Capítulo 22

Villaportón, Logroño (España)

Lunes, 30 de junio de 1586

El sol se acababa de poner por detrás de las cercanas montañas que se elevaban junto a la orilla del río Ebro. Christopher Marlowe quiso ser prudente y no seguir viajando sobre el filo de la navaja. Debía buscar un sitio donde descansar en la vereda del camino de Burgos. Creyó que lo había encontrado.

A lo lejos había un desvío a una posada y hasta allí encaminó su cabalgadura. El cielo se presentaba despejado y sobre el horizonte, un enorme disco plateado anunciaba una noche clara.

A medida que se acercaba a la posada el ruido de personas y animales comenzó a disipar la monotonía del silencio de las últimas horas.

En el centro del patio de aquel lugar de descanso había un pozo. Junto a él, una mujer baja y gorda recogía agua en un cubo. Tras llenarlo lo acercó a un pequeño tendedero de ropa que había junto a una de las paredes encaladas. En las cuerdas pudo ver ropas de todo tipo que demostraban que algunas de las personas que había allí alojadas parecían ser importantes.

Al verlo, la mujer se detuvo a medio camino entre el pozo y el tendedero. El paso de su caballo era lento.

—¡A las buenas tardes! —vociferó la lavandera en un tono estridente.

Kit, que llevaba varios días cabalgando en solitario, acompañado solamente por sus pensamientos, y durmiendo al raso para evitar cualquier mal encuentro, al principio no la entendió.

—¿No me ha oído o es que vuestra merced es sordo? —espetó la señora colocando los brazos en jarras.

Detrás de ella, por una de las puertas apareció un hombre secándose las manos con un trapo. Intuyó que se trataba del marido de aquel espécimen o, en cualquier caso, uno de los encargados de la posada.

Al final, el agente inglés se dio cuenta de que le estaban hablando en español, como era lógico, a sabiendas de la tierra en la que se encontraba.

—Buenas tardes, señores. Busco un lugar para descansar y pasar la noche —dijo finalmente, mientras se bajaba de su montura. Tomó las riendas y se acercó a ellos—. También me gustaría cambiar de caballo.

—¿Tiene dinero para pagar?

A Kit no le gustó que desconfiaran de él. Pero pensó que era algo normal en el trato con los extranjeros. A regañadientes sacó de debajo de su jubón la bolsa que días antes le entregara Nicholas Faunt en Reims. De ella sacó una moneda y se la entregó a la mujer.

—Quizá les valga esto.

Sospechando lo legítimo de la moneda la mordió. Tras comprobar que era buena se volvió para recibir la respuesta del hombre que seguía contemplando aquella escena apoyado en el marco de la puerta de la posada. La hospedera asintió dándole el visto bueno, y el esposo, sin rechistar, dio su aprobación tranquilizándose. No era la primera vez que hasta aquel lugar llegaba algún hombre malherido en alguna reyerta. Esa clase de encuentros lo único que traían eran problemas con los alguaciles del cercano pueblo de Villaportón.

—¿Hacia dónde vais, buen hombre?

—Vengo de París y voy para Madrid —mintió Kit.

—Dentro le darán una habitación y de cenar. —Dejó su tarea en el tendedero y literalmente le arrebató el caballo para llevarlo a los establos que había al otro lado.

En la fachada de la posada se abrió una ventana dejando ver a un joven que, tea en mano, encendió dos lámparas que comenzaron a arder con viveza. Parecía oírse el bullicio de un grupo de personas cenando y charlando. En pocos minutos se había hecho oscuro. Caminó con lo puesto hacia la entrada, mientras el hombre del trapo de cocina seguía apoyado en la puerta observando cómo se acercaba.

—Yo le acompañaré hasta su habitación, señor.

