8

Polly y yo fuimos las damas de honor en la boda de Linda, celebrada en febrero, y en cuanto terminó el ágape me llevaron en automóvil a Hampton con Polly y con lady Montdore, pues iba a pasar allí unos cuantos días. Le agradecí mucho a Polly que me lo propusiera, pues demasiado bien recordaba yo la espantosa sensación de anticlímax que se produjo tras la boda de Louisa, que sin duda se multiplicaría por diez tras la boda de Linda. Desde luego, una vez casada Linda, estaba concluida la primera etapa de mi vida tanto como la primera de la suya, y me sentía abandonada en una especie de vacuidad horrible, terminada la niñez, pero sin que aún se vislumbrase ni siquiera en lontananza el comienzo de la vida de casada.

En cuanto se marcharon Linda y Anthony, lady Montdore mandó a su chófer que nos recogiera y nos encontramos las tres cómodamente instaladas en el asiento de atrás. Polly y yo aún llevábamos nuestros vestidos de damas de honor (de chiffon color guisante), aunque íbamos bien envueltas en abrigos de piel, cada una con una manta de lana de las islas Shetland sobre las rodillas, como niñas camino de una clase de bailes de salón. El chófer extendió una gran piel de oso sobre nosotras tres y nos puso un calientapiés bajo nuestros zapatos plateados de piel de cabritilla. No es que hiciera mucho frío, pero el día era desapacible, pues había llovido sin cesar y empezaba a anochecer. El interior del automóvil era como una cajita seca y, en cuanto las ruedas comenzaron a salpicar por las largas carreteras encharcadas y relucientes, la lluvia azotando las ventanillas, se creó un ambiente delicioso por lo confortable, en el interior de la cajita, sabiendo además cuánta luz y cuánto calor y cuánta comodidad nos esperaba en cuanto llegásemos a nuestro destino.

—Me encanta estar aquí dentro, tan seca —como dijo lady Montdore—, viendo a todos esos pobres que se mojan sin remedio.

Había hecho dos veces el viaje en el día, pues por la mañana vino desde Hampton, mientras que Polly y yo habíamos viajado el día anterior con su padre, para probarnos por última vez los vestidos de la boda y para asistir a una cena de gala con baile.

En primer lugar hablamos de la boda. Lady Montdore era magnífica cuando se trataba de aprovechar una ocasión de esa clase. Con su mirada penetrante, no se le escapaba ni el menor detalle y tampoco había inhibición caritativa que rebajara sus comentarios a tenor de lo que hubiera observado.

—¡Qué pinta tan extraordinaria la de lady Kroesig, pobre mujer! Supongo que alguien debe de haberle dicho que la madre del novio tiene que llevar un poco de todo en el sombrero, que es una superstición o algo así, porque si no... Piel, plumas, flores y un trozo de encaje: todo encima de la cabeza y, para rematar el cuadro, un broche de diamantes. Diamantes de color rosa, que los he visto yo. Tiene gracia que estas personas, supuestamente tan ricas, nunca parezcan tener una joya decente que ponerse en las ocasiones. Me he dado cuenta más de una vez. ¿Y os fijasteis en esas cosillas de medio pelo que le dieron a la pobre Linda? Un cheque, sí, eso está muy bien, pero me pregunto por qué cantidad. Perlas cultivadas, al menos eso supongo; si no, deberían valer como poco diez mil libras. Y un brazalete de un gusto horripilante. No llevaba diadema, no llevaba collar, ¿con qué se va a presentar la pobre chiquilla en la corte? Mucha ropa blanca, que no hemos visto; además, toda esa plata moderna, y una casa horrible en una de esas plazas cercanas a Marble Arch. No diría yo que todo eso compense tener que llevar ese feísimo apellido alemán. Además, me ha dicho Davey que no hay bienes raíces como es debido. La verdad, Matthew Alconleigh no debería tener hijas si eso es todo lo que sabe hacer por ellas. Con todo, a la fuerza debo decir que él estaba realmente guapo cuando entró en la iglesia y que Linda también estaba incomparable, maravillosa de verdad.

