6
El resto del día fue bastante desangelado. Los hombres al final se fueron de caza bastante tarde, mientras las mujeres se quedaron en la mansión para someterse a las sucesivas entrevistas de los inspectores que acudieron de visita por el asunto de sus pertenencias desaparecidas. El robo, cómo no, constituyó un excelente tema de conversación y nadie habló de ninguna otra cosa.
—Poco podría importarme menos que el broche de diamantes. A fin de cuentas, lo tenía asegurado, así que ahora podré comprarme unos prendedores, que son de lejos mucho más elegantes. Los prendedores que gasta Veronica me han puesto verde de la envidia siempre que se los veo; además, el broche me recordaba a la falsa de mi suegra. En cambio, no encuentro nada tan detestable como la pérdida de la estola de piel. Estos ladrones nunca se dan cuenta de que una puede resfriarse. ¿Les haría mucha gracia que alguien le robase el chal a sus señoras?
—Ah, te entiendo. Yo me he puesto fatal al perder mi brazalete, porque era un amuleto. No tiene ningún valor para nadie. Pero es para ponerse enferma. Y precisamente ahora que acababa de conseguir un trozo de soga de ahorcado, igual que la señora Thompson, ¿no te lo había contado? El pobre Roly ya nunca podrá ganar el Grand National.
—A mí en cambio me ha desaparecido el guardapelo que tenía mi madre cuando era niña. No entiendo por qué la burra de la criada tuvo que meterlo en la maleta. Nunca lo suele hacer.
Estas chabacanas señoras recuperaron cierta humanidad al lamentar la pérdida de sus baratijas, y al estar los hombres fuera de la casa me parecieron de pronto mucho más agradables de trato. Me refiero al coro que rodeaba a Veronica, pues la señora de Chaddesley Corbett, como lady Montdore y lady Patricia, en el fondo era siempre exactamente igual, tuviera la compañía que tuviera.
A la hora del té volvió el policía de la localidad con su bicicleta, tras haber dejado con un palmo de narices a todos los grandilocuentes detectives llegados de Londres en sus automóviles resplandecientes. Mostró un perfecto montón de objetos, como si lo tuviera listo para una venta de baratillo, que los ladrones habían ocultado en uno de los almiares. Prácticamente todos los tesoros perdidos fueron recobrados gracias a su pericia, saludados con grandes alaridos de alborozo por parte de sus propietarias. Como las únicas cosas que aún faltaban eran joyas de valor considerable y como en este caso lo propio era poner el asunto en manos de las compañías de seguros, la reunión continuó en un ambiente mucho más festivo y animado. Se había desatado, sin embargo, una corriente muy notable de encendidos sentimientos antifranceses. Las Norahs y las Nellies de turno habrían recibido una hosca recepción si hubieran aparecido en esos momentos, y Boy, caso de que le fuera posible saciarse del trato con una duquesa, iba a quedarse ahíto con aquélla, ya que toda la concurrencia, menos él, huyó de la ametralladora de sus preguntas y se vio en la tesitura de pasar los dos días siguientes prácticamente a solas con ella.
Estaba yo sin nada que hacer, como suele suceder en estos festejos de fin de semana, a la espera de la cena, y ni siquiera era la hora de vestirse para la cena dominical. Uno de los placeres de Hampton era la enorme mesa de mapas de estilo Luis XV que se encontraba en el centro de la Galería Larga, cubierta siempre por todas las revistas y periódicos que cupiera imaginar, pulcramente ordenados en hileras y reordenados dos o tres veces al día por intervención de un lacayo, cuya única ocupación parecía ser aquélla.
Rara vez veía yo el Tatler y el Sketch, pues a mis tías les habría parecido una extravagancia perfectamente insensata suscribirse a tales publicaciones. Por eso, estaba absorbiendo con codicia los números atrasados cuando lady Montdore me llamó desde un sofá en el que, después del té, se enzarzó en profundas conversaciones con la señora de Chaddesley Corbett. Había mirado de vez en cuando hacia ellas, preguntándome qué se traerían entre manos y deseosa de convertirme en una mosca que, posada en la pared, pudiera oír todo lo que se cruzara entre ellas, pensando al mismo tiempo que difícilmente podrían encontrarse jamás dos mujeres más disímiles. La señora de Chaddesley Corbett, con sus piernas esbeltas, sedosas, cruzadas y descubiertas hasta justo encima de la rodilla, estaba más encaramada que sentada realmente al borde del sofá. Llevaba un sencillo vestido de kasha, de color beis, con toda certeza confeccionado en París y sin duda diseñado para el mercado anglosajón, y fumaba un cigarrillo tras otro con un gran despliegue de gestos para exhibir sus dedos largos, finos, blancos, repletos de sortijas refulgentes, rematados por las uñas pintadas. No estaba quieta ni un instante, si bien conversaba con gran seriedad y concentración.
