Capítulo 19

Reims (Francia)

Viernes, 16 de mayo de 1586

A la hora prevista de la tarde, Christopher Marlowe caminaba por una calle sórdida que se abría frente a la puerta del Juicio Final. Aquel nombre parecía premonitorio. Tal y como le había indicado su contacto, la taberna no se encontraba lejos de su hospedaje. Apenas a unos pasos. Y siguiendo la tónica, su aspecto, al menos desde fuera, era igual de siniestro.

Un cartel de madera lleno de mugre con un halcón verde dibujado en sus dos lados se balanceaba al viento. Desde fuera se podía escuchar el bullicio que había en el interior. Gritos de mujeres, risotadas de rufianes y alguna que otra blasfemia en varios idiomas, cuyo sentido no consiguió alcanzar con conocimientos lingüísticos, podían oírse sin problemas desde la misma puerta de la catedral. El local parecía la prolongación del pórtico, en un macabro juego que seguramente los artistas que la diseñaron nunca llegaron a imaginar.

Al abrir, una bocanada de aire caliente y viciado lo echó para atrás. Los moradores de aquel antro hacían caso omiso del nuevo visitante y seguían a lo suyo cada uno en su propio menester. Unos bebían, otros dormían una sonora borrachera en una esquina, o manoseaban el trasero de la mujer cuyos picaros gritos se oían desde fuera.

Lo primero que pensó fue si lo que él veía sería el reflejo de la idea que los franceses tenían de sus propios compatriotas. A pesar de todo, echaba de menos el rudo comportamiento de esos hombres. Alejado del refinamiento que había aprendido en el Corpus Christi College no tardó en sentirse como en casa. Intentó pasar inadvertido. Y qué mejor manera de acercarse a una de las mesas vacías que hurgándose en la nariz y rascándose la entrepierna como uno más. De aquella forma, pensó, sus limpias ropas no llamarían tanto la atención.

En lo más profundo de su ser no estaba muy convencido de que aquél fuera un lugar seguro. Por el contrario, contaba con todos los naipes para ser un sitio de redadas habituales en busca de maleantes y forajidos.

Al mirar a su derecha vio a la mujer que antes daba saltos de mesa en mesa entre gritos y risas.

—Hola, rubio…

El joven improvisó la mejor de sus sonrisas en busca del favor de la dama. Se encontraba junto a él sosteniendo hábilmente con una mano media docena de jarras de vino y con la otra le acariciaba la mejilla. Al mismo tiempo esquivaba las manos de los clientes que, al menor descuido, se posaban sobre su trasero. Entonces, un generoso escote se abalanzó sobre el agente haciéndolo retroceder hasta casi perder el equilibrio en la banqueta.

—Vienes a beber o buscas también algo más… —añadió melosa la camarera.

La imagen de Lorena se apareció de manera instantánea en su mente. Es cierto que en los últimos meses no había evitado el encuentro con otras mujeres en Cambridge, pero el estar trabajando como agente le hizo avivar su recuerdo y lo que sentía por ella de una manera más intensa.

—No… —contestó al fin—. Me gustaría beber un trago mientras espero a un amigo.

Respondió con serenidad. En el fondo, la situación no le incomodaba. Se sentía como en casa, reviviendo algunas de las salidas de tono que había protagonizado con algunos compañeros del Corpus Christi aunque siempre estuviera presente el velo de la pintora española.

Descubrió que los hombres seguían gritando y riendo, pero en esta ocasión todos lo hacían mirando la escena que él protagonizaba con la mujer. Esta le acariciaba con fruición el cabello corto y arreglado después de pasar por el barbero, haciendo aumentar las risotadas de todos.

—Muy bien, entonces —añadió la mujer dejando sobre la mesa una de las jarras de vino—. Pero no dudes en llamarme si cambias de opinión.

Y diciendo esto consiguió abalanzarse sobre Kit hasta que logró estamparle un beso en la frente, gesto que acabó por hacerle perder el equilibrio y caer sobre un hombre medio ebrio que apuraba una de las numerosas jarras que tenía ante sí.

Molesto por la sacudida, empujó al agente hasta tirarlo al suelo, lo que acabó de sacar a Kit de sus casillas. En un gesto automático empuñó su arma y la colocó en la garganta del hombre.

—¿Y tú de qué te ríes, hijo de puta?

