Capítulo 33

Chislehurst, Kent (Inglaterra)

Lunes, 30 de mayo de 1588

Marlowe se había vuelto a citar en el despacho privado de Thomas Walsingham. Las noticias llegadas desde Portugal y España en las últimas semanas confirmaban los temores de enfado que anunció Nicholas Faunt. La frialdad con la que había sido llamado a esta nueva reunión le hacía pensar todo lo peor para su futuro en el servicio.

Todo estaba igual en el despacho. Marlowe observó la presencia de nuevos volúmenes, ediciones raras de libros de autores clásicos, teatro contemporáneo y alguna que otra novela en francés y español; los nuevos simplemente ocupaban el lugar de otros que ahora habían sido retirados de las mismas estanterías. Por lo tanto, casi todo era idéntico a cuando había estado allí hacía meses.

A pesar de los importantes acontecimientos vividos con la muerte de los insurrectos y la salida secreta de Marlowe a Portugal, hechos que habrían tambaleado los pilares de más de una familia noble de la Corte, parecía que en aquel despacho de los Walsingham el tiempo se había detenido.

Idénticos cortinajes, el mismo ventanal —amplio y soleado—, mirando al jardín exterior de la casa, y la mesa repleta de papeles y enseres ya no formaban un elenco tan atractivo como para hacerle curiosear. El no hurgar entre ellos le evitaba sorpresas no deseadas. Cansado por el viaje desde Londres, había decidido quedarse sentado tomando un respiro en el sillón de siempre, esperando la llegada de su mentor. Desde su atalaya podía ver por la ventana parte del baile de máscaras que se estaba celebrando en el exterior. Poco amigo de esos divertimentos, el joven agente contemplaba con rostro sieso cómo un caballero intentaba cortejar de manera descarada a algunas jóvenes. Miraba con curiosidad la naturaleza de aquel ganso que, lejos de entender que realmente lo estaban esquivando, creía que las damas disfrutaban jugando a cierto entretenimiento escondiéndose de él para aparecer en otro lugar del jardín. «Hay necios —pensó— que por mucho honor y título en su nombre, no dejarán de ser lo único a lo que alguien así puede aspirar, ser tonto».

Volvió a la realidad del despacho cuando escuchó cómo el sonido de la música del jardín aumentaba. Alguien había abierto la puerta.

Como en otras ocasiones, vio el reflejo de Thomas Walsingham sobre el cristal del ventanal.

—¿Qué es lo que ha cambiado para que en esta ocasión me recibáis sin necesidad de entrar por la puerta secreta? Ni llamada furtiva en algún turbio lugar de Londres, ni viaje a escondidas…

El agente se levantó del sillón y saludó fríamente a su amigo. La última vez que se vieron en Londres fue antes de su viaje a Portugal.

—Buenas noches —sonrió Walsingham—. Estás muy cambiado comparado con la última vez que nos encontramos.

—Lo tomaré como un saludo formal. Pero ciertamente muchas son las cosas que han cambiado en los últimos meses.

Con rostro serio, Walsingham invitó a su protegido a volver a su asiento mientras él se dirigía a la mesa de trabajo. Una vez allí buscó un pliego de documentos en uno de los cajones.

—¿Qué tal te va por Londres? —preguntó cínicamente el lord abriendo algunas de las cartas.

—He de reconocer que no puedo quejarme. Y a fuerza de ser insistente, quiero seguir agradeciéndoos vuestra ayuda para que se estrenaran mis obras.

Walsingham levantó la mirada del papel para observar a su amigo.

—Es tu mérito, no el mío. El Gran Tamerlán es muy buen trabajo. No supuso ningún esfuerzo convencer a los encargados del teatro para que estrenaran la primera parte. A las pruebas me remito. Su éxito fue tal que tuviste que escribir una segunda entrega, ¿no es así?

—En efecto. Pero también mediasteis para que no tuviera problemas en mi licenciatura el año anterior.

—Eso no fue ningún favor personal. Formaba parte de nuestro acuerdo. Tú trabajabas para nosotros y nosotros nos encargábamos de hablar con las autoridades del colegio para que no hubiera contratiempos. Aquel papel no era en absoluto una carta de recomendación, era una simple y precisa explicación de que te habías ausentado durante algunas semanas con el fin de realizar trabajos para Su Majestad… No tienes nada que agradecer. La gente del Corpus es bastante comprensiva. Tómalo como un intercambio de favores. Tu trabajo ha sido excelente.

—¿Sigue Su Majestad sintiendo la muerte de la traidora de su hermanastra?