Kit siguió en silencio a aquel hombre delgado. Después de tomar una de las lámparas que había encendidas en el pequeño entrante, anfitrión y huésped pasaron la entrada que daba a la taberna, en aquella hora frecuentada por gentes de todo tipo, y siguieron por todo el pasillo hasta el final, en donde había una subida que llevaba al primer piso. Sin despegarse del ventero, miraba con cuidado de pisar por donde el hombre lo hacía. El crujir de los peldaños hizo desconfiar al joven agente hasta que finalmente llegaron arriba. Junto a la escalera estaba su habitación. Era pequeña y modesta: una cama un tanto desvencijada con un par de mantas que él se encargó de comprobar si estaban limpias, una mesa sobre la que había una palangana y una banqueta junto a ella eran todo el mobiliario; suficiente para pasar la noche y descansar lo necesario. Al día siguiente retomaría el camino.

—Es una de las mejores. Las del otro lado del pasillo no tienen ventanas. En la palangana hay agua fresca. Debajo de la mesa hay una jarra con más agua. Cuando quiera puede bajar a cenar.

—Muy bien. Gracias por todo. Me refrescaré y en unos minutos bajaré a comer algo. Muchas gracias.

—Le dejo esta lámpara por si le fuera de utilidad. Junto a la cama tiene otra.

El inglés se adelantó hasta la ventana de la habitación. Desde allí aún se podía ver la silueta de Villaportón. La elevada torre de la iglesia, erigida justo en el centro del pueblo, destacaba sobremanera entre el resto de las casas molineras. Cuando se quiso dar cuenta, Kit descubrió que ya no había nadie más en la habitación.

En el retiro de su cuarto, por primera vez se sintió absolutamente solo. Llevaba varios días sin escribir nada. No había tenido tiempo desde que llegó a Francia. Miró a su alrededor y descubrió que no tenía equipaje que ordenar. Ni papeles para escribir, ni plumas ni tinta con las que contar cosas en forma de versos. Ni siquiera recuerdos con los que poder distraerse. En su cabeza sólo se repetía una y otra vez la última escena vivida en Reims en el palacio del cardenal de Guisa, en la que Bernardino de Mendoza yacía sin sentido en la silla de su despacho y el mensajero se precipitaba sin vida sobre las losas del suelo, con el cuello abierto.

Kit volvió en sí y se acercó a la palangana. Se mojó la cara y se secó con un paño blanco que había sobre la mesa. Miró a su alrededor, pero no había nada que recoger ni que guardar. Salió de la habitación, cerró tras de sí la puerta y por el oscuro pasillo se guió por el sonido del bullicio y la poca luz que se veía al final.

Ya en la puerta de la taberna, el ambiente de aquel lugar era diferente al que se veía en lugares similares de las ciudades. Era evidente que estaban a varias leguas del pueblo más cercano. No había voces desentonadas, ni risotadas cubiertas con palabras malsonantes. Se podían oír hasta los pasos de los dueños de la posada cuando iban y venían con jarras y platos de comida en las manos.

En una de las esquinas vio a dos hombres en una mesa. Su atuendo era diferente al que llevaban los otros participantes de aquella tranquila cena. El agente los identificó nada más verlos. Se trataba de correos de la Corona española. La posada debía de ser una posta del correo en la vereda del camino de Burgos que unía la capital con Francia.

Junto a los hombres había una mesa ocupada por una manceba y un viajero en una diversión un tanto deshonesta y, más allá, una libre. Fue hasta allí y tomó asiento.

No quitaba ojo de la mesa de los mensajeros cuando al poco de sentarse se le acercó el posadero.

—Buenas noches, señor. ¿Qué va a tomar para cenar?

—Tráigame cualquier cosa —señaló Kit de forma distraída, más pendiente de lo que sucedía dos mesas más allá.

—Si quiere le puedo traer unos huevos, algo de chorizo, un buen trozo de pan y una jarra de vino para beber.

—Perfecto, posadero.

Una vez que el hombre se marchó, levantó de nuevo la mirada hacia los correos. Uno frente a otro, el inglés apenas podía oír lo que decían debido a los movimientos impúdicos de sus vecinos.

