Epílogo
Aquel primer día de julio de 1593 todo estaba tranquilo en Madrid. El calor del verano hacía que la actividad comenzara muy de mañana para evitar estar en plena faena durante las soleadas horas del día.
Lorena no recibía noticias de Londres desde hacía varios meses. Pero era normal. A pesar del tiempo transcurrido, la tensión de los últimos acontecimientos vividos por Christopher Marlowe en la capital tampoco aconsejaba la fluidez del correo como a ambos jóvenes les gustaría.
* El paso de los meses y la falta de nuevos movimientos por parte de Felipe II que reavivaran la llama de la discordia con Inglaterra habían hecho que todo volviera a la tensa calma de siempre.
El taller de don Alonso se había contagiado de la quietud en lo concerniente a la obtención de información. Por el contrario, el trabajo no había cesado en todo este tiempo. La consolidación de la Corte en Madrid había traído a su sombra a centenares de hidalgos de poca monta que para que los retrataran pagaban sumas desorbitadas en los talleres ligados a los políticos del monarca. La afluencia de encargos era tal que, en más de una ocasión, Lorena se pudo permitir el lujo de desestimar la realización de un cuadro. Pero ni con la ayuda de los aprendices, en algunos momentos salía el trabajo adelante.
Hacía más de un año que doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, había fallecido en su palacio ducal de Pastrana. Tras la fuga de don Antonio Pérez a tierras aragonesas, acogiéndose a sus fueros y evitando así la justicia castellana, la reclusión de la mujer se había hecho más feroz. Felipe mandó colocar dobles rejas en las ventanas de su palacio de la Alcarria. Sus salidas a San José y a San Francisco se vieron canceladas y pasó los últimos meses de su vida encerrada junto a tres de sus sirvientas y la compañía de su hija pequeña. Su Alteza nunca supo de qué se la acusaba, pero era un secreto a voces que algo tenía que ver con la trama urdida por don Antonio con respecto a la cesión de información sensible a los extranjeros.
Lorena había pensado en más de una ocasión si este encierro cruel y los últimos días vividos con desazón en Pastrana no serían en realidad producto de la misteriosa profecía que había anunciado don Antonio. Al fin y al cabo fue ella quien retuvo los polémicos papeles que en un principio salvaron la vida de Marlowe. «Os salvarán la vida, pero al mismo tiempo, mandarán al patíbulo a su último portador», había anunciado la voz del ex secretario regio.
Por su parte, la suerte de don Antonio no era todo lo satisfactoria que cupiera esperar. Consiguió salvar la vida, sí, pero hasta donde sabían en el taller de Madrid, su situación económica no era muy buena. Malvivía de vender papeles e informaciones sensibles a Inglaterra y Francia. Para colmo de desgracias, su esposa, doña Juana Coello, e hijos habían sido encarcelados en castigo por su fuga al extranjero.
El retrato de Marlowe continuaba estando en el lugar de honor del taller de don Alonso; una de las paredes en donde la luz de la ventana vertía sobre el oscuro retrato tenues rayos que daban cierto halo de misterio a la figura del agente inglés.
Para evitar preguntas comprometedoras, los aprendices tenían por costumbre taparlo con algún lienzo grande cada vez que un extraño entrara en el taller. Cuando venía don Gaspar de Quiroga, cardenal arzobispo de Toledo, nunca se tapaba al ser un hombre de confianza. Sin embargo, esa mañana lo hicieron sin necesidad de recibir la orden directa de don Alonso.
La razón era la presencia del coche de Juan de Idiáquez frente a la entrada del taller. Aun enfermo y con dificultades para caminar, no se había querido perder la oportunidad de acercarse hasta allí para ver a don Alonso y a Lorena.
Cuando fueron informados de su presencia, los dos artistas descendieron hasta el patio. Para entonces el retrato ya estaba cubierto, aunque sabían que Idiáquez no gastaría las pocas fuerzas que aún tenía en subir las escaleras.
—Buenos días, señores —saludó con cinismo el político vasco.
Lorena no tuvo reparos en increparle en la misma línea:
—¿A qué se debe vuestra inesperada y, desde luego, detestable visita, señor secretario?
—Seré breve, señores. No quiero importunar su trabajo en el taller. Me consta que faltan brazos para cubrir todos los pedidos con que os premian.
—No es mala cosa, no —añadió don Alonso a modo de coletilla.
—Hemos recibido esta mañana en palacio esta carta. Había pensado hacerla llegar hasta aquí por medio de un correo, como de costumbre, pero he preferido ser yo mismo quien os la entregue en mano.
