5

Como ésta era la primera vez en que me veía lejos de casa, en una reunión tan concurrida y tan grandiosa, de adultos, desconocía qué sucedería, por la mañana, a la hora del desayuno, de modo que antes de irnos a dormir se lo pregunté a Polly.

—Pues será a eso de las nueve, digo yo —respondió, y supuse que, como en casa, eso significaba que sería entre las nueve y cinco y las nueve y cuarto. Por la mañana, me despertó a las ocho en punto una criada que me trajo un té con unas rebanadas de pan finas como el papel y mantequilla.

—Señorita, ¿son suyos estos guantes —me preguntó— que estaban en el coche?

Tras abrir el grifo de la bañera, se llevó todas las prendas de vestir que encontró a su paso, para añadirlas sin duda a la colección que ya había empezado con el traje de tweed del día anterior, el jersey, los zapatos, las medias y la ropa interior. Deduje que en breve tendría que presentarme en la planta baja con los guantes puestos y nada más.

A las nueve, ya bañada y vestida, sentí ganas de desayunar. Curiosamente, la descomunal cena de la noche anterior, que tendría que haberme durado una semana, parecía haberme provocado un hambre más canina que de costumbre.

Aguardé unos minutos a que dieran las nueve en el reloj de las caballerizas, para no ser la primera en presentarme, y sólo entonces me aventuré a bajar, aunque me desconcertó sobremanera ver en el comedor la mesa con el tapete verde, la puerta de la despensa abierta de par en par y los criados, con chalecos de rayas y en mangas de camisa, afanados en trabajos que nada tenían que ver con la inminencia del desayuno, como era la clasificación de las cartas recibidas y el plegado de los diarios matutinos. Me miraron, o al menos así lo advertí, con sorpresa y con hostilidad. Los encontré más aterradores que al resto de los invitados, y cuando estaba a punto de regresar a mi dormitorio a toda prisa, oí una voz a mis espaldas.

—Es desolador mirar así la mesa vacía.

Era el Duc de Sauveterre. Mi coloración protectora, al parecer, no tenía efecto con la luz de la mañana. De hecho, me había hablado como si fuéramos viejos amigos. Me sorprendió mucho, tanto más cuando me estrechó la mano, y mucho más, si cabe, cuando me dijo:

—Yo también echo de menos mis gachas de avena, pero aquí no nos podemos quedar. Es demasiado triste. ¿Vamos a dar un paseo hasta que se sirva el desayuno?

Sin saber cómo, acto seguido me vi caminando a su lado, a buen paso, corriendo casi para no perder su ritmo, por una de las avenidas de la finca que jalonaban los tilos. Hablaba por los codos, tan deprisa como caminaba.

—Estación de neblinas —dijo— y madurez frutal. ¿A que es brillante por mi parte el saberlo? Pero esta mañana apenas se ve la madurez frutal por culpa de las neblinas.

Y pendía en efecto una tenue bruma en nuestro derredor, en la cual descollaban algunos árboles grandes y amarillecidos. La hierba estaba empapada. Mis zapatos de salón se me habían calado.

—Me encanta —siguió diciendo— levantarme con los primeros trinos de las aves y dar un paseo antes del desayuno.

—¿Siempre? —pregunté.

Había gente que lo hacía siempre, eso lo sabía yo.

—Nunca, nunca, nunca. Pero es que esta mañana ordené a mi criado que pidiera una conferencia con París, pues pensé que llevaría una hora más o menos, pero me la facilitaron de inmediato, así que me he visto preparado y con todo el tiempo del mundo. ¿A que tengo un magnífico dominio del inglés?

Aquello de llamar a París me pareció una extravagancia de tomo y lomo. Tía Sadie y tía Emily sólo ponían una conferencia en momentos de crisis, y en tales casos solían colgar a mitad de frase, al pasar los tres minutos de aviso. Davey, ciertamente, hablaba con su médico londinense casi a diario, pero es que la salud de Davey era en cierto modo un motivo de crisis perpetua. En cambio, llamar a París, al extranjero...

—¿Alguien enfermo? —aventuré.

—No exactamente enfermo, no. Pero es que la pobrecilla se aburre soberanamente. Y lo entiendo. París debe de ser tediosísimo sin mí. No sé cómo puede soportarlo. La verdad es que, por qué negarlo, la compadezco.

—¿A quién? —pregunté, pues la curiosidad me llevó a superar mi timidez. Además, sería difícil preservar la propia timidez por mucho tiempo en presencia de un hombre tan extraordinario.

—A mi prometida —dijo como si tal cosa.

¡Ay! A pesar de haber tenido la corazonada de que ésa sería la respuesta, se me encogió el corazón.

—¡Oh! —exclamé con desánimo—. ¡Qué emocionante! ¿Están ustedes prometidos?