El silencio se extendió en todo el local. La tragedia no llegó a consumarse gracias a la presencia de un brazo proverbial que sujetó fuertemente la mano de Kit.

—No cometáis una locura, Shelton.

Se dio la vuelta y vio a Gilbert Gifford. La expresión de su cara fue suficiente para calmarle el ánimo.

—Rosalie, déjalo tranquilo y —señalando la mesa del borracho añadió— cobra con esta moneda la consumición de este caballero, quien estoy seguro que sabrá disculpar el inadecuado comportamiento de mi amigo.

El sonido del cobre sobre la mesa del borracho hizo cambiar su expresión. Del semblante serio pasó a la sonrisa, mostrando una dentadura mellada.

Al instante todo volvió a la normalidad. Rosalie dejó otra jarra de vino para Gifford, quien acercó un taburete para compartir mesa con su compatriota.

—Debéis dejar de lado la brusquedad en vuestras maneras, Shelton.

—No soporto que se burlen de mí.

Muy bien, pero si actuáis así no debéis olvidar que corréis continuamente un gran peligro. La situación no deja de ser menos peligrosa que hace unos días. Os sorprendería saber quién es Rosalie en realidad.

El agente miró a la mujer mientras ésta continuaba sirviendo a otras mesas. Al regresar a las cocinas sus miradas se cruzaron. Rosalie esbozó una leve sonrisa de complicidad. Gesto que sólo Kit fue capaz de interpretar.

—¿También ella está metida en esto?

—Eso ahora no viene al caso. Nadie sabe lo que hace nadie pero todos sabemos a qué bando pertenecemos. Espero que seáis consciente de que debéis recapacitar en todo lo que hacéis mientras estéis desarrollando la misión. Este lugar es tranquilo pero es esa seguridad lo que lo convierte en un lugar al mismo tiempo muy peligroso. Con frecuencia acabamos enterrando a compañeros excesivamente confiados.

Gifford miró a ambos lados cerciorándose de que no había nadie que siguiera mirándolos. Bajó el tono de voz y continuó:

—¿Veis la puerta que hay junto a las cocinas, el lugar por donde acaba de entrar Rosalie?

El contacto señaló con la mirada una puerta oscura que había al final del local. El agente asintió.

—Pues bien. Tras ella se está celebrando una reunión en la que nos esperan. Es el primer paso para poder obtener la información que os ha hecho venir hasta aquí, Shelton.

—Explicaos. —Kit asió con fuerza la jarra de vino que les había dejado Rosalie.

—Detrás se encuentran John Ballard y varios de sus seguidores en Francia. Ballard es un sacerdote católico inglés que está reuniendo gente a su alrededor para poder llevar a cabo un siniestro complot contra Su Majestad. Shelton, no os quiero adelantar detalles, prefiero que sea él mismo quien os lo cuente.

—¿Saben de mi presencia en la reunión?

—Sí. Precisamente, uno de los asuntos que les ha hecho venir hasta aquí es su deseo de entablar contacto con vos.

Kit se percató al instante de que había llegado a uno de los momentos más sensibles de su misión. Temeroso de no saber cómo reaccionar ante la situación, borró de su mente los fantasmas de la inseguridad y asintió con la cabeza, manifestando que estaba preparado para todo.

—Nos esperan. Subamos, pues.

Y sin mediar palabra, Gifford se levantó de la mesa seguido por su compañero. Ambos jóvenes fueron hacia el fondo del salón principal del Halcón Verde. No hubo necesidad de llamar a la puerta. Esta se encontraba abierta, dejando el paso libre para poder entrar. Tras ella había una escalera que llevaba hacia la planta superior. En el rellano dos hombres sentados en sendas sillas vigilaban el trasiego de gente por el lugar. Su gesto de alerta al escuchar el ruido en los escalones desapareció al ver a Gifford. Pero se reavivó al comprobar que no venía solo, sino con un desconocido.

—¿Quién es el que viene contigo? —preguntó uno de ellos levantándose con cara seria.

—Se trata de Thomas Shelton. Es un compatriota inglés que puede ser muy útil en nuestra empresa. Es de confianza, no os preocupéis. Ellos están avisados de que viene.

Esa confianza no tenía reflejo alguno en la mueca de los hombres, aunque al final los dejaron pasar hacia la planta superior.

Todas las habitaciones parecían estar vacías menos una. Al final del lado derecho del pasillo podía oírse un murmullo. El tono era silencioso y quedo.