—¿De qué se trata, señor secretario? —señaló de nuevo la joven.
—Leedla en la intimidad si gustáis. Son gratas noticias para todos, no me cabe la menor duda. La espera ha merecido la pena. Estoy seguro de que sabrán entenderlo y, por favor, no me lo tengan en cuenta. Las cosas son como son y, tarde o temprano, todo ratón acaba cayendo en la ratonera.
Juan de Idiáquez acercó la carta al maestro. Como si tuviera prisa, marchó con paso entrecortado hasta el coche que le esperaba en la puerta.
—No duden en escribirme si necesitan cualquier cosa de palacio —añadió Idiáquez antes de cerrar la cortinilla de la puerta.
Con un movimiento veloz, los caballos emprendieron el camino en descenso en dirección a la casa real.
Don Alonso y Lorena volvieron al estudio después de la fugaz visita del secretario. Con el sentido todavía azorado por su siniestra figura, entraron cogidos de la mano en la habitación principal de arriba. De alguna forma u otra sabían lo que podía contener aquella carta.
La turbación era palpable en el taller.
Con sumo cuidado, Lorena observó con detalle el papel que había traído Idiáquez. La sorpresa de un principio se tornó en incertidumbre.
—No viene de Londres —señaló mirando con confusión a su tío—. Se trata de una carta oficial. Salió hace tres semanas de allí y viene de Deptford. No parece ser de Kit.
—¿Deptford? No sé dónde está. Ábrela y saldremos de dudas.
Hizo lo que su tío le decía. Desplegó el papel y comenzó a leer.
Los ojos de la joven fueron pasando de forma veloz de línea en línea. Fueron unos instantes interminables para el maestro. Este se estremeció al ver que su sobrina no abría la boca.
—¿Qué sucede? ¿Ha pasado algo?
Pero ella no contestaba. Sus ojos se humedecieron a medida que avanzaban por el extenso documento. El trabajo en el taller se detuvo de inmediato. Nadie sabía qué pasaba, pero los aprendices intuyeron al instante que no se trataba de nada bueno.
Cuando acabó de leer la carta dejó el papel sobre una de las mesas y se acercó a la ventana con la mirada perdida. Nerviosa, comenzó a mordisquearse los dedos de la mano, sin saber realmente qué hacer.
—¿Qué ha pasado? —insistió don Alonso.
—Idiáquez se ha salido con la suya. —Su voz sonó gélida—. Ya nada se puede hacer. Primero doña Ana, luego don Antonio y ahora esto…
—A qué te refieres…, no te entiendo.
—Kit ha muerto. Lo han asesinado.
Aquellas palabras cayeron como un jarro de agua fría.
—¿Pero quién ha sido? ¿Cómo ha podido suceder…?
—Es la copia de un documento oficial firmado por las autoridades de Deptford —añadió la joven—. Normal que nadie de la posta real se haya molestado en lo más mínimo en interceptar el documento. Lo único que querían es que llegara a su destino y que la leyéramos. El propio Idiáquez ya se ha molestado en ello. Es su cobarde gesto de victoria.
Desconcertado, don Alonso se acercó a la mesa y tomó el papel. Con manos temblorosas lo abrió y comenzó a leer el documento oficial.
Sobre las diez de la mañana del día 30 de mayo, Ingram Frizer, Nicholas Skers y Robert Poley, los tres caballeros de Londres, se encontraban en una habitación junto a Christopher Marlowe en la casa de una cierta Eleonor Bull, viuda, y allí pasaban el tiempo juntos. Comieron y después permanecieron juntos para luego ir a pasear por el jardín de la casa, hasta las seis de la tarde del mismo día. Entonces regresaron del jardín a la habitación y allí cenaron juntos.
Después de cenar, Ingram Frizer y Christopher Marlowe estuvieron hablando. Comenzaron a discutir porque no estaban de acuerdo en lo que respecta a la cantidad de dinero que habían de pagar por la cuenta. Entonces, el mencionado Marlowe, que descansaba en una cama en la habitación, se movió con enfado contra Ingram Frizer debido a las palabras que se * habían estado diciendo.
Sentados allí, dando la espalda a la cama donde yacía el mencionado Marlowe, éste de forma maliciosa sacó el cuchillo de Ingram, el cual estaba en su espalda, y con la misma daga le provocó maliciosamente dos heridas en su cabeza de la longitud de dos pulgadas y de la profundidad de un cuarto de pulgada. Ingram, con miedo a ser asesinado, en su propia defensa y para salvar su vida, forcejeó con Marlowe para que le devolviera el cuchillo, cosa que en la reyerta Ingram no pudo hacer. Así aconteció que en tal reyerta, Ingram, en defensa de su vida, con la mencionada daga de un valor de 12 d. causó a Christopher Marlowe una herida mortal sobre su ojo derecho, de una profundidad de dos pulgadas y de una anchura de una pulgada, de la cual, Marlowe murió de forma instantánea…
Don Alonso no leyó más. No era necesario.