Me miró de soslayo, de un modo antojadizo.

—Sí, así es —repuso—, comprometidos.

—¿Y se van a casar pronto?

En tal caso, me dije, ¿por qué había ido solo hasta allí, sin ella? De tener yo un prometido fascinante, lo seguiría a todas partes, estaba convencida, como un fiel perro de caza.

—No, no creo que vaya a ser muy pronto —dijo con alborozo—. Ya sabe usted cómo son los asuntos del Vaticano. El tiempo allí no significa nada. A sus ojos, así pasen mil años es como si pasara una tarde. ¿A que conozco bien la poesía en lengua inglesa?

—Si quiere creer que es poesía... En realidad es un himno. Y... ¿qué tiene que ver su matrimonio con el Vaticano? ¿Eso no está en Roma?

—Así es. Existe una cosa que se llama la Iglesia Católica, mi querida y joven damisela, a la cual se da el caso de que yo pertenezco, y esta Iglesia, créame, debe proceder a la nulidad del matrimonio de mi fiancée... ¿se dice fiancée?

—Se puede decir, pero es afectado.

—Bueno, pues mi enamorada, mi Dulcinea (¿a que es brillante?), tiene que obtener la nulidad matrimonial antes de gozar de libertad para casarse conmigo.

—¡Caramba! ¿Es que está ya casada?

—Sí, sí, claro. Son muy pocas las damas que no están casadas que se dejan ver y tratar. La soltería no es un estado que se prolongue en demasía cuando se trata de una bella mujer.

—Mi tía Emily no ve con buenos ojos que nadie se comprometa si está casado. O casada. Mi madre en cambio lo hace a todas horas. Y eso enoja muchísimo a tía Emily.

—Debe usted decir a su querida tía Emily que en muchos sentidos es lo más conveniente. Pero debo decir, a pesar de los pesares, que su tía tiene toda la razón. Demasiadas veces he estado yo prometido, a veces durante demasiado tiempo, así que ya va siendo hora de que me case.

—¿Y se quiere usted casar?

—No estoy muy seguro. Salir a cenar todas las noches con la misma persona debe de ser terrible.

—Se podría usted quedar en casa...

—También debe de ser terrible saltarse de ese modo una costumbre de toda la vida. Lo cierto es que estoy tan acostumbrado al estado de quien se halla prometido que me cuesta Dios y ayuda imaginar algo distinto.

—Ah, pero... ¿usted ha tenido otros compromisos anteriores?

—Muchos, muchos otros —reconoció.

—¿Y qué se hizo de todos ellos?

—Corrieron suertes diversas, no mencionables.

—Por ejemplo: ¿qué fue del anterior, el último antes de éste?

—A ver, que recuerde... Ah, sí. El último antes de éste... Ella hizo algo que yo no pude ver con buenos ojos, de modo que dejé de amarla.

—Pero no se puede dejar de amar a alguien porque uno vea con malos ojos lo que haya hecho.

—Yo sí que puedo.

—Qué talento, qué suerte —dije—. Yo segurísimo que no podría.

Habíamos llegado al final de la avenida y ante nosotros se extendía un campo de rastrojeras. Los rayos del sol comenzaban a caer a raudales, a disolver la neblina azulada, convirtiendo así los árboles, las rastrojeras y unos cuantos almiares en objetos forrados de oro. Pensé qué suerte tenía de disfrutar de un momento tan hermoso exactamente con la persona más idónea, pensé que tendría que recordarlo durante toda mi vida. El duque interrumpió estas reflexiones sentimentales.

—«Contemplad con qué brillo rompe el alba; a pesar de nuestro sino desdichado, cálido está el corazón...» ¿A que soy perfecto para las citas? Y dígame... ¿Quién es ahora el amante de Veronica?

Una vez más me vi forzada a reconocer que no conocía a Veronica de antes, que nada sabía acerca de su vida. Pareció menos pasmado ante esta noticia de lo que se quedó Roly la noche anterior, pero me miró con aire pensativo.

—Realmente es usted muy joven —me dijo—. Tiene usted algo de su madre. Al principio me pareció que no, pero ahora veo que algo tiene, desde luego.

—¿Y quién cree usted que es el amante de la señora de Chaddesley Corbett? —le pregunté. En esos momentos me interesaba ella mucho más que mi madre; además, toda esa conversación a propósito de amantes me embriagaba. De sobra sabía una que los amantes tenían existencia real, claro que sí, por el duque de Monmouth y demás, pero tenerlos tan cerca, bajo el mismo techo, era sin duda apasionante.

