3
Sin duda fue el tedio que envolvía su vida en esa época la razón por la que lady Montdore desvió sus pensamientos hacia Cedric Hampton, el heredero de lord Montdore. Seguían sin saber de él nada más que su mera existencia, que hasta la fecha habían contemplado como algo superfluo en grado extremo, ya que de no ser por él «todo esto», incluido Hampton, habría ido a parar a manos de Polly y, aunque el resto de las cosas que ella heredaría eran más valiosas desde el punto de vista pecuniario, lo que todos amaban por encima de todas las cosas era Hampton. Nunca he logrado aclarar la relación exacta que le unía con Montdore, pero sé que cuando Linda y yo teníamos por costumbre «estar al tanto» y lo examinamos por ver si era de la edad adecuada para casarse con alguna de nosotras, nos costó una eternidad dar con él: jadeábamos asomadas al libro de la nobleza, señalábamos el apunte correspondiente y nos remontábamos en su linaje:
«... habiendo tenido por descendencia a, Henry, nacido en 1875, quien casó con Dora, hija de Stanley Booter, de Anápolis, Nueva Escocia, y falleció en 1913 habiendo tenido por descendencia a Cedric, actual heredero, nacido en 1907.»
Era, así pues, de la edad precisa, pero ¿y Nueva Escocia? Tras presurosa consulta en un atlas, vimos que era una región horriblemente marítima. «Una especie de isla de Wight, sólo que al otro lado del Atlántico —como dijo Linda—. Gracias, pero yo paso.» La brisa marina, en la medida en que era buena para el cutis, la considerábamos más bien un medio, y no un fin, pues en aquel entonces nuestro ideal era vivir en las capitales e ir a la ópera iluminadas con diamantes —«¿Quién es esa mujer tan bella?»—, así que Nueva Escocia no era ni de lejos un lugar apropiado para ese tren de vida. Nunca se nos ocurrió que Cedric tal vez pudiera haberse trasladado de su tierra natal a París, a Londres o a Roma. Un simple colonial, pensábamos como dos ignorantes. Y eso lo descartaba de plano. Creo que lady Montdore sabía acerca de él muy poco más que nosotras. Nunca había tenido el menor interés, ni tampoco curiosidad, a propósito de los impresentables habitantes de Canadá. No pasaban de ser sino una de las cosas desagradables de la vida, de manera que prefería no pararse a pensar siquiera en todo ello. Ahora, a solas con «todo esto», que un buen día, un día nada lejano, a juzgar por el aspecto de Montdore, pasaría a ser de Cedric, pensaba en él y hablaba de él constantemente, y a la sazón se le ocurrió la idea peregrina de que le agradaría conocerlo.
Obvio es señalar que tan pronto hubo concebido esta idea quiso que él estuviera presente ante ella sin más dilación, así que le enfurecieron los sucesivos retrasos. Y es que no había forma de dar con el paradero de Cedric.
—Esa estúpida mujer ha cambiado de señas —me dijo un día—. El abogado de Montdore se las ha visto y se las ha deseado para tratar de ponerse en contacto con ella, pero no hay manera. Imagínate, cambiar de dirección en Canadá. Cualquiera diría que allí un sitio es exactamente igual que cualquier otro, ¿no? Un mero despilfarro sin sentido. En fin, pues por fin han dado con ella, sólo que ahora se da el caso de que Cedric no vive con la madre, sino que debe de estar en algún lugar de Europa. En cuyo caso, se me antoja muy raro por su parte que no haya venido siquiera a visitarnos. Así pues, se acumularán nuevos aplazamientos. Ay, querida, ¡qué desconsiderada es la gente en general! No piensan nada más que en mí, en mí, en mí. Hoy en día, cada cual va a lo suyo.
Al final localizaron a Cedric en París. («Sencillamente extraordinario —dijo ella—. ¿Qué podrá estar haciendo un canadiense en París? No me hace ninguna gracia.») Se le hizo llegar una invitación para que visitara Hampton, que aceptó.
