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Cuando los Montdore y Polly regresaron de la India, yo ya era una adulta y ya había pasado una temporada frecuentando a la sociedad londinense. La madre de Linda, tía Sadie (lady Alconleigh), nos había llevado a Linda y a mí a Londres, es decir, que fuimos a una serie de puestas de largo, donde todos eran tan jóvenes y tan tímidos como nosotros, y todas aquellas reuniones despedían un fuerte olor a pan y mantequilla. Aquello no tenía nada que ver con el mundo real, y era tan mala preparación para el mundo real como puedan serlo las fiestas infantiles. Cuando terminó el verano, Linda se comprometió para casarse muy pronto y yo volví a mi casa, a Kent, con otros tíos míos, tía Emily y tío Davey, que habían aliviado a mis padres divorciados del tedioso fardo que suponía la educación de una jovencita.

Me empezaba a aburrir soberanamente en casa, como les pasa a las jovencitas cuando por vez primera no tienen ni clases ni fiestas con las que ocupar los ratos de ocio, y un buen día, en pleno tedio, llegó una invitación para pasar unos días en Hampton durante el mes de octubre. Tía Emily fue a buscarme —yo estaba sentada en el jardín— con la carta de lady Montdore en la mano.

—Dice lady Montdore que será una reunión más bien para adultos, pero que precisamente por eso quiere que hagas compañía a Polly. Dice que además habrá dos jóvenes caballeros. Ay, qué lástima, parece que hoy toca que Davey se emborrache, pero ardo en deseos de contárselo, seguro que estará interesadísimo.

Así pues, no quedaba sino esperar. Davey estaba prácticamente sin sentido y su estertórea respiración se oía por toda la casa. Las fases en las que Davey rehusaba la sobriedad no eran debidas al vicio sino puramente terapéuticas. Lo cierto es que cumplía a rajatabla un régimen novísimo para gozar de una salud perfecta. Nos había asegurado que estaba por entonces muy en boga en el continente europeo.

—El propósito es sencillo, se trata de caldear las glándulas con una serie de sacudidas. Lo peor que se le puede hacer al cuerpo es acomodarse y llevar una vida apacible y sin sobresaltos, con hábitos demasiado regulares, porque en tal situación el cuerpo se resigna pronto al envejecimiento y a la muerte. Hay que dar una buena tunda a las glándulas, forzarlas a reaccionar, darles un buen sobresalto de vez en cuando para que recuperen la juventud, mantenerlas en guardia a todas horas, para que nunca sepan con qué contar a continuación, a fin de mantenerlas así juveniles y sanas, prontas a lidiar con cualquier sorpresa.

En consonancia, comía a rachas como Gandhi y a rachas como Enrique VIII, daba caminatas de una veintena de kilómetros o bien se pasaba el día en cama, se mataba a temblorinas en un baño helado o bien sudaba en una sauna. Cualquier cosa, pero nada con moderación. «También es importante pillar una buena melopea de vez en cuando.» Sin embargo, Davey era demasiado propenso a los hábitos regulares, de modo que difícilmente mantenía la irregularidad y le daba por emborracharse siempre con luna llena. Como estuvo en su día muy sujeto a la influencia de Rudolph Steiner, seguía siendo muy sensible al ritmo de las fases lunares, tanto que tenía, me parece, la difusa sensación de que las dilataciones y contracciones de su estómago coincidían con las fases lunares correspondientes.

Tío Davey era mi único contacto con el mundo, no con el mundo de las señoritas de pan y mantequilla, sino con el mundo ancho, ajeno y perverso. Mis tías habían renunciado a ese mundo a muy temprana edad, de modo que, para ellas, no existía; al tiempo que su hermana, es decir, mi madre, había desaparecido tiempo atrás engullida precisamente por las fauces de ese mundo. Davey, en cambio, tenía un gusto moderado por lo mundano y solía hacer incursiones de soltero de las que regresaba provisto de un saco de interesantes anécdotas. Me comía la impaciencia por charlar con él acerca de este nuevo giro que había tomado mi vida.

—¿Seguro que está demasiado borracho, tía Emily?

—Segurísimo, cielo. Habremos de dejarlo para mañana.

Entretanto, escribió (siempre respondía a las cartas a vuelta de correo) y aceptó la invitación. Al día siguiente, cuando reapareció Davey con un aspecto absolutamente verdoso, con una jaqueca de padre y señor mío («Ah, pero eso es espléndido, ¿no veis?, un cambio total de metabolismo, acabo de hablar con el doctor England y está muy satisfecho de mi reacción»), se mostró más bien dubitativo de que su mujer hubiera hecho bien.

—Emily, querida, la niña se morirá de miedo, así de sencillo —dijo. Estaba examinando la carta de lady Montdore. Yo sabía que era muy cierto lo que acababa de decir. Lo había sabido al dedillo desde que tía Emily me leyó la carta, a pesar de lo cual estaba decidida a ir. La idea encerraba para mí una fascinación deslumbrante.

