15

No mucho después, Polly anunció a tía Sadie que deseaba ir a Londres al día siguiente, pues tenía allí una cita con Boy. Estábamos las dos sentadas con tía Sadie en el saloncito. Aunque durante su estancia en Alconleigh fue la primera vez que Polly nombró a su tío delante de otra persona, exceptuándome a mí, lo sacó a colación no sólo sin el menor temblor, sin cohibirse en modo alguno, sino como si hablase de él a diario. Fue una actuación admirable. Se hizo el silencio. Tía Sadie fue la única que se sonrojó y que tuvo problemas para dominar su voz. Cuando por fin respondió, sus palabras no sonaron ni mucho menos naturales, sino más bien secas, angustiadas.

—Polly, ¿tendrías la amabilidad de contarme cuáles son tus planes?

—Pues claro que sí. Tomar el tren de las 9.30, si no le parece mal.

—No, no me refiero a tus planes para mañana, sino a los planes que tienes de cara a tu vida.

—Pues precisamente de eso tengo que hablar con Boy. La última vez que lo vi no hicimos planes, sólo nos declaramos comprometidos y apalabramos nuestro matrimonio.

—Y ese matrimonio, querida Polly... ¿Tienes tomada la determinación?

—La verdad es que sí. Por eso no creo que tenga ningún sentido prolongar la espera. Como vamos a casarnos pase lo que pase, ¿qué importará todo lo demás? De hecho, creo que ahora todo aconseja que la boda se celebre cuanto antes. Para mí ya no tiene ningún sentido el pararme a pensar en ir a vivir de nuevo con mi madre y no me voy a alojar indefinidamente con ustedes. Bastante amable ha sido usted conmigo, tal como están las cosas.

—Mi queridísima niña, ni lo menciones. Aquí nunca es molestia tener a una invitada, o a quien sea, con tal de que Matthew no ponga pegas. Fíjate en Davey y en Fanny: no hay ninguna prisa en que se vayan. Saben de sobra que nos encanta que estén con nosotros.

—Oh, desde luego, pero es que ellos son de la familia.

—Y tú prácticamente también, eres igual de bienvenida que si lo fueras. Yo tendré que ir a Londres dentro de unas semanas, como sabes, para esperar el nacimiento del bebé de Linda, pero eso para ti no cambia nada, y debes quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras. Aquí estará Fanny, y cuando Fanny se marche estarán las niñas. Ellas te adoran, eres la heroína de las dos, es maravilloso para ellas que tú estés con nosotros. Por eso te pido que no vuelvas ni siquiera a pensarlo. Y tampoco te apresures, por lo que más quieras, en contraer matrimonio, menos aún por pensar que no tienes dónde vivir, porque de entrada eso no es cierto, ya que aquí puedes seguir viviendo y además ésa nunca sería razón suficiente para dar un paso de tantísima trascendencia.

—No me estoy apresurando —dijo Polly—. Nunca se me ha pasado por la cabeza casarme con otro que no sea él. Y si hubiera seguido siendo imposible, habría permanecido soltera hasta el fin de mis días.

—Oh, no, ni mucho menos —dijo tía Sadie—. No tienes ni idea de lo larguísima que es la vida, ni te imaginas tampoco los muchísimos cambios que trae consigo. Los jóvenes parecéis imaginar que todo terminará en un abrir y cerrar de ojos, que una hace tal cosa, o tal otra, y acto seguido se muere, pero te puedo asegurar que en eso estáis muy equivocados. Supongo que de nada sirve decírtelo, Polly, pues bien se ve que tienes tomada una determinación, pero ya que tienes por delante toda tu vida en calidad de mujer casada, ¿por qué no aprovechas para sacarle el máximo partido mientras aún seas joven y soltera? Nunca lo volverás a ser. Sólo tienes veinte años. ¿Por qué tanta prisa por cambiar?

—Odio ser jovencita. Lo he odiado desde que crecí y me hice mayor —respondió Polly—. Además, ¿usted de veras cree que la vida es demasiado larga para gozar de una perfecta felicidad? Pues yo no.

A tía Sadie se le escapó un hondo suspiro.

