Capítulo 31

Lisboa (Portugal)

Sábado, 30 de enero de 1588

La visión de las costas de Portugal desde el puerto de Lisboa impresionó sobremanera a Christopher Marlowe. Una gigantesca flota de casi 130 navíos se extendía por el perfil del agua perdiéndose más allá de la zona de las rocas, hasta donde los ojos no alcanzaban a distinguir la grandiosidad del desmesurado conjunto.

No hacía mucho que había amanecido. El cansancio del viaje en las últimas semanas, y la premura con la que lo había afrontado, le habían hecho abandonarse a la suerte de los acontecimientos. Pero la terrorífica visión de aquella flota lo puso alerta al instante, haciéndole ver la tensión del momento.

Por los muelles del puerto de Lisboa corrían cientos de hombres cargando cajas con provisiones para la batalla. Frente a los buques, filas de funcionarios tomaban buena nota de la entrada y salida de personas y víveres. La cantidad de navíos que había allí amarrados era increíble. No hacía falta ser un gran estratega para intuir la fortuna que aquellas maniobras militares estaban costando a la Corona española. Una verdadera sangría que pronto el pueblo llano empezaría a sufrir.

Allí nadie lo esperaba. No había contacto que, como en otras ocasiones, hiciera de puente y le abriera el camino hacia un objetivo conocido.

No tenía sentido lamentarse, ni maldecir su soledad. Había tomado la decisión por su cuenta y estaba dispuesto a llegar hasta el final.

Volvió a la realidad y se acercó a uno de los barcos españoles que estaba siendo abastecido junto al muelle. Escuchó hablar en español a un grupo de chicos y se acercó a ellos.

Cuando estuvo cerca del grupo, los muchachos detuvieron su conversación.

—Buenos días.

Ninguno de los chicos contestó al saludo del inglés.

—Estoy buscando un boticario. Acabo de llegar a la ciudad y necesito encontrar uno.

Los jóvenes lo miraron con desconfianza.

—¿Sois inglés? —La pregunta la hizo el mayor del grupo, que parecía ser el cabecilla.

—Sí, pero soy devoto de la Virgen María. No tenéis por qué preocuparos.

Los rostros de los jóvenes mantenían el recelo inicial. Finalmente uno de ellos habló:

—Al final del muelle, justo detrás de la taberna roja, hay una calle que siempre está llena de puestos de fruta. Si camináis por ella no tardaréis en encontrar la botica.

—Os lo agradezco, sois muy amables —señaló Kit despidiéndose con un ostentoso saludo.

El agente observó cómo los chicos lo seguían con la mirada en silencio hasta que se perdió entre la muchedumbre que poblaba el muelle principal del puerto, en aquella hora temprana de la mañana.

Marlowe siguió las indicaciones que le habían dado. Pronto llegó a la calle en donde se encontraban los puestos de fruta a los que se referían los jóvenes y, más adelante, efectivamente, había un boticario.

Pensó dos veces si entrar en la tienda o no. Después de reflexionar prefirió dar media vuelta y alejarse de la entrada.

A poca distancia de allí, junto a la puerta de una iglesia se percató de la presencia de un mendigo. Se acercó y desde una distancia prudencial le hizo un gesto distraído con la mano para que se aproximara. El viejo, sorprendido por aquel encuentro que lo sacaba de su rutina, hizo señas para confirmar si era a él a quien se refería aquel extraño joven de aspecto extranjero.

No le llamó la atención. El puerto estaba lleno de forasteros y realmente daba igual quién pudiera ser, si podía suponer un giro de buena fortuna en su arruinada vida.

El hombre, un anciano grueso que se cubría con unos harapos verdinegros, se levantó torpemente de la bancada de la iglesia en donde descansaba pidiendo limosna con gestos lastimeros.

—¿Habláis español? —preguntó el agente haciéndose a un lado para que nadie les observara.

—Cómo no lo voy a hablar. Soy gallego.

La halitosis del mendigo le hizo echar la cabeza para atrás. Marlowe observó con desagrado el aspecto del hombre. La barba, descuidada y sucia, estaba llena de inmundicias que el agente no quiso ni pensar qué podrían ser.

—Y qué hacéis aquí en Lisboa.

—Un mal golpe de mar, un mal encuentro y mi fortuna se truncó. Soy anciano y no tengo adonde ir, familia a la que acogerme, ni qué hacer ya con mis huesos. Poco valgo ya. Pero ¡ea! ¿Qué queréis de mí?