Lady Montdore estaba bien recostada en el sofá, con ambos pies en el suelo. Parecía allí plantada, inamovible, sólida, no exactamente gruesa, sino tan sólo sólida, como si fuera de una sola pieza. La elegancia, aun cuando la hubiera perseguido con toda su alma, difícilmente habría estado a su alcance en un mundo en el que se encontraba personificada del todo en su contertulia, siendo además casi una cuestión de complexión, de movimientos veloces, nerviosos, más que asunto de atuendo. Llevaba el cabello cortado à la garçonne, sólo que lo tenía entrecano y despuntado; ni de lejos era un casco reluciente, a la vez que las cejas le crecían a su antojo, y cuando se acordaba de ponerse carmín y colorete eran de cualquier tonalidad, se los aplicaba de cualquier manera, de modo que su semblante, comparado con el de la señora de Chaddesley Corbett, parecía un campo de mies frente a un césped recortado, al punto de que su cabeza parecía el doble de grande que la cabecita pulida que tenía al lado. Aun así, no era desagradable mirarla. Relucía en su rostro una salud y una vivacidad que le prestaban un atractivo innegable. A mí, claro está, me parecía entonces muy vieja. Tenía unos cincuenta y ocho años.
—Ven para acá, Fanny.
Me sorprendió tanto que casi ni alarmarme pude ante semejante convocatoria, y me di prisa en acudir, preguntándome de qué podía tratarse.
—Ven, siéntate con nosotras —dijo, señalándome una silla bordada—, vamos a conversar. ¿Tú estás enamorada?
Noté que se me ponían las mejillas rojas como la grana. ¿Cómo era posible que hubieran adivinado mi secreto? Yo ya llevaba dos días rendidamente enamorada, después de mi paseo matutino con el duque de Sauveterre. Estaba apasionadamente enamorada, desde luego, aunque también, y me di cuenta enseguida, sin la menor esperanza. De hecho, aquello que lady Montdore había pretendido para Polly al final me había sobrevenido a mí.
—Ya lo has visto, Sonia —dijo la señora de Chaddesley Corbett con un gesto triunfal, golpeando un cigarrillo de un modo nervioso y violento contra la pitillera enjoyada, y prendiéndolo con un encendedor de oro, sin apartar sus ojos azules ni un instante de mi cara—. ¿Qué te dije? Pues claro que lo está, pobrecilla. Basta con ver ese rubor, debe de ser algo novedoso y horriblemente falso. Además, lo sé: es mi querido esposo. ¡Confiesa! La verdad es que no podría importarme menos.
No me pareció discreto decir que todavía, después de un fin de semana entero, no tenía ni idea de cuál de los muchos maridos presentes en la casa era el suyo, de modo que respondí balbuciendo tan deprisa como pude.
—¡Oh, no, no, no! No es el marido de nadie, eso se lo aseguro. Sólo está prometido. Y su prometida tampoco está presente.
Las dos se echaron a reír.
—De acuerdo —dijo la señora de Chaddesley Corbett—, no vamos a sonsacártelo. Lo que en realidad queremos que nos digas, para zanjar una apuesta que tenemos entre ambas, es si te ha gustado alguien, quien sea, desde siempre, desde que alcanzas a recordar. Y dinos la verdad, por favor.
Me vi obligada a reconocer que sí, que ése era el caso. Desde que era una niña pequeña, desde que me alcanzaba de hecho la memoria, una u otra imagen deliciosa había tenido un lugar especial en mi corazón y a ella dedicaba mi último pensamiento de noche y el primero al despertar por la mañana. Fred Terry en el papel de sir Percy Blakeney, lord Byron, Rodolfo Valentino, Enrique V, Gerald du Maurier, la maravillosa señora Ashton en mi colegio, Steerforth, Napoleón, el guardia en el tren de las 4.45: cada imagen había suplido a la anterior. Últimamente había sido la de un joven pálido y pedante que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores, y que una vez, durante la temporada que había pasado en Londres, cuando me pidió un baile, me pareció la flor misma de la civilización cosmopolita y siguió siendo el puntal de la existencia hasta el instante en que lo borró del mapa de mi memoria la aparición de Sauveterre. Y es que aquello era lo que sucedía con esas imágenes. El tiempo y una ausencia odiosa las desvaían, las desdibujaban, aunque nunca las borraban del todo mientras no apareciera una deliciosa imagen de un nuevo enamorado que las barría por completo.