—Ya no soy una niña, Davey —dije.

—Son muchos los adultos que han muerto de miedo en Hampton —repuso—. ¡Dos jovencitos, dos caballeretes para Fanny y Polly, hay que ver! ¡Serán más bien dos viejos pretendientes de las dos viejas que allí viven, seguro! ¡Qué cosas tienes, Emily! Si deseas aupar a esta pobre chiquilla a la alta sociedad, hay que ponerla en camino bien pertrechada de conocimientos acerca de las cosas de la vida, así de claro. Pero la verdad es que no entiendo muy bien qué te propones. En primer lugar, te cuidas de que sólo trate con las personas más inocuas del mundo, bien encerradita en Pont Street. Y eso es todo un punto de vista, ojo, no te vayas a pensar que yo estoy en contra, ni mucho menos, pero de golpe y porrazo vas y la arrojas entre los arrecifes de Hampton, con la esperanza de que sepa salir a flote nadando por su cuenta y riesgo.

—Esas metáforas que te gastas, Davey... Eso es culpa de todos los licores —dijo tía Emily, con un malhumor poco corriente en ella.

—Tú olvídate de los licores y déjame que le lea la cartilla a la pobre Fanny. En primer lugar, cielito, debo explicarte que de nada sirve dar por supuesto que esos presuntos jovenzuelos vayan a entretenerte, porque te aseguro que no van a tener tiempo que dedicar a dos jovencitas. Por otra parte, quien a ciencia cierta andará por allí es el Listillo Libidinoso y, como es probable que por edad todavía estés, aunque por los pelos, dentro de sus preferencias, a saber qué clase de entretenimientos y juegos de mesa no tendrás que negarte en redondo a compartir con él.

—Oh, Davey —le dije—. ¡Eres tremendo!

El Listillo Libidinoso era Boy Dougdale. Las hijas de los Radlett le habían puesto ese sobrenombre cuando dio una charla en el Instituto Femenino que regentaba tía Sadie. La charla, al parecer (yo no estuve presente), había sido aburridísima, pero las cosas que el conferenciante hizo después con Linda y con Jassy no fueron ni mucho menos aburridas.

—Bien sabes que llevamos una vida retirada —me había contado Jassy la siguiente vez que fui de visita a Alconleigh—. Por eso mismo, no es difícil despertar nuestro interés. Por ejemplo, ¿te acuerdas de aquel viejecito tan simpático que vino a dar una charla sobre los fielatos y portazgos de Inglaterra y Gales? Fue de lo más tedioso, pero nos gustó. Y va a venir otra vez... a hablar de carreteras secundarias y pistas forestales... En fin. La charla del Listillo Libidinoso versó sobre duquesas y cosas así, y siempre es preferible que te hablen de personas, en vez de fielatos y portazgos. Pero lo más fascinante fue que después de la charla nos dio un anticipo para que supiéramos a qué sabe el sexo. ¡Imagínate qué emoción! Se llevó a Linda al desván y le hizo toda clase de delicias. Al menos, ella se dio cuenta con facilidad de que podían ser deliciosas con cualquiera que no fuera el Listillo. Y yo me llevé unos cuantos achuchones y pellizcos que no veas cuando pasó por el rellano de la escalera, camino del comedor. Reconócelo, Fanny. ¿Te imaginas?

Mi tía Sadie, como es natural, no tenía ni idea de todo esto. Se habría quedado horrorizada. Tanto ella como tío Matthew siempre le habían tenido una gran inquina al señor Dougdale y, hablando de su charla, dijo que fue exactamente lo que cabía esperar: muy esnob, aburrida, inapropiada para un público de pueblo. Claro que tenía tales dificultades para llenar el programa del Instituto Femenino mes a mes, en una región tan aislada, que cuando él mismo le escribió y se ofreció para dar una charla ella se dijo: «¡En fin...!». Sin duda suponía que sus hijas lo llamaban el Listillo Libidinoso más que nada por burlarse, sin mayor fundamento, porque con las Radlett es verdad que nunca sabe una a qué atenerse. Por ejemplo, ¿por qué se ponía Victoria hecha un basilisco y a punto estaba de matar a Jassy cada vez que ésta, con el dedo índice en alto y voz de falsete, le decía: «¿Te apetece?». No creo que ni ellas mismas lo supieran.

Cuando llegué a casa le conté a Davey lo del Listillo y él se rió a carcajadas, pero me dijo que a tía Emily chitón; si no, se armaría una buena y la que peor lo pasaría sería lady Patricia Dougdale, la esposa de Boy.