Sospecho que sentía cierto afecto por Linda, aunque sólo por haberse retirado a tiempo de la competición, pues si bien distaba de ser un bellezón como Polly, era sin lugar a dudas mucho más popular entre los jóvenes más prometedores.

—Sadie también estaba muy bella, muy joven, guapísima. Y las chiquillas, monirrísisimas. —Así lo dijo—. ¿Viste nuestro servicio de postre, Fanny? ¿De veras? Me alegro. Podría cambiarlo, pues es de Goods, pero a lo mejor no quiere. A mí me chocó bastante, ¿a ti no?, la diferencia que había entre nuestro lado en la iglesia y el de los Kroesig. Los banqueros no parecen ser nada del otro mundo, ¿verdad? Es extraordinariamente pesado el tener que conocerlos uno por uno, pobrecillos, y no quiero ni pensar en lo que tendrán que hacer para casarlos a todos. Claro que esa clase de personas padece una megalomanía terrible en estos tiempos que corren, es imposible quitárselos de encima. ¿Os habéis fijado en la hermana de Kroesig? Ah, claro, cómo no, si iba a tu lado, Fanny. ¡Se las van a ver y desear para encontrarle un buen partido!

—Está estudiando para ser veterinaria —dije.

—Es lo más sensato que he oído acerca de cualquiera de ellos. Ningún sentido tendría llenar los salones de baile con muchachas de pinta semejante. Sencillamente no sería justo para nadie. Bueno, Polly, ahora quiero que me cuentes con pelos y señales todo lo que hicisteis ayer.

—Ah, pues no fue gran cosa.

—Vamos, no seas gansa. Llegasteis a las doce a Londres, digo yo.

—Sí, así fue —dijo Polly en tono de resignación. Se había dado cuenta de que iba a tener que dar cuenta de todos y cada uno de los minutos del día. En tal caso, más fácil y más rápido sería contarlo todo por su cuenta en vez de aguantar que se lo fuera sacando su madre. Se puso a enredar, nerviosa, con la guirnalda de hojas de plata que llevaba de adorno—. Un momento —dijo—, tengo que quitarme esto, me está dando dolor de cabeza.

La llevaba sujeta al pelo con un alambre. Se dio varios tirones hasta que por fin logró despojarse del engorro y lo lanzó al suelo.

—Ay —dijo—, qué daño. Bueno, sí, a ver, déjame que piense. Llegamos, papá fue derecho a la cita que tenía y yo almorcé temprano en casa.

—¿Tú sola?

—No, Boy me estaba esperando. Había ido a devolver unos cuantos libros que se llevó prestados, y Bullitt dijo que había comida de sobra, de modo que le pedí que se quedara.

—Bueno, sigue. ¿Después del almuerzo?

—Fui a la peluquería.

—¿Lavar y marcar?

—Sí, naturalmente.

—Pues no lo diría nadie. La verdad es que vamos a tener que buscarte una peluquera un poco mejor. Y no le preguntemos a Fanny adónde va ella, que siempre lleva el pelo como un estropajo.

Lady Montdore se estaba poniendo de mal humor y, como cualquier niña malcriada y malhumorada, pretendía hacer daño a todo el que se le pusiera a tiro.

—Lo tenía estupendamente hasta que tuve que ponerme la corona. Bueno, luego tomé el té con papá en casa, descansé un rato, de la cena ya lo sabes todo, y a la cama —terminó de corrido—. ¿Te basta con eso?

Tanto ella como su madre parecían ponerse una a otra de los nervios o tal vez ella estuviera tan hosca por haber tenido que darse tirones en el pelo para quitarse la corona. Lanzó una mirada de perfecto encono a lady Montdore. La iluminaron de repente los faros de un automóvil con el que nos cruzamos. Aparentemente, lady Montdore no la vio, ni aparentemente reparó en su tono de voz.

—No, ni mucho menos —dijo—. Aún no me has contado nada de la cena. ¿Con quién te tocó sentarte?

—Mamá, por favor, si ni siquiera me acuerdo de sus nombres...