—Pues está claro, ya se ve —dijo la señora de Chaddesley Corbett volviéndose con gesto triunfal hacia lady Montdore—. De la cuna a la sepultura, del cochecito de bebé al carruaje fúnebre: estaba segurísima. A fin de cuentas, ¿en qué otra cosa podría una pararse a pensar cada vez que está sola?
Efectivamente: ¿en qué? La tal Veronica había dado en el clavo. Lady Montdore no parecía convencida. Yo estaba segura de que ella nunca había albergado anhelos románticos en su corazón, además de que seguro que tenía muchas cosas en las que pensar cuando estaba sola, si bien, a decir verdad, prácticamente nunca estaba sola.
—En tal caso, me pregunto quién hay por ahí, de quién se podría ella enamorar. Caso de que lo esté, me encantaría saberlo.
Supuse que estaban hablando de Polly, como me confirmó la señora de Chaddesley Corbett.
—No, amiga mía, no te conviene, eres su madre —le dijo—. Cada vez que me acuerdo de mi pobre madre y de las ideas que tenía acerca de mis atolondrados pretendientes...
—A ver, Fanny. Dinos qué piensas. ¿Está Polly enamorada?
—Bueno, ella dice que no, pero...
—Pero a ti no te parece posible que no haya alguien que le guste de un modo especial. A mí tampoco.
Me paré a pensar. Polly y yo habíamos tenido una larga charla la noche anterior, las dos tumbadas en mi cama, en bata y camisón, y tuve casi la total certeza de que algo me estaba ocultando, algo que en el fondo le habría gustado contarme.
—Supongo que eso depende de la naturaleza de cada una —dije dudando.
—Sea como fuere —dijo lady Montdore—, una cosa es cierta. Demasiado cierta. No se fija siquiera en los jóvenes que invito ex profeso para ella. Y ellos tampoco se fijan en ella. A mí me adoran, por supuesto, pero ¿eso de qué sirve?
La señora de Chaddesley Corbett me miró intensamente. Me pareció que me guiñaba el ojo. A cada instante le iba tomando más aprecio. Lady Montdore seguía a lo suyo.
—Se aburre y aburre. No podría yo decir que arda en deseos de llevarla a las fiestas londinenses si sigue portándose así, la verdad. De niña era dulcísima, fácil de trato, pero ahora que se ha hecho adulta parece que haya cambiado todo su carácter. No lo puedo entender.
—Seguro que terminará por enamorarse de algún barbián, al tiempo —dijo la señora de Chaddesley Corbett—. Yo por lo menos no me preocuparía demasiado, menos aún si está enamorada, y tanto Fanny como yo sabemos que así debe de ser, probablemente sólo una ensoñación. Sólo necesita ver a unos cuantos hombres de carne y hueso para olvidar a ese fantasma. Es algo que sucede muy a menudo con las jovencitas.
—Sí, querida, todo eso está muy bien, pero su presentación en sociedad tuvo lugar en la India hace muchísimo tiempo. Allí dispuso de dos años. Había hombres muy apuestos, con sus partidos de polo y todo lo demás. Ninguno era el adecuado, claro. Yo la verdad es que agradecí que no se enamorase de ninguno, aunque podría haberse dado el caso, que no habría sido ni mucho menos antinatural. Fíjate, la pobre hija de Delia se enamoró de un rajá, ya lo sabes.
—No seré yo quien la culpe por eso —dijo la señora de Chaddesley Corbett—. Los rajas deben de ser el mismísimo cielo.