—Que me hagáis un favor y seáis discreto.

—Vos diréis.

—Id a la botica que hay ahí, y comprad una onza de solimán.

—A quién vais a liquidar, si se puede saber. —El mendigo sonrió mostrando su dentadura mellada y dando un golpe de complicidad al inglés.

—El uso que haga del solimán no os incumbe. ¿Lo haréis?

—Y a cambio de qué —añadió el hombre recuperando la seriedad.

—No es mucho lo que puedo daros —dijo el agente mostrándole dos monedas de plata a sabiendas de que aquello era una fortuna para el mendigo—. Si aceptáis el encargo son vuestras. Una os la entregaré ahora mismo y la otra, cuando me deis el solimán. Os esperaré detrás de esas casas, junto a las rocas que dan al mar.

El hombre tomó una de las monedas y caminó hacia la botica sin mediar más palabras. No tardó en entrar en ella y perderse.

Marlowe volvió a la calle principal y anduvo hasta un callejón que se abría junto a las casas que había señalado al mendigo para perderse entre las rocas.

Allí esperó a que apareciera su emisario con el envío que le había solicitado.

Al cabo de media hora, la cabeza del mendigo empezó a verse entre las rocas que rodeaban la cala en donde lo estaba esperando. Llevaba en la mano una bolsa de tela. Con gesto emocionado hizo señas al agente para que se acercara hasta unas piedras altas, más escondidas, en donde el intercambio sería más furtivo y seguro.

El agente fue directo al grano.

—¿Lo tenéis?

—Esto es. Solimán del mejor.

Los mugrientos dedos del mendigo abrieron la bolsa de cuero. En su interior había una onza de un polvo blanco, extremadamente fino, muy parecido a la harina.

—Muy bien, habéis cumplido con vuestra parte del trato —le reconfortó el inglés—. Ahora me toca a mí. Aquí tenéis la otra moneda de plata que os prometí.

El anciano sonrió abiertamente, feliz por ver cómo su suerte había cambiado para bien esa fría mañana invernal.

—Olvidad mi cara, este encargo, esta conversación y este sitio. ¿Entendido? —dijo mientras se guardaba la bolsa con el solimán en su ropilla.

—Quedad tranquilos, joven amigo —respondió el viejo mientras avanzaban hacia la salida de la cala—. Aquí nadie pone el pie. Nadie os habrá visto caminar entre las rocas. Conozco bien este lugar. Aquí suelo venir a c…

Kit notó cómo el aire se perdía por la enorme herida abierta en el cuello del mendigo. El tajo fue tan profundo y fuerte que el cuchillo rebanó parte de su propia camisa.

A pocos pasos de allí, dos rocas formaban una grieta en la pared que iba a dar a un pozo natural. Con dificultad, arrastró el cadáver del anciano hasta allí. Lo arrojó ayudándose de varios puntapiés y tras confirmar que estaba en la parte más profunda abandonó el cuerpo con sus dos monedas de plata.

Al salir a la calle principal, de una esquina recogió una manzana medio podrida. La tomó y arrancó la parte fermentada quedándose con el único trozo sano. Se echó la mano al pecho, extrajo la bolsa de solimán y untó la superficie de la manzana con aquel fino polvo blanco.

No lejos de allí vio un gato. Se acercó hacia el montón de basura en donde husmeaba y se agachó para observarlo. El animal, desconfiado, se alejó unos pasos. Pero cuando el inglés le mostró el jugoso trozo de manzana, no tardó en cambiar de idea y se acercó dócilmente hasta donde estaba Kit.

El gato comenzó a olisquear y a chupar el sabroso trozo de manzana que le tendía el desconocido. Poco después de dar el primer muerdo, el felino se retiró detrás de la rueda de uno de los carros que hacía de tenderete de frutas en el mercado de la calle. El agente observó cómo el pobre animal empezaba a tener convulsiones y a intentar vomitar. Era evidente que le faltaba el aire. Al poco consiguió escupir la comida, pero ya era demasiado tarde. Dando tumbos el gato no tardó en desplomarse cerca del montón de basura que había junto al puesto.

El joven se levantó y cuando se alejaba vio cómo el dueño de la caseta salía y con un rastrillo empujaba el cuerpo sin vida del animal junto a otros desperdicios hacia el montón de basura.

Solamente entonces, Marlowe abandonó la calle en dirección de nuevo al puerto seguro de que la compra que había realizado era lo que estaba buscando.