—Es increíble, pero, en efecto, parece que en ocasiones nos acusa a nosotros de las tropelías que quería cometer esa loca contra ella misma. Sabemos que Felipe ha realizado numerosas conmemoraciones en El Escorial, en su honor. De poco nos valieron las pruebas acusatorias, evidentes e indiscutibles contra su hermanastra católica. Casi podría decirse que Su Majestad pagó a regañadientes las 10 libras que costó el verdugo.

Walsingham remarcó esta última frase señalando con el dedo las cuentas de una factura que había en los documentos que acababa de abrir.

—Eso fue hace más de un año. ¿Pero ahora qué?

El rostro de Walsingham se transformó nuevamente.

—En efecto, ahora las cosas han cambiado de forma sustancial, ¿no es así, Kit?

—El paso del tiempo en ocasiones adormece mis instintos.

—Pues tranquilo, amigo mío, que lo que se te avecina es algo con lo que nunca has soñado. Algo realmente preocupante.

Los dos hombres se miraron en silencio.

—No tenía más remedio que ir a Lisboa. Al fin y al cabo todo salió bien. Ahora tenemos más posibilidades de recuperar información.

—¡Has actuado como un completo inconsciente! —acabó gritando Walsingham—. Desconoces el riesgo en el que has puesto tu vida y sobre todo el trabajo de mi oficina. Tuve que dar explicaciones a Francis Walsingham, el jefe del servicio secreto, cosa que nunca antes había sucedido.

—Si me hubierais llamado se lo podría haber explicado todo en persona.

—¡Imbécil! Si hubieras ido a ver directamente a Francis Walsingham tu cadáver estaría ahora mismo flotando en el Támesis, y yo habría perdido mi puesto.

—De nada sirve ahora —opinó Marlowe con tono condescendiente—. Las cosas son las que son y nadie puede negar que el futuro se presenta mucho más claro ahora. ¿Por qué se enojan vuestros superiores? ¿Porque no ha salido de su cabeza la genial idea de asesinar a Santa Cruz?

Thomas Walsingham no tuvo más que reconocer la evidencia.

—¿Por qué lo hiciste? —añadió en un tono más sereno.

—Recibí una carta de España. La princesa de Éboli me decía que lo mejor sería acabar cuanto antes con Santa Cruz. Si lo hacíamos antes de la primavera, podría entrar en contacto con el hombre que lo sustituiría. De esta manera se harían más estrechos los lazos para obtener información.

—El duque de Medina Sidonia…

—En efecto. El yerno de la princesa de Éboli.

—He de reconocer que la jugada es maestra. Pero ¿por qué no me consultaste?

—¡No había tiempo que perder!

Los dos tomaron aire y cambiaron de postura.

—Aun así, el problema es grave y se ha ramificado en extremo. Los españoles siguen metiendo las narices en donde no les han llamado. El testamento de María Estuardo es bien claro en ese sentido. —Walsingham marcó un párrafo en un papel—. En él se señala que una vez desaparecida ella y no habiendo herederos en la línea católica de los Estuardo, siempre que se cuente con el consentimiento de Roma y el papa, Isabel Clara Eugenia subirá al trono de Inglaterra.

—¿La hija de Felipe de España? ¡Pero eso es absurdo! No pueden repartirse nuestro país como si se tratara de los saldos de un mercado callejero. Están jugando a las cartas apostando cantidades que no tienen.

—Es absurdo, pero implica un nuevo apoyo moral a Felipe para hacerse con el trono de Isabel. Algo que parecía olvidado desde el escarmiento de Drake en abril del pasado año en el puerto de Cádiz, pero que hemos detectado de manera muy clara en los últimos meses…

—Yo pude ver en Lisboa que Francis Drake no destrozó la flota en Cádiz. Ni mucho menos. En realidad no fue más que una fanfarronada que no pretendía otra cosa que calmar la furia de la reina. ¿Qué es lo que quieren ahora los españoles? Pensé que las cosas habían vuelto a su cauce normal.

—Las cosas han vuelto a su cauce, o al menos ésa es la idea que nuestros enemigos quieren dar a entender a toda Europa. Durante el último año, España ha empleado todos sus astilleros en la construcción de barcos de guerra. Lo han hecho a la luz del día y con lámparas por la noche. Veinticuatro horas de cada día dedicadas a la construcción de una nueva Armada que los que la conocen ya osan denominar «Invencible».

—Pero si su construcción era tan evidente a los ojos de todos ¿por qué no se ha evitado que acabaran el proyecto? Hubiera sido más fácil volver a atacar los puertos españoles y evitarnos estas tonterías.

—¿Estás loco? No olvides que a los ojos del mundo Drake no es más que un simple pirata. Es cierto que trabaja para la reina y que de ella recibe todo tipo de indulgencias para poder operar aquí y allá por el océano, pero ese trabajo nunca va a ser reconocido por ella. Además, a Isabel tampoco le agradan sus sistemas tan enérgicos.

