7
De vuelta a casa fui incapaz de hablar de nada que no fuera mi visita a Hampton. Davey se entretuvo mucho y dijo que nunca me había visto tan parlanchina.
—Mi querida niña —dijo—, ¿no te quedaste petrificada? Sauveterre y los Chaddesley Corbett, nada menos. ¡Mucho peor de lo que yo me esperaba!
—Bueno, sí, al principio creí que me iba a morir, pero en realidad nadie se fijó mucho en mí, nadie, salvo la señora de Chaddesley Corbett y la propia lady Montdore.
—¿Y de qué modo se fijaron, si puedo preguntártelo?
—Bueno, la señora de Chaddesley Corbett dijo que mamá se fugó antes que nadie con el señor Chaddesley Corbett.
—Así fue, en efecto —dijo Davey—. Qué aburrido y qué zoquete es el viejo Chad. Lo había olvidado. ¿No querrás decirme que Veronica te lo dijo, eh? Jamás me lo hubiera imaginado, ni siquiera viniendo de ella.
—No, se lo dijo a otra persona, pero trabucándolo.
—Entiendo. Bien, ¿y qué hay de Sonia?
—Ah, pues fue muy buena conmigo.
—Muy buena, ya te digo. Esta sí que es una noticia siniestra.
—¿Qué es una noticia siniestra? —preguntó tía Emily, que llegó en ese momento con los perros—. Hace un día glorioso, no entiendo qué hacéis los dos aquí metidos, fuera se está de maravilla.
—Estábamos cotorreando sobre la fiesta a la que con tanta insensatez permitiste que fuera Fanny. Y estaba diciéndole que si Sonia realmente se ha encaprichado con nuestra pequeña, como parece ser el caso, hemos de aprestarnos a que lleguen complicaciones.
—¿Qué complicaciones? —pregunté.
—A Sonia le encanta enredar en la vida de los demás. Nunca me olvidaré de aquella vez en que me obligó a visitar a su médico. Bastará si digo que por poco me mata. No es culpa de Sonia que hoy siga estando yo aquí. Es una mujer totalmente falta de escrúpulos. Sirviéndose de su encanto y su prestigio, se adueña de las personas con demasiada facilidad y acto seguido les impone sus propios valores.
—No lo dirás por Fanny —dijo tía Emily con plena confianza—. Fíjate qué mentón tiene.
—Siempre dices que mire qué mentón tiene, pero nunca he visto en ella ninguna otra señal de que posea fuerza de voluntad. Cualquiera de las Radlett es capaz de obligarle a hacer lo que se les antoje.
—Tú espera y verás —dijo tía Emily—. Por cierto, Siegfried ya vuelve a estar perfectamente. Ha dado un buen paseo y tan campante.
—Ah, me alegro —dijo Davey—. Hay que darle aceite de oliva, ya te lo decía yo.
Los dos miraron afectuosamente a Siegfried, el pequinés.
Yo en cambio quería sonsacar a Davey algún chascarrillo más interesante acerca de los Hampton.
—Vamos, Davey —dije tratando de engatusarlo—, cuéntame algo más de lady Montdore. ¿Cómo era de joven?
—Exactamente igual que ahora.
Suspiré.
—No, me refiero a cómo era físicamente.
—Ya te digo: exactamente igual —dijo Davey—. La conozco desde que era un niño pequeño y no ha cambiado absolutamente nada.
—Oh, Davey... —supliqué, pero lo dejé estar. De nada sirve, pensé, pues una siempre termina por chocar contra un muro cuando habla con las personas mayores, siempre se dicen unas a otras que están igual que siempre, pero ¿cómo puede ser verdad una cosa así? De todos modos, pensé un tanto contrariada, de ser eso cierto fueron una generación horrorosa, todos ellos ya marchitos, o hinchados, canosos a los dieciocho años, con las manos nudosas, doble papada, los ojos incrustados en un mapa de arrugas, pues esos eran los rasgos que veía en los rostros de Davey y de tía Emily, allí sentados a sus anchas, convencidos de que estaban igual que siempre. Es inútil hablar de cuestiones relacionadas con la edad con las personas mayores, pues tienen ideas bastante peculiares al respecto. «En realidad no es nada viejo, sólo tiene setenta», se les oye decir, o bien: «Es bastante joven, más joven que yo, no tendrá más de cuarenta». A los dieciocho todo esto parece una sarta de tonterías, aunque ahora, a la edad más madura a la que he llegado, empiezo a entender qué pretendían decir, porque Davey y tía Emily, por su parte, me parece que están igualitos que siempre, igualitos que cuando los conocí cuando era niña, hace entre veinte y treinta años.