—Viene el martes que viene a pasar dos semanas. Le indiqué las fechas por escrito con toda precisión. Es algo que hago siempre, escrupulosamente, cuando se trata de una visita a una casa de campo, porque así se ahorra una la incomodidad de no saber cuánto va a prolongarse. Si nos cae bien, podrá volver otra vez ahora que sabemos que vive en París, a tan corta distancia. De todos modos, ¿tú qué crees que estará haciendo allí, querida? Espero y deseo que no sea un artista. En fin, si resulta que lo fuera, lisa y llanamente tendremos que disuadirle de la idea. Ahora por fuerza tendrá que aprender a comportarse como es debido. Mandaremos a Dover un automóvil a recogerle, de modo que pueda llegar a tiempo para la cena. Montdore y yo hemos decidido no vestirnos de gala esa noche, ya que muy probablemente no tendrá él la ropa adecuada y nadie quiere que se sienta cohibido desde el comienzo de su visita, pobre muchacho.
Me pareció sumamente insólito en lady Montdore, quien por lo común disfrutaba haciendo que cualquiera se sintiera cohibido en su presencia: era, de hecho, una de sus diversiones preferidas. A buen seguro, Cedric estaba destinado a convertirse en su nuevo juguete. Hasta que llegara ese momento me sentí, al igual que Norma con respecto a la señora Heathery, sumamente desilusionada, convencida de que no le esperaba nada bueno, de que no hallaría un comportamiento precisamente calculado para que se sintiera a sus anchas.
Comencé a pensar mucho en Cedric. Aquélla era una situación interesantísima, de modo que me sentía deseosa de saber cómo se la tomaría el joven del Oeste al verse de pronto frente a frente con una Inglaterra aristocrática y en plena decadencia, el conde de cartón piedra, su vacua nobleza de apariencia y de talante, las casas enormes y lujosas, los criados terroríficos, el ambiente de riqueza insondable. Recordé lo exagerado que me había parecido todo cuando era niña y supuse que él lo vería con los mismos ojos que yo, así que le resultaría no menos abrumador que a mí.
Pensé sin embargo que tal vez se sintiera a sus anchas con lady Montdore, sobre todo porque el deseo de ésta era complacer y había algo espontáneo y casi infantil en ella que bien podría ser del gusto de una mentalidad transatlántica. Ésa era su única esperanza; de lo contrario, y más si fuese tímido, pensé que se hundiría. Algunas palabras que tenuemente relacionaba yo con Canadá me venían continuamente a la cabeza: la palabra leña, la palabra cabaña, la expresión «reclamar un derecho». (Tío Matthew una vez reclamó un derecho, bien lo sabía yo, nada menos que en Ontario; fue en sus tiempos mozos, cuando jugaba al póquer con Harry Oakes.) Cuánto llegué a desear estar presente en Hampton cuando apareciera el leñador para reclamar su derecho sobre aquella cabaña. Nada más formarse en mí el deseo, me fue concedido: lady Montdore me llamó para preguntarme si deseaba ir a pasar la noche. Pensó que facilitaría las cosas si estuviera presente otra persona joven cuando llegara Cedric.
Fue una maravillosa recompensa, como bien le comenté a Alfred, por haber ejercido con tanta abnegación las funciones de dama de compañía.
—Si tanto te has desvivido durante todo este tiempo teniendo en mente una recompensa —dijo Alfred—, no me importa en absoluto. Puse alguna objeción porque pensé que sólo te dejabas llevar tras la estela de esa vieja y que lo hacías meramente por tu buen natural y por un poco de pereza contentadiza, sin otro motivo en mente. Eso me parecía degradante. Claro que si estabas haciéndolo a cambio de algo, la cosa es bien distinta. Al menos —añadió, con una mirada de desaprobación—, mientras la compensación te parezca a la altura del esfuerzo.
Y así fue. Bien que valió la pena.