—… al parecer alguien sabía de los verdaderos menesteres de la empresa del embajador, le rompieron la nariz y al correo lo degollaron antes de que Su Excelencia pudiera leer el mensaje de Madrid con el aviso —pudo escuchar de labios de uno de los correos en uno de los pocos momentos de silencio que hubo.

—¿Y qué decía la carta de Madrid? —preguntó su compañero.

—No lo sé. Vienen cifradas y ya sabes que desconocemos el contenido de las cartas, pero sin lugar a dudas por lo que comentaba el secretario, alguien debió de ine…

No pudo escuchar más debido a las repentinas risas de la joven. Kit se estaba empezando a poner nervioso y no veía el momento en el que los dos se fueran a las habitaciones de arriba a desfogarse.

En eso llegó el hombre con el plato de comida, el pan y la jarra de vino. Dio las gracias y se santiguó antes de tomar el pan, siguiendo las costumbres locales que había aprendido en su anterior estadía en España. Luego comenzó a cenar, despacio, agudizando el oído todo lo que podía.

Pero era imposible centrarse en la charla con aquella algarabía que, evidentemente, era aprovechada por los correos para mantener la privacidad de la conversación.

El joven agente observó que colgando de ambos hombres pendía un talego en el que se debían de guardar las cartas. De lo poco que había entendido, intuyó que uno de ellos iba a París desde Madrid y el otro lo hacía hacia la capital española desde Francia, en el sentido contrario. El azar había hecho que los dos se encontraran en Villaportón.

—… quiero entender, entonces… —pudo escuchar en otro momento de silencio.

—Lo mejor será salir pronto por la mañana y despachar los correos cuanto antes. Juan de Idiáquez ha comentado en la Corte que sospecha de la presencia de alguien que trabaja para los ingleses.

—¿Y se sabe quién es?

—Al parecer, ya el año pasado estuvo por Madrid realizando su doble juego. Estuvieron a punto de c…

De nuevo las risas sonaron con estruendo en el bodegón, entrometiéndose entre el resto de las conversaciones que había en el lugar, e impidiendo que se pudiera escuchar nada.

El agente inglés se sorprendió de que estuvieran hablando de él. Tan lejos y tan cerca. Debía darse prisa y actuar con celeridad. Sobre la mesa de los correos vio tres jarras de vino vacías y una cuarta de la que continuaban bebiendo. Su ingenio actuó deprisa acordando una posible solución. Levantó la mano y llamó al posadero.

—Dígame, señor.

—No sé si será posible que me consiga un poco de papel, tinta y lacre. He de escribir alguna carta importante antes de ir mañana a Villaportón.

—Veré lo que puedo hacer, señor.

—Inténtelo, por favor, y se lo pagaré bien.

—Lo intentaré —dijo poniendo mueca de extrañeza.

El hombre se alejó y con él la pareja de desaforados que había entre la mesa de los correos y Kit. Más tranquilo, continuó cenando y esperando al posadero con el papel, aguzando el oído para escuchar con más claridad la conversación. Mientras tanto, la mujer del posadero les trajo una quinta jarra de vino. Parecían un pozo sin fondo y no manifestaban ningún síntoma de embriaguez. Kit pensó si realmente aquello que bebían los dos hombres era vino o agua.

—Hay cierto temor en lo que pueda pasar en un futuro —señaló uno de ellos volviendo a llenar los dos vasos—. El rey parece estar iniciando la trama de una guerra que para muchos tiene perdida antes de haberla empezado.

—Estoy de acuerdo. Se cree que puede vivir de las rentas del glorioso pasado, mientras la gente se muere de hambre porque no tiene qué llevarse a la boca. Se preocupa más de las cuestiones de la fe que del pan nuestro de cada día.

—Pronto llegaré a Madrid. Cuando allí se enteren de lo que ha pasado en Reims con el embajador van a empezar a ver fantasmas por todos los sitios. No quiero ni imaginar la cara que pondría el causante de todo esto si supiera lo que hay detrás.