—Oh, no, no, querida. Cualquier mujer inglesa tiene piedras preciosas mucho mejores que las suyas. Estando en la India nunca vi una sola que pudiera compararse con las mías. Pero este rajá era muy atractivo, debo reconocerlo, aunque Polly, claro está, no reparó en él. Ella no parece advertir el atractivo de los hombres. ¡Ay, ay, ay! Si fuésemos una familia francesa... Allí parecen solucionar todas estas cosas mucho mejor. De entrada, Polly heredaría todo esto, en vez de quedar en manos de todos esos botarates de Nueva Escocia, qué lugar más inhóspito, ¿te imaginas que algún colonial pudiera residir aquí?, y para seguir, sin duda le podríamos encontrar un buen partido y, cuando se hubieran casado, podrían vivir parte del tiempo con los padres de él y parte del tiempo aquí con nosotros. Piensa qué sensato es todo eso. La fulana ésa, la antigualla de la francesa, me estuvo contando todo el sistema ayer por la noche.
Lady Montdore tenía fama por recurrir a palabras que no entendía del todo y darles un significado propio. Claramente, había interpretado que la palabra «fulana» significaba vejestorio, bruja piruja o algo así. A la señora de Chaddesley Corbett le encantó. Soltó un gritito de alegría y subió corriendo a la primera planta, aduciendo que tenía que vestirse para la cena. Cuando subí diez minutos más tarde, seguía contando la noticia por las puertas del cuarto de baño.
* * *
Después de esta charla, lady Montdore se propuso a toda costa conquistar mi corazón. Y, naturalmente, lo logró. No le fue muy difícil. Yo era joven y estaba aterrada; ella era vieja, ilustre, aterradora. Le bastó con poner en juego un poco de su encanto, le bastó con alguna insinuación ocasional de entendimiento mutuo, una sonrisa, un gesto de simpatía, para hacerme sentir que yo ya le había tomado afecto. Lo cierto es que poseía ese encanto, y como el encanto aliado con la riqueza y con una prominente posición social es algo casi irresistible, muchos de los que la odiaban jamás la habían tratado o eran personas a las que ella había desairado o ignorado a propósito. En cambio, a quienes se desvivía ella por complacer, si bien se veían obligados a reconocer que era indefendible, se sentían inclinados a decir que «... a pesar de todo se ha portado conmigo de maravilla, no puedo evitar que me caiga francamente bien». Ella, por su parte, nunca dudó, siquiera un solo instante, de ser objeto de veneración e incluso de adoración en todos los sectores de la sociedad.
Antes de marcharme de Hampton el lunes por la mañana, Polly me acompañó al dormitorio de su madre para despedirme de ella. Algunos invitados ya se habían marchado la noche anterior; todos los demás emprendían viaje el lunes temprano, todos en sus descomunales automóviles de ricachones, y la casa era como un gran internado en el que se acabara de declarar el comienzo de las vacaciones. Las puertas de los dormitorios estaban abiertas, se veían restos de papel de celofán y camas sin hacer, mientras los criados bajaban las escaleras y los invitados se ponían los abrigos.
Todo el mundo parecía tener, de repente, una prisa endemoniada.
El dormitorio de lady Montdore —lo recordaba de antaño— era inmenso. Era más un salón de baile que un dormitorio. Estaba decorado al gusto de sus años de juventud, de la época en que se casó. Las paredes estaban recubiertas de seda color rosa y adornadas con encajes blancos. La cama enorme, de recio mimbre, estaba sobre una tarima, cubierta por cortinas de seda salvaje de color rosa, mientras abundaba el mobiliario de color blanco, con tapicería mullida de satén rosa ribeteado por franjas de rosas. Había jarrones de plata en todas las mesas, fotografías en marcos de plata, la mayoría de personajes de la realeza, dedicadas con una cordialidad que guardaba proporción inversa a la importancia del personaje: los monarcas en el trono se habían contentado con el nombre de pila, una R, tal vez una fecha, mientras que ex-reyes y ex-reinas, archiduquesas y grandes duques, se habían permitido el «queridísima» o «querida Sonia», el «con afecto, siempre», rematando las colas de los vestidos o los pantalones del uniforme.
Entre tanta plata, tanto satén y tanta seda, la figura de lady Montdore resultaba un tanto cómica: tomaba un té muy cargado en la cama, entre una masa de almohadones de encaje, el cabello cano y áspero todo revuelto, y llevaba lo que parecía un pijama de franela, de hombre, a rayas, bajo una boa de plumas. No era el pijama de rayas la única incongruencia de la habitación. En la cómoda del vestidor, con sus faldas de encaje, con su espejo grande, macizo, de plata, y entre sus cepillos de plata y esmalte, entre sus frascos y cajas con su monograma en diamante, había un cepillo negro, de pelo, de Mason Pearson, y un tarro de crema facial Pond's, mientras que arrumbada entre las fotos de la realeza se veía una lima de uñas toda oxidada, un peine al que le faltaban dientes, un trozo de algodón. Mientras hablábamos, entró la criada de lady Montdore chasqueando la lengua varias veces, y estaba a punto de retirar todos esos objetos cuando lady Montdore le dijo que los dejara en paz, pues no había terminado.