Los Montdore enviaron un automóvil a recogerme a Oxford. Cuando llegué a Hampton me llevaron directamente a mi habitación, donde me di un baño y me cambié, de acuerdo con las instrucciones que me trajo la criada de lady Montdore, para ponerme un vestido de tarde. No había pasado una sola noche en Hampton desde que me casé. A sabiendas de que Alfred no querría ir, siempre rechacé las invitaciones de lady Montdore, aunque mi dormitorio, en la mansión, me seguía resultando profundamente familiar. Lo conocía de memoria, palmo a palmo. No había cambiado y no cambiaría nada; los libros, sujetos por dos piezas de caoba, formaban la misma colección que yo había leído a lo largo de doce años o alguno más: las novelas de Robert Hitchens y W. J. Locke, Napoleón, La última fase, de lord Rosebery, La casa de la alegría, de Edith Wharton, Dos vidas nobles, de Haré, Drácula y un libro sobre la cría de perros. Delante de la estantería, sobre una cómoda también de caoba, había una tetera japonesa de bronce, con incrustaciones de nenúfares. En las paredes, junto a los cuadros de los dos maestros antiguos que Davey despreciara diciendo que eran «de casa de campo», había un grabado de Morland titulado Los Higgler se preparan para ir al mercado, una acuarela de Richmond que representaba al «viejo» señor con un kilt y un óleo con una panorámica de Toledo, obra de Boy o de lady Montdore, cuyos estilos no se distinguían en nada. Era de una época primeriza; probablemente llevaba veinte años allí colgado. Ese dormitorio tenía para mis adentros un ambiente uterino, en parte por ser tan rojo y tan cálido, tan aterciopelado y tan íntimo, y en parte por el terror que siempre me asaltaba sólo de pensar en tener que salir de él y aventurarme por la planta baja de la mansión. Esa noche, al vestirme, pensé en la delicia de ser por fin adulta, una mujer casada que ya no tenía ningún miedo de las personas. De lord Merlin puede que un poco, del coadjutor de Wadham tal vez, pero ya no se trataba de pánicos sociales indiscriminados. Más bien podían tacharse del mero respeto reverencial que me inspiraban algunos ancianos de probadas dotes.
Cuando estuve a punto, bajé a la Galería Larga, donde lord y lady Montdore aguardaban en sus sillones de costumbre, cada uno a un lado de la chimenea, aunque no con el estado anímico de costumbre. Los dos, en especial lady Montdore, eran un manojo de nervios. Parecieron sobresaltarse cuando aparecí en la estancia, relajándose de nuevo al ver que era yo. Pensé que desde el punto de vista de un desconocido, un paleto del continente americano, los dos daban precisamente la nota esperada. Lord Montdore, con un esmoquin informal, de terciopelo verde, estaba impresionante con su canosa cabellera y su rostro impasible, tallado por la edad, mientras que la poca o ninguna gracia de lady Montdore era indicio de que se trataba de una persona demasiado pomposa para tomarse la menor molestia por la ropa que usara, lo cual sin duda impresionaría a cualquiera. Llevaba un vestido de crêpe-de-chine estampado en blanco y negro; sus únicas joyas eran los enormes anillos, que centelleaban entre los dedos fuertes y ancianos; estaba sentada, como siempre, con las rodillas bien separadas, calzada con unos amplios zapatos de hebilla, plantados con firmeza en el suelo, mientras sus manos descansaban sobre su regazo.
—Hemos encendido un fueguecito —dijo— por pensar que a lo mejor tiene frío después del viaje. —Era muy poco frecuente que hiciera referencia a ninguna disposición de la casa; se contaba con que a cualquiera le agradase lo que en ella encontrara, o bien que se lo tragase si le desagradaba—. ¿Crees que oiremos el automóvil cuando entre por la avenida? Suele ser así cuando sopla viento del oeste.
—Supongo que yo sí —dije sin ningún tacto—. Yo lo oigo todo.
—Ah, nosotros tampoco estamos sordos como tapias. Montdore, enséñale a Fanny qué tienes para Cedric.
Me mostró un librito encuadernado en piel verde: los Poemas de Gray.
—Si te fijas en las guardas —dijo—, verás que se lo regaló a mi abuelo el difunto lord Palmerston el día mismo en que nació el abuelo de Cedric. Es evidente que se encontraban cenando juntos. Hemos pensado que le gustará.
Yo también esperé que le gustara. De pronto, sentí una gran lástima por aquellos dos ancianos y deseé con todas mis fuerzas que la visita de Cedric fuera todo un éxito capaz de animarles.
—Los canadienses deberían conocer bien a Gray —siguió diciendo—, porque resulta que el general Woolf, en la toma de Quebec...
Se oyeron pasos en la salita roja, así que finalmente no habíamos oído llegar el automóvil. Lord y lady Montdore se pusieron en pie, juntos los dos ante la chimenea, en el momento en que el mayordomo abrió la puerta y anunció:
—El señor Cedric Hampton.
