!»), cómo se calentaba el agua del baño, cuántos lebreles formaban una jauría para la caza del zorro, dónde se hallaba la familia real? Lady Montdore experimentó la sensación, completamente novedosa, de ser un conejo paralizado ante una serpiente. Por fin llegó el momento en que no pudo soportarlo más y disolvió la reunión, llevando a las mujeres a la cama mucho antes de lo que era habitual en Hampton.