Los periódicos y las cartas abiertas cubrían el edredón, el Times perfectamente doblado por el boletín de la Corte, probablemente la única sección que leía, ya que las noticias, afirmaba, siempre se podían espigar, y con mayor diversión, de quienes las protagonizaban. Creo que se encontraba cómoda, como si leyera plegarias, al haber comenzado el día viendo que Sus Majestades habían asistido al servicio divino en Sandringham, y que Mabell, condesa de Airlie, había sucedido a lady Elizabeth Motion en el cargo de dama de la Reina. Señales de que el planeta seguía girando de acuerdo con las leyes de la naturaleza.
—Buenos días, Fanny, querida —dijo—. Supongo que esto te ha de interesar.
Me pasó el Times y vi que por fin se anunciaba el compromiso de Linda con Anthony Kroesig.
—¡Pobres Alconleigh! —siguió diciendo en un tono de honda satisfacción—. No es de extrañar que no les guste nada. ¡Qué muchacha tan tontuela! Bueno, siempre me lo ha parecido. No es lo indicado. Rico es, desde luego, pero el suyo es dinero de banquero, que viene igual que se va, por mucho que pueda amasarse. No es como casarse con todo esto.
«Todo esto» era una de las expresiones predilectas de lady Montdore. No hacía referencia a toda esta belleza, a la extraña casa como de cuento de hadas, en el centro de cuatro grandes avenidas que descendían por cuatro cuestas artificiales, los espacios ordenados de las arboledas y los céspedes y el cielo mismo visto desde las ventanas, ni al placer estético que producían todos los tesoros que albergaba, pues no estaba entre sus dotes el aprecio de la belleza, y si algo admiraba en todo era más bien lo que podría describirse como el pintoresquismo de un agente de cambio y bolsa. Se había construido un jardincillo en torno a un manantial de los Cotswold, un jardincillo rústico, con brezales y rosales silvestres, donde se retiraba a menudo para dibujar a la puesta de sol. «Tan hermoso que me dan ganas de llorar.» Destilaba toda esa sensiblería de su generación, que crecía como el musgo verdoso sobre su espíritu y contribuía a disimular su textura de piedra, si no de las miradas ajenas, al menos de sus propios ojos. Estaba convencida de ser una mujer de profunda sensibilidad.
En sus labios, «todo esto» significaba la posición social coaligada con tan sólidos valores como las hectáreas, las minas de carbón, las fincas, las joyas, la plata, los cuadros, los incunables y otras pertenencias de ese jaez. Lord Montdore era dueño de tal cantidad de objetos de ese estilo que por fortuna frisaba lo increíble.
—No es que tuviera yo ni la más remota esperanza de que la pobre Linda consiguiera un matrimonio a la altura —siguió diciendo—. Sadie es una mujer maravillosa, cómo no, y yo la adoro, pero me temo que no tiene ni idea de cómo educar a sus hijas.
No obstante, tan pronto las hijas de tía Sadie asomaron la nariz fuera del colegio, se casaron en un pispas, aunque fuera de manera inadecuada, y posiblemente este hecho doliera un poco a lady Montdore o le causara cierto resentimiento, pues parecía no poder quitárselas de la cabeza.
Las relaciones entre los Hampton y los Alconleigh eran como sigue: lady Montdore tenía un cariño teñido de irritación por tía Sadie, a quien en parte admiraba por una integridad que a la fuerza tenía que reconocer y en parte le echaba en cara un idealismo que consideraba fuera de lugar por completo en una persona de su posición. No soportaba a tío Matthew, a quien tenía por un orate. Tío Matthew por su parte reverenciaba a lord Montdore, quien tal vez era la única persona del mundo a la que tenía verdadero respeto, y aborrecía a lady Montdore hasta tal extremo que no pocas veces daba en decir que ardía en deseos de estrangularla con sus propias manos. Ahora que lord Montdore había regresado de la India, tío Matthew lo veía de continuo en la Cámara de los Lores, y en las diversas organizaciones del condado a cuyas reuniones ambos asistían, y al volver a casa reproducía sus comentarios más banales como si fuesen los pronunciamientos de un profeta. «Montdore me dice... Montdore señala...» Y punto redondo: era inútil ponerlo en tela de juicio, pues la opinión de lord Montdore respecto a cualquier asunto era definitiva a ojos de mi tío.