Hubo un rebrillar de azul y oro sobre el parqué, y una libélula humana hincó una rodilla en la alfombra de piel, ante los Montdore, con una larga mano blanca extendida hacia cada uno de ellos. Era un hombre alto, delgado, joven, flexible como una muchacha, ataviado con un traje azul demasiado vivo; tenía el cabello dorado como uno de los pomos de latón que remataban los postes de la cama y su apariencia de insecto era debida a que unas lentes azuladas, con montura de oro, tal vez de dos centímetros de grosor, ocultaban la parte superior de su cara.
Resplandecía en su rostro una sonrisa de una perfección ultraterrena. Relajado y feliz, se arrodilló obsequiando con su sonrisa a cada uno de los Montdore.
—No, no digan nada —dijo—, sólo un momento. Permítanme mirarlos bien. ¡Maravillosos, maravillosos los dos!
Vi al punto que lady Montdore se sentía profundamente complacida. Resplandecía de puro placer. Lord Montdore la miró de reojo, más que nada por ver cómo se tomaba el cumplido, y cuando la vio resplandeciente, tomó buena nota y adoptó idéntica actitud.
—Bienvenido —dijo ella— a Hampton.
—Cuánta belleza —siguió diciendo Cedric, poniéndose en pie como si flotara, como si careciera de articulaciones—. Sólo puedo decirles que me embriaga. Inglaterra, muchísimo más bella de lo que había imaginado. No sé por qué, nunca me había dado nadie una relación favorable de Inglaterra. Esta casa, tan romántica, tan repleta de tesoros... Y por encima de todo ustedes dos, las dos personas más bellas que he visto jamás.
Hablaba con un acento muy curioso, que no era ni francés ni canadiense, sino más bien peculiar de él; cada sílaba recibía mucho más énfasis del que le habría dado un inglés normal y corriente. También daba la impresión de que hablase, por así decir, a través de su sonrisa, que se desdibujaba un poco y acto seguido volvía a resplandecer, sin desaparecer nunca del todo.
—¿Quiere quitarse las gafas? —preguntó lady Montdore—. Me gustaría verle los ojos.
—Más tarde, mi querida lady Montdore, más tarde. Cuando mi terrorífica y paralizante timidez, que en mí es una enfermedad, se me haya pasado del todo. Las lentes me dan confianza, ya ve usted, cuando estoy sumamente nervioso, como me la daría una máscara. Enmascarado, Uno puede enfrentarse a todo. Me gustaría que mi vida fuera un perpetuo bal masqué, lady Montdore. ¿No está usted de acuerdo? Me encantaría saber quién era el Hombre de la Máscara de Hierro. ¿No le sucede igual, lord Montdore? ¿Recuerda cuando Luis XVIII vio por vez primera a la duquesa de Angulema después de la Restauración? Antes de decir nada más, qué espanto, no sé, le preguntó si el pobre Luis XVI le había llegado a revelar quién era el Hombre de la Máscara de Hierro. Me encanta Luis XVIII sólo por ese detalle. Qué propio de él.
—Ésta es nuestra prima —dijo lady Montdore señalándome—. Y pariente lejana tuya, Cedric. Fanny Wincham.
Me tomó la mano y me miró largo rato a la cara.
—Estoy encantado de conocerla —dijo como si de veras lo estuviera. Se volvió a los Montdore—. Cuánto me alegro de estar aquí.
—Mi querido muchacho, todos estamos muy felices de que hayas venido. Tendrías que haber venido antes. No teníamos ni idea... Pensábamos que seguías estando en Nueva Escocia, date cuenta.
Cedric miraba con gran interés la gran mesa de los mapas, de estilo francés.
—Riesener —dijo—. Esto es muy extraño, lady Montdore, y tal vez le cueste creerlo, pero en donde yo resido, en Francia, tenemos la pareja de esta mesa. ¿No es una coincidencia extraordinaria? Esta misma mañana, en Chèvres, estaba yo apoyado en una mesa exactamente igual.
—¿En Chèvres?
—Chèvres-Fontaine, donde vivo. En el departamento de Seine-et-Oise.
—Pues ha de ser una casa muy grande —dijo lady Montdore—, si contiene una mesa igual que ésta.
—Un poco más grande, en todos los conceptos, que el bloque central del Palacio de Versalles, y con muchísima más agua. En Versalles sólo quedan setecientas bouches. (¿Cómo se dice bouche en inglés? ¿Surtidor?) En Chèvres tenemos mil quinientas, que funcionan sin cesar.