—Quién pueda ser —dijo— importa lo que se dice un rábano. Al igual que todas las mujeres de su especie, ella vive inmersa en un grupillo muy reducido y tarde o temprano todos los que forman parte de ese grupo pasan a ser amantes de cualquiera de los otros, de modo que cuando cambian de amantes es más bien una remodelación de gabinete que un nuevo gobierno. Los escogen entre los mismos de siempre, ya se sabe.

—¿Es igual en Francia? —pregunté.

—¿Con las personas de la buena sociedad? Es igual en el mundo entero, aunque yo diría que en Francia hay en general menos mezclas de baraja que en Inglaterra. Los ministros aguantan más en el puesto.

—¿Y por qué?

—¿Por qué? Las francesas por lo general conservan a sus amantes si es que quieren, porque saben que hay una sola forma infalible para conservarlos.

—¡No me diga! —comenté—. Quiero decir... dígame, dígame.

A cada minuto que pasaba su charla me fascinaba más.

—Pues es muy simple. Se trata de ceder ante ellos en todos los sentidos.

—¡Caramba! —exclamé, devanándome los sesos.

—Dése usted cuenta de que estas femmes de monde inglesas, estas Veronicas, Sheilas y Brendas, al igual que su madre, aun cuando nadie pueda afirmar que ella pertenece a un único grupo, pues de haber sido así no se vería ahora tan desclasada, en realidad se pliegan a un plan distinto. Son orgullosas, altivas, distantes; no están cuando suena el teléfono; no tienen libertad para salir a cenar, a menos que uno se lo proponga con una semana de antelación. En resumidas cuentas, elles cherchent à se faire valoir, y eso nunca, nunca, nunca sale a cuenta. Ni siquiera los propios ingleses, acostumbrados a esta estrategia, la ven con buenos ojos al cabo de cierto tiempo. Ningún francés la aguantaría siquiera un día. De ahí que se siga mezclando a menudo la baraja.

—Son unas señoras muy antipáticas, ¿no es cierto? —comenté, pues la noche anterior me había formado esa opinión.

—Ni mucho menos, pobrecillas. Son solamente les femmes du monde, voilà tout. Y a mí me encantan. Qué fácil es llevarse bien con ellas. De antipáticas nada. Yo en concreto amo a la mere Montdore. Con todo su esnobismo, qué entretenida es. A mí los esnobs me caen de maravilla, siempre me resultan especialmente encantadores.

—¿Y lord Montdore? ¿Y Polly?

—Lord Montdore es un viejo hipócrita, un hipócrita terrible, muy inglés, muy amable, y en cuanto a Polly... Hay en Polly algo que no termino de entender. Tal vez sea que no tiene una vida sexual debidamente organizada. Sí, debe de ser eso. Parece tan soñadora... He de atender muy en serio a ver qué puedo hacer por ella. Lo malo es que apenas tenemos tiempo. —Miró el reloj.

Dije con un punto de gazmoñería que muy pocas muchachas inglesas de buena crianza, a los diecinueve años, tienen una vida sexual debidamente organizada. La mía no tenía ni la menor organización, eso ya lo sabía, aunque tampoco fuera yo muy soñadora.

—Eso sí, es un bellezón, incluso con aquel vestido tan horrendo. Cuando haya gozado un poquito del amor, es posible que llegue a ser una de las grandes bellezas de nuestro tiempo. No es del todo seguro, esto nunca es seguro cuando se trata de una inglesa. Es capaz de encasquetarse un sombrero de fieltro en la cabeza y convertirse en una lady Patricia Dougdale. Y todo dependerá del amante, claro. Y el tal Boy Dougdale, ¿qué me dice?

—Es un estúpido —contesté, aunque en realidad quise decir «estrúpido».

—Pero es usted imposible, querida. Señoras antipáticas, caballeros estúpidos... Tiene usted que esforzarse por tener mayor aprecio a las personas. De lo contrario, nunca se las apañará en este mundo.

—¿Que no me las apañaré? ¿Qué quiere decir?

—Bueno, pues ya sabe usted: esposos, prometidos. Hay que apañárselas para llevarse bien con ellos. Son lo único que importa en la vida de una mujer, no sé si lo sabe.

—¿Y los niños? —pregunté.

Rió a carcajadas.

—Sí, sí, los niños, claro que sí. Primero los esposos, después los niños, después los prometidos, después más niños... Entonces tendrá que vivir usted cerca del Parc Monceau, más que nada por las niñeras. Tener hijos es todo un programa, se lo digo yo, especialmente si resulta que uno prefiere la margen izquierda del Sena, como es mi caso.

No entendí una sola palabra.

—¿Piensa usted ser una Desbocada, como su madre? —preguntó al cabo.

—No, no, ni mucho menos. Yo pienso aguantar a pie firme.

—¿De veras? No estaría yo tan seguro.

Pronto, demasiado pronto para mi gusto, nos encontramos de nuevo en la mansión.

—Porridge —dijo el duque, mirando de nuevo el reloj.

