12
A la mañana siguiente, cuando bajé a desayunar, me encontré a todo el mundo, incluidas las niñas, con el semblante grave. Gracias a un misterioso tam-tam local, tía Sadie se había enterado de que lady Patricia Dougdale había muerto en el transcurso de la noche. Había sufrido un colapso repentino, mandaron llamar a lord Montdore, pero para cuando pudo llegar ella ya se encontraba inconsciente y en tan sólo una hora había muerto.
—Pobre, pobre Patricia —decía tía Sadie una y otra vez, muy trastornada, mientras tío Matthew, que era de lágrima fácil, se secaba los ojos inclinado sobre el plato, tomándose una salchicha con menos entusiasmo que de costumbre.
—Si la vi la semana pasada —dijo—, en el Clarendon Yard...
—Sí —dijo tía Sadie—, recuerdo que me lo dijiste. Pobre Patricia, me cayó siempre tan bien... Aunque justo es decir que de tanto insistir en su delicada salud a veces resultaba fastidiosa.
—Bueno, ahora bien se ve que estaba delicada de salud —dijo Davey triunfalmente—. Ha muerto. Esa mala salud la ha matado. ¿No lo ves claro? Ojalá pudiera yo haceros entender a todos los Radlett que no existe eso que se da en llamar una enfermedad imaginaria. Quien se encuentre bien de veras nunca se tomaría la molestia de hacer todas las cosas que yo por ejemplo me veo obligado a hacer para mantener en orden mi desdichado cuerpo.
Las niñas se rieron por lo bajo y la propia tía Sadie también se sonrió, porque todos sabíamos que lejos de ser una molestia, para Davey ésa era la ocupación que absorbía todo su tiempo, a tal punto que la disfrutaba de un modo indecible.
—Claro, claro, ya sé que a todos os parece un chiste estupendo y no me cabe duda de que Jassy y Victoria se mondarán de la risa cuando por fin estire la pata, pero para mí de chiste no tiene nada, en serio lo digo, y un hígado en tales condiciones dudo mucho que fuera un chiste para la pobre Patricia.
—Pobre Patricia. Y mucho me temo que no tuvo una vida feliz con ese aburrido y viejo Listillo.
Típico de tía Sadie. Después de llevar años protestando de que se llamase Listillo a Boy Dougdale, ella misma utilizaba ese apodo. Dentro de nada la oiríamos entonar la cantinela de Larga agonía de un hombre.
—Por alguna razón que yo nunca he podido entender, lo cierto es que de veras lo amaba.
—Sí, hasta hace poco —dijo Davey—. Yo creo que durante el último año, tal vez dos años, ha sido más bien al revés, y ha sido él quien dependía de ella, pero ya era demasiado tarde, pues ella se había hartado de él.
—Es posible. De todos modos, es una historia bien triste. Tenemos que enviar una corona, querido, ahora mismo. ¡Qué época del año más adversa! Habrá que encargarla en Oxford, digo yo... ¡Y qué gasto de dinero!
—Envía una corona de huevas de rana, huevas de rana, huevas de rana, maravillosas, maravillosas huevas de rana, a mí es lo que más me gusta —canturreó Jassy.
—Niñas, como sigáis diciendo tonterías —dijo tía Sadie, que acababa de captar un gesto de desagrado en la cara de Alfred—, me veré obligada a mandaros al colegio.
—¿Te lo podrías permitir? —preguntó Victoria—. Tendrías que comprar playeras, túnicas para hacer gimnasia, ropa interior en estado presentable y unos baúles fuertes, de los buenos. Yo he visto a las chicas que van al colegio y van cargaditas de cosas carísimas. Claro que nosotras lo estamos deseando: un amor loco por el director, los trapitos en el dormitorio... Los colegios tienen una parte de lo más atractiva, Sadie. No sé si lo sabes. La mismísima palabra «señorita»... ay, cómo me encandila.
Pero tía Sadie no la escuchaba. Estaba de nuevo en las nubes.
—Mmm... —se limitó a decir—. Muy vulgar, muy travieso, muy tonto. Y a mí no me llames Sadie, ¿entendido?