—Me pregunto por qué será que todas las jovencitas suponéis que la vida conyugal es un estado de perfecta felicidad. ¿No será una de las inteligentes artimañas con que la muy lista Madre Naturaleza las azuza y mete prisa para caer en la trampa?

—Querida lady Alconleigh, no sea usted tan cínica conmigo.

—No, no, tienes toda la razón, es mejor que no lo sea. Tú ya has decidido cómo ha de ser tu futuro y nada de lo que nadie diga podrá impedírtelo. De eso estoy segura. Sin embargo, debo decirte que en mi opinión vas a cometer un terrible error. Hecho, ya no diré una palabra más. Encargaré al chófer que esté listo para llevarte al tren de las 9.30. ¿Tomarás para volver el de las 4.45 o el de las 6.10?

—El de las 4.45 si no es molestia. Le dije a Boy que nos viésemos en el Ritz a la una. Ayer mismo le envié una nota.

Y gracias a un milagro, dicha nota había permanecido medio día en la mesita del vestíbulo sin que Jassy ni Victoria la descubriesen. Se habían reanudado las cacerías y, aunque sólo se les permitía salir de caza tres veces cada dos semanas, el mero agotamiento físico que la actividad les producía contribuyó mucho al mantenimiento de sus ánimos exaltados dentro de unos límites tolerables. En cuanto a tío Matthew, que salía cuatro días por semana, apenas abría los ojos después de la hora del té y se quedaba sesteando incluso de pie en su despacho, mientras el gramófono emitía a todo volumen sus melodías favoritas. Cada tantos minutos daba un respingo e iba corriendo a cambiar el disco y la aguja.

Esa noche, antes de cenar, llamó Boy. Estábamos todos en el despacho escuchando Lakmè en el gramófono, discos nuevos que acababan de llegar de la tienda de equipamiento para el ejército y la armada. A mi tío le rechinaron los dientes cuando las campanas del templo sufrieron la interrupción de un campanilleo más penetrante y los apretó con fuerza cuando oyó la voz de Boy, que preguntaba por Polly, si bien le pasó el receptor y le acercó una silla con la anticuada cortesía que siempre desplegaba con las personas de su gusto. Nunca trató a Polly como si sólo fuera una jovencita. Y creo que le tenía un respeto reverencial.

—¿Sí? —dijo Polly—. Ah. Muy bien. Adiós.

Y colgó. Ni siquiera esa ordalía pudo quebrantar su serenidad.

Nos dijo que Boy había cambiado la cita. Le había dicho que no tenía sentido hacer el viaje a Londres cuando podían verse en el Mitre de Oxford, un lugar mucho más a mano para ambos.

—Así que tal vez podamos ir juntas, querida Fanny.

De todos modos, yo tenía previsto ir a visitar mi casa.

—Tiene vergüenza —dijo Davey cuando Polly se fue al piso de arriba—. No quiere dejarse ver. Empiezan a correr habladurías. Ya sabes que Sonia es incapaz de guardar un secreto. Y en cuanto se enteren de esto en el palacio de Kensington, correrá de boca en boca por medio Londres.

—Ay —dijo tía Sadie—, pero es que si se dejan ver en el Mitre, la cosa parecerá todavía peor de lo que es. Estoy preocupada. Sólo le prometí a Sonia que aquí no se verían, pero ¿tú crees que debería decírselo?

—¿Quieres que vaya a Silkin y le pegue un tiro al puerco? —dijo tío Matthew medio adormilado.

—Oh, no. No, querido, por favor. ¿Tú qué opinas, Davey?

—No te preocupes por la vieja loba. Dios del amor, ¿hay alguien a quien lady Montdore le importe un comino?

Si tío Matthew no detestara tantísimo a Boy, se habría mostrado tan ansioso como sus hijas por echar una mano a Polly en cualquier empresa susceptible de irritar a lady Montdore.

—Yo no lo pensaría más —dijo Davey—. Se da el caso de que Polly ha sido perfectamente clara y ha hablado sin tapujos en todo momento. Supongamos que no te lo hubiera dicho. Siempre se va de visita a Oxford en compañía de Fanny, ¿no es cierto? Yo que tú me haría la ciega.