A medida que se acercaron, en la penumbra del pasillo descubrieron la figura de un nuevo vigilante. De fondo se oía la voz de varias personas. Cuando Gifford abrió la puerta, al instante se hizo el silencio.

La habitación era pequeña. Estaba en una zona interior del edificio y no tenía ventanas que la comunicaran con la calle. No podía haber mejor lugar que aquél para urdir cualquier tipo de intriga.

En el centro de la estancia una mesa con un tapete verde servía de abrigo a tres personas. Cada una de ellas tenía frente a sí un candil. En uno de los lados, Kit descubrió a un religioso. Sus vestiduras negras, engalanadas con un pesado crucifijo que pendía del cuello, lo identificaban a primera vista. Su aspecto era tranquilo. Lucía una frondosa barba, que junto a su incipiente calvicie lo convertían en un individuo de lo más corriente. El inglés se percató de inmediato que se trataba de John Ballard, el extraño sacerdote inglés del que le había prevenido Gifford pocos minutos antes.

A la izquierda de Ballard había un cardenal. Kit pensó que era Louis de Guisa. Desde su asiento les ofrecía una sonrisa de bienvenida. De algún modo, el joven agente vio en él a un remedo del cardenal arzobispo de Toledo, don Gaspar de Quiroga.

A la derecha del sacerdote inglés había un tercer hombre. Al contrario que los otros dos, éste no llevaba atuendos de religioso. Iba vestido de manera sofisticada. Sus ropas denotaban un estatus social elevado. Su bigote y perilla oscuros no ocultaban la edad de una persona que con creces había superado la cuarentena. Su porte serio intentaba escrutar al detalle a los dos nuevos llegados. Parecía tener un problema en la vista, inconveniente que se acentuaba con la escasa luz de la cámara. Al parecer, ya conocía a Gifford, porque solamente se detuvo con desconfianza en el joven desconocido. La iluminación que lo envolvía con el candil era muy difusa, pero la justa para ver sus cuidadas manos. El inglés descubrió en ellas un detalle que estuvo a punto de helarle la sangre. Un enorme anillo de oro tenía dibujado con esmeraldas y rubíes un escudo que al agente no le resultó desconocido en absoluto. Ave Maria Gratia Plena. En aquella pequeña habitación de una sórdida taberna francesa, a pocos metros de la catedral de Reims, sentado a la mesa estaba Bernardino de Mendoza, embajador español en París.

Tardó en reaccionar. Al parecer, tampoco Gifford esperaba la presencia del embajador en la reunión.

Los dos nuevos integrantes de la mesa se quedaron perplejos por la figura del español. Se trataba de un hombre grueso, de porte serio y suspicaz.

Había dos sillas vacías en la mesa.

—Buenas tardes, caballeros. Esperamos no llegar tarde a la reunión —señaló Gifford.

Solamente John Ballard se levantó de su asiento para darles la bienvenida.

—Buenas tardes —respondió cortésmente el sacerdote inglés—. Su Ilustrísima, señor embajador…, éstos son los dos hombres de los que les he hablado. Gilbert Gifford es una persona de total confianza. Ha conseguido idear un nuevo sistema para realizar la conexión epistolar con María Estuardo en su prisión de Chartley, más sofisticado que el que ahora se emplea y que ahora explicará. Su relación con sir Francis Walsingham es magnífica, lo que nos abre numerosas puertas e impide trabas burocráticas que podrían retrasar nuestros intereses.

—De igual forma que ayuda a nuestros propósitos puede vender la información a Walsingham y hundir el proyecto. —La voz grave de Bernardino de Mendoza resonó en la pequeña estancia del Halcón Verde.

—Insisto en que se trata de un hombre leal. Creo que ya habíamos dejado ese asunto zanjado en un principio —contestó Ballard.

—Señor embajador —medió el cardenal Louis de Guisa—, no creo que sea el momento para estos asuntos. Todavía no hemos dado comienzo al plan. Dejemos que las cosas fluyan en su ritmo natural. Las desconfianzas innecesarias no son buenas compañeras en estos menesteres.

Bernardino de Mendoza guardó silencio aunque su rostro reflejaba una marcada mueca de desconfianza hacia los jóvenes.

—Imagino, señor Gifford —continuó Ballard—, que quien le acompaña es el señor Thomas Shelton, ¿no es así?

—En efecto, padre. El señor Shelton nos será de gran ayuda para llevar correos a Inglaterra y España. Es un hombre experimentado y un fiel servidor de la Virgen María.