Tía Sadie y Davey fueron juntos al funeral. Tío Matthew tenía sesión en el tribunal ese día y estaba resuelto a asistir para cerciorarse de que un determinado rufián que debía comparecer fuera condenado por los jueces a varios años de cárcel y a una flagelación con látigo de nueve colas. Dos o tres de los colegas de tío Matthew en el tribunal tenían ciertas ideas más bien curiosas y modernas sobre la justicia, de modo que se hallaba en esforzada guerra contra todos ellos, en la cual contaba con la ayuda valiosísima de un almirante jubilado de los alrededores.
Así que tuvieron que ir sin él al funeral y volvieron con el ánimo por los suelos.
—Empezaremos ahora a caer uno por uno —dijo tía Sadie—. Siempre me ha dado pánico el principio del fin. Pronto habremos muerto todos. En fin, qué más dará.
—Tonterías —dijo Davey con mucho brío—. La ciencia moderna nos mantendrá a todos vivos y jóvenes todavía por muchos años. Patricia tenía los interiores hechos un desastre. Charlé un momento con el doctor Simpson mientras tú estabas con Sonia, y es bastante milagroso que no haya muerto hace ya unos cuantos años. Cuando se acuesten las niñas, te lo cuento.
—No, muchas gracias —dijo tía Sadie, mientras las niñas le imploraban que fuera con ellas al cuarto de los Ísimos a contárselo todo con pelos y señales.
—Es injusto, Sadie no quiere saber nada, y nosotras nos morimos de ganas.
—¿Qué edad tenía Patricia? —preguntó tía Sadie.
—Era mayor que nosotros —dijo Davey—. Recuerdo que, cuando se casaron, se comentó que ella era algo mayor que Boy.
—Pues él parecía que tuviera cien años cuando arreciaba ese viento tan helador.
—Me pareció que estaba sencillamente destrozado, pobre Boy.
Durante una breve charla junto a la tumba, con lady Montdore, tía Sadie había llegado a la conclusión de que el fallecimiento fue una sorpresa para todos ellos, si bien se sabía que lady Patricia distaba mucho de encontrarse bien, pero nadie tenía ni idea de que el peligro de muerte fuera tan inminente; de hecho, la difunta había dicho la semana anterior que tenía muchas ganas de emprender viaje al extranjero. Lady Montdore, acérrima enemiga de la muerte, interpretó el gesto de su cuñada como algo sumamente desconsiderado, por haber roto su pequeño círculo de manera tan súbita, y lord Montdore, devoto amante de su hermana, se hallaba terriblemente trastornado por haber tenido que viajar a media noche para llegar a su lecho de muerte, aunque de un modo harto sorprendente fue Polly quien se lo había tomado más a la tremenda. Parece ser que se puso malísima al conocer la noticia, que pasó dos días completamente postrada, que aún estaba tan mal que su madre se negó a llevarla al funeral.
—En cierto modo, no deja de tener su gracia —dijo tía Sadie—. No tenía ni idea de que tuviera tantísimo cariño a Patricia. ¿Tú lo sabías, Fanny?
—Se trata de un shock nervioso —dijo Davey—. No creo que haya vivido nunca una muerte tan de cerca.
—Ni mucho menos —dijo Jassy—. La de Ranger.
—Los perros no son exactamente iguales que los seres humanos, mi querida Jassy.
Pero para las Radlett sí que eran exactamente iguales, con la salvedad de que para ellas, en conjunto, los perros eran más reales que las personas.
—Contadnos cómo era la tumba —dijo Victoria.
—No hay gran cosa que contar, la verdad —dijo tía Sadie—. Una tumba simplemente, ya sabes. Con muchas flores y bastante barro alrededor.
—La habían adornado con brezos —dijo Davey— traídos de Escocia. Pobrecilla, cuánto amaba Escocia.
—¿Y dónde está?
—Pues en el cementerio, claro, en Silkin. Entre el Wellingtonia y el Blood Arms, no sé si me explico. Por cierto, se ve todo entero desde la ventana del dormitorio de Boy.
Jassy se puso a hablar a toda velocidad y muy en serio.
—¿Me prometéis que a mí me enterraréis aquí, pase lo que pase? Por favor, decid que sí. Me gustaría que fuese en un sitio muy especial. Lo veo cada vez que voy a la iglesia. Está al lado de esa anciana señora que tenía casi cien años.
—Esa parte del cementerio no nos corresponde. Está lejísimos de la tumba del abuelo.