Así pues, por la mañana fuimos Polly y yo a Oxford en el automóvil y yo almorcé, como hacía a menudo, con Alfred, en el George. (Si rara vez digo nada de Alfred en toda esta historia es porque tiene un absoluto desinterés por cualquier otro ser humano y por las vidas ajenas, tanto que yo creo que ni siquiera fue consciente de lo que estaba ocurriendo. Desde luego, no mostró ni de lejos la misma fascinación que todos los demás. Supongo que tanto sus hijos como yo, y tal vez algún discípulo inteligente, somos de veras reales para él; por lo demás, vive en un mundo en sombra, un mundo de pensamientos abstractos.)

Después de almorzar pasé un rato helador, agotador y descorazonador en mi casita, que parecía irremediablemente ocupada por los obreros. Casi cercana a la desesperación, me fijé en que habían convertido una de las habitaciones en un lugar acogedor, un verdadero hogar dentro del hogar, con su chimenea encendida, el té humeante y fotos de estrellas del cine en las paredes. Por lo que pude deducir, jamás salían de ella para cumplir con su cometido, pero no les quise culpar por ello, pues era terrible la humedad y el frío en el resto de la casa. Tras una detallada inspección con el capataz, en la cual sólo vi más tuberías al aire y menos tablones en la tarima que la vez anterior, me acerqué a la ventana de lo que sería mi sala de estar para fortificarme con la visión de Christ Church, tan hermosa sobre un fondo de nubes negras. Un día, pensé (fue más bien un acto de fe), estaría sentada ante esa misma ventana, abierta de par en par, contemplando los árboles verdes y el cielo azul tras el college. Me hallaba mirando a través de un cristal empañado, casi opaco de suciedad y de lamparones de yeso, obligándome a imaginar esa panorámica veraniega, cuando vi batallar por la calle contra el viento del este que les daba en la cara a Polly y al Listillo. No componían una imagen feliz, aunque tal vez fuera por culpa del clima. No vagaban cogidos de la mano bajo un cálido celaje, pues los pobres amantes en Inglaterra, si las circunstancias les obligan a flirtear fuera de casa, se ven obligados a elegir entre una caminata a paso veloz y el abotargado ambiente de una sala de cine. Desaparecieron de mi vista, cada uno con las manos en los bolsillos, las cabezas gachas, armados, diríase, de mal humor.

Antes de volver a casa hice una visita a Woolworth, porque Jassy me había encarecido que le comprase una pecera nueva para sus huevas de rana. La suya se había roto el día anterior y había colocado su preciadísima gelatina en la bañera de invitados justo a tiempo, dijo, de salvarla. Alfred y yo nos vimos obligados a hacer uso del baño de las niñas, al menos hasta que Jassy tuviera una pecera nueva. «Así que ya ves que es por tu propio bien, Fanny: que no se te olvide.»

Una vez en Woolworth encontré otras cosas que necesitaba, como ocurre casi siempre, y allí me topé con Polly y con Boy. Él tenía en la mano una trampa para ratones, aunque creo que en realidad entraron buscando un refugio donde resguardarse del viento.

—¿Volvemos pronto? —dijo Polly.

—Por mí, ahora mismo. —Estaba agotada.

—Pues vámonos.

Así, los tres acudimos a Clarendon Yard, donde estaban aparcados nuestros automóviles respectivos. El Listillo aún tenía un resfriado de consideración, resultando así su aspecto más desagradable que nunca, y me pareció que estaba además muy gruñón. Cuando me dio la mano para despedirse de mí no me la estrechó, ni tampoco nos acarició las piernas ni nos hizo cosquillas al envolvernos en la manta, algo que en condiciones normales sin duda habría hecho. Cuando nos marchamos, se fue caminando cariacontecido, sin volverse a mirarnos, sin despedirse con alegría, sin menear los rizos de adolescente. Estaba, saltaba a la vista, en horas muy bajas.

Polly se inclinó hacia delante y subió el cristal que nos separaba del chófer.

—Bueno —dijo—, pues ya está todo decidido, gracias al Cielo. Dentro de un mes, si es que obtengo el consentimiento de mis padres. Todavía no tendré la mayoría de edad, claro. Así que ahora me espera un forcejeo con mi madre. Mañana mismo iré a Hampton, a ver si está en casa, y le diré que en mayo ya seré mayor de edad, momento a partir del cual no podrá impedirme nada. Así que más le vale tragarse la píldora, más le vale que terminemos este asunto cuanto antes. Ya no creo que quieran hacer ninguna celebración de cumpleaños. Por otra parte, mi padre piensa dejarme sin un solo penique.