—¿Y quiénes más estaban? —preguntó Davey—. ¿Los Dougdale?
—Sí, sí. ¿A que es estrúpido el Listillo?
Davey se rió.
—Y libidinoso —dijo.
—No, debo decir que en realidad no lo es, o no conmigo, vaya.
—Claro, estando Sonia allí es imposible que se atreva. Ha sido su chico para todo desde hace muchos años, ¿sabes?
—¡No me digas! —exclamé fascinada. En eso Davey era celestial: lo sabía todo acerca de todos, al contrario que mis tías, que, aun cuando no ponían objeciones de ninguna clase a que nos enterásemos de los chascarrillos, ahora que ya éramos adultas habían olvidado del todo cultivar los cotilleos, pues no les interesaba en absoluto lo que hicieran las personas que no fueran de su familia—. Davey... ¿cómo es capaz ella?
—Bueno, cae en la cuenta de que Boy es muy apuesto —dijo Davey—. Yo más bien me preguntaría cómo es capaz él. Pero lo cierto es que a mí más bien me parece un amorío de pura conveniencia, ya que a los dos les va como anillo al dedo. Boy se sabe el Gotha de memoria, y lo sabe todo de esas cosas. Es como un magnífico mayordomo informado. Sonia, por su parte, le da a él cierto interés por la vida misma. Yo lo entiendo.
Qué consuelo, pensé, que personas de tan avanzada edad no pudieran resistirse, aunque volví a callármelo, porque sabía que nada enoja tanto a alguien como el que se le considere demasiado viejo para el amor, y Davey y el Listillo eran exactamente de la misma edad, habían estudiado juntos en Eton. Lady Montdore, cómo no, era bastante mayor.
—Háblanos de Polly —dijo tía Emily—. Y luego insistiré en que salgáis los dos a disfrutar de la tarde antes de la hora del té. ¿Es una belleza de verdad, como siempre nos decía Sonia que sería?
—Pues desde luego que sí —dijo Davey—. ¿No se sale Sonia siempre con la suya?
—Es tan guapa que no os lo podéis ni imaginar —dije—. Y agradabilísima. Es la persona más agradable que jamás he conocido.
—Fanny es una auténtica entusiasta de sus héroes —dijo tía Emily divertida.
—De todos modos, supongo que será cierto. Al menos lo de su belleza —dijo Davey—. Al margen de que Sonia siempre se salga con la suya, los Hampton siempre han sido personas muy guapas, maravillosas más bien, y a fin de cuentas ella misma es guapísima. De hecho, yo creo que incluso mejorará la raza, le dará más solidez. Montdore se asemeja demasiado a un collie.
—¿Y con quién se ha de casar esa muchacha tan maravillosa? —preguntó tía Emily—. Ése será el siguiente problema que tenga que resolver Sonia. No creo que encuentre nunca a nadie realmente bueno para ella.
—Pues tendrá que conformarse con las hojas del fresal —dijo Davey—, ya que me temo que es demasiado grandullona para el príncipe de Gales y las hojas de roble que ostenta su escudo. A él le gustan las mujeres menuditas. La verdad es que no puedo dejar de pensar en que, ahora que Montdore envejece, debe de sentirse fatal al no poder legarle la propiedad de Hampton a su hija. El otro día hablé con Boy largo y tendido en la Biblioteca de Londres. Polly, cómo no, será riquísima. Tendrá una riqueza enorme, pues él puede legarle todo lo demás. Pero tienen todos tanto cariño por Hampton que me parece una verdadera pena.
—¿Podrá legarle los cuadros de Montdore House? Seguramente están vinculados a la propiedad y pasarán a manos del heredero —dijo tía Emily.
—En Hampton tienen cuadros maravillosos —dije—. Sólo en mi dormitorio había un Rafael y un Caravaggio. —Los dos se rieron de mí, hiriendo mis sentimientos.
—Mi querida niña, ¡son cuadros de dormitorio de una casa de campo, nada más! Los que tienen en Londres sí forman una colección de fama mundial, y creo que Polly podrá quedarse con todos. El joven de Nueva Escocia sólo recibirá Hampton y todo lo que contiene, pero eso es la cueva de Aladino, ¿sabes? Los muebles, la plata, la biblioteca... son tesoros de valor incalculable. Boy decía que deberían traérselo aquí y enseñarle un poco la civilización, antes de que se haga demasiado trasatlántico.
—He olvidado qué edad tiene —dijo tía Emily.
—Yo lo sé —dije—. Es seis años mayor que yo. Tendrá unos veinticuatro. Y se llama Cedric, igual que lord Fauntleroy. Linda y yo de pequeñas lo observábamos con mucha atención, por ver si resultaba de nuestro gusto.