Se anunció la cena. Cuando avanzábamos hacia el comedor, Cedric se detuvo a examinar diversos objetos, acariciándolos amorosamente.
—Weisweiller... Boulle... Riesener... Jacob... ¿Cómo es posible que posea usted estas maravillas, lord Montdore, estas piezas tan importantes?
—Mi bisabuelo, tatarabuelo de usted, que era medio francés, coleccionó estas piezas durante toda su vida. Algunas las compró cuando se celebraron las grandes subastas de mobiliario de la Casa Real después de la Revolución; otras le llegaron por medio de su familia, los Montdore.
—¡Y qué boiseries! —exclamó Cedric—. Luis XV de primerísima calidad. No hay en Chèvres nada que se le pueda comparar. Cuando son tan espléndidas, son como las joyas.
Estábamos ya en el comedor pequeño.
—Además, fue él quien las trajo. Y construyó la mansión en función de ellas. —Lord Montdore estaba obviamente encantado con el entusiasmo de Cedric. A él le encantaba el mobiliario francés, pero rara vez encontraba en Inglaterra con quien compartir sus gustos.
—Porcelana con el sello de María Antonieta... Deliciosa. En Chèvres tenemos el servicio de Meissen que se trajo de Viena. Tenemos muchos recuerdos de María Antonieta, pobrecilla, allí en Chèvres.
—¿Quién vive en Chèvres?
—Yo —respondió como si tal cosa—. Cuando deseo estar en el campo. En París poseo un palacete de belleza incomparable, la idea misma que Uno se haría del cielo. —Cedric empleaba a menudo la palabra «Uno», que pronunciaba con un énfasis especial. Lady Montdore siempre había sido muy propensa a usarla, aunque la pronunciación de ambos no se parecía en nada. La de Cedric era mucho más nasal—. Es algo a mitad de camino entre un patio y un jardín. Fue construido para Madame du Barry. Es pequeñito, pero contiene todo lo necesario, esto es, unos aposentos y un salón de baile que hace las veces de gabinete. Tiene que venir y alojarse allí conmigo, mi querida lady Montdore. Residirá en mis aposentos, que son de gran comodidad, y yo en el gabinete. Prométame que vendrá a verme.
—Habrá que verlo. Personalmente, nunca he sentido un gran cariño por Francia. La gente es muy frívola. Prefiero de largo a los alemanes.
—¡Los alemanes! —dijo Cedric con vehemencia, apoyado sobre la mesa y mirándola a través de sus gruesas lentes—. La frivolidad de los alemanes a Uno le aterroriza. Tengo un amigo alemán en París y no creo que exista, lady Montdore, un ser más frívolo que él. Esa frivolidad me ha provocado muchos quebraderos de cabeza, se lo aseguro.
—Espero que ahora hagas adecuados amigos en Inglaterra, Cedric.
—Sí, sí, eso es lo que anhelo. Pero, de todos modos, ¿podría ser usted mi principal amiga en Inglaterra, mi queridísima lady Montdore?
—Creo que deberías llamarnos tía Sonia y tío Montdore.
—¿De veras me está permitido? ¡Qué encantadores sois conmigo! Cuánto me alegro de estar aquí. Tía Sonia, es como si rociases de felicidad todo cuanto te rodea.
—Así es. Vivo por y para los demás, ésa debe de ser la razón. Lo triste es que las personas no siempre se dan cuenta. Qué egoístas son.
—Oh, sí, ¿a que son unos egoístas? Yo también he sido víctima del egoísmo de las personas durante toda mi vida. Este amigo alemán al que me refería, su egoísmo excede toda posibilidad de comprensión. ¡Cuánto hay que sufrir!
—Desde luego... —lady Montdore parecía satisfecha con esta anécdota.
—Es un chico que se apellida Klugg. Espero olvidarme de él por completo mientras esté aquí. Ahora, lady Montdore... quiero decir, queridísima tía Sonia, después de cenar me gustaría que me hicieras un gran favor, un favor grandísimo. ¿Te pondrás tus joyas para que pueda yo apreciar cómo luces, cómo resplandeces con ellas? Es algo que sencillamente me maravillaría.
—La verdad, mi querido muchacho, es que están en la caja fuerte. No creo que se hayan limpiado desde hace una eternidad.