Se abrió la puerta de la entrada y atisbamos una escena de gran confusión. La mayor parte de los invitados, unos con trajes de tweed, otros en bata, estaban congregados en el vestíbulo, al igual que varios criados de toda condición, internos y de la finca, mientras un policía de la localidad, que con la excitación del momento había entrado en la casa aún montado en su bicicleta, departía con lord Montdore. Muy por encima de nosotros, asomada a la balaustrada a la altura de Níobe, lady Montdore, envuelta en un chal de satén malva, gritaba a su marido.

—Dile que traigan a Scotland Yard ahora mismo, Montdore. Si no llama para que vengan de inmediato, llamo yo misma al ministro del Interior. Por fortuna, resulta que tengo el número de su línea directa. Bien pensado, creo que lo mejor es que vaya a llamarlo ahora mismo.

—No, no, querida, por favor, no. Ya viene de camino un inspector, te lo aseguro.

—Sí, ya lo supongo, pero ¿cómo vamos a tener la certeza de que sea el mejor inspector? Creo que es preferible que hable con mi amigo. Creo que se sentirá dolido conmigo si se entera y ve que no le he llamado. Siempre tan deseoso de hacer por mí cuanto sea posible, pobrecillo.

Me sorprendió bastante oír hablar a lady Montdore de manera tan afectuosa a propósito de un miembro del gobierno laborista, pues ésta no era la actitud habitual de otros adultos, al menos según mi experiencia, aunque cuando la conocí mejor comprendí que el poder era en sí mismo una virtud innegable a sus ojos y que tomaba un afecto automático por quienes estuvieran investidos de él.

Mi acompañante, con ese aire de concentración que se apodera de los rostros de los franceses cuando hay una comida a la vista, no aguardó a enterarse de lo ocurrido. Enfiló en línea recta hacia el comedor y, aunque también yo tenía hambre tras el paseo, me pudo la curiosidad y me quedé para averiguar qué era todo aquel jaleo. Al parecer, durante la noche se había producido un robo, a resultas del cual prácticamente todos los que se alojaban en la casa, con la excepción de lord y lady Montdore, habían detectado la desaparición de joyas, dinero suelto, pieles y cualquier objeto de valor que fuera portátil y que estuviera a mano. Lo más molesto para los afectados era que a todos les había despertado alguien que merodeaba por sus dormitorios, si bien a todos se les ocurrió de inmediato que no podía ser sino Sauveterre dedicado a su conocido pasatiempo, de modo que los maridos se limitaron a darse la vuelta en la cama, soltar un gruñido y decir «Lo siento, amiguete, aquí sólo estoy yo, pruebe en la habitación contigua», mientras las esposas siguieron muy quietas, sumidas en un feliz trance, ateridas de deseo, murmurando las palabras de ánimo que supieran decir en francés. Al menos, eso era lo que se estaban diciendo unos a otros y, cuando pasé por delante de la cabina de teléfono camino de mi habitación, para cambiarme los zapatos húmedos, oí a la señora de Chaddesley Corbett canturrear su versión del suceso con aflautado trino de ave, para que se enterase el mundo entero. Tal vez los cambios de gabinete empezaran a resultarle un tanto tediosos. Y todas aquellas damas sin duda estarían ansiosas por conocer la nueva política.

El sentimiento generalizado era muy contrario a Sauveterre, al cual se echaba claramente la culpa de todo lo ocurrido. El sentimiento en cuestión se inflamó de lleno cuando se supo que él había dormido a pierna suelta toda la noche, que se había levantado a las ocho para telefonear a su prometida, en París, y que luego salió a dar un paseo con esa muchachita. («No por nada es la hija de la Desbocada», oí que alguien refunfuñaba con amargura.) Se alcanzó el clímax del descontento cuando se le vio ventilarse un desayuno descomunal a base de porrigde con leche, arroz con pescado y huevos duros, huevos fritos con jamón y una y otra rebanada de pan untada de mermelada Cooper. Pocas cosas menos propias de un francés, además de ser una actitud contraria a su buena fama era un comportamiento inadecuado a la vista de la conocida fragilidad del resto de los invitados. ¡Al cuerno! Y al cuerno se fue nada más terminar el desayuno, o más bien a Newhaven al volante de su automóvil, conduciendo como alma que lleva el diablo, para llegar a tiempo de tomar el barco de Dieppe.

—La vida en un castillo —explicó su madre, que plácidamente se quedó hasta el lunes— siempre le pone de los nervios al pobre Fabrice. Para él, es un aburrimiento.

Nunca más volví a ver a Sauveterre y muchos años habían de pasar hasta que volviera a oír su nombre, pero al final me vi en el trance de adoptar a su hijito, así de pequeño es el mundo, así de extraño el destino.