—Razón de más para poder utilizarlo como parapeto en misiones de control como las que ahora requiere este momento.

Walsingham hizo un chasquido de desaprobación con la boca.

—Las cosas no son tan fáciles como parecen. De haber entrado en sus puertos otra vez, nos habríamos asegurado un enfrentamiento directo, algo que nuestra reina no desea. Drake es un pirata y los españoles lo saben; pero además de que no es invencible, también saben que sus intereses son idénticos a los de Isabel por lo que tampoco es recomendable tensar la cuerda por ese extremo, no sea que acabe rompiéndose.

—Entiendo —añadió el agente—. Veo que los acontecimientos que se han producido en los últimos meses me son ajenos.

—Esos datos son los que tendrías que haber conocido antes de ir a Lisboa. Aunque las pruebas de la invasión están sobradamente demostradas después de tu última misión en España, todavía hay voces que señalan que la Armada no la construyeron para atacarnos. Dicen incluso algunos españoles que no seamos tan presuntuosos, que los barcos están destinados a reponer los perdidos en la destrucción provocada por los piratas ingleses en Cádiz y, sobre todo, a luchar con los moros en Argel. Pero eso no es más que una broma y un burdo intento de desviar nuestra atención. En los últimos meses la nueva Armada ha ido agrupándose en Lisboa. De allí partió hace diez días hacia las costas de La Coruña, en donde permanece amarrada siendo abastecida de alimentos y munición. No tiene sentido que armen la flota para luchar con los musulmanes camino casi del Estrecho, en donde…

—… no hay moros —le cortó su protegido reflexionando en el sofá sobre lo que acababa de escuchar.

—Se calcula que pueden reunir una fuerza de treinta mil hombres en los 130 buques que nuestros agentes han contado en las costas portuguesas. Pero bueno, qué te voy a contar que no sepas ya.

—¿Significa eso que el temido momento ha llegado? —La voz de Marlowe reflejaba un claro gesto de preocupación.

El despacho se cubrió con un profundo silencio que tan sólo era roto por la música de la mascarada que seguía llegando del jardín, ajena a los importantes momentos que se vivían en la habitación.

—No seas cínico, amigo mío. Desconocemos cómo, ni cuándo, ni dónde, pero está claro que en breve darán el paso definitivo. Cada vez sentimos más su terrible aliento sobre nuestra nuca. Todo parece haberse acelerado tras la muerte de María Estuardo, tomando seguro como contrapartida el pasaje del testamento que te acabo de mostrar.

—Imagino que mi carrera después de lo de Portugal se ha acabado…

—Regresa a Londres hoy mismo. Francis Walsingham está muy molesto por las desobediencias que has manifestado en las últimas misiones, especialmente en Lisboa, yendo por tu cuenta y riesgo, ignorando si había o no un trabajo paralelo por nuestro lado que desconocieras.

Marlowe se levantó para despedirse de su amigo. Éste no le dio la mano. Desolado, el agente fue hacia la puerta del despacho.

—¿Señor Marlowe? —Sí.

—En ningún momento he dicho que se pudiera retirar. En pocos días, como de costumbre, recibirás las pautas de la próxima misión, lógicamente…, en España.

—Es peligroso. —La voz del joven sonó tajante. Por primera vez en todos estos años de misiones para Su Majestad, parecía estar contrariado—. Sólo un loco iría a la guarida de una jauría de perros sedientos de sangre inglesa como aquélla. No, amigo mío, esta vez creo que vuestro primo, sir Francis Walsingham, ha ido demasiado lejos.

—Sorprende tu reacción después de haberte mostrado tan valiente en Lisboa por tu cuenta y riesgo. Por desgracia no tienes opción para elegir. Solamente serán unas pocas semanas, quizá sólo unos días. Recuerda que la Armada ahora mismo está anclada en La Coruña, al noroeste de España. En cualquier momento pueden acabar los pertrechos y salir hacia Inglaterra. Necesitamos ser más rápidos que ellos e intentar conocer sus movimientos antes de que se produzcan. Como bien sabes, el control de la flota se realiza desde Madrid, no desde los propios buques. Ahora no hay tiempo para más. La guerra con España es inminente.

—Pero ya saben quién soy. Será difícil esconderse de Idiáquez y de sus hombres. —La voz del agente sonaba desesperada—. Madrid no es Lisboa. Incluso en Portugal me reconocieron. No quiero ni imaginar lo que será en Madrid.