El cardenal Louis de Guisa observó con detenimiento al recién llegado. Con semblante tranquilo le sonrió manifestándole su aprobación. Por el contrario, el embajador español siguió insistiendo en su desconfianza.

—No entiendo por qué hemos de contar con desconocidos en la elaboración del proyecto. Sigo pensando que puede ser tremendamente arriesgado.

—Señor embajador —le espetó el padre Ballard—. Insisto en la honestidad de estos jóvenes católicos. El plan no correrá ningún peligro, todo lo contrario, su trabajo ayudará a que las relaciones entre los miembros que decidan participar y ayudarnos en nuestra honorable causa sean fluidas.

—La misma situación la vivimos en el invierno de hace dos años cuando Francis Throckmorton fue detenido advirtiendo a las autoridades de la existencia de un complot contra la reina Isabel que pretendía, bajo los auspicios de mi país y los míos propios, llevar al trono a María Estuardo. Aquello fue un desastre y devino en mi forzada salida de Londres hacia París.

—Deduzco por su conversación, señor embajador, que al menos contamos con los mimbres de un plan —dijo Gifford—. Les propongo que para su tranquilidad, el señor Shelton y yo solamente sirvamos de correo —añadió en un intento de ganarse la confianza del español.

—No será necesario, Gifford. Estoy convencido de que tanto Su Ilustrísima como el embajador comprenderán lo delicado de la situación y la necesidad de contar con los dos. —Ballard señaló a cada uno de ellos a modo de improvisada presentación—. Los aquí presentes llevamos en lo más hondo de nuestro corazón la necesidad de lograr una meta: colocar en el trono de Inglaterra a su verdadera reina, María Estuardo, volviendo a instaurar la fe católica y acabando para siempre con el protestantismo… Tomen asiento en las sillas que están libres, señores, y sean bienvenidos a esta reunión.

Ballard se tomó un respiro para mirar a sus acompañantes y prosiguió con su mitin.

—A los ojos pecaminosos de Inglaterra, la presencia de Isabel en el trono es totalmente legal. Es la hija de Enrique VIII y de su segunda esposa, Ana Bolena, y no hay más que hablar. Pero bien sabe Dios que esto no es así —añadió Ballard con ira ante aquella afrenta al santo matrimonio—. Nuestro plan ha sido pensado y desarrollado con minuciosidad. Es necesario hilar fino en nuestras pretensiones y saber cuáles son nuestros objetivos en cada momento. De lo contrario, el proyecto está abocado al fracaso.

El cardenal Louis de Guisa hizo una pequeña intervención.

—¿Ya conocen los diferentes pasos que se han de dar para lograr el éxito?

—Sí, Ilustrísima. Son principalmente dos. El primero de ellos es eliminar a la reina Isabel. —Un frío silencio se cernió sobre los presentes—. Una vez dado este paso, el camino para que María Estuardo sea liberada y alcance el trono de Inglaterra será mucho más sencillo.

—¿Cómo vais a conseguir acabar con la vida de Isabel? —preguntó Gifford—. Después de los últimos intentos de eliminación que se han dado sobre ella, su seguridad es extrema.

—Tiene razón, señor Gifford. Ya hemos pensado en ello. Lo mejor será contar con alguien que trabaje desde dentro de la propia Corte. Alguien que se mueva en el círculo de la reina y que no levante sospechas. Además ha de tener las suficientes agallas como para realizar una empresa de estas características.

—¿Y habéis pensado ya en quién puede ser esa persona? —añadió de nuevo Gifford.

—En marzo de este año me entrevisté con John Savage. Seguramente habrán oído hablar de él.

—Desde luego. No hay persona más mezquina en toda Inglaterra —dijo Bernardino de Mendoza con un descarado aire de contradicción.

—Señor embajador. John Savage es un antiguo soldado que sabrá cumplir una orden de esta naturaleza a la perfección. No me cabe la menor duda de ello. La ayuda principal en nuestro país la proporcionará Anthony Babington. Se trata de una persona católica y muy cercana a la reina. Numerosos amigos de su círculo estarán dispuestos a ayudarnos. Él no levantará sospechas.

Kit se revolvía inquieto en su silla. El padre Ballard se percató de su nerviosismo.

—¿Quiere añadir algo, señor Shelton?

—Sí. ¿Cuentan con el apoyo de María Estuardo?