—Bastante tiene que aguantar la pobre tal como están las cosas —dijo—. Además, ¿de qué nos iba a servir? Esas chicas Radlett van de cráneo, van de mal en peor, si bien para ellas nunca habrá un final definitivo. Pobre Sadie. Por suerte para ella, no se da cuenta de los cuervos que ha criado.

Todo esto sucedió uno o dos años antes de la ocasión acerca de la cual escribo y el sobrenombre de Listillo para referirnos a Boy Dougdale había pasado a formar parte del lenguaje familiar de tal modo que ninguna de las chicas lo llamábamos ya de otra manera e incluso los adultos habían terminado por aceptarlo, y aunque tía Sadie, por salvar las formas, a veces emitía una vaga protesta, le iba como anillo al dedo.

—No le hagas caso a Davey —dijo tía Emily—. No está precisamente en sus mejores momentos. Otra vez esperaremos a que esté la luna en menguante para contarle todas estas cosas. Llevo tiempo notando que sólo está en sus cabales cuando ayuna. Ahora tendremos que pensar en tu vestuario, Fanny. Las fiestas en casa de Sonia siempre son de una elegancia subida. Seguramente incluso se cambian para tomar el té. ¿Y si tiñéramos tu vestido de Ascot de un bonito tono granate, qué te parece? Ay, menos mal que tenemos casi un mes para los preparativos.

El poder disponer de casi un mes fue un pensamiento muy reconfortante. Aunque yo estaba resuelta a acudir a los festejos, sólo el pensar en ir a la mansión solariega me producía escalofríos de miedo, no tanto a resultas de las bromas de Davey, cuanto porque los antiguos recuerdos de Hampton comenzaron a revivir con toda su fuerza: recuerdos de mis visitas de infancia y de lo poco que las había disfrutado. La planta baja había sido sencillamente aterradora. Tal vez se pueda suponer que nada podría aterrar a una persona acostumbrada, como yo, a una planta baja habitada por mi tío Matthew Alconleigh. Pero aquel ogro bullicioso, aquel devorador de jovencitas, no estaba ni mucho menos recluido en una sola parte de la casa. Campaba a sus anchas y rugía por todo el edificio, y el lugar más seguro era de hecho, por lo que a él se refería, la planta baja, en concreto el saloncito de tía Sadie, ya que sólo ella tenía cierto control sobre el monstruo. En Hampton, el terror era de otra calidad: gélido y desapasionado, y reinaba en la planta baja. Una se veía obligada a internarse en el terror nada más tomar el té, acicalada, lavada, de punta en blanco, de pequeñita, o con un vestido impecable ya de mayor, obligada a presentarse en la Galería Larga, donde parecían juntarse a veces docenas de adultos, todos, por lo común, jugando al bridge. Lo peor del bridge es que de cada cuatro personas que se sientan a jugar una partida, siempre hay una que goza de libertad para ir de acá para allá diciendo lindezas a las chiquillas.

Sin embargo, por lo común no sobraba demasiada atención, ya que las cartas la exigían por entero, y podíamos acomodarnos sobre el pellejo inmenso y blanco del oso polar, delante de la chimenea, a mirar un libro ilustrado que apoyábamos sobre la cabeza del animal, o bien a charlar unas con otras hasta que llegaba la hora de acostarse. De todos modos, a menudo se daba el caso de que lord Montdore, o Boy Dougdale, si es que estaba allí, renunciaban a la partida de bridge para entretenernos. Lord Montdore nos leía en voz alta a Hans Christian Andersen o a Lewis Carroll, y su manera de leer tenía algo que me causaba una íntima vergüenza. Polly se solía tender con la cabeza apoyada en la del oso polar, sin hacer ningún caso, creo, a una sola palabra de la lectura. Era mucho peor cuando Boy Dougdale organizaba el juego del escondite o del aleleví, dos juegos que le encantaban y que jugaba de un modo que a Linda y a mí nos parecía «estrúpido». La palabra estúpido, pronunciada de ese modo, tenía un significado propio en nuestro lenguaje cuando nosotras, quiero decir las Radlett y yo, éramos pequeñas. Hasta que tuvo lugar la famosa charla del Listillo y lo que sucedió después, no captamos con todas las de la ley que Boy Dougdale no había pecado tanto de estúpido como de libidinoso.

Al menos, mientras se jugaba al bridge, podíamos librarnos de las atenciones de lady Montdore, pues incluso cuando le tocaba jugar la mano del muerto, sólo tenía ojos para las cartas. Si por casualidad no se juntaban cuatro personas para entablar una partida, nos hacía sentarnos con ella a jugar al racing demon, un juego de naipes que siempre me ha causado un gran sentimiento de inferioridad, porque soy lentísima.

—Date prisa, Fanny, que todas estamos esperando el siete. Déjate de pamplinas, cielo.