»Seguramente ya estén al acecho esperando mi llegada para abalanzarse sobre mí sin piedad. Las puertas de la ciudad estarán controladas. Aquí, en cambio, tengo una carrera prometedora que…

—Una carrera prometedora gracias a nuestra ayuda, no lo olvides —le cortó su amigo—. Reconozco, como decía antes, tus méritos y tus deméritos, pero aunque me pese, mi primo puede hacer sajar tus vínculos con el teatro londinense y buscarte los problemas que quieras. Te tiene ganas y te señalarán como a un traidor.

Thomas Walsingham tomó un poco de aire y se levantó del asiento. Paseó por la habitación intentando buscar en su cabeza los mejores argumentos para convencer a su amigo y prosiguió con el discurso.

—Esta misión es para ti. Tú cuentas con los enlaces y los contactos necesarios en Madrid. La princesa de Éboli es ahora un contacto vital. Tu contacto. Empezar de cero con un nuevo agente allí sería una locura. Ganaríamos en seguridad al pasar desapercibidos, pero perderíamos mucho tiempo en retomar desde un principio todos los contactos. Y, desde luego, no disponemos de ese tiempo.

El agente miraba en dirección contraria de donde estaba su mentor. Jamás pensó que pudiera darse una situación tan comprometida entre ambos.

—Intenta buscarle el lado positivo a la misión, amigo mío.

—Al menos está Lorena, cierto, pero mi presencia también la pondría en peligro.

—No pienses en el peligro. Todos estamos en peligro. Si los españoles llegan a Londres estamos perdidos. La cabeza de todos nosotros ya puede darse por perdida y olvídate de tu futuro y de tu exitosa carrera en la compañía del almirante o en cualquier otra.

Walsingham tenía razón. Quedarse en Londres no sería más que dar la espalda a una realidad que él conocía a la perfección. Una situación terrible que podría ayudar a evitar. Y además estaba Lorena. La sobrina de don Alonso no se había borrado de su cabeza en todos estos meses de ausencia. Su última visita a Madrid había estrechado aún más su relación. Aunque sentía cierta desconfianza por regresar a un lugar ahora más peligroso que nunca, por otro lado estaba la emoción de volverse a encontrar. Kit siempre había pensado en reencontrarse con ella en Londres o en cualquier sitio del continente que no fuera España. Pero, al parecer, el destino, al menos de momento, le resultaba esquivo.

—¿Qué debo hacer?

—Muy sencillo, Kit —se apresuró a decir Walsingham manifestando una repentina expresión de alegría—. Al contrario de otras ocasiones, has de llegar a Madrid. Una vez allí sólo tienes que preguntar. Infórmate entre la gente que sólo tú conoces. Ellos confiarán en ti y te lo dirán. Cuanto antes te hagas con los datos clave, antes podrás abandonar el país y regresar a salvo. Esta vez una persona permanecerá contigo. Así estarás más seguro y contarás siempre con un apoyo en caso de que surjan problemas.

—¿Quién es esa persona? Estoy acostumbrado a trabajar solo. —Parecía receloso y desconfiado.

—Descuida, será alguien de nuestro servicio, alguien de absoluta confianza. Todavía no lo he decidido. Viajaréis por separado pero os veréis en Madrid, tal y como solamente vosotros acordéis en vuestra próxima reunión en Londres. Nadie más conocerá vuestros pasos.

El rostro del joven seguía mostrando la misma desconfianza de antes.

—Tranquilízate. Él te buscará. Eso no creo que sea ningún problema. Se encargará de cifrar la información y las cartas que consigas para enviarlas de inmediato a nuestra oficina de Londres por el medio más rápido. Esta vía ya está abierta. Lo único que queda es tener algo que enviar. No tenemos tiempo que perder.

—Pues que así sea. No lo hagamos.

Walsingham se acercó con sonrisa conciliadora para despedirse de su amigo.

—No hagas locuras y nos veremos pronto —dijo abrazando a su protegido.

—Seguro que sí, Thomas, muy pronto.

El secretario del servicio secreto permaneció frente a su mesa de trabajo. Recogió los papeles que había estudiado durante la entrevista y los volvió a guardar bajo llave en el cajón.

La puerta del despacho no se cerró tras la salida del agente. Durante unos instantes, Walsingham permaneció allí, escuchando la música de la mascarada que aún se celebraba en el jardín de su casa. Al volver en sí vio junto a una pila de documentos su máscara de oro decorada con plumas de pavo real. La tomó y se la colocó. El espejo del tocador le ayudó a cerciorarse de que estaba perfectamente puesta. Nadie lo reconocería.

—Pues que así sea. No tenemos tiempo que perder.

Y repitiendo las palabras de su amigo se dirigió a la puerta y salió hacia el jardín para unirse a la fiesta.