Miró a su sobrina con desolación e intentó consolarla. La larga espera no había servido para nada. El anhelo de un futuro reencuentro se había visto frustrado de repente por una simple y aparente reyerta en una taberna en una localidad cercana a Londres.
Lorena se acercó a la pared en donde se encontraba el retrato y lo dejó al descubierto. Fue un momento angustioso. El maestro abrazó a su sobrina. Ella no pudo reprimirse más y estalló entre sollozos.
—¡Lo han asesinado a traición! —gritó al fin, dejando salir de su interior la rabia contenida en los últimos minutos—. ¡Todo es un burdo montaje para ocultar que lo han asesinado de una manera cobarde y fría, como solamente ellos son capaces de hacer!
El retrato de Marlowe era testigo mudo de aquella escena.
Los aprendices, que habían asomado la cabeza ante el ruido del coche de Idiáquez y luego los gritos de Lorena, comprendieron que lo mejor era abandonar la sala lo antes posible. Cada uno volvió a su puesto de trabajo, como si nada hubiera pasado. La tristeza se había cernido sobre todo el taller de don Alonso con un denso velo que seguramente tardaría mucho tiempo en disiparse.
La sombra de Juan de Idiáquez había pesado sobre el estudio durante los últimos años. Pero nunca pensaron que podría dañarlos de aquella manera, habiendo pasado tanto tiempo. A pesar de la enfermedad que sufría el político vasco desde hacía años, su reciente ascensión al Consejo del futuro monarca español, el nuevo príncipe Felipe, le había dado nuevos y desconocidos bríos. Con ellos continuaba haciendo y deshaciendo en la Corte, arrojando piedras para esconder después la mano.
Aquel día las horas se hicieron más largas que nunca. Finalmente, el trabajo se detuvo de forma absoluta. Los aprendices volvieron a sus casas. Solamente quedaron en el estudio don Alonso, Lorena y un par de mozos que les ayudaban siempre a última hora de la tarde a recoger los enseres que habían usado durante el día.
El maestro no sabía cómo consolar a su sobrina. Esta permanecía sentada en un banco mirando por la ventana. La calle comenzaba a estar oscura y no se distinguía nada. Pero Lorena tenía la vista perdida en un horizonte imaginario, desorientada y sin saber qué hacer o qué decir. La idea de que el futuro con Kit se había desvanecido en el aire por culpa de una venganza le partía el corazón. Frente a ella permanecía la carta que horas antes había traído Juan de Idiáquez con aquella ceremonia burda y basta que tanto irritó a la pintora.
Don Alonso se le acercó y se sentó en el banco.
—Pronto pasará todo —explicó a su sobrina—. En poco tiempo podrás ir a Italia.
—No entiendo por qué ha pasado todo esto. Primero doña Ana, luego don Antonio y ahora él.
—Te preguntarás qué es lo que ganan con todo ello, ¿no es así, querida?
La joven asintió con la mirada.
—La historia que cuenta este documento está repleta de contradicciones. Es absurdo que se enzarzaran por la simple cuenta de una cena.
—No le des más vueltas. La esencia del hombre se basa en muchos casos en rencores y en envidias que difícilmente podemos describir. Simplemente no tienen sentido. Un retrato es hermoso porque te dice algo; algo que no se puede explicar con palabras. Con el rencor y el odio sucede la misma cosa. No sabemos cuánto tiempo somos capaces de permanecer ocultos a él, hasta que con la mínima oportunidad, en vez de olvidar, volvemos a caer en el mismo error. Lo que han hecho con Kit no es más que reconocer el error que cometieron hace años.
—Nada habría sucedido si hubieran dejado pasar las cosas con naturalidad. Ya no trabajaba para nadie, solamente era un escritor de éxito con un enorme futuro por delante. —Los ojos de Lorena se volvieron a llenar de lágrimas—. Doña Ana ya lo anunció. La herida producida por la derrota de nuestros barcos en los corazones de los españoles tardaría muchos años en curarse. Desde hace meses la flota está perfectamente recuperada pero la llaga no se ha cerrado y es cierto que es difícil olvidar.
Lorena y don Alonso se sobresaltaron al oír el ruido de los pasos de uno de los dos mozos que habían quedado en el estudio. El joven abrió la puerta y caminó con paso firme hasta donde se encontraban.