Kit ya sabía cuál era el hombre que le interesaba. El correo que venía de Francia y que se dirigía a Madrid era el del bigote más fino, un joven delgado que, aun estando sentado, parecía más alto que su rechoncho compañero.

—Seguramente ese asesino estará ahora besando los pies de su reina. De eso no me cabe la menor duda —continuaron en su cháchara.

—No era un simple asesino. Conocía perfectamente su trabajo. Se sabe que robó cartas del despacho del embajador, pero desconozco qué tipo de información había en ellas. Su contenido no ha trascendido.

El agente se sorprendía a cada nueva frase que llegaba a sus oídos. Ahora disimulaba haciendo ruido con el plato y la jarra, mirando distraídamente siempre en dirección contraria, hacia la puerta, como si estuviera esperando la llegada de alguien.

—Estoy en la primera del pasillo, a la derecha —dijo el correo más alto—, será mejor que nos veamos antes del amanecer.

—Muy bien, allí estaré —indicó el compañero señalando al cercano patio.

Cuando ya se levantaban para retirarse, vino el hombre de la posada.

—Ha habido fortuna. Con nosotros se hospeda un licenciado y escribano que me ha podido dar varias hojas de papel, pluma, tinta y un poco de lacre. Espero que le sea de utilidad.

—Magnífico.

Kit no esperaba que en un lugar como aquél pudiera encontrar aquello. Pero se equivocó. Volvió a echar mano de su bolsa y le dio al posadero una pequeña moneda de plata.

—Muchas gracias, señor —añadió el hombre al despedirse congratulándose por su suerte.

El destino le volvía a sonreír. La ubicación de la habitación del correo, sin ventana, como le habían dicho, facilitaría su plan. Sólo quedaban dos personas más en otra mesa en el centro del salón. Al acabar la cena recogió los utensilios de escritura que le habían conseguido y salió del lugar subiendo las escaleras.

Como sospechaba, el cuarto del correo estaba justo frente al suyo. Escuchó con cuidado tras la puerta y pudo oír cómo alguien parecía tirarse sobre la cama, suspirar y ventosear con estruendo, acompañando el gesto de una risa estúpida.

Con una sonrisa en el rostro, Kit decidió ir presto a su aposento. Caminó con sigilo por el entablado del suelo procurando que los chirridos no llamaran la atención. Cosa vana; los ronquidos y los gritos de la mancebía eran tan sonoros que bien podría haber caído el techo de la posada que allí nadie despertaría sobresaltado.

En su pieza aún quedaba encendida la lámpara que dejó antes de bajar. Junto a la cama cogió la otra que le habían dejado y la encendió para tener más luz. Con ambas lamparillas se sentó a la mesa, desplegó el papel y comenzó a escribir a toda prisa. Improvisó versos de las Elegías de Ovidio.

Se asomó por la puerta y observó que el pasillo estaba tranquilo. Nadie había abandonado ninguna de las habitaciones en ese tiempo. En pocos minutos había escrito lo suficiente como para llenar la cara de una hoja. La enrolló, tomó el lacre, se lo guardó todo bajo la camisa y apagó las luces.

El corredor estaba sumido en una casi absoluta oscuridad. Al final del mismo, un pequeño ventanal dejaba ver la luna generando una atmósfera teatral que agradó al inglés.

Se acercó a la puerta del correo. Ya se podían oír sus ronquidos. Movió el tirador pero la puerta estaba cerrada desde dentro. Esperó con paciencia pero allí no se movía nada. Ni siquiera apareció alma alguna de las otras habitaciones.

Cuando estaba a punto de desistir de su operación dándola por perdida, oyó ruido en el interior del cuarto. Un extraño sonido gutural, alguien que se levantaba de la cama, se acercaba a la puerta y la abría. Era su oportunidad.

—Cagüen…, que me lo hago encima —masculló el mensajero.