—¡Oh, no me digas que no, no me lo niegues! Desde que te vi con mis propios ojos no he podido pensar en otra cosa. Tienes que estar verdaderamente gloriosa con tus joyas puestas. Señora Wincham, pues supongo que estará casada, ¿verdad...? Sí, sí, se le nota que no es soltera. Dígame: ¿cuándo vio por última vez a tía Sonia cubierta por todas sus joyas?
—Fue en el baile en honor de... —callé, de pronto cohibida, vacilando al pronunciar el nombre de quien ya nunca se hablaba, pero Cedric me salvó del azoramiento con una exclamación repentina.
—¡Un baile! Tía Sonia, ¡cuánto me gustaría verte en un baile! Os imagino a todos perfectamente en las grandes funciones inglesas, las coronaciones, los lores, los bailes, Ascot, Henley. Por cierto, ¿qué es Henley? No importa... Y te imagino sobre todo en la India, a lomos de un elefante, como una diosa. Cuánto tuvieron que adorarte allí...
—Bueno, pues es cierto que me adoraban —dijo lady Montdore sencillamente encantada—. Nos adoraban de veras. Era conmovedor. Y, como es natural, nos lo merecíamos. Es mucho lo que hicimos por ellos. Creo que bien puedo decir que pusimos la India en el mapa. Prácticamente ni una sola de nuestras amistades en Inglaterra habían oído hablar de la India antes de que nosotros fuésemos allí, claro.
—Segurísimo. Qué maravillosa, qué fascinante es la vida que llevas, tía Sonia. ¿Llevaste un diario durante tu estancia en Oriente? Oh, por favor, di que sí. Me encantaría leerlo.
Fue todo un acierto. Tenían en efecto un inmenso volumen en folio, cuya etiqueta de piel, rematada por la corona condal, anunciaba: «Paginas de nuestro diario de la India. M. y S. M.».
—En realidad es más bien un libro de recortes y recuerdos —dijo lord Montdore— Relatos de nuestros viajes por el país, fotografías, esbozos pintados por Sonia y por nuestro cu... Quiero decir, por un cuñado que teníamos entonces... Y cartas de apreciación de los rajás...
—Y poesía india que tradujo Montdore. «Plegaria de una viuda ante Sati», «Muerte de un viejo mahout». Es tan conmovedor que dan ganas de llorar.
—Oh, es preciso que lo lea todo, palabra por palabra. Qué impaciencia.
Lady Montdore estaba radiante. Cuántas, cuantísimas veces había conducido a sus invitados por las «Páginas de nuestro diario de la India», como quien lleva los caballos al agua, y los había visto alejarse del volumen tras dar un solo sorbo. Con anterioridad, supuse, nadie había solicitado tan ansiosamente permiso para leerlo.
—Ahora es preciso que nos hables de tu vida, mi querido muchacho —intervino lady Montdore—. ¿Cuándo te fuiste de Canadá? Tú eres de Nueva Escocia, ¿no es cierto?
—Viví allí hasta cumplir los dieciocho.
—Montdore y yo nunca hemos estado en Canadá. En Estados Unidos sí, claro, pasamos un mes en Nueva York y en Washington, y vimos las cataratas del Niágara, pero nos vimos obligados a regresar. Ojalá hubiera durado más el viaje, allí estaban conmovedoramente deseosos de contar con nuestra presencia, pero es que Montdore y yo no siempre podemos hacer lo que más nos gustaría. Tenemos deberes que cumplir. Por supuesto, hace ya mucho de esto, yo diría que veinticinco años, pero me atrevería a afirmar que Nueva Escocia no habrá cambiado mucho.
—Me alegro muchísimo de poder decir que la amable Madre Naturaleza ha permitido que una densa neblina de olvido se interponga entre Nueva Escocia y yo, de modo que apenas recuerdo una sola cosa de todo aquello.
—¡Qué muchacho tan extraño eres! —dijo ella con indulgencia, si bien le vino de maravilla la densa neblina, ya que lo último que deseaba era asistir al relato de dilatados y complicados recuerdos de familia por parte de Cedric. Sin lugar a dudas, todo aquello estaba mucho mejor en el olvido, en especial el hecho de que Cedric tuviera una madre—. Así pues, ¿viniste a Europa al cumplir los dieciocho?