—¡Qué hombre tan admirable este Montdore! Lo que no me cabe en la cabeza es cómo nos las hemos ingeniado en este país sin contar con su concurso durante todos estos años. Terrible desperdicio tenerlo allí entre negros y moros, cuando es justamente la clase de hombre que tantísima falta hace aquí.
Llegó a quebrar su regla de no visitar jamás las casas de los vecinos y acudió a Hampton.
—Si Montdore nos invita, debemos ir a verle.
—Es Sonia la que nos invita —le corrigió tía Sadie con un punto de malicia.
—La vieja loba. Nunca entenderé qué pudo pasarle a Montdore para casarse con ella. Supongo que no se dio cuenta en su día de lo absolutamente venenosa y sanguinaria que es la muy pérfida.
—Cariño... cariño...
—Sanguinaria y pérfida. Pero si Montdore nos invita, creo que debemos ir a verle.
En cuanto a tía Sadie, siempre se mostraba tan poco precisa, siempre tan en las nubes, que nunca fue fácil saber qué pensaba realmente de nadie, aunque tengo para mí que si bien disfrutaba bastante con la compañía de lady Montdore en pequeñas dosis, no compartía los sentimientos de mi tío hacia lord Montdore, pues cuando hablaba de él siempre se colaba en su tono de voz un deje de menosprecio.
«Tiene pinta de tonto», decía, aunque nunca delante de tío Matthew, pues habría herido muchísimo sus sentimientos.
—Así pues, Louisa y la pobre Linda ya están colocadas —siguió diciendo lady Montdore—. Ahora te toca a ti, Fanny.
—Oh, no —dije—. Conmigo no habrá quien se case. —Y la verdad es que no me imaginaba a nadie que pudiera desearlo. Me consideraba mucho menos fascinante que el resto de las chicas a las que conocía y despreciaba mi apariencia física, odiaba mis mejillas redondas y sonrosadas, mi cabello negro y rizado, que nunca podría peinar de modo que enmarcase mi cara en cortinas de seda, por más que me lo humedeciera y me lo repeinara, pues siempre insistía en crecer al revés, hacia arriba, crespo como el brezo.
—Tonterías. Y no se te ocurra casarte con el primero que pase sólo por amor —dijo—. Ten en cuenta que el amor no dura, no puede durar, nunca dura, te lo digo yo. Si te casas con «todo esto», es para siempre. Un día, no lo olvides, llegarás a la edad madura y pensarás cómo debe de ser la vida para esas mujeres que no pueden tener, por ejemplo, unos pendientes de diamantes. Una mujer de mi edad necesita diamantes bien cerca de la cara, para darle un brillo especial. Y pasar las comidas sentada con don nadies, y así siempre... Y no tener automóvil. No es una perspectiva muy halagüeña, date cuenta. Claro está —añadió como si se le acabara de ocurrir— que yo tuve suerte, pues además de «todo esto», disfruté del amor. Pero no es algo que suela suceder. Cuando te llegue el momento de elegir, ten muy en cuenta lo que te digo. Supongo que Fanny tendrá que irse ahora a tomar el tren. Cuando la despidas, ¿me harás el favor de buscar a Boy y mandármelo aquí arriba, Polly? Quiero repasar con él los invitados de la semana que viene. Adiós, Fanny. A ver si ahora que hemos vuelto nos vemos a menudo.
Al bajar las escaleras tropezamos con Boy.
—Mamá quiere que vayas a verla —dijo Polly, posando con gravedad su mirada azul en él. Él le puso la mano en el hombro y se lo friccionó con el pulgar.
—Sí —dijo—, querrá hablar del festejo de la semana que viene. ¿Tú piensas venir, jovencita?
—Supongo que sí —dijo ella—. Ahora ya estoy presentada en sociedad.
—No diría yo que tenga muchas ganas. Tu madre tiene cada vez ideas menos precisas sobre la colocación debida. La verdad, la mesa de ayer noche... ¡la duquesa sigue enfadadísima! Sonia no debería recibir a la gente si no la sabe tratar como es debido.
Esta frase la había oído yo de labios de mi tía Emily muy a menudo, pero en referencia a los animales.