La pregunta de Kit, ingenua en apariencia, sorprendió a todos los presentes. ¿Alguien se había planteado la posibilidad de que María Estuardo, enclaustrada y estrechamente vigilada en su cautiverio de Chartley estuviera cansada y no quisiera volver a hablar una sola palabra de complots o intrigas contra su prima Isabel?

—Si no están seguros de ello —añadió el agente— es mi opinión que la primera cosa que se debería hacer es contactar con ella ideando algún medio seguro.

—María se encuentra retenida en Chartley —intervino Gifford—. Su guardián es sir Amyas Poulet, un hombre puritano, muy fiel a Isabel y celoso en extremo. Al parecer, no contento con vigilarla, también hace todo lo posible para que la estancia de María en su prisión sea lo más rígida y penosa posible. Pero ya hemos creado un método para poder comunicarse con ella.

—Será difícil retomar la comunicación —añadió el embajador de forma airada, desviando la mirada hacia el sacerdote Ballard—. Walsingham cortó cualquier contacto de María con el exterior después del peligro que supuso el complot de Throckmorton.

—Insisto en que creo haber dado con la posible vía de comunicación —le cortó Gifford—. El cervecero que sirve en el castillo de Chartley está de nuestra parte. Se le podrá sobornar con facilidad. He ideado un sistema para introducir las cartas en el interior de los barriles sin que sean detectadas por la guardia. Además, las cartas irán cifradas para mayor seguridad.

—Es una locura implicar a tanta gente en un proyecto de estas características. Antes eran estos dos jóvenes desconocidos, ahora es el cervecero… ¿Cuántos más habrán de saber nuestro secreto?

—Mi querido amigo —apaciguó el cardenal al diplomático español—. Creo que en un proyecto de estas características es necesario y obligado tener que tomar estas licencias, reconozco que un tanto arriesgadas, para poder seguir adelante. Es imposible alcanzar el éxito si no se recurre a ellas. Nuestro embajador en Inglaterra será el primero en escribir una carta a la futura reina María en la que se le explicarán todos los entresijos de la trama.

—Pero además de todo esto —añadió Kit participando una vez más en la tertulia, mientras llevaba la conversación hasta los límites que le interesaban—, será necesaria la colaboración de alguien desde el exterior. Hay que contar con la ayuda de algún país del continente.

—Señor Shelton —explicó Ballard—, ésa es la razón por la que el cardenal de Guisa y el embajador Mendoza están esta tarde con nosotros en esta reunión. Hace quince años el papa firmó con el rey de España una bula para ayudar a los católicos ingleses a desbancar a Isabel del trono, colocar a María de Escocia y hacer brillar la única fe. Tengo la palabra de estos caballeros que representan a sus respectivos países en esta reunión de que nos ayudarán en todo lo necesario para que nuestro plan llegue a buen puerto. España aportará las tropas necesarias para apaciguar las posibles revueltas que se generen en el interior hasta que la situación esté controlada.

El silencio volvió a caer entre los presentes. El ruido lejano de la taberna de la planta de abajo se coló entre los resquicios de la puerta devolviendo a los presentes a la realidad. Parecía que todo estaba dicho.

—Señores. Mañana mismo marcho a Inglaterra. Allí he de encontrarme con el señor Anthony Babington. El tiempo no corre de nuestra parte y hemos de darnos prisa.

Gifford tiró de la manga de su compañero haciéndole una seña para que salieran juntos de la habitación. Después de despedirse de manera discreta de los tres contertulios, fueron escaleras abajo hacia el salón principal de la taberna. Allí el guirigay seguía siendo el mismo que al principio. El agente inglés no supo calcular el tiempo que había estado en la planta de arriba en la reunión. Pero de vuelta a la realidad pensó en lo frívolo que resultaba el comportamiento de muchos de los allí presentes cuando a pocos metros se estaba preparando un terrible complot.

—No le hemos caído muy bien al embajador español —aventuró Kit retomando la charla.

—No os preocupéis. Es una persona de un carácter especial pero al final cederá. Sólo parece desconfiado. No le queda más remedio y no pierde nada. Al contrario, tiene todas las de ganar.

—Aun así, no creo que me quiera recibir en privado.

—Lo hará. Confiad en mí. Dejadlo en mis manos. Haced vuestra vida normal y en pocas semanas estaréis sentado cara a cara con Bernardino de Mendoza.