Kit se escondió en la oscuridad del pasillo mientras su objetivo pasaba a pocos centímetros de él sin percatarse de su presencia. El olor a vino desagradó al agente inglés. El hombre comenzó a bajar las escaleras dando tumbos medio adormilado. No había tiempo que perder.

Entró en la habitación. Allí había un orinal lleno a rebosar junto a la mesa. El cuarto, como todos los de ese lado de la planta, no tenía ventanas por donde vaciarlo, por lo que el hombre, apurado, se había visto obligado a bajar a hacer sus necesidades al patio de la posada. Supo esperar este momento previéndolo ya en la cena ante la avalancha de jarras de vino que ingerían.

Por suerte había una lámpara encendida todavía. Bajo la almohada asomaba una de las tiras del talego. Lo sacó y en su interior había una carta enrollada. Kit calentó en la mecha el lacre e hizo un vaciado del sello de la embajada de España en París, que cerraba la carta. Una vez obtenido, volvió a calentar el lacre, derramó unas gotas sobre su papel con versos de Ovidio y ayudándose del vaciado que acababa de fabricar, selló el nuevo billete logrando así un muy aparente cuño de la embajada. Lo introdujo en el talego, lo volvió a guardar y se apropió del original. A toda prisa abandonó la habitación. En ese instante oyó los pasos del joven y espigado que volvía a su habitación para apurar las pocas horas de sueño que aún le quedaban.

Sin separarse del papel, rendido por el cansancio, se dejó caer en la cama de su cuarto.

Al despuntar el día lo despertó la algarabía que ya había en el patio de la posada. Se levantó y miró por la ventana. Junto a la puerta del patio estaban preparados los dos caballos de los correos. Se mojó la cara en la palangana para despejarse, estiró la ropa con las manos como el que va a una ocasión especial y salió de la habitación para bajar a comer algo.

—Posadero, tráigame algo para desayunar —pidió con naturalidad.

—Muy bien, señor.

Tal como esperaba, allí estaban los dos hombres. No se habían percatado del engaño. Se sentó de espaldas a ellos en una mesa junto a una de las tres ventanas del salón. El pozo era un ir y venir de huéspedes a aquella hora de la mañana. El sol todavía no se había asomado en su totalidad cuando los dos correos se levantaron, llevando sus correspondientes talegos, dejando atrás el bodegón.

Desde la ventana vio que se dirigían a la entrada de la posada y a lomos de sus caballos abandonaban el lugar hacia el próximo cruce de caminos en donde seguramente se separarían.

El hombre le trajo algo de comer.

—Hoy será un buen día, señor. Aquí tiene un poco de pan, queso, jamón y vino.

—Muchas gracias. ¿No tendrá por casualidad una lámpara?

El dueño del local se extrañó debido a la hora del día que era. Aun así, fue diligente en cumplir con la petición y señaló que buscaría una de inmediato.

A los pocos minutos reapareció.

—Aquí tiene, señor —le dijo mientras se alejaba.

Kit empezó a comer. Cuando llevaba el plato de queso a la mitad y el salón estaba más lleno de huéspedes, lo que distraería la curiosidad del mesonero, el agente sacó la carta que había robado la noche anterior. Como era de esperar, estaba cifrada. Rompió el sello y mientras mordía un buen trozo de pan, comenzó a leer las letras y los números sin sentido que formaban la nota. No entendía nada. Sonrió y ayudándose de la lámpara la quemó. Cuando se había consumido en la llamita del aceite, llamó al camarero.

—Sí, señor, ¿qué desea?

—Creo que me voy a quedar otro día descansando en la posada. He de acabar algunas cartas más antes de ir a Villaportón. Le agradecería que me proporcionara más papel, si es tan amable.

Diciendo esto, le entregó al mesonero una nueva moneda.

—Creo que con esto será suficiente hasta que me marche.

—No le quepa la menor duda, señor. Quédese tranquilo con nosotros que no le faltará de nada.