—A París. Sí, mi tutor, un banquero, me envió a París para que aprendiera algún oficio espantoso, ya casi he olvidado qué era, pues nunca me atrajo en modo alguno. En París ni siquiera es preciso tener un oficio. Los amigos que Uno tiene son amables, muy amables.
—Qué curioso, la verdad. Yo siempre había creído que los franceses son mezquinos.
—Tal vez, pero no con Uno, eso te lo puedo asegurar. Mis necesidades son sencillas, eso hay que reconocerlo, pero en la medida en que existen las he visto satisfechas una y mil veces.
—¿Y cuáles son tus necesidades?
—En lo esencial, necesito rodearme de belleza en grandes cantidades, que haya bellos objetos allí a donde miro, y bellas personas que comprendan la calidad de Uno. Hablando de bellas personas, Sonia, después de la cena... ¿las joyas? ¡Por favor, por favor, no digas que no!
—Muy bien, sea —dijo—. De todos modos, Cedric, ¿no te vas a quitar las gafas?
—Pues sí que podría, sí. Creo que el último vestigio de mi timidez ya ha desaparecido.
Se las quitó, y los ojos que desveló con ese gesto, tras parpadear un poco al recibir la luz, eran los ojos de Polly: grandes, azules, un tanto inexpresivos. Me sobresaltó vérselos, aunque no creo que a los Montdore les llamase la atención el gran parecido que existía, si bien lady Montdore dijo entonces:
—Cualquiera se dará perfecta cuenta de que eres un Hampton, Cedric. Por favor, no vuelvas a ponerte esas lentes espantosas.
—¿Mis lentes? ¿Especialmente diseñadas por Van Cleef, especiales para Uno?
—Detesto las lentes —dijo lady Montdore con firmeza.
Mandó llamar lady Montdore a la criada, a la cual dio la llave de la caja fuerte, que tomó del llavero de lord Montdore, y le indicó que trajera todos los joyeros. Terminada la cena, volvimos a la Galería Larga, dejando a lord Montdore con su oporto, aunque no en compañía de Cedric, quien obviamente desconocía esa costumbre tan inglesa según la cual los caballeros se quedan en el comedor después de la cena. Siguió a lady Montdore como un perrillo faldero. Allí encontramos la mesa de los mapas cubierta por completo de bandejas aterciopeladas, en cada una de las cuales se exponía un conjunto de joyas tan grandes como hermosas. A Cedric se le escapó una exclamación de felicidad. Se puso de inmediato manos a la obra.
—En primer lugar, querida tía Sonia —dijo—, este vestido no sirve. Veamos... Ah, sí. —Tomó una pieza de brocado rojo que había encima del piano y la envolvió en ella con mucho tino, sujetándosela sobre un hombro con un enorme broche de diamantes—. ¿Tienes algo de maquillaje en el bolso, querida? ¿Y un peine?
Lady Montdore revolvió en el interior y sacó una barra de carmín barato y un pequeño peine de color verde al que le faltaba una púa.
—Ay, ay, ay. Qué mala, qué mala eres —comentó en tono de reproche cariñoso a la vez que la maquillaba con todo esmero—. ¡Se resquebraja! No importa, por ahora nos servirá. ¿No te estaré dando tirones, verdad? Tenemos que dejar a la vista la estructura ósea, que la tienes bellísima. Yo creo que vamos a tener que encontrar una nueva peluquera, tía Sonia. Ya nos encargaremos cuando llegue la hora. En cualquier caso, hay que levantarlo más, así. ¿Te das cuenta de la diferencia que representa? Bien, señora Wincham, ¿tendrá la bondad de encender las luces del techo y de traer la lámpara de aquel secreter? Gracias, muy amable.
Colocó la lámpara en el suelo, a los pies de lady Montdore, y procedió a colmarla de diamantes, de modo que el brocado quedó prácticamente oculto hasta la cintura, encasquetándole al final la corona de diamantes rosas sobre la cabeza.
—A ver —dijo—. ¡Mira! —y la condujo ante un espejo que colgaba de la pared. Ella se quedó embelesada al ver el efecto, que era desde luego espléndido—. Y ahora me toca a mí.