—Parece que no te importa nada retener el nombre de nadie. Y eso es una estupidez. A ver, dime, ¿cómo voy a invitar a tus amistades a la casa si ni siquiera sabes quiénes son?

—Pero es que no son mis amistades. Eran los aburridos más aburridos que te puedas imaginar. Ni siquiera supe qué decirles.

Lady Montdore lanzó un profundo suspiro.

—¿Y después de cenar bailaste?

—Sí. Bailé, me pasé un rato sentada, comí unos helados que daban asco.

—Seguro que estaban deliciosos. Sylvia Waterman siempre hace las cosas de maravilla. ¿Sirvieron champagne?

—Odio el champagne.

—¿Y quién te acompañó a casa?

—Lady... no me acuerdo qué. No le quedaba de camino, porque vive en Chelsea.

—Extraordinario —dijo lady Montdore, al parecer animada al pensar que algunas pobres señoras tuvieran que vivir en Chelsea nada menos—. Me pregunto quién podría ser.

* * *

Los Dougdale también estuvieron en la boda y cenarían en Hampton de camino a su casa. Estaban allí cuando llegamos, pues no se quedaron a esperar a que Linda se despidiera. Polly subió a la primera planta nada más llegar. Parecía cansada; por medio de su criada mandó una nota diciendo que cenaría en la cama. Los Dougdale, lady Montdore y yo cenamos sin cambiarnos en la salita matinal en la que siempre comían o cenaban cuando no se superaban los ocho comensales. Esta estancia era tal vez lo más perfecto de todo Hampton. La habían traído literalmente entera desde Francia y estaba forrada por completo de paneles de madera labrada en un dibujo finísimo, complicado y pintado de azul y blanco; había tres aparadores para la porcelana a juego con las ventanas, que contenían una cubertería de sévres especialmente hecha para María Antonieta. Las ventanas y las puertas eran trampantojos decorativos pintados por Boucher, enmarcados en los propios paneles.

Durante la cena se habló casi exclusivamente del baile que lady Montdore se había propuesto celebrar para Polly en Montdore House, durante la temporada social de Londres.

—El primero de mayo, creo yo —nos dijo.

—Buena idea —dijo Boy—. Si se pretende que los invitados lo recuerden, tiene que ser o el primero o el último baile del verano.

—No, no, el último de ninguna manera. En tal caso, tendría que invitar a todas las jovencitas a cuyos bailes hubiera asistido Polly y no hay nada tan terrible en un baile como que se junten demasiadas chicas.

—Y si no las invitas —dijo lady Patricia—, ¿invitarán ellas a Polly?

—Pues claro —dijo lady Montdore de un modo cortante—. Se morirán de ganas de que ella asista a sus bailes. Eso se lo puedo compensar a todas de otras maneras. De todos modos, no me propongo lucirla demasiado por el mundo de las debutantes, todos esos horribles festejos en los distritos del suroeste de Londres. No creo que tenga ni pies ni cabeza. Se cansará enseguida, conocerá a un montón de jovenzuelos totalmente inadecuados para ella. Mis planes son más bien no permitirle que vaya a más de dos bailes por semana, los dos escogidos con todo esmero. Es más que suficiente para una muchacha que tampoco va sobrada de fuerzas. Pensé que más tarde, Boy, si me quieres echar una mano, podríamos confeccionar para mi baile una lista de las mujeres que acostumbran a celebrar cenas. A fin, claro está, de que sólo inviten a las personas que yo les indique. No me gustaría que se limiten a cumplir con sus amigos y parientes a costa de mi baile, por supuesto.

Después de cenar nos sentamos en la Galería Larga. Boy se puso a hacer su labor de petit point, como de costumbre, mientras las tres mujeres nos acomodamos sin nada entre las manos. Tenía verdadero talento para el ganchillo, había cosido algunas de las sabanitas para la casa de muñecas de la reina y había hecho fundas para muchas de las sillas tanto de Silkin como de Hampton.