—¿Tú de veras crees que lo hará?

—¡Y a mí qué me importa! Lo único que de veras me importa es Hampton y ésa es una propiedad que no podría dejarme en herencia ni siquiera si así lo deseara. Me limitaré a preguntarle: «¿Tienes la intención de poner al mal tiempo buena cara y permitir que me case en la capilla?». Es algo que Boy desea más que nada, por la razón que sea, y a mí también me gustaría, para qué lo voy a negar. «¿O acaso debemos irnos con mucho sigilo y casarnos en Londres sin testigos?» Pobre mamá: ahora que me he librado de sus garras, en cierto modo me da una pena grandísima. Creo que cuanto antes terminemos con esto, será mejor para todos.

Boy, estaba clarísimo, seguía dejando que fuese Polly la que se ocupara del trabajo sucio. Tal vez el resfriado le privara de sus fuerzas, tal vez sólo el pensar en su joven y futura esposa, a sus años, ya le resultaba agotador.

Así pues, Polly llamó por teléfono a su madre y le preguntó si podría almorzar y conversar con ella al día siguiente en Hampton. Me pareció que habría sido más sensato abordar la conversación sin la tensión añadida que impone un almuerzo, pero Polly parecía incapaz de concebir una visita a una casa de campo que no girase en torno a una buena mesa. Tal vez tuviera toda la razón, no en vano lady Montdore era muy golosa y, por tanto, se mostraba más tratable y de mejor humor durante una comida, e incluso después, que en cualquier otro momento del día. Sea como fuere, ésta fue su sugerencia. También pidió a su madre que le enviara un automóvil, pues no quería disponer del vehículo de los Alconleigh dos días seguidos. Lady Montdore dijo que de acuerdo, pero que era preciso que yo la acompañase, pues lord Montdore seguía en Londres y supongo que tuvo la impresión de que no soportaría el encontrarse a solas con Polly. Era una de esas personas que siempre que les fuera posible rehuían un cara a cara incluso con sus allegados más íntimos. Polly me dijo que también había pensado en invitarme a acompañarla.

—Quiero tener un testigo —añadió—. Si dice sí delante de ti, ya no podrá escabullirse de lo dicho.

La pobre lady Montdore, como Boy, parecía muy abatida. No sólo envejecida y enferma (también, al igual que Boy, seguía afligida por el catarro que pescó en el funeral de lady Patricia, que parecía causado por un germen muy virulento), sino innegablemente desaliñada. El hecho de que jamás, ni siquiera en sus mejores momentos, hubiera cuidado mucho de su aspecto, antaño había quedado contrarrestado por su prestancia y por su fanfarronería, por su radiante salud, por su disfrute de la vida y por la convicción que tenía en su superioridad, que le prestaba «todo esto». El catarro le había arrebatado de golpe todos estos puntos de apoyo, sumándose la súbita defección de Polly, que debía de haber restado una parte importante al significado que aún tuviera, para ella, «todo esto», y a la traición de Boy, su compañero de siempre, el último amante que casi con toda seguridad tendría. La vida, a decir verdad, se le había vuelto algo triste e insípido.

Comenzamos a almorzar en silencio. Polly daba vueltas a su comida con el tenedor. Lady Montdore no quiso probar el primer plato. Yo me limité a masticar, cohibida por ser la única que comía, disfrutando del cambio de cocina con respecto a la de Alconleigh. En casa de tía Sadie la comida era en aquel entonces muy sencilla. Tras una o dos copas de vino, lady Montdore se animó un poco y comenzó a charlar. Nos contó que la gran duquesa le había enviado una postal muy cariñosa desde Cap d'Antibes, donde estaba alojada en compañía de otros integrantes de la familia imperial. Comentó que el gobierno realmente debería esforzarse más para atraer a visitantes tan ilustres a Inglaterra.