Aunque lady Montdore parecía literalmente sepultada bajo los diamantes, las cajas aterciopeladas y abiertas sobre la mesa aún contenían muchas joyas de tamaño enorme. Se quitó la chaqueta, el cuello duro y la corbata; se abrió la camisa y se colocó un gran collar de diamantes y zafiros en torno al cuello; con otra pieza de seda se hizo un turbante, colocó en el frente un diamante con una pluma y se lo puso en la cabeza. No dejó de hablar en ningún momento.
—Tía Sonia, la verdad es que tienes que mimarte un poco más la cara.
—¿Mimarla?
—Con cremas nutritivas. Yo te enseñaré cómo, tú no te preocupes. Tienes un cutis estupendo, una cara maravillosa, pero sin cultivar, descuidada, abandonada. Tienes que alimentarla, ejercitarla, cuidarla mucho mejor de ahora en adelante. Pronto verás cuántas cosas se pueden hacer. Es preciso que dos veces por semana duermas con máscara.
—¿Con máscara?
—Sí, vuelvo a las máscaras, pero esta vez me refiero a una de esas máscaras que Uno se pinta para dormir. Llega a endurecerse mucho, así que al final pareces el mismísimo Comendador de Don Juan, y por la mañana es imposible que sonrías, ni un atisbo de sonrisa, de modo que no debes llamar por teléfono a nadie hasta que no te hayas aplicado la crema exfoliante, pues ya sabes que si hablas por teléfono sin sonreír parece que estás malhumorada, y si me tocase a mí ser el Uno que esté al otro lado del hilo, ese uno difícilmente podría tolerarlo.
—Mi querido muchacho, no sé yo si esa máscara... ¿Qué diría Griffith?
—Si Griffith es tu criada, no se dará cuenta de nada, nunca se enteran de nada. En cambio, todos nos percataremos de tu renovada belleza. ¡Qué crueldad de facciones!
Estaban los dos tan absortos el uno en el otro y cada cual en sí mismo, que cuando lord Montdore llegó desde el comedor ni siquiera se dieron cuenta. Estuvo sentado un rato con su actitud de costumbre, con las yemas de los dedos de una mano presionadas con fuerza contra las de la otra, contemplando el fuego de la chimenea, y muy pronto se marchó a acostarse. En los meses transcurridos desde la boda de Polly se había convertido en un anciano. Se le veía más pequeño de talla, la ropa le quedaba holgada, le temblaba la voz, se quejaba por todo y por nada. Antes de marcharse, obsequió con el libro de poemas a Cedric, quien lo recibió con encantadoras muestras de agradecimiento y lo miró y remiró mientras lord Montdore estuvo con él, aunque luego rápidamente volvió a concentrarse en las joyas.
Yo estaba embarazada en aquel entonces y poco después de la cena me invadió la somnolencia. Eché un vistazo a las revistas y seguí el ejemplo de lord Montdore.
—Buenas noches —dije ya camino de la puerta. Apenas se tomaron la molestia de responder. Estaban los dos ante un espejo distinto cada uno, una lámpara a sus pies, encantados de admirar cada uno su propia imagen.
—¿A ti te parece que es mejor así? —preguntaba uno.
—Mucho mejor —respondía el otro sin mirarle.
De vez en cuando cambiaban de joyas. («Pásame los rubíes, mi querido muchacho.» «¿Puedes pasarme las esmeraldas, si has terminado con ellas?») Él se había puesto la tiara de color rosa. Había joyas esparcidas alrededor de ambos, dejadas de cualquier manera en los sillones o en las mesas, incluso en el suelo.
—Tengo algo que confesarte, Cedric —dijo ella cuando yo ya me iba—. La verdad es que prefiero ante todo las amatistas.
—Ah, pero a mí también me encantan las amatistas —repuso él—, siempre y cuando las piedras sean grandes y oscuras, engastadas entre diamantes. A Uno le sientan de maravilla.
* * *
A la mañana siguiente, cuando acudí al dormitorio de lady Montdore para decirle adiós, me encontré a Cedric con una bata de color malva pálido, sentado en la cama de ella. Estaban los dos aplicándose crema en la cara, que tomaban de un gran tarro de color rosa. Olía de maravilla. Sin ningún género de dudas, era propiedad de Cedric.
—Y en lo sucesivo —decía él en esos momentos—, hasta el final de sus días, ella siempre llevó un velo negro y espeso.
—¿Y qué hizo él?
—Repartir tarjetones por todo París, en los cuales escribió de puño y letra: «Mille regrets».