Tenía entre manos un cubrefuegos para la Galería Larga, diseñado por él mismo con un generoso patrón de estilo jacobino, cuyo motivo eran presuntamente las flores del jardín de lady Montdore, aunque las flores más bien parecían enormes, espantosos insectos. Por ser joven y tener prejuicios muy arraigados, nunca se me ocurrió admirar esa labor. Me limité a pensar lo horrible que era ver a un hombre afanado en labores de costura, a reparar en que se me antojaba repugnante, con la barba alborotada sobre el bastidor en el que daba diestras puntadas de distintas tonalidades caqui. Tenía el mismo cabello crespo que yo; por eso sabía que las ondas que se le formaban, los ricillos descuidados y adolescentes, tenían que ser fruto de un cuidadoso humedecimiento y de un arreglo a fondo, antes de sentarse a la cena.

Lady Montdore mandó que le trajeran papel y lápiz para anotar los nombres de las anfitrionas indicadas.

—Anotaremos todos los posibles y después iremos suprimiendo —dijo. Sin embargo, pronto renunció a esta ocupación con objeto de expresar sus quejas a propósito de Polly y, aunque yo ya la había creído quedarse a gusto sobre esta cuestión cuando conversó con la señora de Chaddesley Corbett, el tono que empleó resultó mucho más cortante y agraviado.

—Hace una todo lo que puede por estas muchachas —dijo—, absolutamente todo. Tal vez no queráis creerlo, pero os aseguro que me paso prácticamente la mitad del día trazando planes para Polly: que si citas, que si ropa, que si fiestas, etcétera, etcétera. No me queda ni un minuto libre para ocuparme de mis amistades, apenas he jugado una sola partida de cartas desde hace meses, prácticamente he dejado de pintar y además he tenido que dejar en suspenso el desnudo de esa chica de Oxford. La verdad es que me dedico por entero a la niña. Mantengo la casa de Londres en perfecto estado sólo por su conveniencia. De sobra sabéis que aborrezco Londres en invierno. Y Montdore se daría por satisfecho con tener dos habitaciones sin cocinera (siempre come frío en el club), pero yo mantengo una nutrida plantilla de criados que se desviven por ella, nada más. Cualquiera diría que al menos debe de estar agradecida, ¿no es así? Pues ni muchísimo menos. A todas horas se la ve tan mohína y contrariada que apenas consigo cruzar una sola palabra con ella.

Los Dougdale no dijeron nada. Él estaba muy concentrado en desenredar ovillos de lana y lady Patricia se había recostado con los ojos cerrados, sufriendo como durante tanto tiempo había sufrido, en silencio. Parecía más que nunca una estatua en un jardín, su piel y su vestido beis para ir a Londres del mismo color, y tenía la cara marcada por las arrugas del dolor y la tristeza, la expresión misma de una tragedia antigua.

Lady Montdore siguió a lo suyo, charlando exactamente igual que si yo no estuviera presente.

—Me tomo toda clase de molestias para que ella pueda salir y alojarse en casas agradables, pero parece no disfrutar ni siquiera un poquito. Siempre vuelve con quejas de toda clase. Solamente quiere ir a visitar Alconleigh y la casa de Emily Warbeck. ¡Y las dos son una pura pérdida de tiempo! Alconleigh es una casa de locos... Yo quiero muchísimo a Sadie, cómo no, todo el mundo la quiere, y es una mujer maravillosa, pobrecita mía, no es culpa suya que tenga todos esos hijos tan excéntricos... Seguramente ha hecho todo lo posible, pero son todos igualitos que su padre, con eso está dicho todo. Por otra parte, a mí me agrada que la niña esté con Fanny, y a Emily y a Davey los conozco de toda la vida: Emily fue dama de honor en mi boda, Davey actuó como elfo en el primer espectáculo al aire libre que organicé, pero no por eso deja de ser cierto que cuando está con ellos Polly no se relaciona con nadie, y si no conoce a nadie, ¿cómo va a encontrar con quién casarse?

—¿Tanta prisa corre que se case? —preguntó lady Patricia.