—El otro día se lo estaba diciendo a Ramsay —se quejó—. Y estuvo muy de acuerdo conmigo, aunque, como siempre, una bien sabe que no se hará nada. Nunca se hace nada en este país, las cosas no tienen remedio. Qué fastidio. Todos los rajás están de nuevo en Survretta House... El Rey de Grecia se ha marchado a Niza... El Rey de Suecia se ha ido a Cannes. Los jóvenes italianos se dedican a los deportes de invierno. Es una perfecta ridiculez no tenerlos aquí a todos ellos.

—¿Para qué —dijo Polly—, si aquí no nieva?

—En Escocia hay toda la nieve que quieras. Y podríamos enseñarles a cazar. Seguro que les encantaría. Basta con animarlos un poco.

—Pero es que aquí no hace sol —dije.

—Da lo mismo. Si estuviera de moda pasarse sin sol, los tendríamos aquí a todos. Vinieron a mi baile y al funeral de la reina Alexandra. Cualquier juerga les entusiasma, pobrecillos. La verdad es que el gobierno debería pagarnos por organizar un gran baile al año. Eso nos devolvería la confianza y atraería a Londres a las personas de mayor importancia.

—No veo yo qué beneficios traen todos esos ancianos de la realeza cuanto están aquí —dijo Polly.

—Pues claro que traen beneficios. Ellos son el atractivo fundamental para los norteamericanos y para muchos más —dijo lady Montdore sin concretar nada—. Ya se sabe que siempre es buena cosa rodearse de personas influyentes. Es bueno para una familia particular y es bueno para toda una nación. Yo siempre he procurado rodearme de esas personas y os aseguro que es un error no hacerlo. Fijaos en la pobre Sadie. Nunca se ha sabido que nadie importante visitara Alconleigh.

—Bueno —dijo Polly—, y eso ¿en qué le ha perjudicado?

—¡Que si le ha perjudicado! Los perjuicios a la vista están. Para empezar, los maridos de sus hijas. —Sobre este punto no abundó lady Montdore, al recordar de repente, sin duda, su propia situación con respecto a los maridos de las hijas—. El pobre Matthew nunca ha logrado nada, ¿verdad que no? Y no me refiero sólo a un buen puesto: hablo por ejemplo de una condecoración en la guerra, y bien sabe Dios que fue un valiente. Es posible que no esté hecho para ser gobernador, eso lo admito, sobre todo en tierra de negros, pero no me digáis que algo suculento sí podría haber logrado, al menos si Sadie hubiera sido un poquito más lista. Por ejemplo, un puesto en la corte. Eso le habría sosegado.

La idea de que tío Matthew tuviera un puesto en la corte me llevó a atragantarme con la tortita que estaba comiendo, pero lady Montdore ni siquiera se fijó y siguió a lo suyo.

—Y ahora mucho me temo que pasará lo mismo con los chicos. Tengo entendido que los han enviado al peor de los colegios de Eton, porque Sadie no tuvo a nadie que la aconsejara o la ayudara a la hora de tramitar las matrículas. En la vida hay que saber mover los hilos. En este mundo, así son las cosas, todo depende de los contactos que una tenga. En mi caso, por suerte me gusta rodearme de personas importantes y me llevo con ellas a las mil maravillas, pero aun cuando me aburriesen, tendría que pensar que mi deber es cultivar esas amistades, así sea por el bien de Montdore.

Cuando terminamos el almuerzo nos instalamos en la Galería Larga. El mayordomo apareció con una bandeja de café que lady Montdore indicó que dejara sobre la mesa. Después del almuerzo siempre tomaba varias tazas de café solo, fuerte. Tan pronto se marchó, se volvió hacia Polly y le habló en un tono brusco.

—¿Y qué es lo que quieres decirme?

Hice un intento no muy convencido de marcharme, pero las dos insistieron en que me quedara. Ya sabía que iba a ser así.

—Quiero casarme dentro de un mes —dijo Polly—. Y para eso necesito tu consentimiento, pues no seré mayor de edad hasta el mes de mayo. Confío en que, como sólo es cuestión de nueve semanas, momento en el cual me casaré de todos modos, te muestres de acuerdo y zanjemos este asunto sin más complicaciones, ¿verdad?

—Creo que es muy desconsiderado. Tu pobre tía... cuando apenas ha dejado de respirar...