—Qué típico —dijo tía Emily—. Yo desde luego siempre hubiera dicho que a Polly le habría ido muy bien con él. Además, así quedaría todo en la familia.
—Las cosas no salen así en la vida real —dijo Davey—. Caramba, de tanto hablar con Fanny se me ha pasado la hora de la pastilla de las tres.
—Tómatela ahora —dijo tía Emily—. Y haced el favor de salir los dos a dar una vuelta.
* * *
A partir de entonces vi muy a menudo a Polly. Iba a Alconleigh, como todos los años, a participar en alguna cacería. Estando allí, solía pasar una o dos noches en Hampton. Ya no había festejos y cenas, sino un flujo constante de invitados. Parecía que los Montdore y Polly no se sentaran jamás solos a la mesa. Boy Dougdale acudía prácticamente a diario desde su casa de Silkin, que estaba sólo a quince kilómetros. Con bastante frecuencia se iba a su domicilio a vestirse para la cena y volvía a pasar la velada en Hampton, pues aparentemente lady Patricia no se encontraba nada bien y le gustaba acostarse temprano. Nunca consideré a Boy un verdadero ser humano, y creo que la razón es sencilla, pues a todas horas interpretaba un determinado papel. Boy, el donjuán, alternaba con Boy, el señor de Silkin, y con Boy, el cultivado cosmopolita. En ninguno de estos papeles resultaba del todo convincente. Haciendo de donjuán sólo se salía con la suya ante damas muy poco sofisticadas, con la excepción de lady Montdore, si bien ella, al margen de la relación que hubieran podido tener en el pasado, lo trataba ahora más como a un secretario particular que como a un amante. El señor de su finca jugaba al cricket con los jóvenes de la localidad y daba charlas a las mujeres de la zona, pero nunca parecía un señor de verdad, por más que se esforzase, mientras el cultivado cosmopolita se delataba cada vez que aplicaba el pincel al lienzo o la pluma al papel.
Cuando estaba con lady Montdore dedicaban mucho tiempo a pintar, apuntes a la acuarela de paisajes en verano y grandes piezas al óleo, utilizando uno de los dormitorios que daban al norte, en invierno. Cubrían hectáreas de lienzo y admiraban a tal punto el uno la obra del otro, y la propia, que la opinión del resto de los mortales les importaba poco más que un comino. Siempre enmarcaban sus cuadros, siempre los colgaban en las casas de los dos, los mejores en las habitaciones, los que lo eran menos en los corredores.
Cuando caía la tarde, lady Montdore necesitaba relajarse.
—Me gusta trabajar de firme todo el día —decía— y gozar luego de una grata compañía, tal vez jugar a las cartas cuando empieza la velada.
Siempre tenía invitados para cenar, un profesor de Oxford, o dos, con los cuales lord Montdore podía dárselas de saberlo todo sobre Livio, Plotino y la familia de los Claudios, o lord Merlin, uno de los predilectos de lady Montdore, que divulgaba los dichos de ésta a los cuatro vientos, y los vecinos más importantes de los alrededores, sólo que por turno riguroso. Rara vez se sentaban a cenar menos de diez comensales. Aquello era muy diferente de Alconleigh.
Yo disfrutaba con estas visitas a Hampton. Cada vez me daba menos miedo lady Montdore y me parecía más encantadora. Lord Montdore seguía siendo perfectamente grato de tratar, e incoloro; Boy seguía dándome repelús, y Polly pasó a ser mi mejor amiga después de Linda.
Llegó el día en que tía Sadie me sugirió que tal vez quisiera invitar a Polly a pasar unos días conmigo en Alconleigh, cosa que en efecto hice. No fue un momento óptimo para la visita, ya que todo el mundo estaba de los nervios debido al reciente compromiso de Linda, pero Polly no pareció reparar más de la cuenta en el ambiente y también es verdad que su presencia sin duda sirvió para que tío Matthew se abstuviera de dar rienda suelta a la violencia de sus sentimientos, al menos delante de ella. Cuando volvimos juntas a Hampton después de su visita, Polly me dijo que envidiaba a las Radlett por su crianza, por haber disfrutado de un ambiente hogareño tan tranquilo, tan afectuoso, comentario que sólo pudo hacer alguien que se hubiera alojado en la mejor de las habitaciones libres, lejos de los conciertos de gramófono con que se regalaba tío Matthew a primera hora de la mañana, y que además nunca hubiera visto a ese hombre violento presa de uno de sus arrebatos. Aun así, me pareció extraño por parte de Polly, ya que si alguien se había visto rodeada de afecto durante toda su vida, tenía que ser ella misma. Yo no había comprendido ni de lejos qué difíciles empezaban a ser las relaciones entre su madre y ella.