—En fin, en mayo cumplirá veinte años. No puede seguir siempre así. Y, si no se casa, ¿qué hará, si no tiene en qué ocupar su vida, ni nada que le interese en particular? No le interesa ni el dibujo, ni montar a caballo, ni la vida social, prácticamente no tiene amigas... Ay, ¿quién podría decirme cómo es posible que Montdore y yo hayamos tenido una hija así? ¡Cuando pienso cómo era yo a su edad! Me acuerdo perfectamente de que el señor Asquith dijo que nunca había conocido a nadie tan genial como yo para la improvisación y...

—Desde luego, tú eras una maravilla —dijo lady Patricia con una sonrisilla—, pero siempre puede darse el caso de que ella sea más lenta que tú. Y, como bien dices, aún no tiene veinte años cumplidos. ¿No se te hace agradable tenerla todavía en casa uno o dos años más?

—Lo que sucede —replicó su cuñada— es que las chicas no tienen nada de agradables. La suya es una edad absolutamente horrible. De niñas, cuando son la dulzura en persona, tan guapas, una tiende a pensar en lo delicioso que será gozar de su compañía más adelante, pero me pregunto qué compañía nos hace Polly a Montdore o a mí. Se pasa el día pensando en las musarañas, siempre medio enfadada o cansada, sin interesarse nada en lo que se dice. Y lo que necesita, digo yo, es un marido. Cuando se haya casado volveremos a tener unas relaciones excelentes. Lo he visto muchísimas veces. El otro día, hablando con Sadie, me dijo que compartía esta opinión. Dice que últimamente ha pasado una temporada dificilísima con Linda. Louisa, por descontado, nunca le supuso ningún problema. Siempre tuvo un carácter más afable, además se casó nada más terminar su enseñanza. Mira, ésa es una de las cosas que se puede decir de las Radlett: no tardan nada en casarlas, aun cuando sus matrimonios tal vez no sean los que una querría para su propia hija. Un banquero y un noble escocés que ha dilapidado su fortuna... A pesar de todo, ahí las tienes: todas ya casadas. ¿Qué le pasará a Polly? Tan guapa como es y sin B. A. a la vista.

—Será S. A. —dijo lady Patricia débilmente—, o B. O.

—Cuando éramos jóvenes no existían todas esas siglas, gracias a Dios. S. A. y B. O..., bah, bobadas.1Una era un bellezón o una feilla que no dejaba de ser guapa y punto redondo. A pesar de los pesares, ahora que se han inventado todas esas siglas, supongo que es bueno que las chicas las tengan. A sus pretendientes parece gustarles, pero se ve que Polly no parece tener ni vestigio de todo ello. ¡Qué distinta —añadió con un suspiro—, qué distinta resulta la vida de todo cuanto habíamos esperado! Desde que nació esta niña, date cuenta, no he hecho otra cosa que preocuparme y estar pendiente de ella a todas horas, no he hecho más que pensar en todas las cosas terribles que podrían sucederle: que Montdore muriese antes de que ella esté colocada, que nos quedásemos sin una casa como es debido, que dejara de ser todo lo guapa que es (a los catorce años me parecía demasiado guapa, para qué te lo voy a negar) o que tuviera un accidente y se pasara el resto de sus días en una silla de ruedas. He pensado de todo. Antes, me despertaba en plena noche y me imaginaba esas cosas, pero lo único que nunca se me pasó por la cabeza es que terminara siendo una vieja solterona.

En su voz destacaba un tono de ofensa o de histeria ofendida.

—Vamos, Sonia —le dijo lady Patricia de manera cortante—, si la pobre chiquilla aún es una adolescente... Espera al menos que viva toda una temporada con la sociedad londinense antes de llamarla «vieja solterona», ¿quieres? Ya encontrará a uno que le guste y ya verás como es antes de lo que tú te crees.

—Ojalá que fuera así, pero tengo una sensación muy fuerte de que no encontrará a nadie y, por si fuera poco, creo que quien ella encuentre no le tendrá ningún aprecio —dijo lady Montdore—. No tiene una mirada insinuante. La verdad es que es una pena. Y por las noches se deja la luz del cuarto de baño encendida, lo veo todas las noches...

Lady Montdore no pudo ser más mezquina con una pequeñez tal como la luz eléctrica.