—Maestro, un mensajero tiene un correo para vos.
—Vaya. ¿De dónde viene?
—Creo que de Inglaterra.
Don Alonso miró con rostro sorprendido a su sobrina. Las cartas de Inglaterra nunca venían en manos de un mensajero convencional y menos a esas horas cuando todo empezaba a oscurecer. Siempre llegaban por medio de los artificios normales del servicio secreto.
—Si es un hombre de Idiáquez ya le podéis decir que se pierda por donde ha venido, que no queremos nada de él —dijo la pintora mientras se ponía en pie.
—¿Os ha dado la carta? —preguntó el maestro.
El mozo se puso nervioso. Se retorcía con las manos la parte inferior de su camisa. Sabía que no era el mejor día para importunar a sus señores con situaciones como ésa.
—No. Al parecer no tiene carta alguna…
—Entonces ¿qué es lo que quiere? —insistió don Alonso.
—Creo que viene a por un retrato, maestro.
—¡Santo Dios! Que venga mañana a primera hora, que se lo daremos. No creo que sea cosa de tanta prisa.
El mozo salió del estudio bajando las escaleras a toda velocidad. Don Alonso se asomó a la ventana del patio para ver al hombre que venía a buscar el retrato. Observó cómo dialogaba con el aprendiz. A los pocos minutos, después de que éste hiciera diversos aspavientos con manos y brazos para no dejarse convencer, recogió la moneda que le daba el hombre, se la guardó en un bolsillo y volvió a subir hasta el taller acompañado del mensajero.
—Por poco dinero te vendes, hijo mío —le dijo don Alonso nada más entrar en la habitación.
El mozo se quedó de piedra al ver al maestro junto a la ventana por donde intuía que lo había estado observando. Tras él apareció un desconocido. Con rostro amable saludó a los allí presentes^
—¿Qué es lo que deseáis a estas horas de la noche? No tenemos noticia de que hubiera que entregar trabajo alguno en la fecha de hoy.
—Buenas noches. Siento molestarles pero he hecho un viaje muy largo junto a mi amo para recoger el retrato del señor Shelton, Thomas Shelton.
Al escuchar estas palabras, Lorena se giró hacia la puerta del estudio.
—¿Quién os manda?
—Mi señor, que espera en el patio, quiere hacer llegar el retrato a la familia del señor Shelton. Conocían la existencia del cuadro y les gustaría conservarlo. Pagarán la cantidad que se les pida. Pero imagino que con esto será suficiente.
De una bolsita de terciopelo azul, el mensajero sacó un delicado anillo de oro. Cuando se lo entregó a don Alonso, éste puso cara de sorpresa. Miró por la ventana y observó la presencia del extraño hombre, a quien acababa de mencionar el correo, hablando con otro de los aprendices.
—Vuestro señor es un hombre generoso, vaya si lo es. —Don Alonso tomó aire y reflexionó—. Pero después de las tristes circunstancias que han acaecido en las últimas horas, desconozco él el retrato está finalmente acabado y dispuesto para ser entregado.
El maestro dio a Lorena el anillo, preguntándole al mismo tiempo con la mirada.
—Vos debéis de ser Lorena… Mi señor dice que este anillo lo portaba en su mano izquierda y pregunta si lo aceptáis como prebenda.
Hubo unos segundos de silencio. La joven tardó en reaccionar, pero cuando lo hizo ya nada la pudo detener y salió como una centella escaleras abajo. No necesitaba más evidencias. Su tío intentó detenerla pero no pudo. Escuchó sus pasos bajando los escalones de forma veloz. Miró con sorpresa al mensajero e intentó seguir los pasos de su sobrina.
Cuando llegó al rellano de la escalera del patio, don Alonso fue testigo de una escena que para siempre quedaría grabada en su memoria. Lorena estaba abrazando entre sollozos al misterioso desconocido.
No quiso pensar que su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Al poner el pie en el patio, el pintor se acercó a uno de los muros de piedra para tomar una antorcha. Lorena seguía en el centro con aquel hombre.
Y cada vez se parecía más a él.
—Pero…, la carta de Idiáquez decía que…
Fue lo único que pudo decir al ver allí a Christopher Marlowe abrazado a su sobrina.
—Siento no haber podido llegar antes que la carta. El secretario sigue careciendo en absoluto de talento. Esta vez he vuelto para quedarme —añadió Marlowe.
—No es mala cosa, no.
—En efecto, no lo es, maestro. Nada, absolutamente nada, es lo que realmente parece.