Siempre nos ganaba por varios centenares de puntos, nunca se le escapaba una. Tampoco pasaba por alto un solo detalle en la apariencia ajena, ya fuera el par de zapatos viejos que una se ponía para andar por casa, el vestido bien planchado, pero demasiado corto, demasiado ceñido, en resumen, pequeño. Todo lo anotaba en su pizarrín.

Así era en la planta baja. Arriba no había nada de eso, así que se estaba perfectamente a salvo de toda intrusión. Las niñeras se ocupaban de sus cosas, las institutrices de las suyas y ni unas ni otras estaban sujetas a una visita por parte de los Montdore, quienes, cuando deseaban ver a Polly, mandaban a un criado a buscarla. Pero resultaba un tanto aburrido o al menos no tan divertido como estar en Alconleigh. No había cuarto de los Ísimos (los Ísimos era la sociedad secreta de las Radlett, y el cuarto de los Ísimos, su cuartel general), no se hablaba con lenguaje subido de tono, no se salía de excursión al bosque, a esconder las trampas de acero o a liberar una madriguera, ni había nidos de crías de murciélago a las que alimentábamos en secreto con el émbolo de las plumas de los adultos, que tenían unas ideas absurdas sobre los murciélagos, que estaban cubiertos de bichos o que se te enredaban en el pelo. Polly era una muchachita muy formal y reservada, que se pasaba el día entero con el concepto del ritual, con la pose, la sumisión absoluta a la etiqueta que tendría una infanta de España. De tan bella y amable, era imposible no amarla, pero también resultaba imposible el intimar mucho con ella.

Era exactamente lo opuesto de las Radlett, que siempre lo decían todo. Polly nunca decía nada. Si algo tenía por decir, lo encerraba bajo siete llaves en su interior. Una vez en que lord Montdore nos leyó el cuento de la Reina de las Nieves (a duras penas pude escucharle, de tanta vehemencia como puso), recuerdo haber pensado que aquella historia trataba sobre Polly pues también ella tenía una astilla de cristal clavada en el corazón. ¿Qué sentía ella? Para mí, esa pregunta era fuente de gran desconcierto. Mis primas y yo derrochábamos cariño, lo desperdigábamos a diestra y siniestra, unas a otras, todas a los adultos, a los animales de todo pelaje y, sobre todo, a los personajes (por lo general históricos e incluso ficticios) de los que estábamos enamoradas.

No había reticencia en nosotras, todas sabíamos todo lo que se podía saber sobre los sentimientos que tuvieran las demás hacia cualquier ser animado, ya fuera real, ya fuera imaginario. Luego estaban los chillidos. Chillidos de pura risa y felicidad y de animación, chillidos que resonaban por todo Alconleigh, salvo en las raras ocasiones en que había lágrimas a raudales. En aquella casa todo eran chillidos o lágrimas, más comunes los chillidos. En cambio, Polly no derrochaba cariño, no chillaba de alborozo y yo nunca la vi llorar. Siempre estaba igual, siempre encantadora, dulce, dócil, bien educada, atenta a lo que se le dijera, divertida ante los chistes de las demás, pero siempre sin exuberancia, sin superlativos y, desde luego, sin entrar en una sola confidencia.

Disponíamos así pues casi de un mes entero antes de aquella visita que tan inciertos sentimientos me causaba. De sopetón, no sólo no quedaba casi un mes entero, sino que en un momento dado, en un instante preciso, me encontré transitando por los alrededores de Oxford a bordo de un descomunal Daimler negro. Por fortuna estaba sola y me quedaba por delante un largo trayecto, casi cuarenta kilómetros. Conocía bien el camino por haber salido de caza a caballo por aquellos parajes. Tal vez nunca se acabara. El papel de carta empleado por lady Montdore traía el encabezamiento de Hampton Place, Oxford, estación de Twyfold. Pero Twyfold, con el cambio de trenes que entrañaba y una hora de espera en Oxford, sólo se les imponía a las personas que muy dudosamente estarían en condición de hacerle lo propio a lady Montdore, pues cualquiera por quien tuviera ella la menor estima era recibido en Oxford. «Trata con finura a las chicas, nunca se sabe con quién se casarán»: he ahí un aforismo que ha salvado a muchas solteronas inglesas de que se las trate como a una viuda del Indostán.

En fin, que iba yo inquieta en un rincón del asiento, contemplando el intenso atardecer azul del otoño, profundamente deseosa de volver a casa sana y salva o bien de ir camino de Alconleigh o rumbo a donde fuera, con tal de no llegar a Hampton. Iban saliéndome al paso hitos bien conocidos del camino; iba tornándose más oscuro, aunque pese a todo atiné a ver el camino de Merlinford, que salía de la carretera donde se alzaba un gran letrero, y en un momento, o así me pareció, cruzábamos la cancela de la verja. ¡Horror! Había llegado.