—Ya, pero es el sitio que yo quiero. Una vez vi allí un ratoncito de campo muy lindo. Por favor, por favor, por lo que más queráis: que no se os olvide.
—Te habrás casado entonces con algún mentecato y te habrás ido a vivir a las Antípodas —dijo tío Matthew, que acababa de entrar—. A ese jovenzuelo impresentable lo han dejado suelto, han dicho que no se tienen pruebas concluyentes. ¡Al cuerno con las pruebas! Bastaba con mirarle a la cara para saber quién lo había hecho. El almirante y yo vamos a presentar la dimisión.
—Si así fuera, me traéis de donde esté —dijo Jassy—. Aunque sea en salmuera. Lo pagaré, lo juro que lo pagaré. Por favor, Fanny. De ti me fío.
—Ponlo por escrito —dijo tío Matthew, y sacó una hoja y una pluma estilográfica—. Si estas cosas no se ponen por escrito, se suelen olvidar. Además, me gustaría que dejaras diez libras en depósito.
—Puedes tomarlas de mi regalo de cumpleaños —dijo Jassy, que ya escribía con gran concentración—. He dibujado un mapa como el de La isla del tesoro. ¿Lo veis?
—Sí, gracias, ahora está muy claro —dijo tío Matthew. Tomó su llave maestra, se acercó a la pared, abrió una caja fuerte y guardó el papel. En todas las habitaciones de Alconleigh había una caja fuerte incrustada en la pared, cuyo contenido habría asombrado y desazonado al ladrón que lograse abrirlas. Las joyas de tía Sadie, que tenía algunas piedras de gran valor y no menor belleza, nunca se guardaban en ellas. Andaban con su brillo seductor por todos los rincones de la casa y el jardín, en cualquier sitio en el que se las hubiera quitado, olvidando ponérselas de nuevo: el lavabo de la planta baja, junto al arriate de flores que hubiera limpiado de malas hierbas e incluso enviadas a lavar, por haberlas dejado prendidas en un tirante. Sus grandes joyas de fiesta estaban depositadas en el banco. Tío Matthew no poseía una sola joya y despreciaba a los hombres que se adornaban con ellas. (El sello de Boy y su leontina de platino y perlas eran causa de que le rechinasen los dientes.) Su reloj era un objeto ruidoso, engastado en bronce de cañón, que verificaba dos veces al día cotejándolo con la hora del meridiano de Greenwich, comprobándola con un cronómetro que tenía en el despacho; por lo visto, adelantaba tres segundos por semana, y lo llevaba sujeto al llavero, sobre su chaleco de molesquín, mediante un cordón de cuero normal y corriente, en el que tía Sadie a menudo hacía un nudo para que no se le olvidara una determinada tarea pendiente.
Ya que no de objetos valiosos, no obstante, las cajas fuertes estaban llenas de tesoros, pues los tesoros de tío Matthew eran a menudo de valor esotérico, como una piedra encontrada en la finca y que durante dos mil años, según se decía, había albergado un sapo vivo, el primer zapato que calzó Linda, el esqueleto de un ratón regurgitado por un búho, una pistolita para disparar contra las moscardas en verano, cabellos de todos sus hijos con los que se había trenzado un brazalete, una silueta del perfil de tía Sadie pintada en una feria, una castaña tallada, un barco en una botella... Todo ello una extraña mezcla de sentimientos, historia natural y objetos pequeños que de vez en cuando le llamaban la atención.
—Venga, vamos a verlo —dijeron Jassy y Victoria, echando a correr hacia la puerta. Siempre se generaba una gran emoción en el instante de abrir alguna de las cajas fuertes, pues sólo se hacía en contadísimas ocasiones, y ver el contenido se consideraba toda una aventura.
—¡Ay, el trocito de metralla! ¿Puedo quedármelo?
—No, ni mucho menos. Lo llevé clavado en la ingle durante una semana entera.
—Hablando de la muerte... —dijo Davey—. El mayor misterio médico de nuestro tiempo debe de ser, seguro, el hecho de que nuestro querido Matthew siga con nosotros.
—Eso sólo demuestra —apuntó tía Sadie— que nada tiene ninguna importancia, está claro. Así pues, ¿por qué hacer tan terribles esfuerzos por seguir con vida?
—Ah, ya. Pero es que uno disfruta una enormidad con los esfuerzos —dijo Davey, y esta vez dijo la verdad.