—A tía Patricia no le supone ni la más mínima diferencia que lleve muerta tres meses o tres años, de modo que dejémosla a un lado. Las cosas son como son. No puedo seguir viviendo en Alconleigh mucho más tiempo. No puedo vivir aquí contigo. ¿No es preferible que comience mi nueva vida tan pronto como sea posible?

—Polly, ¿tú has caído en la cuenta de que el día en que te cases con Boy Dougdale tu padre cambiará su testamento?

—Sí, sí, sí —dijo Polly con impaciencia—. ¡Cuántas veces me lo has dicho!

—Sólo te lo he dicho una vez.

—He recibido una carta a ese respecto. Boy ha recibido una carta a ese respecto. Estamos avisados.

—Me pregunto si también sabes que Boy Dougdale es un hombre con medios bastante exiguos. En realidad, vivían gracias a la asignación de Patricia, que, como es natural, si las cosas siguieran como estaban hasta ahora, tu padre habría seguido abonando durante todo el tiempo que viviera Boy. Pero también dejará de pagarla en el momento en que se case contigo.

—Sí, también estaba en las cartas.

—Y no quiero que cuentes con que tu padre cambie de parecer, porque no tengo ni la más remota intención de permitírselo.

—Estaba segura de eso.

—Tú pensarás que no importa ser pobre, pero me pregunto si de veras has comprendido en qué consiste.

—La única que no lo ha comprendido —dijo Polly— eres tú.

—Desde luego, no lo sé por experiencia propia, y me alegra decirlo alto y claro, pero gracias a la observación sí que lo sé. Basta con ver la expresión de terrible desesperanza que tienen los pobres. Con eso, una se hace a la idea.

—No estoy de acuerdo en absoluto. De todos modos, no seremos pobres de solemnidad. Boy tiene unos ingresos de ochocientas libras anuales, además de lo que gana con sus libros.

—El párroco y su esposa viven con ochocientas al año —dijo lady Montdore—, ¡y fíjate qué cara tienen!

—La misma con que nacieron. A mí me ha ido mejor gracias a ti. En cualquier caso, mamá, de nada sirve que sigamos discutiendo todo esto, porque todo está ya zanjado, tanto como si ya me hubiera casado. Todo esto es una pura pérdida de tiempo.

—Entonces, ¿a qué has venido? ¿Qué pretendes que haga?

—En primer lugar, quiero casarme el mes que viene, para lo cual necesito tu consentimiento. También quiero saber qué es lo que papá y tú preferís acerca de la ceremonia de la boda. ¿Nos casaremos en la capilla o tendremos que irnos sin vosotros a Londres? Como es natural, queremos que sólo estéis presentes vosotros, además de Fanny y lady Alconleigh. Si es que os apetece venir, claro. Debo decir que a mí me encantaría que papá me llevara al altar...

Lady Montdore pareció detenerse a pensar unos instantes.

—Me parece —dijo al fin— que es lisa y llanamente intolerable que nos pongas en esta situación. Tendré que hablarlo con Montdore, aunque francamente creo que si pretendes salirte con la tuya a toda costa en este matrimonio indecente, se hablará mucho menos del asunto si lo celebramos aquí y antes de tu cumpleaños. Así no tendré que explicar por qué no habrá celebraciones de tu mayoría de edad. Los arrendatarios de la finca ya han empezado a preguntar por ello. Por eso, creo que puedes dar por hecho que tendrás permiso para que la boda se celebre aquí el mes que viene, después de lo cual, marrana incestuosa, no quiero volver a verte nunca más ni a ti ni a tu tío, nunca más. Ah, y te ruego que no cuentes con ningún regalo de boda, al menos por mi parte.

Le corrían por las mejillas abundantes lagrimones de conmiseración por sí misma. Tal vez estaba pensando en los magníficos adornos de joyas y metales preciosos que se habrían expuesto en su vitrina de cristal y que, de haber sido las cosas de otro modo, tantos habrían contemplado con envidia durante el banquete de boda en Montdore House. «De parte de los padres de la novia», diría una tarjeta. Todos sus sueños en torno a la boda de Polly, tan larga y afectuosamente codiciados, habían concluido con un triste despertar.

—No llores, mamá. Soy muy, muy feliz.

—Pues yo no —dijo lady Montdore, y salió deprisa, enfurecida, del salón.